Fortunata y Jacinta (36 page)

Read Fortunata y Jacinta Online

Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
10.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Un pez?... ahora mismo —le dijo su futura mamá, que estaba nerviosísima, sintiendo toda aquella vibración glacial de las estrellas dentro de su alma.

En la calle de Toledo volvieron a sonar los cansados pianitos, y también allí se engarfiñaron las dos piezas, una tonadilla de la
Mascota
y la sinfonía de
Semíramis
. Estuvieron batiéndose con ferocidad, a distancia como de treinta pasos, tirándose de los pelos, dándose dentelladas y cayendo juntas en la mezcla inarmónica de sus propios sonidos. Al fin venció
Semíramis
, que resonaba orgullosa marcando sus nobles acentos, mientras se extinguían las notas de su rival, gimiendo cada vez más lejos, confundidas con el tumulto de la calle.

Érales difícil a las tres mujeres andar aprisa, por la mucha gente que venía calle abajo, caminando presurosa con la querencia del hogar próximo. Los obreros llevaban el saquito con el jornal; las mujeres algún comistrajo recién comprado; los chicos, con sus bufandas enroscadas en el cuello, cargaban rabeles, nacimientos de una tosquedad prehistórica o tambores que ya iban bien baqueteados antes de llegar a la casa. Las niñas iban en grupo de dos o de tres, envuelta la cabeza en toquillas, charlando cada una por siete. Cuál llevaba una botella de vino, cuál el jarrito con leche de almendra; otras salían de las tiendas de comestibles dando brincos o se paraban a ver los puestos de panderetas, dándoles con disimulo un par de golpecitos para que sonaran. En los puestos de pescado los maragatos limpiaban los besugos, arrojando las escamas sobre los transeúntes, mientras un ganapán vestido con los calzonazos negros y el mandil verde rayado berreaba fuera de la puerta: «¡Al vivo de hoy, al vivito!»... Enorme farolón con los cristales muy limpios alumbraba las pilas de lenguados, sardinas y pajeles, y las canastas de almejas. En las carnicerías sonaban los machetazos con sorda trepidación, y los platillos de las pesas, subiendo y bajando sin cesar, hacían contra el mármol del mostrador los ruidos más extraños, notas de misteriosa alegría. En aquellos barrios algunos tenderos hacen gala de poseer, además de géneros exquisitos, una imaginación exuberante, y para detener al que pasa y llamar compradores, se valen de recursos teatrales y fantásticos. Por eso vio Jacinta de puertas afuera pirámides de barriles de aceitunas que llegaban hasta el primer piso, altares hechos con cajas de mazapán, trofeos de pasas y arcos triunfales festoneados con escobones de dátiles. Por arriba y por abajo banderas españolas con poéticas inscripciones que decían: el
Diluvio en mazapán, o Turrón del Paraíso terrenal
... Más allá
Mantecadas de Astorga bendecidas por Su Santidad Pío IX
. En la misma puerta uno o dos horteras vestidos ridículamente de frac, con chistera abollada, las manos sucias y la cara tiznada, gritaban desaforadamente ponderando el género y dándolo a probar a todo el que pasaba. Un vendedor ambulante de turrón había discurrido un rótulo peregrino para anonadar a sus competidores los orgullosos tenderos de establecimiento. ¿Qué pondría? Porque decir que el género era muy bueno no significaba nada. Mi hombre había clavado en el más gordo bloque de aquel almendrado una banderita que decía:
Turrón higiénico
. Con que ya lo veía el público... El otro turrón sería todo lo sabroso y dulce que quisieran; mas no era
higiénico
.


Quelo
un pez... —gruñó el
Pituso
frotándose con mal humor los ojos.

—Mira —le decía Rafaela—, tu mamá te va a comprar un pez de dulce.


Pae Pepe
... —repitió el chico llorando.

—¿Quieres una pandereta?... ¿Sí, una pandereta grande, que suene mucho?

Las tres hacían esfuerzos para acallarle, ofreciéndole cuanto había que ofrecer. Después de comprada la pandereta, el chico dijo que quería una naranja. Le compraron también naranjas. La noche avanzaba, y el tránsito se hacía difícil por la acera estrecha, resbaladiza y húmeda, tropezando a cada instante con la gente que la invadía.

—Verás, verás, ¡qué nacimiento tan bonito! —le decía Jacinta para calmarle— ¡Y qué niños tan guapos! Y un pez grande, tremendo, todo de mazapán, para que te lo comas entero.


¡Gande, gande!

A ratos se tranquilizaba, pero de repente le entraba el berrinche y se ponía a dar patadas en el aire. Rafaela, que era una mujer de poquísimas fuerzas, ya no podía más. Guillermina se lo quitó de los brazos, diciendo:

—Dámele acá... No puedes ya con tu alma... Ea, caballerito; a callar se ha dicho...

El
Pituso
le dio un porrazo en la cabeza.

—Mira que te estrello... Verás la azotaina que te vas a llevar... ¡Y qué gordo está el tunante!, parece mentira...


Quelo un batón
... ¡Hostia!

—¿Un bastón?... También te lo compramos, hijo, si te estás calladito... A ver, dónde encontraremos bastones ahora...

—Buena falta le hace —dijo Guillermina, y de los de acebuche, que escuecen bien, para enseñarle a no ser mañoso.

De esta manera llegaron a los portales y a la casa de Villuendas, ya cerrada la noche. Entraron por la tienda, y en la trastienda Jacinta se dejó caer fatigadísima sobre un saco lleno de monedas de cinco duros. Al
Pituso
le depositó Guillermina sobre un voluminoso fardo que contenía... ¡Mil onzas!

—4—

L
os dependientes que estaban haciendo el recuento y balance, metían en las arcas de hierro los cartuchos de oro y los paquetes de billetes de Banco, sujetos con un elástico. Otro contaba sobre una mesa pesetas gastadas y las cogía después con una pala como si fueran lentejas. Manejaban el
género
con absoluta indiferencia, cual si los sacos de monedas lo fueran de patatas, y las resmas de billetes, papel de estraza. A Jacinta le daba miedo ver aquello, y entraba siempre allí con cierto respeto parecido al que le inspiraba la iglesia, pues el temor de llevarse algún billete de cuatro mil reales pegado a la ropa le ponía nerviosa.

Ramón Villuendas no estaba; pero Benigna bajó al momento, y lo primero que hizo fue observar atentamente la cara sucia de aquel aguinaldo que su hermana le traía.

—Qué, ¿no le encuentras parecido?» díjole Jacinta algo picada.

—La verdad, hija... no sé qué te diga...

—Es el vivo retrato —afirmó la otra, queriendo cerrar la puerta, con una opinión absoluta, a todas las dudas que pudieran surgir.

—Podrá ser...

Guillermina se despidió rogando a los dependientes que le cambiaran por billetes tres monedas de oro que llevaba.

—Pero me habéis de dar premio —les dijo—. Tres reales por ciento. Si no, me voy a la Lonja del Almidón, donde tienen más caridad que vosotros.

En esto entró el amo de la casa, y tomando las monedas, las miró sonriendo.

—Son falsas... Tienen hoja.

—Usted sí que tiene hoja —replicó la santa con gracia, y los demás se reían—. Una peseta de premio por cada una.

—¡Cómo va subiendo!... Usted nos tira al degüello.

—Lo que merecéis, publicanos.

Villuendas tomó de un cercano montón dos duros y los añadió a los billetes del cambio.

—Vaya... Para que no diga...

—Gracias... Ya sabía yo que usted...

—A ver, Doña Guillermina, espere un ratito —añadió Ramón—. ¿Es cierto lo que me han contado, que usted, cuando no cae bastante dinero en la suscrición para la obra, le cuelga a San José un ladrillo del pescuezo para que busque cuartos?

—El señor San José no necesita de que le colguemos nada, pues hace siempre lo que nos conviene... Con que buenas noches; ahí les queda ese caballerito. Lo primero que deben hacer es ponerle a remojo para que se le ablande la mugre.

Ramón miró al
Pituso
. Su semblante no expresaba tampoco una convicción muy profunda respecto al parecido. Sonreía Benigna, y si no hubiera sido por consideración a su querida hermana, habría dicho del
Pituso
lo que de las monedas que no sonaban bien:
Es falso
, o por lo menos,
tiene hoja
.

—Lo primero es que le lavemos.

—No se va a dejar —indicó Jacinta—. Este no ha visto nunca el agua. Vamos, arriba.

Subiéronle, y que quieras que no, le despojaron de los pingajos que vestía y trajeron un gran barreño de agua. Jacinta mojaba sus dedos en ella diciendo con temor: «¿Estará muy fría?, ¿estará muy caliente? ¡Pobre ángel, qué mal rato va a pasar!» Benigna no se andaba en tantos reparos, y ¡pataplum!, le zambulló dentro, sujetándole brazos y piernas. ¡Cristo! Los chillidos del
Pituso
se oían desde la Plaza Mayor. Enjabonáronle y restregáronle sin miramiento alguno, haciendo tanto caso de sus berridos como si fueran expresiones de alegría. Sólo Jacinta, más piadosa, agitaba el agua queriendo hacerle creer que aquello era muy divertido. Sacado al fin de aquel suplicio y bien envuelto en una sábana de baño, Jacinta le estrechó contra su seno diciéndole que ahora sí que estaba guapo. El calorcillo calmaba la irritación de sus chillidos, cambiándolos en sollozos, y la reacción, junto con la limpieza, le animó la cara, tiñéndosela de ese rosicler puro y celestial que tiene la infancia al salir del agua. Le frotaban para secarle y sus brazos torneados, su fina tez y hermosísimo cuerpo producían a cada instante exclamaciones de admiración. «¡Es un niño Jesús... es una divinidad este muñeco!».

Después empezaron a vestirle. Una le ponía las medias, otra le entraba una camisa finísima. Al sentir la molestia del vestir volviole el mal humor, y trajéronle un espejo para que se mirara, a ver si el amor propio y la presunción acallaban su displicencia.

—Ahora, a cenar... ¿Tienes ganita?

El
Pituso
abría una boca descomunal y daba unos bostezos que eran la medida aproximada de su gana de comer.

—Ay, ¡qué ganitas tiene el niño! Verás... Vas a comer cosas ricas...

—¡Patata! —gritó con ardor famélico.

—¿Qué patatas, hombre? Mazapán, sopa de almendra...

—¡Patata, hostia! —repitió él pataleando.

—Bueno, patatitas, todo lo que tú quieras.

Ya estaba vestido. La buena ropa le caía tan bien que parecía haberla usado toda su vida. No fue algazara la que armaron los niños de Villuendas cuando le vieron entrar en el cuarto donde tenían su nacimiento. Primero se sorprendieron en masa, después parecía que se alegraban; por fin determináronse los sentimientos de recelo y suspicacia. La familia menuda de aquella casa se componía de cinco cabezas, dos niñas grandecitas, hijas de la primera mujer de Ramón, y los tres hijos de Benigna, dos de los cuales eran varones.

Juanín se quedó pasmado y lelo delante del nacimiento. La primera manifestación que hizo de sus ideas acerca de la libertad humana y de la propiedad colectiva consistió en meter mano a las velas de colores. Una de las niñas llevó tan a mal aquella falta de respeto, y dio unos chillidos tan fuertes que por poco se arma allí la de San Quintín.

—¡Ay Dios mío! —exclamó Benigna—. Vamos a tener un disgusto con este salvajito...

—Yo le compraré a él muchas velas —afirmó Jacinta—. ¿Verdad, hijo, que tú quieres velas?

Lo que él quería principalmente era que le llenaran la barriga, porque volvió a dar aquellos bostezos que partían el alma.

—A comer, a comer —dijo Benigna, convocando a toda la tropa menuda.

Y los llevó por delante como un hato de pavos. La comida estaba dispuesta para los niños, porque los papás cenarían aquella noche en casa del tío Cayetano.

Jacinta se había olvidado de todo, hasta de marcharse a su casa, y no supo apreciar el tiempo mientras duró la operación de lavar y vestir al
Pituso
. Al caer en la cuenta de lo tarde que era, púsose precipitadamente el manto, y se despidió del
Pituso
, a quien dio muchos besos. «¡Qué fuerte te da, hija!» le dijo su hermana sonriendo. Y razón tenía hasta cierto punto, porque a Jacinta le faltaba poco para echarse a llorar.

Y Barbarita, ¿qué había hecho en la mañana de aquel día 24? Veámoslo.

Desde que entró en San Ginés, corrió hacia ella Estupiñá como perro de presa que embiste, y le dijo frotándose las manos:

—Llegaron las ostras gallegas. ¡Buen susto me ha dado el salmón! Anoche no he dormido. Pero con seguridad le tenemos. Viene en el tren de hoy.

Por más que el gran Rossini sostenga que aquel día oyó la misa con devoción, yo no lo creo. Es más; se puede asegurar que ni cuando el sacerdote alzaba en sus dedos al Dios sacramentado, estuvo Plácido tan edificante como otras veces, ni los golpes de pecho que se dio retumbaban tanto como otros días en la caja del tórax. El pensamiento se le escapaba hacia la liviandad de las compras, y la misa le pareció larga, tan larga, que se hubiera atrevido a decir al cura, en confianza, que se
menease
más. Por fin salieron la señora y su amigo. Él se esforzaba en dar a lo que era gusto las apariencias del cumplimiento de un deber penoso. Se afanaba por todo, exagerando las dificultades.

—Se me figura —dijo con el mismo tono que debe emplear Bismarck para decir al emperador Guillermo que desconfía de la Rusia—, que los pavos de la
escalerilla
no están todo lo bien cebados que debíamos suponer. Al salir hoy de casa les he tomado el peso uno por uno, y francamente, mi parecer es que se los compremos a González. Los capones de este son muy ricos... También les tomé el peso. En fin, usted lo verá.

Dos horas se llevaron en la calle de Cuchilleros, cogiendo y soltando animales, acosados por los vendedores, a quienes Plácido trataba a la baqueta. Echábaselas él de tener un pulso tan fino para apreciar el peso, que ni un adarme se le escapaba. Después de dejarse allí bastante dinero, tiraron para otro lado. Fueron a casa de Ranero para elegir algunas culebras del legítimo mazapán de Labrador, y aún tuvieron tela para una hora más.

—Lo que la señora debía haber hecho hoy —dijo Estupiñá sofocado, y fingiéndose más sofocado de lo que estaba—, es traerse una lista de cosas, y así no se nos olvidaba nada.

Volvieron a la casa a las diez y media, porque Barbarita quería enterarse de cómo había pasado su hijo la noche, y entonces fue cuando Jacinta reveló lo del
Pituso
a su mamá política, quedándose esta tan sorprendida como poco entusiasmada, según antes se ha dicho. Sin cuidado ya con respecto a Juan, que estaba aquel día mucho mejor, Doña Bárbara volvió a echarse a la calle con su escudero y canciller. Aún faltaban algunas cosillas, la mayor parte de ellas para regalar a deudos y amigos de la familia. Del pensamiento de la gran señora no se apartaba lo que su nuera le había dicho. ¿Qué casta de nieto era aquel? Porque la cosa era grave... ¡Un hijo del Delfín! ¿Sería verdad? Virgen Santísima, ¡qué novedad tan estupenda! ¡Un nietecito por detrás de la Iglesia! ¡Ah!, las resultas de los devaneos de marras... Ella se lo temía... Pero ¿y si todo era hechura de la imaginación exaltada de Jacinta y de su angelical corazón? Nada, nada, aquella misma noche al acostarse, le había de contar todo a Baldomero.

Other books

Kill Zone: A Sniper Novel by Jack Coughlin, Donald A. Davis
Wild and Wonderful by Janet Dailey
Miranda's Revenge by Ruth Wind
Thieves In The Night by Tara Janzen
Yellow Rock by Elle Marlow