Futuro azul (2 page)

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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

BOOK: Futuro azul
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Cosmo comía despacio, sin molestarse en preguntarse de qué estaría hecho aquello, porque si se lo preguntaba solo conseguiría añadir una preocupación más a su lista. Tenía que creer que escaparía del Clarissa Frayne antes de que aquellos paquetes de comida envasada le destrozasen la salud. Se guardó el agua para el final, tras usar la mayor parte para acompañar la bandeja de galleta crujiente. Luego, volvió la botella de goma del revés y se la puso encima de la cabeza como si fuera un embudo. «Tiene que haber una vida mejor», pensó con tristeza. En algún lugar, en aquel preciso instante, había gente charlando tranquilamente, seguro que había gente riéndose, echándose unas risas auténticas además, no como aquellas risas maliciosas que tan a menudo retumbaban por los pasillos del orfanato.

Cosmo se recostó y sintió cómo la humedad de la botella de goma le calaba la frente. Esa noche no tenía ganas de pensar, esa noche no quería jugar a fantasear con quiénes eran sus padres, pero el sueño que tanto había necesitado se mostraba ahora esquivo. Sus padres biológicos. ¿Quiénes eran? ¿Por qué lo habían abandonado en Cosmonaut Hill? A lo mejor era ruso, aunque no se podía saber por sus facciones: pelo castaño y rizado, ojos marrones, tez clara y pecosa... Podía ser de cualquier parte.

¿Por qué lo habían abandonado?

Cosmo presionó la botella de goma contra una zona enrojecida de la pierna. «Cállate —le dijo a su cerebro—. Esta noche no. No sigas viviendo en el pasado, hay que mirar al futuro.»

Alguien dio unos golpecitos en la tubería de arriba: era Mordazas Murphy. La red estaba estableciendo contacto. Cosmo respondió dando unos nuevos golpecitos y a continuación movió el colchón, como señal para Ganzúas, que estaba en la tubería de debajo. Los no-patrocinados habían ideado un sistema de comunicación que les permitía hablar sin enfurecer a los guardias. El Clarissa Frayne prohibía la comunicación cara a cara entre los chicos con el argumento de que de ese modo podían forjarse amistades, y las amistades podían llevar a la unión, tal vez incluso a la revuelta.

Cosmo hundió las uñas en una abertura de la tubería de cartón y extrajo dos tubos pequeños, hechos de galleta crujiente mezclada con botella de goma molida y luego secada en el alféizar de una ventana. Cosmo atornilló uno en un agujerito de la base de su tubería y el otro en un agujero que tenía arriba.

Oyó la voz de Mordazas procedente del espacio de arriba.

—Eh, Cosmo, ¿qué tal las piernas?

—Me arden —se quejó Cosmo—. Me he puesto la botella de goma en una, pero no sirve de nada.

—Yo también lo he probado —contestó Ganzúas desde abajo—. Antitranspirantes. Es casi tan horrible como aquella vez que nos hicieron probar las balas trepadoras. Me pasé una semana entera vomitando.

A través de los agujeros de la estructura de tuberías fluyeron toda clase de consejos y sugerencias. El hecho de que las tuberías estuviesen conectadas entre sí, además de la acústica de la sala, hacía que las voces recorriesen unas distancias asombrosas por toda la red. Cosmo oía cuchichear a los nopatrocinados a cien metros de distancia.

—¿Qué dice el Químico? —preguntó Cosmo —. De lo de las piernas.

El Químico era el nombre que habían dado los habitantes del orfanato a un chico que dormía a tres columnas de él. Le encantaba ver los programas médicos que emitían por televisión y era lo más parecido a un especialista que tenían los no-patrocinados.

La respuesta no tardó ni un minuto en llegar a sus oídos.

—El Químico dice que te escupas en las manos y te frotes la saliva en las piernas. Parece ser que la saliva contiene algo así como un bálsamo; pero, sobre todo, no te chupes los dedos o te pondrás peor que la vez de las balas trepadoras.

El ruido que hacían los chicos al escupirse en las manos retumbó en toda la sala, y el entramado de tuberías dio una sacudida con los movimientos. Cosmo siguió el consejo del Químico, luego se recostó y se dejó empapar por cientos de conversaciones distintas. A veces intervenía él también o al menos escuchaba una de las historias de Mordazas, pero aquella noche, en lo único en que podía pensar era en el momento en que la libertad llamase a su puerta. Y en que debía estar listo para recibirla.

La oportunidad de oro de Cosmo para abrazar la libertad se presentó justo al día siguiente, durante un traslado rutinario. Cuarenta no-patrocinados, Cosmo entre ellos, acababan de pasar el día en una productora de música viendo una serie de posibles spots televisivos para promocionar grupos de música pop generados por ordenador, seguidos de un cuestionario de sesenta kilobytes. ¿Qué no-cantante te ha gustado más? ¿Qué no-artista te ha parecido más guay? ¿«Guay»? Hasta los ordenadores de la productora estaban desfasados. Los adolescentes ya nunca decían eso de «guay». Cosmo leyó las preguntas muy por encima antes de marcar una casilla con su bolígrafo digital; prefería la música hecha por gente de verdad al pop generado por unos cuantos píxeles. Pero nadie abrió la boca para protestar: un día viendo vídeos de música era infinitamente mejor que someterse a más pruebas químicas.

Los guardias del Frayne subieron a los no-patrocinados a una camioneta justo después de la sesión. Aquel vehículo debía de tener más de cien años, con sus neumáticos de caucho y todo en lugar de las bandas de plástico habituales. A Cosmo le pusieron como compañero de esposas a Mordazas Murphy. Mordazas era un chaval muy majo, solo que hablaba demasiado. Precisamente por eso se había ganado aquel apodo en el orfanato: un día, el chico irlandés había estado «hablando demasiado» con la persona equivocada y le habían puesto una mordaza en la boca con unas bolsas de plástico, solo que no se habían conformado con tapársela sin más y se las habían pegado con Superglue. Las ampollas tardaron semanas en desaparecerle de la boca, pero Mordazas no solo no había escarmentado, sino que ahora tenía algo más de lo que hablar.

—No lo llaman Superglue porque sí, no te creas —explicó Mordazas animadamente, mientras uno de los guardias pasaba las esposas por la anilla de sujeción del asiento—. Los médicos usan esa cosa en las zonas de guerra para cerrar las heridas. Lo echan directamente en la herida, ¿sabes?

Cosmo asintió con la cabeza sin demasiado entusiasmo. Mordazas parecía olvidar que ya había contado esa historia un millón de veces, a lo mejor porque Cosmo era el único que fingía escucharlo cuando hablaba.

—Tuvieron que usar agua hirviendo para quitarme aquello de la cara — siguió diciendo Mordazas —. Pero no sentí nada, no sufras. Uno de los guardias me durmió la cara entera con anestesia. No me habría enterado ni aunque me hubiesen estado martilleando clavos de diez centímetros en el cráneo.

Cosmo se frotó la piel de las muñecas, bajo las esposas. Todos los nopatrocinados tenían una marca roja alrededor de la muñeca, la marca de la vergüenza.

—¿Has probado alguna vez a respirar solo por la nariz durante un día entero? A mí me entró el pánico varias veces, te lo confieso.

En la parte delantera del furgón, el piloto estaba alineando el vehículo con la sección de navegación del Satélite. Sin embargo, las semanas anteriores había habido muchos problemas con el Satélite: demasiadas conexiones, decían los lavacerebros televisivos. El Myishi 9 empezaba a pesar demasiado, sencillamente, para que sus motores soportasen una órbita tan baja. Se decía incluso que las antenas de algunas compañías se rompían y se quemaban.

—¿A qué viene el retraso? —gritó el supervisor Redwood. Ese día, el mastodóntico pelirrojo tenía mal aliento y peor humor. Seguro que había tomado demasiadas cervezas la noche anterior. Su barrigón bamboleante era un claro indicio de que tomaba demasiadas cervezas casi todas las noches—. Si vuelvo a llegar tarde a casa esta noche, Agnes me ha jurado que se va a vivir con su hermana.

—Es el Satélite —gritó el piloto—. No me dan línea.

—Bueno, pues consigue esa línea o te aseguro que será mi bota la que te deje una línea en el trasero.

Mordazas se rió lo bastante alto para que Redwood lo oyera.

—¿Crees que estoy de guasa, Francis? —gritó el hombre, pellizcándole la oreja a Mordazas—. ¿Que no soy capaz de hacerlo?

—No, señor, estoy seguro de que es capaz de hacerlo, señor. Tiene esa mirada en los ojos, y no es buena idea meterse con alguien que tiene esa mirada en los ojos.

Redwood levantó la barbilla de Mordazas hasta que ambos se miraron a los ojos.

—¿Sabes qué, Francis? Es la primera frase inteligente que te oigo decir en mi vida. No es buena idea meterse conmigo porque siempre hago lo que me da la gana. La única razón por la que no me deshago todos los días de una docena de vosotros, los raritos, es por el papeleo. Odio el papeleo.

Mordazas debería haber cerrado la boca en ese momento, pero no pudo. Su bocaza no se lo permitió.

—Ya había oído eso de usted, señor.

Redwood le tiró con más fuerza de la barbilla, obligándolo a subirla unos centímetros.

Cosmo tiró de la cadena de las esposas, como advertencia. Redwood no era un hombre al que se pudiese llevar al límite de las provocaciones. Hasta los chavales psicópatas tenían miedo de Redwood. Corrían muchos rumores sobre él, historias sobre la desaparición de algunos no-patrocinados.

Sin embargo, Mordazas no podía callarse. Las palabras se le escaparon de la boca como abejas furiosas de una colmena.

—He oído decir que no le gusta el papeleo porque parece ser que algunas palabras tienen más de tres letras.

Acabó la frase con una risa aguda, provocada por la histeria más que por el humor. Cosmo se dio cuenta entonces de que desde allí Mordazas iría derechito al pabellón psiquiátrico, si es que vivía lo suficiente para ir a alguna parte.

Redwood desplazó los dedos al pescuezo de Mordazas y empezó a hacer presión como si tal cosa.

—Los imbéciles como tú no se enteran de la película: en esta ciudad no te dan ningún premio por hacerte el graciosillo, así solo conseguirás hacerte daño o algo peor.

El Satélite le salvó el cuello a Mordazas, pues transmitió un plan de transporte antes de que Redwood pudiese cerrar un poco más los dedos. El furgón avanzó desde su sitio en el aparcamiento y se desplazó hasta la autopista principal. De la parte inferior del chasis se desplegó una guía que fue a introducirse en la ranura correspondiente de la autopista.

—Ya estamos alineados —anunció el piloto—. Llegaremos al instituto dentro de diez minutos.

Redwood soltó el cuello de Mordazas.

—Tienes la suerte del irlandés, Francis. Ahora estoy demasiado contento para causarte ningún daño, pero luego, cuando esté de un humor de perros, cuenta con ello.

Mordazas tomó aliento casi con avaricia, pues sabía por experiencia que la tráquea no tardaría en encogérsele hasta adquirir el diámetro de la pajita de un refresco y emitiría silbidos cada vez que hablase.

—Procura cerrar el pico, Mordazas —le susurró Cosmo mientras veía alejarse al supervisor—. Redwood está loco; para él no somos seres de carne y hueso.

Mordazas asintió y se frotó el cuello dolorido.

—No puedo evitarlo —le explicó con voz ronca y lágrimas en los ojos—. Las barbaridades se me escapan por la boca. Esta vida me está volviendo loco.

Cosmo conocía muy bien aquella sensación. Era la misma que se apoderaba de él muchas noches, tumbado en su tubería oyendo el llanto sofocado a su alrededor.

—Seguro que tú también lo sientes, Cosmo. ¿Crees que va alguien a adoptar a un psicópata
borderline
como yo o a un adolescente problemático como tú?

Cosmo apartó la mirada. Sabía que ninguno de los dos encajaba en el perfil de adolescente con probabilidades de ser adoptado, pero Mordazas siempre había conseguido fingir que aquel era el día en que aparecerían sus nuevos padres. La negación de aquel sueño significaba que el chico estaba al borde del colapso mental.

Cosmo apoyó la cabeza en la ventanilla, observando la ciudad que se materializaba al otro lado del cristal. En ese momento pasaban por los complejos de viviendas subvencionadas, bloques de apartamentos de color gris. Eran edificios de hierro colado, razón por la cual sus habitantes se referían a Ciudad Satélite como el Gran Colador. No es que el material fuese hierro en realidad: era un polímero con una base de acero y extremadamente resistente que se suponía que conservaba el frío en verano y el calor en invierno, aunque a la hora de la verdad hacía justo lo contrario.

El furgón dio una violenta sacudida; algo había chocado contra ellos por detrás.

Redwood cayó sobre las planchas de plástico del suelo.

—Eh, ¿qué pasa ahí fuera?

Cosmo estiró el cuerpo al máximo, tirando de las esposas, para tratar de ver algo. El piloto se había puesto de pie y estaba introduciendo su código una y otra vez en la unidad de alineamiento.

—Es el Satélite. ¡Hemos perdido la conexión!

¡No había conexión! Eso significaba que se habían quedado colgados en mitad de una autopista saturada de vehículos y sin ningún rumbo que seguir, como pececillos entre una bandada de tiburones. Recibieron un nuevo golpe, este lateral. Cosmo vio cómo una pequeña furgoneta de reparto salía a toda velocidad de la autopista, con el parachoques destrozado.

Redwood se levantó.

—¡Pasa a manual, idiota! ¡Usa el volante!

El piloto se puso pálido. Los volantes solo se utilizaban en las zonas rurales o en las carreras ilegales del distrito de Booshka. Lo más probable era que nunca en toda su vida hubiese tenido que vérselas con un volante. El pobre desgraciado se libró de tener que vérselas en ese momento cuando un vehículo-anuncio giratorio se estrelló contra ellos de frente y dejó la cabina como un acordeón. El piloto quedó aplastado entre un amasijo de hierros y cables.

El impacto fue espectacular y arrancó el furgón de su raíl hasta hacerlo caer de lado. Cosmo, y Mordazas se quedaron colgando de los asientos, salvados por las esposas. Redwood y los demás guardias cayeron desparramados por todas partes como hojas en una ventisca.

Cosmo no supo contar cuántas veces colisionaron con el furgón otros vehículos. Tras un rato, los impactos se fusionaron como las notas finales de un frenético solo de batería. En los paneles laterales aparecieron grandes abolladuras acompañadas de un estruendo ensordecedor. Se hicieron añicos todas las ventanillas, estallando en una lluvia de arco iris de cristal.

Cosmo trató de agarrarse con fuerza. ¿Qué otra cosa podía hacer? A su lado, la risa histérica de Mordazas era casi tan zahiriente como las esquirlas de cristal.

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