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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (22 page)

BOOK: Fronteras del infinito
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—No. —Frunció el ceño y el efecto, con los colmillos, fue bastante impresionante—. Es peor que lo que me hacían en el laboratorio y creía que eso era malo.

No es lo que desconoces lo que te perjudicará
, decía el viejo refrán.
Es lo que sabes que no es así
.

Miles pensó en el cubo con el mapa. Miró a Nueve. Tuvo una imagen de sí mismo y en esa imagen condensó todo su plan estratégico cuidadosamente pensado y lo tiró en un inodoro cualquiera. Ahora que lo pensaba mejor, el conducto del techo le pareció una tontería. Nueve no cabía en él…

Ella se sacó el cabello enmarañado de los ojos y lo miró con furia renovada. Tenía los ojos de color castaño, un extraño color brillante y claro, que agregaba su efecto a la ilusión de la cara lobuna.

—¿Qué estás haciendo aquí en realidad? ¿Qué es esto? ¿Otra prueba?

—No, esto es la vida real. —Miles frunció los labios—. Yo… bueno, cometí un error.

—Supongo que yo también —dijo ella, bajando la cabeza.

Miles se mordió el labio y la miró a través de los ojos entrecerrados.

—¿Qué vida has tenido? —musitó, a medias para sí mismo.

Ella le contestó literalmente.

—Viví con padres adoptivos de alquiler hasta los ocho. Como hacen los clones. Después me hice grande y torpe y rompía cosas… y me llevaron a vivir al laboratorio. Estaba bien. Había calor y mucha comida.

—No pueden haberte simplificado mucho si realmente querían un soldado. Me pregunto cuál es tu coeficiente de inteligencia —especuló Miles.

—Ciento treinta y cinco.

Miles luchó contra una creciente sensación de parálisis.

—Ya… ya veo. ¿Te… te han entrenado?

Ella se encogió de hombros.

—Muchas pruebas. Estaban… bien. Excepto los experimentos de agresión. No me gustan los choques eléctricos. —Pensó un momento—. Ni los psicólogos. Mienten mucho. —Dejó caer los hombros—. De todos modos, fallé. Todos fallamos.

—¿Cómo pueden saber si fallaste si no te dieron el entrenamiento que corresponde? —dijo Miles con sorna—. Ser soldado tiene que ver con el tipo de comportamiento más complejo, cooperativo y aprendido que se haya inventado. Yo estudié estrategia y táctica durante años y no sé ni la mitad de lo que hay que saber. Todo está en la cabeza. —Y apretó las manos alrededor de las sienes.

Ella lo miró, atenta, aguda.

—Si eso es cierto —dijo y volvió las grandes manos con garras, mirándolas—, ¿para qué me hicieron esto?

Miles se detuvo en seco. Tenía la garganta seca. Y sí,
los almirantes también mienten. A veces, hasta se mienten a sí mismos
. Después de una pausa incómoda preguntó:

—¿Alguna vez habías pensado en romper un conducto de agua?

—Si uno rompe cosas, lo castigan. Por lo menos a mí. Tal vez a ti no, tú eres humano.

—¿Alguna vez has pensado en salir, en escaparte? Escapar es el deber del soldado cuando lo captura el enemigo. Sobrevivir, escapar, sabotear, en ese orden.

—¿Enemigo? —Ella miró hacia arriba, hacia el peso de toda la Casa Ryoval que pendía sobre su cabeza—. ¿Y quiénes son mis amigos?

—Ah, sí, claro… Queda ese punto por aclarar… —Y por otra parte, ¿dónde podía ir un cóctel genético de dos metros y medio con colmillos? Miles respiró hondo. No había ninguna duda de cuál debía ser su próximo movimiento. El deber, la experiencia, la supervivencia, todo apuntaba a eso—. Tus amigos están más cerca de lo que crees. ¿Por qué crees que he venido? —
¿Por qué he venido, en realidad?

Ella lo miró extrañada, con el ceño fruncido.

—He venido a buscarte. Oí hablar de ti. Estoy… reclutando gente. O por lo menos, estaba. Las cosas salieron mal y ahora voy a escaparme. Pero si vinieras conmigo, podrías unirte a los Mercenarios de Dendarii. Un equipo de primera. Siempre estamos buscando hombres, o mujeres, o lo que sea. Tengo un sargento que… que justamente
necesita
alguien como tú.

Demasiada verdad en todo eso. El sargento Dyeb era famoso por su mala actitud hacia las soldados mujeres: siempre insistía en que eran demasiado suaves. Cualquier recluta femenino que sobreviviera a su curso de entrenamiento salía de él con la agresividad muy desarrollada. Miles se imaginó a Dyeb cabeza abajo y colgado de los pies desde unos dos metros y medio… Controló su imaginación desatada para concentrarse en la crisis del presente. Nueve lo miraba… sin impresionarse.

—Muy gracioso —dijo con frialdad y Miles se preguntó por un momento de locura si no estaría equipada con el complejo genético de telepatía… no, era anterior a eso…, pero yo ni siquiera soy humana. ¿O eso no te lo han dicho?

Miles se encogió de hombros.

—Humano es el que hace las cosas que hacen los humanos. —Se forzó a estirar la mano y tocarle la mejilla húmeda—. Los animales no lloran, Nueve.

Ella saltó como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica.

—Los animales no mienten. Los humanos, sí. Siempre.

—No siempre. —Miles esperaba que no hubiera luz suficiente como para que ella viera que había enrojecido. Nueve lo miraba a la cara con mucha atención.

—Pruébalo. —Inclinó la cabeza y siguió en la misma posición, con las piernas cruzadas. Sus ojos dorados y pálidos se habían puesto brillantes, interrogativos.

—Seguro… ¿cómo?

—Sácate la ropa.

—… ¿qué?

—Sácate la ropa y acuéstate conmigo como hacen los humanos. Hombres y mujeres. —La mano de ella se extendió y le tocó la garganta.

La presión de las garras formó pequeños huecos en la piel de Miles.

—¿Glups? —se atragantó Miles. Sentía los ojos abiertos como dos platos hondos. Un poco más de presión y esos dos hoyitos se abrirían en dos fuentes rojas. Estoy
a punto de morir

Ella lo miraba a la cara con un hambre extraña, terrible, insaciable. Después, de pronto, lo soltó. Él saltó y se golpeó la cabeza contra el techo bajo y entonces se dejó caer, viendo las estrellas. No eran las estrellas del amor a primera vista, por cierto.

Los labios de ella se torcieron en un gruñido de desesperación y colmillos.

—Fea —se quejó. Las uñas con garras se deslizaron sobre las mejillas grandes dejando huellas enrojecidas—. Demasiado fea… animal… tú no crees que yo sea humana… —Parecía resuelta a tomar una decisión desesperada.

—¡No, no, no! —tartamudeó Miles, poniéndose de rodillas como pudo y tomándole las manos para que no siguiera—. No es eso. Es que… ¿cuántos años tienes?

—Dieciséis.

Dieciséis. Dios. Él recordaba los dieciséis. Obsesionado con el sexo, muriéndose por dentro minuto a minuto. Una edad horrible para estar atrapado en un cuerpo anormal, torcido, frágil. Dios sabía cómo había hecho para sobrevivir a su odio contra sí mismo en esa época. No… sí que se acordaba de lo que había hecho. Alguien que lo quería lo había salvado.

—¿No eres un poquito joven para esto? —dijo con esperanza.

—¿Cuántos años tenías tú?

—Quince —admitió él antes de poder pensar en mentir —. Pero… fue traumático. No salió bien.

Las garras de ella se volvieron hacia su cara de nuevo.

—¡No hagas eso! —gritó él, aferrándoselas de nuevo. Le recordaba demasiado el episodio del sargento Bothari y el cuchillo. El sargento le había sacado el cuchillo a Miles a la fuerza. No era algo que Miles pudiera hacer en esta oportunidad—.
¿Quieres calmarte, por favor?
—le gritó.

Ella dudó.

—Es que… ejem… un oficial y un caballero no se tira sobre una dama en el suelo desnudo. Uno… uno se sienta. Se pone cómodo. Conversa un poco, toma algo de vino, suena la música… se tranquiliza. Ni siquiera has entrado en calor todavía. Ven, siéntate aquí donde hace más calor. —La colocó más cerca del conducto roto, se levantó sobre sus rodillas junto a ella y trató de masajearle el cuello y los hombros. Ella tenía los músculos tensos, parecían rocas bajo sus dedos. Cualquier intento de estrangularla hubiera sido absolutamente inútil.

No puedo creerlo. Atrapado en los cimientos de Ryoval con una mujer loba adolescente y sus necesidades sexuales. No había nada sobre esto en ninguno de los manuales de entrenamiento de la Academia Imperial
… Recordó su misión, que era sacarle la pantorrilla izquierda y llevar ese tejido vivo al
Ariel
.
Querido doctor Canaba, si sobrevivo, usted y yo vamos a tener una pequeña conversación, se lo aseguro

La voz de ella estaba teñida de pena y modificada por la forma rara de su boca.

—Crees que soy demasiado alta.

—Para nada. —Por lo menos se estaba controlando un poco. Podía mentir mejor—. Adoro a las mujeres altas, pregúntale a cualquiera que me conozca un poco. Además, hice un descubrimiento feliz hace un tiempo. La diferencia de altura importa solamente cuando estás de pie. Cuando estás acostado, no… no importa mucho… —Una revisión mental de todo lo que había aprendido por ensayo y error, sobre todo error, sobre las mujeres pasaba por su mente sin él quererlo. Y era inquietante. ¿Qué querían las mujeres en realidad?

Se dio la vuelta en redondo y le tomó la mano, ansioso. Ella lo miró con la misma ansiedad, esperando…
instrucciones, por todos los diablos
. En ese punto, Miles se dio cuenta de que estaba frente a su primera virgen. Sonrió en un estado de parálisis total durante varios segundos.

—Nueve… nunca lo has hecho antes, ¿verdad?

—He visto vídeos. —Ella frunció el ceño con el recuerdo—. Generalmente, empiezan con besos, pero… —hizo un gesto vago hacia su boca mal formada—, tal vez no quieras.

Miles trató de no pensar en la rata. Después de todo a Nueve le habían hecho pasar hambre.

—Los vídeos pueden ser muy engañosos. Las mujeres…, sobre todo la primera vez, necesitan práctica para aprender las respuestas del cuerpo. Eso me dicen mis amigas mujeres. Tengo miedo de hacerte daño. —
Y si te lastimo, me vas a descuartizar
.

Ella lo miró a los ojos.

—No te preocupes —dijo—. Tengo un umbral de dolor muy alto.

Pero yo no
.

Era una locura. Ella estaba loca. Él estaba loco. Y sin embargo, la verdad era que sentía una fascinación creciente por la… la propuesta. Algo que se alzaba desde su vientre a su cerebro como una niebla fantasmal. No había duda, ella era la mujer más alta que él encontraría en toda su vida. Más de una mujer le había acusado de querer escalar montañas. Tal vez podría sacarse de encima esa tendencia de una vez por todas…

Mierda. De verdad creo que puede salir bien
. Ella no carecía de cierto… encanto no era la palabra… la belleza que se podía encontrar en los fuertes, los rápidos, los atléticos, las formas funcionales. Una vez que uno se acostumbraba a la escala en la que se presentaba todo eso en ella. Irradiaba un calor suave que él sentía desde allí…
¿magnetismo animal?
, le sopló el observador reprimido del fondo de su mente. ¿Energía? Fuera lo que fuere, no había duda de que sería sorprendente.

Le pasó por la cabeza uno de los aforismos favoritos de su madre.
Cualquier cosa que valga la pena hacer
, decía ella,
vale la pena hacerla bien
.

Confuso y mareado como un borracho, abandonó la dureza de la lógica y se dejó ir en alas de la inspiración.

—Bueno, doctor —se oyó musitar como un loco—. Experimentemos.

Besar a una mujer con colmillos era una sensación novedosa, de eso no cabía duda. Que ella lo besara —y, evidentemente, aprendía rápido— era todavía más extraño. Los brazos de ella lo rodearon en éxtasis y desde ese momento perdió el control de la situación. Un poco después, en un instante en que trataba de respirar, levantó la vista y preguntó:

—Nueve, ¿has oído hablar de la araña viuda negra?

—No… ¿Qué es?

—No importa —dijo él sin darle ninguna importancia.

Todo fue muy incómodo, muy torpe, pero muy sincero y cuando terminó las lágrimas en los ojos de ella eran de felicidad, no de dolor. Parecía (¿cómo podía ser de otra manera?) enormemente contenta con él. Y él estaba tan cansado y relajado que se durmió como un tronco en unos minutos, apoyado sobre ese cuerpo inmenso.

Se despertó riendo.

—Realmente, tienes los pómulos más elegantes que haya visto —le dijo, pasándole un dedo por las mejillas. Ella estaba inclinada bajo el roce de la mano de él, disfrutando de sus recuerdos y del aire caliente. —Hay una mujer en mi nave que lleva el cabello en una especie de trenza en la espalda. Te quedaría muy bien… Tal vez ella quiera enseñarte cómo hacerlo.

Ella se puso un manojo de cabello frente a los ojos y lo miró casi bizca, como si tratara de ver más allá del enredo y la suciedad. Después, le tocó la cara.

—Y tú eres muy atractivo, almirante.

—¿Quién? ¿Yo? —Él se pasó una mano sobre la barba crecida de una noche, los rasgos cortados, las viejas líneas del dolor…,
Debe de estar ciega por mi rango

—Tienes una cara… llena de vida. Y tus ojos ven lo que miran.

—Nueve… —Él se aclaró la garganta. Hizo una breve pausa—. Mierda, ése no es un nombre. Es un número. ¿Qué le pasó a Diez?

—Murió. —
Tal vez yo también muera pronto
agregaron sus extraños ojos en silencio antes de que las pestañas los callaran.

—¿Nunca te han dado otro nombre?

—Hay un código largo de biocomputadora que es mi designación real.

—Bueno, nosotros también disponemos de números seriados. —Miles tenía dos, ahora que pensaba en ello—. Pero esto es absurdo. No puedo llamarte Nueve, como si fueras un robot. Necesitas un nombre, un nombre duradero. —Se reclinó sobre el hombro cálido y desnudo de ella (ella era como un horno: lo que decían de su metabolismo era cierto), y esbozó una sonrisa— Taura.

—¿Taura? —La boca extraña le daba un acento rítmico torcido —. ¡Es demasiado bonito para mí!

—Taura —repitió él con firmeza—. Hermoso y fuerte. Lleno de sentidos secretos. Perfecto. Ah, y hablando de secretos… —¿Era el momento de decirle lo que le había puesto el doctor Canaba en la pantorrilla? ¿O se sentiría ofendida, como alguien a quien cortejan por su dinero, o su título? Miles dudó—. Ahora que nos conocemos mejor, creo que es hora de salir de aquí.

Ella miró a su alrededor en la oscuridad.

—Pero, ¿cómo?

—Bueno, eso es algo que tenemos que pensar, ¿eh? Te confieso que los conductos me envuelven siempre la mente. —No el de calor, por supuesto. Para entrar hubiera tenido que sufrir anorexia durante meses y además se achicharraría allí dentro. Se sacudió y se puso la camiseta negra. Se había puesto los pantalones apenas se había despertado: ese suelo de piedra le sacaba el calor a cualquier pedacito de piel que lo tocara. Después se puso de pie. Dios. Se estaba haciendo viejo para esos trotes. La muchachita de dieciséis, claro está, tenía la resistencia física de una diosa. ¿Dónde lo había hecho a los dieciséis? Arena, sí. Hizo una mueca, recordando lo que había sentido en ciertos lugares secretos del cuerpo. Tal vez la piedra fría no era tan mala, después de todo.

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