Lorito puso el cuerpo de Cosmo boca arriba. Un trozo de metal asomaba por la carne rota de su frente.
—Lo creas o no, me parece que el novato ha vuelto a salvarnos. Ha utilizado la cabeza.
Lorito puso la mano en la frente de Cosmo, y una leve reverberación plateada brilló alrededor del contacto entre ambas.
—Puedo aliviarle parte del dolor, durante un rato. La curación tendrá que hacerla él solo.
Stefan ayudó a Mona a incorporarse.
—Deberías habérmelo dicho, Lorito.
—Tienes razón, debería haberlo hecho. Pero, ahora que ya lo sabes, ¿qué vas a hacer al respecto?
Stefan extrajo una cápsula de sales del botiquín que llevaba en el cinturón y la abrió bajo los orificios nasales de Mona.
—Voy a tratar de averiguar por qué Ellen Faustino está recogiendo Parásitos.
Mona se despertó chillando.
—¡Ni hablar, mamá! —gritó—. ¡No pienso ponerme ese vestido!
Stefan la levantó y la tendió en una camilla.
—Tranquila, Mona. No pasa nada. Estás entre amigos.
Mona arrugó el entrecejo con gesto suspicaz.
—¿Nada de vestidos?
—No, nada de vestidos. Solo relájate. Y sobre todo procura no moverte.
La cara de Mona era decididamente de color verde.
—¿Os importa si vomito?
—Adelante, no te preocupes —dijo Stefan retrocediendo dos pasos.
Cosmo se retorcía en el suelo como un pez, tratando de zafarse de un enemigo imaginario.
—Ese chico ha pasado por muchas situaciones difíciles en las últimas semanas —señaló Lorito.
Stefan colocó a Cosmo en otra camilla.
—Después de esta noche, se acabó. Vidas normales para todos.
Lorito se sacudió unos filamentos de compuesto ácido de las manos.
—¿De verdad? ¿Dónde habré oído eso antes?
El encargado de la cubeta no estaba demasiado ansioso por compartir información, pero una mirada a los rostros de los Sobrenaturalistas bastó para que diera su brazo a torcer.
—Ni siquiera trabajo aquí a jornada completa. A veces sí hago algunos trabajitos extra para la directora Faustino, extraoficialmente, ya me entendéis...
—Lo entendemos —dijo Stefan—. Nosotros, sin ir más lejos, hemos estado a punto de ser muy extraoficiales.
—No era nada personal, solo hacía mi trabajo.
—Sí, sí, nada personal. Cualquier cosa a cambio de una pequeña bonificación en la nómina a final de mes.
El encargado de la cubeta estaba tendido en un charco de compuesto ácido, y el líquido amarillo empezaba a desmenuzar los pliegues de su carne.
—Dos preguntas —dijo Stefan—. Y será mejor que me contestes rápido porque, de lo contrario, las consecuencias serán muy graves.
El encargado de la cubeta asintió tan rápido que su barbilla parecía borrosa.
—Vale. Pregunta.
—Uno: ¿dónde están nuestras cosas?
—¿Vuestras cosas? ¿Te refieres al equipo, las varas y los ordenadores?
—Las varas son la prioridad ahora mismo. ¿Dónde están?
El encargado de la cubeta levantó la mano.
—¿Es esa la segunda pregunta?
Stefan cerró un ojo, el otro le sobresalía peligrosamente. La cicatriz que le alargaba los labios empezó a temblar.
—No, idiota. Esa todavía es la primera pregunta. Dime dónde están nuestras cosas... ¡ahora mismo!
—Vale, vale. Allí, en los cubos azules. Se suponía que tenía que incinerarlas después de haber tirado vuestras moléculas por el retrete. Sin ánimo de ofender...
Stefan hizo una señal a sus compañeros, que corrieron a los cubos para coger varas, cargadores, pistoleras y teléfonos.
—Será mejor coger también las placas de cráneo —dijo Mona—. No queremos que nos recojan las cámaras de seguridad.
Se limpiaron unos a otros con mangueras y se sujetaron el armamento y el equipo, sintiéndose como zorros en una madriguera, rodeados de una jauría de perros de caza. Zorros bien armados.
—Segunda pregunta —dijo Stefan, agarrando al encargado de la cubeta del cuello—, ¿Dónde está Faustino?
La angustia en los ojos del hombre reflejaba que en realidad no quería responder a aquella pregunta.
—Ojalá pudiese decírtelo, de verdad que sí, pero...
—Vale más que tengas una buena excusa para ese «pero» —le advirtió Stefan—. Tu futuro inmediato depende de ello.
La nuez del encargado le daba sacudidas en el cuello como si tuviera un diminuto alienígena tratando de salir de él.
—Es un edificio muy grande. La directora Faustino podría estar en su despacho, o en la sala de reuniones o en cualquier otra parte. No lo sé.
—¿A estas horas de la noche? Tonterías.
El encargado de la cubeta consultó el reloj de pared.
—Cuando la directora Faustino viene tan tarde, normalmente suele ser para encargarse del trabajo extraoficial, como el mío. Por lo general, suele concentrarse en el proyecto Especnoide 4, sea lo que sea eso.
—Ese es el que nos interesa. ¿Dónde?
El encargado de la cubeta lanzó un suspiro. Aquello iba a costarle el puesto.
—El laboratorio uno. Al final del pasillo y a la derecha. Lo reconoceréis por los dos guardias que hay en la puerta. Son los únicos hombres de seguridad que vienen de noche.
Stefan volvió a soltar al hombre en un charco de compuesto ácido.
—Muy bien. Y ahora, mírame a los ojos y prométeme que no vas a hacer saltar la alarma en cuanto salgamos por esa puerta.
—¿Quién? ¿Yo? —dijo el encargado—. ¿Hacer saltar la alarma? Por supuesto que no. Tienes mi palabra.
—Que levanten la mano los que le creen —ordenó Stefan. Nadie levantó la mano.
—Eso mismo pensaba yo —remató Stefan, mientras comprobaba que hubiese balas de celofán en su vara electrizante.
Lorito se estaba comportando como un verdadero crío, tirándose por el suelo del pasillo y berreando a pleno pulmón.
Los dos guardias de la puerta del laboratorio uno no pudieron evitar fijarse en él.
—Eh, mira eso —dijo la guardia A, una mujer fornida con implantes musculares en la parte superior del cuerpo y globos oculares de visión nocturna—. Un niño. ¿Cómo ha entrado aquí un niño?
—A mí que me registren —contestó el guardia B, un hombre igual de robusto con una barba espesa que le llegaba casi hasta las cejas—. Pero ya conoces las reglas. Hay que empaquetarlo.
La guardia A le dio un golpe en el hombro, un golpe que le habría destrozado la clavícula a cualquiera.
—Oye, ¿es que no tienes corazón? No tendrás miedo de un simple crío, ¿no?
Lorito ya había llegado a gatas junto a ellos, llorando a lágrima viva y tratando de secarse las lágrimas.
—Pues claro que no —contestó el guardia B—. No me da miedo ningún crío.
El crío les obsequió con una sonrisa socarrona, demasiado maliciosa para su edad aparente.
—Pues debería —dijo, al tiempo que extraía una vara electrizante de su camisa.
Los guardias A y B quedaron empaquetados antes de que tuvieran tiempo de decir «¿Dónde está tu mamá?».
Los Sobrenaturalistas estaban agazapados en el exterior de la puerta del laboratorio, tapándose la cara con las placas de cráneo. La puerta tenía dos hojas de vidrio esmerilado, y la luz que salía del laboratorio era de color azul.
—Odio ser un crío —protestó Lorito.
—Concéntrate —ordenó Stefan—. Esto es muy peligroso.
—¿Un par de científicos noctámbulos? Muy peligroso. Los de seguridad ya están empaquetados.
—No te olvides de Ellen. Nunca he visto a nadie capaz de disparar tan rápido ni de golpear con más fuerza. Era una de las mejores entrenadoras de combate de la academia.
—Vale, ya lo he captado. ¿El plan habitual?
Stefan apoyó la mano en el pomo de la puerta.
—No. Cosmo y Mona se quedan en la puerta. Podría haber más personal de seguridad en el edificio. Lorito, tú entrarás conmigo en el laboratorio. Echamos un vistazo rápido, a ser posible sin empaquetar a nadie, grabamos unos cuantos segundos de vídeo y luego volvemos a la calle Abracadabra a planear nuestro próximo movimiento. Tendremos que ocuparnos de esto, pero no hoy. Todavía no estamos preparados.
—¡Pero, Stefan! —protestó Mona.
—Otro día —contestó Stefan con firmeza—. Hoy solo echaremos un vistazo.
Cosmo presintió que no iba a ser tan sencillo, que sucedería algo inesperado, y que antes de saber dónde estaba los Sobrenaturalistas estarían metidos de nuevo en un buen lío.
La puerta del laboratorio no estaba cerrada con pestillo, y Stefan y Lorito se deslizaron en el interior sin hacer ruido. Mona metió el pie entre el marco y la puerta y la dejó entreabierta.
—Nunca se sabe... —le susurró a Cosmo—. Podrían necesitarnos.
La puerta daba a una pasarela elevada que presidía un laboratorio de dimensiones gigantescas. Las paredes estaban pintadas de un blanco aséptico y unas lámparas de fluorescente de veinte metros colgaban del techo. Los técnicos de laboratorio se afanaban por las baldosas blancas del suelo como hormigas albinas, y en el centro de la sala había una construcción descomunal hundida en el suelo que parecía nada menos que un nivel de burbuja gigante, con una maquinaria sólida en ambos extremos y una sección azul transparente en el medio.
—Solo para confirmar: ¿vamos a grabar unas imágenes de vídeo y luego vamos a salir pitando hacia la calle Abracadabra? —preguntó Lorito.
—Eso lo he dicho por el bien de los otros dos —respondió Stefan—. Tú y yo sabemos que nunca volveremos a tener una ocasión como esta. En cuanto Ellen se entere de que hemos escapado, rodearán este lugar y no dejarán salir ni a una mosca. Tenemos que averiguar lo que pasa ahora mismo.
Lorito asintió.
—Eso pensaba yo. ¿Qué crees que es eso de ahí abajo?
—Una especie de generador. Nuclear, diría yo.
—Pero la energía nuclear está prohibida en todos los continentes.
Stefan asintió con aire pensativo.
—Puede ser, pero no en el espacio.
Lorito y Stefan desenfundaron sus armas y empezaron a bajar despacio por la escalera. Lorito abrió su teléfono y grabó unas imágenes del laboratorio.
—Por si Mona lo está viendo —susurró.
De repente, un estrépito resquebrajó el aire. Una especie de chasquido como si fuera un trozo de bambú al golpear la madera. Lorito lo reconoció de inmediato: un disparo. Una bala de verdad, de las de antes. Las pandillas de Booshka a veces trucaban las varas electrizantes para poder cargarlas con proyectiles. Las balas eran subsónicas, pero estaban recubiertas de teflón para compensar su lentitud. Stefan se llevó la mano al pecho y se tambaleó dando unos pasos hacia atrás hasta topar con la pared. A continuación, volvió a tambalearse hacia delante y tropezó con la barandilla. Cayó en picado los veinte metros que lo separaban del suelo.
—¡Stefan! —gritó Lorito con la voz agarrotada por la angustia. Bashkir estaba tendido boca abajo sobre las losas del suelo, con un charco de sangre que se iba extendiendo por debajo del torso. No se movía.
Abajo, en la planta principal del laboratorio, Ellen Faustino levantó la vista del panel de lecturas que había estado inspeccionando.
—¿Por qué será que no me sorprende? —murmuró meneando la cabeza.
Lorito la apuntó con su vara electrizante.
—¡Faustino! —gritó.
—Espere un momento, señor Bonn, ¿o debería decir Lorito? Y mírese el pecho.
Lorito miró hacia abajo. Tenía un punto rojo de láser brillante danzándole por la tela de la camisa.
Faustino se acercó a los escalones.
—Mi vocecilla interior me dijo que tomase precauciones. Vosotros los Sobrenaturalistas habéis demostrado ser muy escurridizos en el pasado, así que dejé a un hombre de seguridad «por si acaso» para que vigilase la puerta. Por lo visto, tomé la decisión correcta, y a ti también te disparará, Lorito. No hay cámaras en esta sala, nada que pueda incriminarnos más tarde. Y ahora, tira el arma.
Lorito hizo lo que le decía y vio caer la vara castañeteando a través de las barras hasta el suelo.
Faustino alzó la voz.
—Y ahora dile a los otros dos que se reúnan con nosotros o mi hombre en la sombra se verá obligado a apretar el gatillo una vez más.
Lorito se puso tenso.
—Adelante, dé la orden. Al menos dos de nosotros vivirán para contarlo.
Cosmo y Mona irrumpieron atropelladamente a través de la puerta de acceso.
—¡No! —gritó Cosmo—. Estamos aquí. No dispare.
—Idiotas —masculló Lorito entre dientes—. Ahora estamos todos muertos.
Mona levantó las manos.
—Solo tratábamos de ganar un poco de tiempo.
Lorito bajó despacio por la escalera.
—¿Qué está haciendo aquí, Faustino? ¿Qué es todo esto?
Faustino señaló a Stefan.
—Primero ve a ver cómo está tu jefe. Si tengo que explicar para qué sirve esta máquina, no quiero tener que hacerlo dos veces. Vosotros dos, niños, bajad aquí donde pueda veros. Y recordad, al menor signo de heroicidad, heredaréis el punto rojo de láser del señor Lorito.
Lorito corrió a ayudar a Stefan. Con considerable dificultad, dio la vuelta al cuerpo del joven ruso y comprobó el pulso. Era débil, pero su corazón seguía latiendo.
Stefan cogió la mano de Lorito y se la llevó a la herida del pecho.
—Ahora lo entiendo —susurró con la voz quebrada—. Lo entiendo todo. Las cosas son distintas aquí.
Lorito le sujetó la cabeza.
—No, Stefan. Todavía no. Aún tenemos muchas cosas que hacer.
—Quítame el dolor —gimió Stefan entre resoplidos y borbotones de sangre—. Me está reteniendo.
Lorito se concentró y trató de eliminar el dolor con su sexto sentido, atrayendo la energía hacia sí. Sintió cómo el zumbido de la electricidad le atravesaba el escuálido cuerpo.
—¿Mejor?
La mirada de Stefan era cristalina.
—Mejor. Mucho mejor.
La herida tenía mal aspecto. Muy mal aspecto.
—No estás curado, Stefan. Yo no puedo curarte.
—Ya lo sé, Lorito —dijo Stefan, tras un ataque de tos—. Ya lo sé.
Varios científicos se escabulleron a otras partes del edificio, pues no tenían ningún deseo de presenciar lo que sucediese a continuación. Faustino se quedó con un solo guardaespaldas y el francotirador escondido.
—Bajad aquí, vosotros dos —ordenó a Cosmo y a Mona—. Os quiero a todos juntos.
Stefan se apoyó en un codo para tratar de incorporarse.