Authors: Ed Greenwood
Después de terminar con las tres liebres, cuatro faisanes y demasiadas zanahorias y patatas para cortar, Shandril escapó a echar otra ojeada a los huéspedes de la posada. La aventurera compañía tal vez hablara de sus hechos, o incluso mostrara algún tesoro. Además, quizá se enterase de quiénes eran las dos damas. Volando descalza por el pasillo, se dispuso a espiar con cautela cuanto ocurría en medio de aquel ruido y animación.
Al otro lado de la sala se sentaba un hombre de porte arrogante con finas vestiduras grises y una delgada pipa entre sus gruesos dedos mientras hablaba a su compañero, un hombre mucho más joven. éste era bien parecido, aun con aquel ordinario hábito gris que era demasiado grande para él. Era delgado y tenía el pelo oscuro y un rostro muy serio. Sus ojos estaban absortos en la copa de vino que sostenía delante de sí. Shandril estaba a punto de marcharse cuando, de repente, su mirada se encontró con la de él.
¡Oh, sus ojos! Llenando aquella cara severa, éstos parecían danzar. Miraban a los suyos alegremente y no se burlaban de su largo pelo rubio desaliñado ni de su grasiento atavío, sino que le guiñaron como a un igual; a uno, en todo caso, afortunado de estar en las sombras y no allí sometido a una continua ráfaga de preguntas.
Shandril se sonrojó y sacudió la cabeza hacia un lado; y, sin embargo, no se podía ir. Atrapada en su mirada, y en ese sentimiento de ser considerada como una persona y no como un sirviente, Shandril se quedó también mirando muda y con las manos apretadas en los pliegues de su delantal. Repentinamente, y del mismo modo en que un pez es arrancado del agua sin ninguna consideración por su deseo de permanecer en ella, la mirada del joven fue arrebatada de la suya por el impaciente papirotazo de los dedos del anciano.
Shandril se quedó sola en las sombras, como siempre, temblando de emoción y de esperanza. Esta gente que viajaba por el mundo, fuera de su posada, no era más grande que ella. Oh, sí, eran bastante ricos y tenían compañeros y asuntos importantes, y experiencia..., pero ella podía ser uno de ellos. Algún día. Si lograba armarse de valor. Shandril ya no pudo seguir mirando. Con amargura, se volvió hacia la cocina, lamentándose por dentro del miedo que siempre la sujetaba a aquel lugar a pesar de las interminables cacerolas y el agua hirviendo, a pesar de Korvan.
—¡Entra! —tronó Korvan con la cara al rojo en cuanto la vio venir hacia la cocina—. Hay que cortar cebollas y no puedo hacerlo yo todo, ¿sabes?
Shandril asintió con aire ausente con la cabeza mientras caminaba hacia la tabla de cortar en la parte trasera de la cocina. Los pescozones y pellizcos de Korvan, a su paso, y el rugir de sus quebradas carcajadas con que inevitablemente los coronaba, eran de esperar ahora; pero ella apenas se enteró. El cuchillo se elevó y aterrizó titilante en sus manos. Korvan la miró sorprendido. Shandril jamás había tarareado de contento mientras cortaba cebollas.
El ambiente estaba caldeado y sofocante en aquella sala de bajas vigas. Narm parpadeaba de cansancio. Marimmar no mostraba señales de cansancio ni de somnolencia en la acogedora calidez de este lugar. «Supongo que todas las posadas son más o menos iguales —pensó Narm—, pero, viendo ésta —y volvió a pasear sus ojos por la ruidosa camaradería del salón—, ¡se las conoce a todas!»
Pero, antes de que Marimmar le recordase que se preocupara de sus estudios y no de las bufonadas de las tabernas, Narm reparó en que la muchacha que lo había mirado desde el oscuro pasillo al otro lado de la cantina se había ido. Aquella oscuridad ahora no parecía lo mismo sin ella. Ella pertenecía a aquel lugar, de todas maneras. Y, sin embargo...
—¿Quieres poner atención? —lo despertó Marimmar con otro papirotazo y realmente enfadado esta vez—. ¿Qué tiene arrebatados tus sentidos, muchacho? ¿Una sola bebida y ya así? Desde luego, ¡no vivirás mucho si te dedicas a viajar de esta manera cuando estés por ahí al raso, desguarnecido! No pocas criaturas verán en ti un bocado fácil. Y ellas no van a esperar a que las veas para dar cuenta de ti.
Obedientemente, Narm volvió la mirada hacia su maestro y su atención hacia las cuestiones del arte de la magia: cómo conjurar en la oscuridad, cómo conjurar cuando faltan los componentes apropiados, cómo conjurar (añadió Marimmar con ánimo corrosivo) cuando se está borracho. De nuevo, la cabeza de Narm se zambulló en la imagen, su imagen dorada, de la muchacha mirándolo a los ojos desde las sombras. Casi fue a volver otra vez su mirada hacia allí para ver si estaba, pero desistió ante la vigilancia de su maestro.
Sucedió entonces que uno de los aventureros derramó una fuente de comida cuando Shandril estaba allí. La Compañía de la Lanza Luminosa estaba compuesta de seis hombres, dirigidos por un importante y joven gigante de barba cuadrada, llamado Burlane, quien muy pronto estaría tan borracho como para no poder mantenerse en su sitio. El oro relucía y centelleaba a la luz del fuego en sus orejas y su cuello, en sus dedos y su cinturón. Eructaba y reía con sonoras carcajadas, y volvía a estirar su brazo vacilante para coger el pichel.
A su izquierda se sentaba un enano de verdad, con el raído y holgado cuero de sus calzones a menos de treinta centímetros de distancia de la cabeza agachada de Shandril, quien restregaba y frotaba debajo de la mesa. Los calzones olían a humo de leña. Llamaban al enano Delg, «el Audaz», tal como uno de sus compañeros añadió burlonamente para gran alboroto de todos. Delg llevaba una daga ceñida a su pierna justo por encima de su bota; su empuñadura brillaba de modo incitante a pocos centímetros del rostro de Shandril. Algo se encendió dentro de ella. Con cierto temblor, aunque con infinito cuidado, estiró su mano...
Uno de los veteranos del valle, Ghondarrath, un viejo guerrero de mirada dura y con una barba cana bordeando su fuerte mandíbula, estaba hablando de los tesoros de las ruinas de Myth Drannor, la Ciudad de la Belleza. Shandril había oído hablar de ello antes, pero no dejaba de ser fascinante. Escuchó con atención mientras, casi sin atreverse a respirar, agarró el arma y tiró de ella con exquisita suavidad. La daga, fría y dura, se hallaba libre en su mano.
—... Así que, durante muchos años, los elfos mantuvieron alejados a todos los demás y los bosques crecieron sobre las ruinas de Myth Drannor. La Buena Gente
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la abandonó; ni un arpa, ni un libro de conjuros ni una sola gema se llevaron de allí. Y allí yace ahora todo, en la quietud del bosque, a una semana escasa a caballo de aquí en dirección norte. Esperando a los bravos —y a los locos— que quieran intentarlo, pues está guardada por demonios... o algo peor.
El anciano, con todo su auditorio pendiente de cada palabra que decía, hizo una pausa y se llevó su pichel a la boca. Su mano libre se deslizó sobre su pecho como una serpiente que se lanzara al ataque.
Uno de los aventureros, un hombre rubio delgado con pelo corto y cara de rata, pasaba en ese momento por detrás de él, y el viejo Ghondarrath gruñó y dejó de nuevo su pichel sobre la mesa. Entonces levantó su otra mano y todos pudieron ver el puño del aventurero atrapado dentro de ella. En esa mano capturada estaba el monedero de Ghondarrath.
—Bien —dijo sin más Ghondarrath—, mira lo que me he encontrado.
La sala entera se quedó en silencio; sólo se oía el crepitar del fuego. Nadie se movió. Shandril agarró la daga presa de la emoción. Sabía que debía esfumarse de allí cuanto antes, si no quería que el enano empezase a buscar su arma y... y, sin embargo, no podía perderse esto.
De pronto, hubo una súbita agitación; con un movimiento de látigo, el ladrón sacó con su mano libre una fina daga de una funda que llevaba detrás del cuello y asestó una cuchillada hacia abajo. Ghondarrath lo empujó con habilidad hacia un lado y el aventurero fue a estrellarse irremediablemente contra la mesa. La mano libre de Ghondarrath cayó por detrás sobre el cuello del ladrón con sólido golpe, como un árbol talado.
—¿Está muerto? —preguntó otro de los lugareños con un ronco susurro. Se hizo el silencio de nuevo durante unos segundos y, después, con un gran clamor, la Compañía de la Lanza Luminosa se puso en pie.
—¡Cogedlo!
—¡Acabad con el viejo!
—¡Ha matado a Lynxal!
El enano casi le aplasta la nariz a Shandril cuando, de un respingo, echó atrás su silla de una patada y se puso en pie, pero la muchacha se retiró justo a tiempo. Las sillas se volcaron mientras los hombres gritaban. Por fin, pensó la muchacha arrepentida mientras se escabullía deslizándose sobre sus manos y rodillas debajo de la mesa, la aventura había llegado hasta ella.
—¡Te van a matar, Ghondar! —dijo uno de los ancianos guerreros con la cara pálida. A su lado, se erguía desafiante Ghondarrath, con sus manos sosteniendo en alto su silla delante de él. No tenía otra arma.
—Nunca fui de los que se echan atrás —dijo con aspereza—. No conozco otra manera. Mejor morir bajo la espada, si así lo quiere Tempus, que envejecer avergonzado y cobarde.
—¡Así sea, barba cana! —dijo uno de los guerreros de la compañía con tono sañudo y avanzando hacia él con la espada en ristre.
—¡Detente! —bramó el anciano con fuerza súbita, sobrecogiendo a todos los presentes—. Si ha de haber lucha, entonces salgamos afuera. Gorstag es un buen amigo de todos nosotros. ¡No me gustaría ver su casa devastada!
—Deberías haber pensado en eso un poco antes —dijo con tono burlón otro miembro de la compañía entre la risa general de sus compañeros. Avanzaron en tropel. Shandril se alejó de su escondrijo justo cuando Gorstag y Korvan pasaban estrepitosamente ante ella; el sudoroso cocinero llevaba una cuchilla de carnicero en la mano. Ella se volvió a tiempo para ver dos espadas brillar a la luz de la hoguera cuando, como si fueran gatos, las dos damas que había admirado antes se situaron de un salto delante del anciano. Una de aquellas espadas brillaba y resplandecía con un fuego blanco azulado. Un murmullo general de asombro sacudió la habitación ante este prodigio.
—Pido disculpas a esta casa y a su señor por blandir el acero dentro de ella —dijo su dueña, una mujer de pelo plateado, con una voz clara y cantarina—. Pero no presenciaré una carnicería perpetrada por unos jóvenes desalmados y de mal talante. Deponed vuestras espadas, compañía —dijo utilizando esta palabra con un tono ridiculizante y no como un nombre apropiado—, o morid, pues podéis estar seguros de que os mataremos a todos.
—Ahora bien —añadió amablemente su compañera sobre la punta de su presta espada—, todo esto se puede olvidar y quedar todos en paz. El ladrón ha sido atrapado y ha sacado un arma. Suya es la culpa y de nadie más, y ya ha pagado. Eso pone fin al asunto.
Con una maldición, uno de los aventureros llevó la mano a su cinturón con la intención de sacar y arrojar una daga. El hombre gruñó y luego gritó de rabia y frustración; su mano se vio de pronto sujeta como por un hierro inamovible. Gorstag dijo con voz serena:
—Suelta tu arma. Todos los demás, haced lo mismo con las vuestras. No pienso tolerar esto en mi casa.
Al oír su voz, todo el mundo se relajó; la daga cayó al suelo tintineando y todas las espadas volvieron a sus fundas.
—¿Me garantizáis vuestra paz en tanto permanezcáis en La Luna Creciente? —preguntó el posadero. Los miembros de la compañía asintieron con la cabeza acompañando el gesto con un reticente «Sí» a coro, y volvieron a sus asientos.
En el otro extremo de la sala, la mujer bardo de pelo plateado enfundó su resplandeciente espada y se volvió hacia Ghondarrath.
—Perdonadme, señor —dijo con sencillez—. Eran demasiados. No quise avergonzaros.
La silla tembló en las manos del anciano.
—No estoy avergonzado —dijo él con rudeza—. Estaba rodeado de amigos, pero, cuando se trató de dar cara a la muerte, estaba solo... de no ser por vos. Os estoy agradecido. Yo soy Ghondarrath, y mi mesa es vuestra. ¿Aceptaréis mi invitación? —dijo señalando hacia las sillas.
Las dos damas estrecharon sus manos con él.
—Sí, gracias. Yo soy Storm Mano de Plata, un bardo, del Valle de las Sombras.
Su compañera sonrió y dijo a su vez:
—Yo soy Sharantyr, guardabosques, también del Valle de las Sombras. Me alegro de conoceros.
Gorstag pasó por delante de ellos sin decir una palabra, llegó a la barra y se volvió.
—Una noche caliente —dijo a todos los presentes—; la casa invita a todos con vino helado traído de la lejana Athkatla.
Hubo un clamor general de aprobación.
—¡Bebed —añadió, mientras Lureene comenzaba a repartir jarras por las mesas—, y olvidemos este incidente! —Entonces levantó el cuerpo inerte del ladrón, con su cabeza colgando flojamente, y se lo llevó fuera de allí.
Al otro lado de la cantina, Marimmar retiró la mano con que sujetaba el brazo de Narm.
—Bien hecho, muchacho —dijo—. Continúa conservando la calma y la vida será mucho más fácil para ti.
—Sí —asintió Narm secamente. Su maestro le había impartido en efecto mucha práctica de autocontrol. De nuevo, todo se hizo voces y risas en torno a ellos, y el tintineo de las jarras llenó la estancia. Los ánimos se habían restablecido y aún era demasiado pronto para hablar de la reyerta. La compañía parecía de bastante buen humor, como si el ladrón no les hubiese gustado mucho después de todo. Narm buscó con la mirada a la muchacha con quien habían chocado sus ojos hacía un rato, pero no se veía por ningún lado. Había algo en ella... Ah, en fin...
Narm volvió su atención hacia el vino helado que la camarera acababa de traer, antes de que Marimmar le prohibiese beber más. Ahora, si el anciano reanudase su historia de los tesoros de la perdida Drannor y la ruina de la ciudad por los demonios...
Pero Ghondarrath, al parecer, ya no estaba para más historias aquella noche. Estaba sentado, hablando tranquilamente con aquellas dos esbeltas y ágiles mujeres cuyas prontas espadas le habían salvado la vida. Sus ojos brillaban y tenía la cara roja; parecía estar más vivo de cuanto lo había estado durante muchos largos inviernos. Varios de los presentes lo llamaron para que continuase su relato, pero él no hizo ningún caso. Por fin, las peticiones se hicieron más generales y recorrieron toda la sala hasta los viajeros de tierras lejanas.
Ante el silencioso apuro de Narm, Marimmar se aclaró la garganta con aire importante, se cuadró bien los hombros y se volvió en su silla con solemnidad.
«¡Oh, dioses! —pensó Narm con desesperación—, apiadaos de nosotros.» Sus ojos buscaron el techo.