Fundación y Tierra (19 page)

Read Fundación y Tierra Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Fundación y Tierra
3.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tal vez sí —dijo Deniador fríamente—, pero, en todo ese tiempo no ha aparecido en parte alguna.

—En realidad, nadie la ha buscado.

—Bueno, ustedes lo están haciendo, por lo visto. Les deseo suerte, pero no apostaría por su éxito.

—¿Se ha realizado algún intento de determinar la posible posición de la Tierra por medios indirectos, por algún otro que no fuese el de la búsqueda directa?

—Sí —respondieron dos voces al mismo tiempo.

Deniador, que era uno de los que había contestado, preguntó a Pelorat:

—¿Está usted pensando en el proyecto de Yariff?

—En efecto —dijo Pelorat.

—Entonces, ¿quiere explicárselo al consejero? Creo que estará mas predispuesto a creerle a usted que a mí.

—Mira, Golan —comenzó Pelorat—, en los últimos días del Imperio hubo un tiempo en que la «Busca de los Orígenes», como lo llamaban entonces, era un pasatiempo popular, tal vez para eludir las calamidades de la realidad del momento. Como sabes, el Imperio estaba en vías de desintegración.

»Un historiador de Livia —continuó Pelorat—, Humbal Yariff, pensó que cualquiera que sea el planeta de origen, los mundos mas cercanos habrían sido colonizados antes que los planetas mas lejanos. En general, cuanto mas alejado se encontrase un mundo del punto de origen, mas tarde habría sido colonizado.

Supongamos, pues, que se registrase la fecha de colonización de cada uno de los planetas habitables de la galaxia, y se uniesen con líneas todos aquellos que tuviesen, aproximadamente, los mismos milenios de antigüedad. Entonces, se tendría una red que enlazaría todos los planetas de diez milenios de antigüedad; otra para los de doce mil años, y otra para los de quince mil. En teoría, cada red sería más o menos esférica, y todas ellas más o menos concéntricas. Las redes más antiguas formarían esferas de un radio menor que el de las más jóvenes, y si se determinaban todos los centros, éstos quedarían dentro de un volumen de espacio relativamente pequeño en el que se hallaría el planeta de origen: la Tierra.

Pelorat dijo esto con gran seriedad, mientras trazaba superficies esféricas con las manos dobladas.

—¿Entiendes lo que quiero decir, Golan?

Trevize asintió con la cabeza.

—Sí. Pero entiendo que no dio resultado.

—Teóricamente, hubiese debido darlo, viejo amigo. Lo malo fue que los tiempos de origen eran totalmente inexactos. Cada mundo exageró su propia antigüedad, y no resultó fácil determinarlo con independencia de la leyenda.

—Se pudo emplear el carbono 14 en la madera antigua —indicó Bliss.

—Cierto, querida —dijo Pelorat—, pero se habría necesitado la cooperación de todos los mundos en cuestión, y éstos jamás la prestaron. Ningún mundo quería ver desmentida su exagerada antigüedad, y el Imperio no estaba entonces en condiciones de rechazar las objeciones locales en un asunto de tan poca importancia. Tenía otras cosas en las que pensar.

»Lo único que Yariff podía hacer era basarse en mundos que sólo tenían dos mil años de antigüedad como máximo y cuya Fundación había sido meticulosamente registrada en circunstancias dignas de confianza. Éstos eran pocos, y aunque se encontraban distribuidos en una simetría casi esférica, el centro estaba relativamente cerca de Trantor, la capital imperial, porque de allí habían partido las expediciones colonizadoras de aquellos pocos mundos.

»Naturalmente, eso constituía otro problema. La Tierra no era el único punto de origen de la colonización de otros mundos. Con el paso del tiempo, los planetas más viejos enviaron sus propias expediciones colonizadoras, y en la época de auge del Imperio, Trantor se convirtió en una fuente bastante copiosa de las mismas. De manera injusta, Yariff fue escarnecido y ridiculizado, y su reputación profesional quedó destruida.

—Comprendo, Janov —dijo Trevize—. Entonces, doctor Deniador, ¿no puede usted decirme algo que represente la posibilidad de una débil esperanza? ¿No hay algún otro mundo donde sea concebible que puedan tener alguna información concerniente a la Tierra?

Deniador, con expresión de duda, pensó durante un rato.

—Bue-e-eno —dijo al fin, arrastrando vacilante la palabra—, como Escéptico que soy, debo decirle que no estoy seguro de que la Tierra exista o haya existido jamás. Sin embargo… —guardó silencio de nuevo.

—Creo que ha pensado usted en algo que podría ser importante, doctor —intervino Bliss.

—¿Importante? Lo dudo —dijo Deniador con acento poco seguro—. ¿Divertido? La Tierra no es el único planeta cuya situación resulte un misterio. Están los mundos del primer grupo de colonizadores, los Espaciales, como se les llama en nuestras leyendas. Algunos hablan de «Mundos Espaciales» cuando se refieren a los planetas que aquéllos habitaron; otros les llaman «Mundos Prohibidos». Este último nombre es el que suele usarse ahora.

»Según la leyenda, los Espaciales tenían una longevidad que, alcanzaba varios siglos y, llevados de su soberbia, negaron el derecho a aterrizar en sus mundos a nuestros antepasados de vida efímera. Cuando nosotros les derrotamos, la situación se invirtió. Nos negamos a tener tratos con ellos y dejamos que se apañasen solos, prohibiendo a nuestras naves y a nuestros comerciantes sostener con ellos el menor contacto. De ahí que aquellos planetas se convirtiesen en los Mundos Prohibidos. Estábamos convencidos, siempre según la leyenda, de que «El Que castiga» los destruiría sin nuestra intervención, y parece ser que Él lo hizo así. Al menos que nosotros sepamos, ningún Espacial ha aparecido en la Galaxia en muchos milenios.

—¿Cree usted que los Espaciales sabrían algo acerca de la Tierra? —dijo Trevize.

—Puede ser; al fin y al cabo, sus mundos tenían muchos más años que cualquiera de los nuestros. Es decir, si existen Espaciales, algo improbable en extremo.

—Aun en el caso de que ya no existan, sus mundos sí, y pueden contener datos:

—Si puede usted encontrar los mundos.

Trevize pareció desesperado.

—¿Quiere usted decir que la clave de la Tierra, cuya situación es desconocida, puede ser encontrada en mundos Espaciales, el emplazamiento de los cuales es desconocido también?

—No hemos tenido tratos con ellos en veinte mil años —dijo Deniador encogiéndose de hombros, ni siquiera hemos pensado en ello. También los Espaciales, como la Tierra, se han desvanecido entre la niebla.

—¿En cuántos mundos vivieron los Espaciales?

—Las leyendas hablan de cincuenta, un número sospechosamente redondo. Quizá fueron menos.

—¿Y no sabe usted la situación de uno solo de ellos?

—Bueno, me pregunto…

—¿Qué se pregunta?

—Como la Historia primitiva es mi especialidad, al igual que la del doctor Pelorat —dijo Deniador—, he estudiado ocasionalmente antiguos documentos en busca de algo que pudiera referirse a los primeros tiempos, algún dato que fuese más que leyenda. El año pasado, en documentos casi indescifrables, encontré referencias a una antigua nave.

Se remontaban a los viejos tiempos en que nuestro mundo no era conocido como Comporellon todavía. Se le daba el nombre de «Baleyworld», que, según parece, puede ser una forma todavía más primitiva del «Mundo de Benbally» de nuestras leyendas.

—¿Lo ha publicado usted? —preguntó Pelorat, muy excitado.

—No —respondió Deniador—. No quiero lanzarme a la piscina hasta que esté seguro de que hay agua en ella, según dice un viejo adagio. Allí se cuenta que el capitán de la nave había visitado un mundo Espacial y se había llevado una mujer de él.

—Pero usted acaba de decimos que los Espaciales no permitían que aterrizasen visitantes.

—Exacto, y ésta es la razón de que no me decidiese a publicar el material. Parece increíble. Hay vagos relatos que se podría pensar se refieren a los Espaciales y a su conflicto con los Colonizadores, nuestros antepasados. Tales historias se cuentan no sólo en Comporellon, sino también en muchos mundos y con diversas variaciones, pero todas están absolutamente de acuerdo en una cosa: los dos grupos, Espaciales y Colonizadores, no se mezclaron. No hubo contacto social, por lo que menos debió haberlo sexual; sin embargo, un capitán colonizador y una mujer espacial estuvieron unidos por lazos amorosos. Esto resulta tan increíble que no veo la menor posibilidad de que el relato sea aceptado, salvo, en el mejor de los casos, como una narración romántica de ficción histórica.

—¿Es eso todo? —preguntó Trevize, que pareció desilusionado.

—No, consejero, hay otra cuestión. Encontré unas cifras en lo que quedaba del diario de vuelo de la nave que podían, o no podían, representar coordenadas espaciales. Si lo fuesen (y repito, pues mi honor de escéptico me obliga a ello, que pueden no serlo), entonces, los indicios me llevarían a la conclusión de que eran las coordenadas espaciales de tres de los mundos Espaciales. Uno de ellos pudo ser aquel en que aterrizó el capitán y del que se llevó a su amada.

—¿No podría ocurrir que, aun siendo ficticio el relato, las coordenadas fuesen reales?

—¿Por qué no? —dijo Deniador—. Le daré los números, y puede usted utilizarlos, pero es posible que no le lleven a ninguna parte. Sin embargo, tengo una idea curiosa —añadió, y de nuevo apareció aquella fugaz sonrisa en su rostro.

—¿Cuál es? —preguntó Trevize.

—¿Y si una de aquellas series de coordenadas representase la Tierra?

El sol de Comporellon, de color fuertemente anaranjado, era aparentemente mayor que el de Términus, pero se hallaba bajo en el cielo y daba poco calor. El viento, afortunadamente flojo, tocó la mejilla de Trevize con dedos helados.

Él se estremeció dentro del abrigo electrificado que Mitza Lizalor le había dado. Ella estaba de pie, a su lado.

—Tiene que calentar alguna vez, Mitza —dijo él.

Ella miró el sol unos instantes y permaneció plantada en el puerto espacial vacío, sin dar muestras de incomodidad: alta, robusta, envuelta en un abrigo más ligero que el que Trevize llevaba y, si no insensible al frío, desdeñándolo al menos.

—Tenemos un verano magnífico —dijo—. No dura mucho, pero nuestras cosechas están adaptadas a él. Las especies son elegidas con gran cuidado, de manera que crecen rápidamente bajo el sol y no se hielan con facilidad. Nuestros animales domésticos tienen mucho pelo y la lana de Comporellon es la mejor de la Galaxia, según la opinión general. Además, hay explotaciones agrícolas nuestras en órbita que cultivan frutas tropicales. En realidad, exportamos piña en conserva de la mejor calidad. Muchos de los que nos consideran como un mundo frío ignoran esta circunstancia.

—Te doy las gracias por venir a despedirnos, Mitza —dijo Trevize —y por estar dispuesta a colaborar con nosotros en nuestra misión. Sin embargo, para mi tranquilidad, quiero preguntarte si no te verás en serias dificultades a causa de esto.

—¡No! —Sacudió orgullosamente la cabeza—. Ninguna dificultad. En primer lugar, nadie me interrogará. Yo controlo los transportes, lo cual significa que dicto las normas por las que deben regirse todos los puertos espaciales, las estaciones de entrada y las naves que llegan y se van.

El propio Primer Ministro depende de mí en estas cuestiones y está encantado de no tener que preocuparse él de los detalles. E incluso en el caso de que me preguntasen, sólo tendría que decir la verdad. El Gobierno me aplaudiría por no haber entregado la nave a la Fundación. Y lo propio haría el pueblo si se enterase. En cuanto a la Fundación, no sabrá nada de esto.

—Es posible que el Gobierno se alegre de que no entregues la nave a la Fundación —dijo Trevize—, pero, ¿aprobará que permitas que nos la llevemos nosotros?

Lizalor sonrió.

—Eres un ser humano muy honrado, Trevize. Has luchado tenazmente por conservar tu nave y, ahora que la tienes, te preocupas de mi seguridad.

Alargó una mano como para hacerle una caricia de afecto y, entonces, recuperándose con un visible esfuerzo, dominó su impulso.

—Incluso si discutiesen mi decisión —prosiguió, con renovada brusquedad—, sólo tendría que contarles que has estado, y todavía estás, buscando el Más Viejo, y dirían que hice bien en librarme de ti, de la nave y de todo los demás, lo antes posible. Y celebrarían ritos de expiación por haberte dejado aterrizar aquí, aunque nadie podía adivinar lo que estabas haciendo.

—¿Temes realmente que mi presencia puede traeros mala suerte, a ti y a tu mundo?

—Sí —respondió Lizalor con dureza. Y después, con más suavidad—: A mí me la ha traído ya, porque ahora que te he conocido, los hombres de Comporellon me parecerán más insulsos todavía. Me quedaré con mi afán insaciable. «El Que Castiga» me ha infligido ya mi penitencia.

Trevize vaciló y después dijo:

—No quiero hacerte cambiar de opinión sobre esta cuestión, pero tampoco me agrada que sufras aprensiones innecesarias. Debes saber que esta idea que yo te traigo mala suerte no es más que una superstición.

—Supongo que eso te lo diría el Escéptico.

—Lo sé sin necesidad de que él me lo diga.

Lizalor se enjugó la cara, pues una fina escarcha empezaba a cuajarse sobre sus salientes cejas.

—Sé que algunos creen que es superstición —dijo—. Sin embargo, el Más Viejo trae mala suerte. Se ha demostrado en muchas ocasiones y todos los ingeniosos argumentos de los Escépticos nada pueden contra la verdad.

Súbitamente, tendió una mano.

—Adiós, Golan. Sube a la nave y reúnete con tus compañeros antes de que nuestro frío pero amable viento congele tu blando cuerpo terminiano.

—Adiós, Mitza, y espero verte a mi regreso.

—Sí, me has prometido que volverás y he tratado de convencerme que lo harás. Incluso me he dicho que saldría a recibirte en el espacio, para que el maleficio caiga sólo sobre mí y no sobre mi mundo.: Pero no volverás.

—¡Sí! ¡Volveré! Después de haber gozado tanto contigo, no renuncio a ti con tanta facilidad.

Y en aquel momento, Trevize estaba firmemente convencido de que era sincero.

—No pongo en duda tus románticos impulsos, mi dulce Fundador, pero los que se aventuren en el espacio en busca del Más Viejo jamás volverán… Me lo dice el corazón.

Trevize se esforzó en reprimir el castañeteo de sus dientes. Lo causaba el frío, pero no quería que ella pensase que era el miedo.

—También esto forma parte de la superstición —dijo.

—Sin embargo, también es verdad —repuso ella.

Resultaba estupendo hallarse de nuevo en la cabina-piloto de la
Far Star
. Podía ser angosta, casi como una burbuja hermética en medio del espacio infinito. Pero era familiar, amistosa, y estaba caliente en ella.

Other books

Running on Empty by L. B. Simmons
One Tiny Lie: A Novel by K. A. Tucker
Civil War Prose Novel by Stuart Moore
Sting of the Drone by Clarke, Richard A
Violins of Hope by James A. Grymes
The Dark Labyrinth by Lawrence Durrell
Beauty by Daily, Lisa
Coming Back by Emma South