Galápagos (7 page)

Read Galápagos Online

Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Galápagos
4.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando se celebró en Santa Rosalía el primer matrimonio, entre Kamikaze y Akiko en el año 2027, hacía ya mucho tiempo que todos los colonos originales habían desaparecido en el sinuoso túnel azul que conduce al Más Allá, y Mandarax estaba empedrado de percebes en el fondo del océano Pacífico Sur. Si Mandarax hubiera estado todavía en las inmediaciones, habría tenido que decir cosas por lo general desagradables sobre el matrimonio, tales como:

Matrimonio: una comunidad que comprende un amo,

un ama y dos esclavos, y que en total suman dos.

Ambrose Bierce (1842-¿?)

y

Al matrimonio de amor

como al vinagre de vino,

triste, agrio, sobrio refrigerio,

el tiempo le rebaja el sabor celestial

a un gusto cotidiano, vulgarmente doméstico.

Lord Byron (1788-1824)

y así sucesivamente.

El último matrimonio humano en las Islas Galápagos, y por tanto el último en la Tierra, se celebró en la Isla Fernandina el año 23011. Nadie tiene hoy idea de qué es un matrimonio. He de admitir que el cinismo de Mandarax sobre esa institución estaba en gran parte justificado. Mis propios padres se hicieron mutuamente desdichados al casarse, y Mary Hepburn, ya una vieja señora en Santa Rosalía, le dijo una vez a la peluda Akiko, que ella y Roy habían sido, muy probablemente, el único matrimonio feliz en todo Ilium.

Lo que hacía al matrimonio algo tan difícil en ese entonces era, una vez más, el instigador de tantos otros abrumadores dolores: el exceso de tamaño del cerebro. Esa engorrosa computadora podía sostener tantas opiniones contradictorias sobre tantos temas diferentes al mismo tiempo, y deslizarse de una opinión a otra o de un tema a otro con tanta rapidez, que una discusión entre marido y mujer en estado de tensión podía terminar como una lucha entre gente con los ojos vendados sobre patines de ruedas.

Los Hiroguchi, por ejemplo, cuyos susurros Mary había oído a través del fondo del ropero, estaban cambiando de opinión acerca de sí mismos, de lo que cada uno pensaba del otro, y del amor, el sexo, el trabajo y el mundo, con la velocidad del rayo.

En un segundo Hisako pensaba que su marido era un estúpido y que ella tendría que cuidar de sí misma y de su feto de sexo femenino. Pero luego, en el segundo siguiente, se le ocurría que él era tan brillante como todos decían que era, y que ella podía dejar de preocuparse, que él los libraría de aquella embarazosa situación con facilidad y prontitud.

En un segundo *Zenji maldecía interiormente la invalidez de Hisako, porque ella era un peso tan muerto, y en el siguiente se juraba a sí mismo que si era necesario moriría por esta diosa y su hija nonata.

¿De qué podía servir semejante volatilidad emocional, para no decir locura, en la cabeza de animales que supuestamente debían vivir juntos el tiempo suficiente como para criar un ser humano cuando menos, lo cual exigía unos catorce años?

• • •

*Zenji se descubrió diciendo en medio de un silencio:

—Hay algo más que te inquieta. —Quería decir que algo más personal que la general situación embarazosa en que se encontraba estaba atormentándola, y que había venido atormentándola desde hacía bastante tiempo.

—No —dijo ella. Ésa era otra cualidad de esos cerebros voluminosos: les resultaba tan fácil hacer algo que para Mandarax era imposible: decir una mentira tras otra.

—Algo viene inquietándote desde hace una semana —dijo él—. Confiésalo. Dime de qué se trata.

—No es nada —dijo ella. ¿Quién querría pasarse catorce años con una computadora semejante, cuando no es posible estar seguro de si está diciendo la verdad o no?

Estaban conversando en japonés, y no en el inglés americano de hace un millón de años que vengo empleando para contar esta historia. *Zenji, entre paréntesis, jugaba nerviosamente con Mandarax, pasándoselo de una mano a otra, y sin darse cuenta le había ordenado que tradujese al navajo todo lo que ellos decían.

• • •

—Bueno, si quieres saberlo —dijo Hisako por fin—, en Yucatán yo estaba jugando con Mandarax una tarde en el
Omoo
—que era el yate de un centenar de metros de *MacIntosh—. Tú buceabas buscando un tesoro hundido.

Esto era una de las cosas que *MacIntosh hacía hacer a *Zenji, aunque *Zenji apenas sabía nadar: bucear con escafandra autónoma a cuarenta metros de profundidad en busca de un galeón español para rescatar bandejas rotas y balas de cañón. *MacIntosh también hacía bucear a su hija ciega, Selena; le ataba la muñeca derecha a su tobillo derecho con una cuerda de nylon de tres metros.

—Descubrí algo por accidente que Mandarax podía hacer, y que tú por algún motivo olvidaste decirme —prosiguió Hisako—. ¿Adivinas qué?

—No —dijo *Zenji. Ahora le tocaba mentir a él.

—Mandarax —dijo ella— es un muy buen maestro del arte del arreglo floral. —Ésa era la profesión de que tanto se enorgullecía, por supuesto. Pero este orgullo había sido gravemente mutilado al descubrir que esa cajita negra no sólo era capaz de enseñar lo que ella enseñaba, sino que podía hacerlo en un millar de lenguas diferentes.

—Pensaba decírtelo. Iba a hacerlo —dijo él. Ésa era otra mentira: que ella se enterara de que Mandarax conocía el ikebana era tan improbable como que adivinara la combinación de la bóveda de seguridad de un banco. Ella se había negado de plano a aprender el manejo de Mandarax, y así seguiría hasta el fin de sus días.

Pero ¡por Dios! Ella no había estado jugando con los botones allí en el
Omoo,
pero, de pronto, Mandarax empezó a decirle que los más hermosos arreglos florales se componían de uno, dos o, cuando mucho, tres elementos. En los arreglos de tres elementos, dijo Mandarax, los tres, o dos de los tres, tienen que ser iguales, pero estos tres nunca han de ser diferentes. Mandarax le indicó las razones ideales entre las alturas de los elementos en los arreglos de más de un elemento, y entre los elementos y los diámetros y las alturas de los cuencos o vasos, o cestos a veces.

El ikebana era tan fácil de codificar como la práctica de la medicina moderna.

• • •

*Zenji Hiroguchi no le había enseñado él mismo ikebana a Mandarax, ni ninguna otra cosa de las que sabía. Esa tarea la había dejado a sus subordinados. El subordinado que le había enseñado ikebana a Mandarax simplemente había conseguido una cinta con la grabación de las famosas clases de Hisako, y la había traspasado a Mandarax.

• • •

*Zenji le contó a Hisako que había hecho que Mandarax aprendiera ikebana como una agradable sorpresa para la señora Onassis, a quien tenía intención de regalar el aparato en la última noche del «Crucero del Siglo».

—Lo hice para ella —dijo— porque se dice que es una enamorada de la belleza.

Ocurría que esto era verdad, pero Hisako no lo creyó. Así de mala era la situación en 1986. Ya nadie creía a nadie, tanto era lo que se mentía.

—Oh, sí —dijo Hisako—, estoy segura de que lo hiciste por la señora Onassis y también para honrar a tu esposa. Me has colocado entre los inmortales. —Hablaba de los grandes pensadores a los que Mandarax podía citar.

Se había vuelto maligna ya por entonces, y quería quitarle méritos a su marido tanto como él, pensaba, le había quitado a ella.

—Debo de ser espantosamente estúpida —dijo, afirmación que Mandarax tradujo diligentemente al navajo escrito—. Me ha llevado un tiempo imperdonable darme cuenta de cuánta malicia, cuánto desprecio por los demás hay en lo que haces.

»Tú, *doctor Hiroguchi —prosiguió—, crees que nadie sino tú ocupa espacio en este planeta, y nosotros hacemos demasiado ruido, derrochamos los recursos naturales, tenemos demasiados hijos, y dejamos basura a nuestro alrededor. De modo que éste sería un lugar mucho más agradable si los pocos estúpidos servicios que prestamos a los que son como tú quedaran a cargo de las máquinas. Ese maravilloso Mandarax con el que ahora te estás rascando la oreja: ¿qué es sino una excusa que permite a un mezquino egomaníaco no pagar nunca ni agradecer siquiera a cualquier ser humano el conocimiento que pueda tener de lenguas o matemáticas, o medicina, o literatura, o ikebana o cualquier otra cosa?»

• • •

He dado ya mi opinión acerca de la causa de la locura de entonces: tener máquinas que hicieran todo lo que los seres humanos hacían, absolutamente
todo.
Sólo quiero agregar que mi padre, que era escritor de ciencia-ficción, escribió una vez una novela acerca de un hombre del que todo el mundo se reía, porque fabricaba deportistas robots. Creó un golfista robot que hacía todos los hoyos con un solo golpe, un jugador de baloncesto que acertaba cada vez que arrojaba el balón, y un jugador de tenis que conseguía un
ace
todas las veces, etcétera, etcétera.

Al principio la gente no se daba cuenta de la utilidad que pudiera tener esta clase de robots, y la esposa del inventor lo abandonó, como la mujer de papá abandonó a papá, entre paréntesis, y sus hijos intentaron encerrarlo en un manicomio. Pero entonces comunicó a los anunciadores que los robots también patrocinarían automóviles, cerveza, cuchillas de afeitar, relojes pulsera o lo que fuera. Hizo una fortuna, de acuerdo con mi padre, dado que había tantos entusiastas del deporte que querían ser exactamente como esos robots.

No me preguntéis por qué.

15

*Andrew MacIntosh, entretanto, estaba en la habitación de su hija ciega, esperando a que sonara el teléfono y le diera la buena noticia que luego compartiría con los Hiroguchi. Hablaba un fluido español, y había estado conversando por teléfono toda la tarde con sus oficinas de la isla de Manhattan y con asustados financieros y funcionarios ecuatorianos. Hacía sus negocios en la habitación de su hija porque quería que ella estuviera enterada de lo que ocurría. Eran una pareja muy unida. Selena nunca había conocido madre, pues la suya había muerto mientras la daba a luz.

Pienso ahora en Selena, con sus opacos ojos verdes, como un experimento de la naturaleza; su ceguera era heredada y podía transmitirla. Tenía dieciocho años cuando se encontraba en Guayaquil, con sus mejores años de reproductora por delante. Sólo tenía veintiocho cuando Mary Hepburn le preguntó si le gustaría tomar parte en sus experimentos con el esperma del capitán. Selena se negó. Pero si hubiera descubierto alguna ventaja en la ceguera, podría haberla transmitido.

Muy lejos estaba la joven Selena en Guayaquil, mientras escuchaba a su padre sociópata discar el teléfono, de sospechar que su destino era unirse a Hisako Hiroguchi, a dos habitaciones de distancia, y criar un bebé peludo.

En Guayaquil estaba emparejada a su padre, que aparentemente era propietario del planeta en que se encontraban y que podía hacer lo que quisiera cuando quisiera. El cerebro voluminoso de la muchacha le decía que se pasaría toda la vida protegida y complacida dentro de la burbuja electromagnética creada por la indomable personalidad de su padre, que seguiría cuidándola aun después de muerto, aun después de que le tocara entrar en el túnel azul que conduce al Más Allá.

• • •

Antes que lo olvide: en Santa Rosalía, la ceguera le dio a Selena una reconfortante ventaja sobre todos los demás colonos, aunque, sin embargo, no tenía bastante importancia como para ser transmitida a una nueva generación. Más que nadie en la isla, disfrutaba tocando la piel de la pequeña Akiko.

• • •

*Andrew MacIntosh había dicho a los financieros más conspicuos del Ecuador que estaba dispuesto a transferir de manera instantánea a cualquier fiduciario local cincuenta millones de dólares americanos, todavía tan valiosos como el oro. La mayor parte de la supuesta riqueza depositada entonces en bancos norteamericanos se había vuelto tan por completo imaginaria, tan ingrávida e impalpable, que un monto cualquiera podía transferirse instantáneamente a Ecuador o a cualquier otro sitio capaz de recibir un mensaje por cable o radio.

*MacIntosh esperaba oír de Quito qué propiedades estaban dispuestos los ecuatorianos a poner en manos de él, de su hija y de los Hiroguchi, también de manera instantánea, a cambio de esa suma.

Ni siquiera iba a ser su propio dinero. Se las había compuesto para pedirlo prestado, fuera como fuese, al Chase Manhattan Bank. Y éste lo consiguió, fuera como fuese, para concederle un préstamo.

Sí, y si el trato se llevaba a cabo, Ecuador podría cablegrafiar o transmitir fragmentos del espejismo a los países fértiles y obtener alimentos a cambio.

Y el pueblo se comería toda la comida, ham ham, yum yum, y al fin todo se convertiría en excrementos y recuerdos. ¿Y qué sería entonces del pequeño Ecuador?

• • •

La llamada para *MacIntosh tenía que producirse supuestamente a las cinco y media en punto. Tenía media hora más de espera y pidió que le subieran a la habitación dos
filets mignons
medio crudos con toda clase de guarniciones. Había aún abundantes alimentos exquisitos que ingerir en El Dorado, atesorados para los pasajeros que harían «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza», especialmente la señora Onassis. En ese momento los soldados, a una manzana de distancia, estaban instalando una cerca de alambre de espino alrededor del hotel, para proteger la comida.

Lo mismo estaba ocurriendo en el muelle. Se estaban instalando cercas de alambre alrededor del
Bahía de Darwin,
que, como cada cual lo sabía en Guayaquil, había sido provisto de alimentos para tres comidas de
gourmet
por día, sin que ni una sola se repitiera durante catorce días, para cien pasajeros. Alguien que contemplara el hermoso barco y fuera capaz de hacer algún cálculo aritmético habría llegado a pensar «Tengo tanta hambre, y mi mujer y mis hijos tienen tanta hambre, y mi madre y mi padre tienen tanta hambre, cuando hay allí cuatro mil doscientas deliciosas comidas».

• • •

El hombre que subió los dos
filets mignons
a la habitación de Selena había hecho esos cálculos y llevaba además en el voluminoso cerebro un inventario de todas las cosas buenas que se guardaban en la despensa del hotel. Él mismo no estaba hambriento todavía, pues el personal de El Dorado comía regularmente. Su familia (pequeña de acuerdo con las normas ecuatorianas: una esposa preñada, la madre de ésta, el padre de él y un sobrino huérfano que criaba él mismo) estaba todavía bastante bien alimentada. Como todos los demás empleados, el hombre había estado robando comida en el hotel.

Other books

Locke and Load by Donna Michaels
Rotters by Kraus, Daniel
Shadow of the Sun by Laura Kreitzer
Vintage Pleasures by London, Billy
Darkness Wanes by Susan Illene
World without Cats by Bonham Richards
Full Release by Marshall Thornton
The Lost Key by Catherine Coulter