Frío como el acero (36 page)

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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Frío como el acero
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—¿Y tú dónde?

—¿Cómo sabes que estuve en el ejército?

—Se te nota.

—SEAL. Mira, necesitamos armas. A estas alturas ya habrán registrado mi casa. Tengo un trastero alquilado con algunas cosas, pero seguro que también lo han encontrado.

—Yo tengo armas guardadas.

Al cabo de media hora, Stone se quedó fuera mientras Finn entraba en la habitación de un motel al sur de Alexandria.

Sus hijos corrieron impetuosamente hacia él y casi lo aplastaron contra la pared. Hasta
George
, el perro, se apuntó, ladrando y saltando encima de su amo. Mientras Finn abrazaba a sus hijos, todos llorando a la vez, su mujer los contemplaba. Mandy también sollozaba, pero no se acercó a él.

Al cabo de unos minutos de abrazos y lloros, Finn consiguió que sus hijos se sentaran en la cama. Susie aferraba el oso que su abuela le había regalado mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas regordetas. Patrick se mordía nerviosamente las uñas; Finn sabía que solía hacerlo antes de cada examen y cada partido, y le dolía que ahora se las mordiera por su culpa.

David miró a su padre con ansiedad.

—¿Papá? ¿Qué sucede?

Finn respiró hondo. Contarles la verdad era tan imposible como tocar la luna. Por el camino había pensado en la mentira que les diría, pero en ese momento no le pareció tan convincente. Nunca podría decirles: «Soy un asesino, chicos, y la poli me persigue.» No, nunca podría decirlo porque eran sus hijos. Ellos y Mandy eran todo lo que tenía. Hacer justicia no bastaba para justificar su comportamiento.

—Ha ocurrido algo en el trabajo, Dave —empezó mientras Mandy seguía mirándolo. Sus ojos transmitían el temor más absoluto, así como algo que destrozó a Finn: desconfianza. Le tendió la mano, pero ella se apartó.

Decidió no contar la historia que había pergeñado. Se levantó y se apoyó contra la pared. Cuando se sintió capaz de hablar, los miró directamente.

—Todo lo que sabéis sobre vuestros abuelos, mi madre y mi padre, es mentira. Vuestro abuelo no era de Irlanda ni murió en un accidente de tráfico hace años. Vuestra abuela no es de Canadá; y no está en ninguna residencia para la tercera edad. —Respiró hondo otra vez, intentando pasar por alto el asombro de su familia.

Entonces les contó la verdad. Su abuelo se llamaba Rayfield Solomon y había sido espía para los americanos. Su abuela se llamaba Lesya, era rusa y había espiado para su país hasta pasarse al bando estadounidense y casarse con Rayfield.

—Algunas personas de la CIA les tendieron una trampa —explicó—. La foto de vuestro abuelo cuelga de una pared en Langley, el «muro de la vergüenza», lo llaman. Pero no se merece estar allí. Fue asesinado por esas mismas personas para que la verdad no saliera jamás a la luz. Vuestra abuela sobrevivió, pero ha permanecido oculta desde entonces.

Resultó meritorio, y todo un alivio para Finn, que sus hijos aceptaran su explicación sin problemas, incluso se emocionaron ante tales revelaciones.

—Pero ¿cuál es la verdad? —preguntó David—. ¿Qué trampa les tendieron?

Finn negó con la cabeza.

—No puedo decírtelo, hijo. Ojalá pudiera, pero no puedo. Hace poco que me he enterado.

—¿Dónde está la abuela? —preguntó Patrick.

—En cuanto me marche volveré con ella.

Susie se abrazó a la pierna de su padre.

—Papá, no te vayas. No nos dejes —suplicó.

Aquellas palabras le partieron el corazón. Le costaba respirar mientras las lágrimas surcaban las mejillas de su hija. La levantó en brazos.

—Lo siento, cariño, pero te prometo una cosa. ¿Me escuchas? Escucha a papá un momento. Por favor, cariño, por favor.

Al final Susie dejó de llorar. Ella y sus hermanos lo miraron fijamente, tan inmóviles que parecía que no respiraban.

—Os prometo una cosa: que papá lo arreglará todo. Después vendré a buscaros y volveremos a casa y todo volverá a ser como antes. Os lo prometo. Os juro que será así.

—¿Cómo?

Todos miraron a Mandy, que se acercó a su marido.

—¿Cómo? —repitió alzando la voz—. ¿Cómo lo arreglarás todo? ¿Cómo conseguirás que todo sea como antes? ¿Cómo piensas que vas a arreglar esta… pesadilla?

—Mandy… por favor. —Finn miró a los niños.

—¡No, Harry, no! Me has estado engañando, a mí y a los niños, ¿durante cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo, Harry?

—Demasiado —reconoció con voz queda antes de añadir—: lo siento. Si supierais…

—No, no queremos saberlo. —Arrancó a Susie de los brazos de su padre—. He llamado a Doris, la vecina. Me ha dicho que hoy unos hombres han registrado nuestra casa. Cuando les preguntó qué ocurría, le dijeron que te buscaban a ti, Harry. Dijeron que eras un criminal.

—¡No! ¡No! —gritó Susie—. Papá no es un criminal. ¡No lo es, no lo es! —Empezó a pegar a su madre.

Finn la apartó y la abrazó con fuerza.

—Susie, eso no se hace, no pegues a tu madre. Ella te quiere más que nadie en el mundo. No vuelvas a hacerlo, promételo.

—Pero no eres un hombre malo, ¿verdad? —dijo Susie con lágrimas en los ojos.

Finn miró desesperadamente a Mandy y luego a sus hijos, que lo observaban, con los ojos bien abiertos por el miedo.

—No, no es una mala persona, Susie. Tu padre no es un hombre malo.

Todos se volvieron hacia Oliver Stone, que había aparecido sigilosamente en la puerta. El perro ni siquiera había ladrado. Estaba sentado junto a Stone, mirándolo.

—¿Y usted quién es? —preguntó Mandy atemorizada.

—Estoy intentando reparar ciertos daños con tu marido. Es un buen hombre.

—Ya te lo he dicho, mamá —dijo Susie.

—¿Cómo se llama? —inquirió Mandy.

—Eso no importa. Lo importante es que Harry os ha dicho la verdad, o todo lo que puede al respecto para que estéis a salvo. Ha corrido un grave peligro para venir a veros esta noche, pero ha insistido. Incluso ha dejado a su madre, anciana y débil, para venir a veros porque estaba muy preocupado. Tenía que veros. —Miró a Mandy—. De verdad.

La mirada de Mandy fue de Stone a su marido. Finn le tendió la mano lentamente y ella se la cogió, lentamente también. Al instante sus dedos se aferraron con fuerza.

—¿Podréis reparar esos daños? —preguntó Mandy mirando a Stone angustiada.

—Haremos todo lo posible. Es lo único que podemos hacer.

—Y no podéis ir a la policía, ¿verdad? —dijo ella.

—Ojalá pudiéramos, pero no es posible. Todavía no.

Finn dejó a Susie y cogió el oso que la niña había soltado.

—Le conté a la abuela lo mucho que quieres a tu osito.

Susie lo agarró con una mano y se aferró a la pierna de su padre con la otra.

Al cabo de veinte minutos, Stone le dijo a Finn que debían marcharse. En la puerta, Mandy se abrazó a su marido mientras Stone y los niños guardaban un pudoroso silencio.

—Te quiero, Mandy, más que a nada en el mundo —le musitó Finn al oído.

—Arregla las cosas, Harry. Arréglalas y vuelve con nosotros. Por favor.

Cuando ya se habían ido, Finn le dijo a Stone:

—Gracias por tu intervención.

—La familia es lo más importante del mundo.

—Parece que lo dices por experiencia.

—Ojalá fuera así, Harry, ojalá, pero no lo es.

85

David Finn, aún afectado por lo ocurrido la noche anterior, agradeció la oportunidad de salir de la habitación del motel para ir al supermercado. La habitación en que se alojaban disponía de cocina americana, y su madre preparaba allí la comida.

Cuando estaba en la cola de la caja, se dio cuenta de que no llevaba suficiente dinero para pagar y sacó la tarjeta de débito que su madre le había dado para que guardara, aunque le había advertido que no la utilizara. Pero ¿qué más daba?, pensó el muchacho.

Pues mucho más de lo que imaginaba.

En cuanto la tarjeta pasó por el receptor, una señal de alerta fue recibida electrónicamente en una sala situada a tres mil kilómetros de distancia. De allí pasó a la central de la CIA y casi de forma inmediata a Carter Gray. Al cabo de dos minutos, cuatro hombres fueron enviados al lugar en que se había utilizado la tarjeta.

David estaba a medio camino del motel cuando el coche se le acercó y se apearon dos hombres. El alto muchacho fue flanqueado por los dos gorilas, quienes le introdujeron en el coche a la fuerza, todo ello en menos de cinco segundos. Al cabo de media hora estaba a treinta kilómetros de distancia en una habitación oscura y maniatado en una silla. El corazón le latía tan rápido que apenas podía moverse.

—Papá, por favor, ven a ayudarme. Por favor… —suplicaba con un hilo de voz.

Entonces surgió una voz de la oscuridad.

—Papá no va a venir, David. Papá nunca volverá.

Stone, Finn, Lesya y los miembros del Camel Club, junto con Alex y Annabelle, estaban reunidos en el sótano. Stone hizo las presentaciones pertinentes y, de pie en el centro, contó toda la historia. Ellos se reclinaron en sus asientos, como un público embelesado. Algunos de ellos miraban de vez en cuando a Lesya o a Finn.

—Mi equipo y yo matamos a Rayfield Solomon —concluyó Stone—. Matamos a un hombre inocente.

—Tú no lo sabías, Oliver —protestó Milton, opinión que compartieron Reuben y Caleb.

Stone había advertido que sus colegas del Camel Club no se habían asombrado demasiado cuando reconoció haber sido un ejecutor del Gobierno vinculado a la División Triple Seis de la CIA.

—Ya sabíamos que no eras un bibliotecario jubilado, Oliver —señaló Caleb—. A ésos los huelo a una legua.

—¿Por qué te llaman Oliver? —preguntó Lesya—. Te llamas John Carr.

Milton, Reuben y Caleb intercambiaron miradas de curiosidad. Stone miró a la rusa antes de replicar:

—¿Has mantenido tu verdadero nombre todos estos años? —Ella negó con la cabeza—. Vale, pues yo tampoco. Por motivos obvios.

Acto seguido, Stone miró a Alex Ford.

—Alex, tú eres el único agente de la ley entre nosotros. Y dado que lo que voy a proponer no es exactamente legal, puedes desentenderte si así lo prefieres.

Alex se encogió de hombros.

—La verdad me importa tanto como a los demás. —Dedicó una mirada a Lesya—. Pero dejadme que haga de abogado del diablo un momento: ¿cómo sabemos que su historia es cierta? Sólo tenemos su palabra de que sucedió todo eso. ¿Y si Solomon era realmente un espía? ¿Y si ella no se pasó al bando americano? Resulta que he oído hablar de Rayfield Solomon, y parece que sí era culpable.

Todas las miradas se posaron en Lesya.

—Tengo motivos para creerla —dijo Stone—, incluyendo a alguien de la CIA que lo sabe.

—De acuerdo —cedió Alex—. Pero nos estamos jugando el pellejo. Así que me gustaría saber que es por la causa correcta. Creo que, si fue una gran espía, debe de mentir realmente bien.

Stone fue a replicar, pero Lesya levantó una mano y se puso en pie.

—Me defenderé yo sola. De hecho me sorprende que esta pregunta no haya salido hasta ahora. —Se agarró al bastón, desatornilló la empuñadura y del interior del tubo sacó dos papeles enrollados.

—Estas son las órdenes escritas que recibimos de la CIA. Insistimos en ello dada la magnitud de lo que se nos pedía.

Todos leyeron los documentos. Llevaban el membrete de la CIA e iban dirigidos a Lesya y Rayfield Solomon. En el primero se les ordenaba que perpetraran el asesinato de Yuri Andropov; en el segundo, el de su sucesor, Konstantin Chernenko. Ambos documentos estaban firmados al pie por Roger Simpson. Todos se quedaron de piedra.

—Supongo que no confiabais en Simpson —apuntó Stone.

—Sólo confiábamos el uno en el otro —repuso ella.

—Es la firma original de Simpson —dijo Stone—. La conozco bien.

—¿No está el refrendo del presidente? —preguntó Alex con incredulidad—. ¿Me está diciendo que usted mató a dos jefes de Estado de la Unión Soviética por orden de un… un jefe de misión de poca monta?

—¿Crees que el presidente de Estados Unidos estamparía su firma en una orden como ésta? —repuso Lesya—. Nosotros trabajábamos con nuestra cadena de mando. Si procedía de esa cadena, teníamos que confiar en que arriba lo habían aprobado. Sin confiar en eso no podríamos haber hecho nuestro trabajo.

—Tiene razón —dijo Stone—. La Triple Seis funcionaba del mismo modo.

Observó la carta a contraluz. Miró a Lesya.

—Al lado de la marca de agua hay una línea en clave.

Ella asintió.

—Ese papel especial codificado sólo podían utilizarlo quienes estaban, por lo menos, un nivel por encima de Simpson.

—¿Carter Gray?

—Sí. Nos constaba que las órdenes habían llegado a través de Gray. Y por experiencia sabíamos que, si llegaban a través de él, venían desde arriba. No confiábamos demasiado en Simpson. Era un bala perdida.

—Pero es posible que Gray os utilizara tendenciosamente —señaló Stone—. Quizás el presidente no autorizó los asesinatos.

Lesya se encogió de hombros.

—Siempre cabe esa posibilidad. Lo siento, pero no tuve ocasión de ir a la Casa Blanca y preguntar personalmente al presidente si quería que matase a los dos líderes soviéticos —masculló.

—¿Por qué no llevó esa carta a las autoridades entonces? —preguntó Alex.

—No tuve motivo para pensar en ello hasta que Rayfield fue eliminado. No me enteré de que había sido asesinado por los americanos hasta mucho después. Luego intentaron matarme a mí cuando Harry era pequeño. En ese momento comprendí que nos habían traicionado. Tuvimos que ocultarnos. Dediqué décadas a descubrir la verdad, a los responsables. Pero aun así, ¿cómo podía utilizar esta prueba? Yo era una espía rusa. Sólo Rayfield, Simpson y Gray sabían mi condición de agente doble. Si hubiera salido del ostracismo incluso con esa prueba nadie me habría creído. Me habrían matado y ya está. —Hizo una pausa y los miró uno por uno mientras la observaban con cierta incredulidad—. ¿Os creéis que vuestra gente no habría hecho una cosa así? —Miró a Stone—. Preguntadle a él.

—Yo te creo, Lesya —afirmó Stone—. Sé que podría haber ocurrido así.

—Rayfield y yo nos casamos en la Unión Soviética. Yo ya estaba embarazada de Harry. No podíamos decirle a nadie que estábamos casados, ni a los soviéticos ni a los americanos. Adoptamos una doble vida, con nuevos nombres, y acabamos instalándonos en Estados Unidos. Rayfield pasaba el mayor tiempo posible con nosotros, pero cuando Harry era todavía pequeño cortó casi todo contacto con nosotros. Alguien iba tras él. Lo sabía. Su temor se confirmó en Sao Paulo. Seguía trabajando para los americanos, para su país. Y lo mataron.

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