Adelphia, una excéntrica mujer de origen incierto y acento curioso, era la única manifestante que quedaba en Lafayette Park aparte de Stone. Hacía mucho que Alex sospechaba que estaba colada por su amigo.
—Hace tiempo que no la veo —repuso Stone—. Incluso se llevó su pancarta.
—Era un bicho raro.
—Todos somos bichos raros. —Cerró la carpeta y se levantó—. Muchas gracias por esto. Será de gran ayuda.
—Jerry Bagger, dueño de un casino en Jersey. ¿Estás pensando en ir a jugar?
—Tal vez, sólo que probablemente no del modo que imaginas.
—Por lo que me han dicho, Bagger es un verdadero psicópata con una vena malvada. Mejor no meterse con él.
—No tengo intención de hacerlo.
Alex también se levantó.
—Aun así, ¿he de esperar otra llamada a las tantas de la noche pidiendo la ayuda de la caballería?
—Esperemos que no.
—Vi a nuestro querido amigo Carter Gray cuando recibió la Medalla de la Libertad. Tuve que esforzarme para no llamar a ese capullo y mandarlo a la mierda.
—Pues está claro que yo no tengo tanta fuerza de voluntad como tú. —Acto seguido Stone le explicó lo que había hecho.
A Alex se le iluminó el semblante.
—¡No me lo creo!
—Pues sí. Y encima Gray me ha pedido que vaya a verle a su casa esta noche.
—¿Vas a ir?
—No me lo perdería por nada del mundo.
—¿Por qué? ¿Acaso puede decirte algo que te interese?
—Tengo un par de preguntas que hacerle sobre mi hija.
Alex suavizó la expresión y dio una palmadita en el hombro a Stone.
—Lo siento mucho.
—La vida es así, Alex. Hay que aceptarla tal como viene porque no queda otro remedio.
El barco en cuyo costado viajaba Harry Finn no era tan rápido como el anterior de la Marina, pero le bastaba. Al igual que en el caso de los militares, la gente que le proporcionaba transporte no tenía ni idea de su presencia. Lo había escogido porque iba en la dirección que le interesaba. Tendría que volver a casa de otro modo, y ya se le había ocurrido cuál. El trayecto había acabado, y no dejaba de mirar su reloj luminoso esperando ansioso el momento de nadar hasta la orilla. Se estaba fraguando una tormenta, lo cual era bueno y malo para su plan. Había venido preparado, como siempre.
Mientras el barco se acercaba al lugar donde él lo dejaría, Finn reflexionó sobre la última conversación mantenida con su esposa, Mandy. Tras cortar el césped, había entrado en casa para ducharse cuando ella le había salido al encuentro en el dormitorio.
—David me ha dicho que habéis hablado de tu trabajo.
—Sí. Al parecer le dijiste que no sabes exactamente a qué me dedico.
—Es que no lo sé.
—Ya sabes que cuando dejé el ejército me contrató el Departamento de Seguridad Interior.
—¿Y David no puede saber eso? ¿Y yo no puedo saber más?
—Es mejor así. Lo siento, pero has de confiar en mí.
—Por lo menos cuando estabas en la Marina sabía a qué atenerme. ¿Ahora qué tipo de trabajo te piden que hagas?
Harry le rodeó la cintura con un brazo.
—Como te he dicho otras veces, ayudo a que vivamos más seguros. Hay un montón de agujeros por ahí. Mi trabajo consiste en taparlos y reforzarlos. No tiene nada de peligroso.
La tensión se reflejaba en el rostro de Mandy.
—Si no tiene nada de peligroso, ¿por qué no puedes decírmelo?
—No puedo.
—Nunca has sido muy hablador, ¿verdad?
—Siempre supuse que era uno de los rasgos que más te gustaban de mí.
Y lo habían dejado ahí. Mandy nunca sabría que viajaba de polizón en la bodega de los aviones comerciales y pegado al casco de barcos, porque ¿qué cónyuge necesita saber tales cosas? Y nunca sabría nada sobre los Dan Ross del mundo y la suerte que habían corrido. O sobre los Carter Gray que habían tenido todas las sartenes por el mango pero ya no las tenían.
No obstante, seguía siendo un motivo de preocupación para Harry Finn, un hombre que valoraba la sinceridad por encima de todo, a quien no le gustaba ocultar cosas a la mujer a la que amaba desde que la había visto en un campus universitario hacía casi quince años. Entonces estaba de permiso y había ido a visitar a un amigo al volver de un destino en el extranjero. Siempre había sido tímido y bastante introvertido, característica que le había resultado positiva en su carrera militar. Su trabajo requería semanas o meses de preparación meticulosa seguida de segundos de caos alimentados por la adrenalina en medio del que tenía que actuar con una calma letal. Había sobresalido en ambos extremos de tan exigente espectro.
Sin embargo, aquel día en que vio a Amanda Graham caminar por el césped con sus shorts téjanos y sandalias, con una melena rubia hasta la cintura y el rostro más precioso que había visto jamás, la abordó sin más y le propuso que salieran juntos esa misma noche. Ella había rehusado, molesta tal vez porque él creyera que no tenía ningún compromiso. Pero Finn era muy persuasivo. Consiguió la cita y acabaron siendo marido y mujer. Finn logró —no sin esfuerzos— que la Marina no le diera más destinos en el extranjero y la boda se celebró justo después de que ella se licenciara. David llegó antes de un año, seguido de Patrick y Susie. Eran muy felices como pareja. Habían criado a unos buenos hijos, niños que sobresaldrían en su mundo, quizá sólo en pequeñas cosas, pero de todos modos serían felices.
Finn no sabía por qué le asaltaban esos pensamientos tan profundos mientras hacía locuras imposibles, como viajar en el costado de un barco a toda velocidad, pero solía pasarle.
Consultó su reloj, tensó la correa de la bolsa impermeable que llevaba al hombro y se preparó para el siguiente paso. Era la parte peliaguda, desprenderse de su medio de transporte a toda velocidad y evitar las hélices de popa. Porque cuando se soltara era muy probable que, si no se alejaba y sumergía lo suficiente, su último recuerdo sería el de las hélices troceándolo sin piedad.
Encogió las piernas y las apoyó contra el barco. Contó hasta tres, se impulsó con todas sus fuerzas y se zambulló hacia delante y abajo a pesar de que las hélices lo tironeaban hacia la popa. Luego emergió a la superficie y contempló cómo desaparecían las luces de navegación del barco. Miró alrededor, se ubicó rápidamente y nadó decidido hacia el acantilado.
Jerry Bagger raras veces se aventuraba fuera de Atlantic City. Tenía un Learjet privado, pero casi nunca lo utilizaba. El último viaje había sido la visita mortífera al desventurado Tony Wallace en Portugal. También había tenido un yate, pero lo vendió cuando se dio cuenta de que se mareaba con facilidad, algo bochornoso para alguien que se enorgullecía de ser un tipo duro. De hecho, pocas veces salía ya del casino, el único lugar donde se sentía cómodo.
Lo irónico del caso es que Bagger no había nacido ni en Las Vegas ni en Jersey. El osado y vivaracho chico de ciudad había venido al mundo en Wyoming, en el rancho donde su padre trabajaba por menos del salario mínimo. Su madre había muerto el primer día de vida de Bagger debido a complicaciones durante el parto, complicaciones que en cualquier hospital habrían sido fácilmente tratables. Pero no había ningún hospital en quinientos kilómetros a la redonda, así que había muerto. El padre de Bagger se había reunido con ella un año y medio después, a raíz de un accidente en que el whisky y un caballo refunfuñón habían desempeñado un papel destacado.
El ranchero de Wyoming no tenía ningún interés en criar un hijo bastardo —el padre y la madre de Bagger no se habían molestado en casarse— y lo había enviado a Brooklyn con la familia de su madre. Bagger estaba hecho para los espacios cerrados de aquel crisol que era Nueva York, no para los amplios cielos abiertos de Wyoming, y prosperó.
Con el tiempo había vuelto al Oeste. Tras quince años de jornadas laborales de veinte horas, de chanchullos sin fin y de arriesgar y estar a punto de perder todo lo que tenía unas cuantas veces, consiguió ser propietario de un casino. Y enseguida el negocio fue tan bien que empezó a forrarse. Pero su mal genio pudo más que él y al final lo expulsaron de Las Vegas y le pidieron que no volviera jamás. Había cumplido esa petición, aunque cada vez que sobrevolaba esa ciudad miraba por la ventanilla del avión y dedicaba un buen corte de mangas a todo el estado de Nevada.
Bagger salió del ático y bajó en el ascensor privado a la zona del casino. Caminó entre una multitud de tragaperras, mesas de juego y salas de apuestas deportivas en que los jugadores —desde los más novatos a los más experimentados— se dejaban mucho más dinero del que jamás llegarían a recuperar. Siempre que veía a algún niño sentado con cara de aburrimiento en la sala, mientras sus padres se dedicaban a alimentar las máquinas tragaperras —con los dedos ennegrecidos de tanto echar monedas—, Bagger ordenaba que trajeran comida, libros y videojuegos al niño, aparte de darle disimuladamente un billete de veinte dólares. Acto seguido, realizaba una llamada y alguien del Pompeii aparecía para recordar a los padres que, si bien se permitía la entrada en el casino a los niños, no podían estar en las zonas de juego.
Bagger era capaz de machacar a cualquier adulto que se interpusiera en su camino, pero los niños eran sagrados. Eso cambiaba cuando cumplían los dieciocho, entonces todo el mundo era igual, pero hasta ese momento los niños eran intocables. Según él, bastante putada era ya ser adulto, así que mejor dejar que los mocosos disfrutaran de su infancia. Quizás el motivo subyacente era que Jerry Bagger no había tenido una infancia normal. Pobre de solemnidad, había montado sus primeros chanchullos en un piso de Brooklyn a los nueve años y nunca había mirado atrás. Esa vida tan dura era en gran medida la razón de su éxito, pero la procesión iba por dentro. Tan dentro que nunca pensaba en lo que había sufrido. Sencillamente aquellos orígenes le habían convertido en lo que era.
A lo largo del recorrido, Bagger hizo tres llamadas sobre niños dejados por sus padres en la zona de juegos, y meneó la cabeza en cada ocasión.
—Perdedores —musitó.
Jerry Bagger nunca había apostado ni una triste moneda a nada. Eso era para los pringados. Él era muchas cosas, pero no idiota. Esos imbéciles gritaban y saltaban después de ganar cien pavos, pero olvidaban que habían despilfarrado doscientos dólares para gozar de ese privilegio. No obstante, Bagger se había hecho rico gracias a esa curiosa rareza de los humanos, así que no se quejaba.
Hizo una parada en uno de los bares y arqueó una ceja en dirección a una camarera, que se apresuró a traerle su habitual soda con lima. Nunca tomaba alcohol en la planta del casino, y sus empleados tampoco. Se encaramó a un taburete y observó cómo el Pompeii funcionaba a pleno rendimiento. Todas las edades estaban representadas, y había un montón de pirados, eso se lo habían enseñado décadas de experiencia. No existía ninguna clase de chalado que no hubiera entrado en su casino alguna vez. Lo cierto es que Bagger se entendía mejor con ellos que con la gente «normal».
Se fijó en una pareja de recién casados que todavía iba vestida de boda. El Pompeii disponía de una oferta a precio reducido, propinas no incluidas, para quienes deseaban casarse, consistente en una habitación estándar con un colchón nuevo y robusto, un ramo de flores barato, los servicios de un sacerdote, cena, bebidas y masajes para aliviar las agujetas después de tanto folleteo. Y, lo más importante, la oferta también incluía cincuenta dólares en fichas para el casino. Bagger no tenía ningún interés en promocionar el amor; sabía por experiencia que esos cincuenta pavos en fichas solían convertirse en un beneficio de dos mil dólares para la casa al final de un largo fin de semana, descontando incluso los regalitos.
La pareja a la que observaba parecía empeñada en engullirse la lengua mutuamente. Bagger hizo una mueca ante tal espectáculo bochornoso.
—Buscaos una habitación —masculló—. Es la cosa más barata que encontraréis en esta ciudad aparte del alcohol. Y el sexo.
Bagger nunca se había casado, ya que nunca había conocido a una mujer capaz de interesarle lo suficiente. Annabelle Conroy sí le había interesado. Era más que fascinante. Le habría gustado pasar todo el tiempo del mundo con ella. De hecho, antes de enterarse de que lo había estafado, se había preguntado si después de tantos años por fin había encontrado a una dama a la que llevar al altar. Teniendo en cuenta lo ocurrido, ahora le parecía increíble cómo lo había engatusado. Aun así, Bagger no tenía más remedio que sonreír de oreja a oreja. Menuda imagen habrían ofrecido. ¿Él y Annabelle como marido y mujer? La bomba.
Entonces, como era habitual en él, tuvo una idea brillante sin siquiera esforzarse.
Se terminó la soda y se dirigió a su despacho para hacer unas llamadas con la intención de averiguar algo. Mientras se lo había estado camelando, Annabelle le había dicho que nunca se había casado ni tenía hijos. Pero ¿y si resultaba que sí se había casado? Porque, si alguna vez había pronunciado el «sí, quiero», sería mucho más fácil localizarla.
Stone rechazó la invitación de tomar algo en casa de Gray. Ambos hombres se acomodaron en el acogedor estudio, donde había tantos libros en tantos idiomas como en la casa de Stone, aunque aquí estaban guardados de forma más elegante.
Stone miró por el ventanal con vistas al acantilado.
—¿Te cansaste de la zona rural de Virginia? —preguntó.
—De joven mi ambición era ser marinero, ver el mundo desde la cubierta de un barco —respondió Gray, sujetando el vaso de whisky con ambas manos. Su rostro ancho quedaba contrarrestado por unos ojos muy juntos. Stone sabía perfectamente que esa cabeza albergaba muchas cosas. Gray no era un hombre fácil de sobreestimar.
—La ambición de un joven, ¿acaso existe una perspectiva más fugaz? —comentó Stone con indolencia.
Fuera reinaba la oscuridad más absoluta. Ni luna ni estrellas; la tormenta que se avecinaba había cubierto el cielo.
—Nunca creí que a John Carr le daría por filosofar de vez en cuando.
—Lo cual demuestra lo poco que me conocías, y ya no respondo al nombre de John Carr. Está muerto. Estoy seguro de que te informaron al respecto hace años.
Gray continuó, impasible:
—Esta casa perteneció a otro ex director de la CIA que llegó a vicepresidente. Tiene todo lo que necesito para estar cómodo y seguro en la vejez.