Fortunata y Jacinta (136 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—V—

La razón de la sinrazón

—1—

L
a mejoría de Maximiliano continuaba, de lo cual coligieron su tía y su hermano que la separación matrimonial había sido un gran bien, pues sin duda la presencia y compañía de su mujer era lo que le sacaba de quicio. Todo aquel invierno continuó el tratamiento de las duchas circular y escocesa y el bromuro de sodio. Al principio, cuando no le sacaba a paseo Juan Pablo, sacábale su misma tía, teniendo ocasión de notar lo bien concertados que eran sus juicios. Observaron, no obstante, que en el caletre del joven se escondía un pensamiento relativo al paradero de su consorte, y temían que este pensamiento, aunque contenido en proporciones menudas por el renacimiento armónico de la vida cerebral, tuviera el mejor día fuerza expansiva bastante para volver a trastornar toda la máquina. Pero estos temores no se confirmaron. En Diciembre y Enero la mejoría fue tan notoria, que Doña Lupe estaba pasmada y contentísima. En Febrero ya le permitieron salir solo, pues no se metía con nadie y se le habían acentuado considerablemente la timidez y la docilidad. Era como un retroceso a la edad en que estudió los primeros años de su carrera, y aun parecía que se renovaban en él las ideas de aquellos lejanos días, y con las ideas el encogimiento en el trato, la sobriedad de palabras y la falta de iniciativa.

Su vida era muy metódica; no se le permitía leer nada, ni él lo intentaba tampoco, y siempre que iba a la calle, Doña Lupe le fijaba la hora a que había de volver. Ni una sola vez dejó de entrar a la hora que se le mandaba. Para que tales días se pareciesen más a los de marras, el único gusto del joven era pasear por las calles sin rumbo fijo, a la ventura, observando y pensando. Una diferencia había entre la deambulación pasada y la presente. Aquella era nocturna y tenía algo de sonambulismo o de ideación enfermiza; esta era diurna, y a causa de las buenas condiciones del ambiente solar en que se producía, resultaba más sana y más conforme con la higiene cerebro—espinal. En aquella, la mente trabajaba en la ilusión, fabricando mundos vanos con la espuma que echan de sí las ideas bien batidas; en esta trabajaba en la razón, entreteniéndose en ejercicios de lógica, sentando principios y obteniendo consecuencias con admirable facilidad. En fin, que en la marcha que llevaba el proceso cerebral, le sobrevino el
furor de la lógica
, y se dice esto así, porque cuando pensaba algo, ponía un verdadero empeño maniático en que fuera pensado en los términos usuales de la más rigurosa dialéctica. Rechazaba de su mente con tenaz repugnancia todo lo que no fuera obra de la razón y del cálculo, no desmintiendo esto ni en las cosas más insignificantes.

Que al poco tiempo de sentir en sí este tic del razonamiento lo aplicó al oscuro problema lógico de la ausencia de su mujer, no hay para qué decirlo. «Que vive, no tiene duda; este es un principio inconcuso que ni siquiera se discute. Ahora dilucidemos si está en Madrid o fuera de Madrid. Si se hubiera ido a otra parte, alguna vez recibiría mi tía cartas suyas. Es así que jamás llega a casa el cartero del exterior, y cuando va es para traer alguna carta de las hermanas de mi tío Jáuregui; luego... Pero propongamos la hipótesis de que dirige las cartas a otra persona para que yo no me entere. Es inverosímil; pero propongámosla. En tal caso, ¿qué persona sería esta? En todo rigor de lógica no puede ser Doña Casta, porque la señora de Samaniego no gusta de tales papeles. En todo rigor de lógica tiene que ser Torquemada. Pero Torquemada, anteayer, entró en el gabinete de mi tía, y yo, desde el pasillo, le oí preguntarle claramente si había sabido de la señorita... Luego, Torquemada no es. Luego, no siendo Torquemada, no hay intermediario de cartas; y no habiendo intermediario de cartas, no puede haber correspondencia; luego está en Madrid».

Quedose muy satisfecho, y después de detenerse un rato a ver un escaparate de estampas, volvió a pegar la hebra: «Podría ponerse en duda que entre ella y mi tía haya comunicación, y en caso de que no la hubiera, el problema de su residencia seguiría como boca de lobo; pero yo sostengo que hay comunicación. Si no, ¿qué significa el papelito de apuntes que sorprendí el otro día sobre la cómoda de mi tía, y en el cual, pasando al descuido la vista, distinguí este renglón que decía:
Corresponden a F. 1.252 reales
?
F
. quiere decir
ella
. Luego hay comunicación entre mi tía y ella, y como esta comunicación no es postal, resulta claro, como la luz del día, que reside en Madrid».

Largos ratos se pasaba en este ejercicio de la razón. A veces se decía: «Rechacemos todo lo fantástico. No admitamos nada que no se apoye en la lógica. ¿De qué vive? ¿Vivirá honradamente? No aventuremos ningún juicio temerario. Podrá vivir honradamente y podrá vivir de mala manera. Yo llegaré a descubrir la verdad enterita, sin preguntar una palabra a nadie. Pues todos callan ante mí, yo callo ante todos. Veo, oigo y pienso. Así sabré todo lo que quiero. ¡Qué hermosa es la verdad, mejor dicho, estos bordes del manto de la verdad que alcanzamos a ver en la tierra, porque el cuerpo del manto y el de la verdad misma no se ven desde estos barrios!... Dios mío, me asombro de lo cuerdo que estoy. La gente me mira con lástima, como a un enfermo; pero yo, en mí, me recreo en lo sano de mis juicios. Dichoso el que piensa bien, porque él está en grande».

Entró en el café del Siglo, donde creía encontrar a su hermano; pero Leopoldo Montes le dijo que habiendo aceptado Villalonga la Dirección de Beneficencia y Sanidad, había encargado a Juan Pablo un trabajo delicadísimo y muy enojoso... cosa de poner en claro unas cuentas de lazaretos; y me le tenía en la oficina de sol a sol. Allí le llevaban el café. No le venía mal a Juan Pablo que el director le encargase trabajos extraordinarios, pues esto significaba confianza, y tras la confianza vendría un ascenso. Hablaron de empleos y de política, diciendo Maximiliano cosas muy buenas.

Refugio, la querida de Juan Pablo, estaba aquel invierno muy mal de ropa, y no iba al café del Siglo, sino al de Gallo, porque le cogía cerca (la pareja moraba en la Concepción Jerónima), y además porque la sociedad modesta que frecuentaba aquel establecimiento, permitía presentarse en él de trapillo o con mantón y pañuelo a la cabeza. Agregábansele a Refugio algunas personas con quienes tenía amistad fácil y adventicia, de esas que se contraen por vecindad de casa o de mesa de café. Eran un portero de la Academia de la Historia con su esposa, y un cobrador municipal de puestos del mercado, con la suya o lo que fuese. Este matrimonio solía ir los domingos acompañado de toda la familia, a saber: una abuela que había sido
víctima
del 2 de Mayo, y siete menores. El café se compone de dos crujías, separadas por gruesa pared y comunicadas por un arco de fábrica; mas a pesar de esta rareza de construcción, que le asemeja algo a una logia masónica, el local no tiene aspecto lúgubre. En la segunda sala, donde se instalaba Refugio, había siempre animación campechana y confianzuda, y como el espacio es allí tan reducido, toda la parroquia venía a formar una sola tertulia. En ella imperaba Refugio como en un salón elegante en el cual fuera estrella de la moda, Dábase mucho lustre, tomando aires de señora, alardeando de expresarse con agudeza y de decir gracias que los demás estaban en la obligación de reír. Poníase siempre en un ángulo, que tenía, por la disposición del local, honores de presidencia. Cuando Maxi iba, su cuñada le hacía sentar a su lado, y le mimaba y atendía mucho, con sentimientos compasivos y de protección familiar, permitiéndose también tutearle y darle consejos higiénicos. Él se dejaba querer, y apenas tomaba parte en la tertulia, como no fuera con los silogismos que mentalmente hacía sobre todo lo que allí se charlaba. Una noche estaba el pobre chico tomándose su café, muy callado, en la misma mesa de Refugio, cuando se fijó en dos hombres que en la próxima estaban, uno de los cuales no le era desconocido. Pensando, pensando, acertó al fin. Era Pepe Izquierdo, tío de su mujer, a quien sólo había visto una vez, yendo de paseo con Fortunata por las Rondas, y ella se lo presentó. Como en Gallo había tanta confianza, pronto se comunicaron los de una y otra mesa. Primero se hablaba de política, después de que la guerra se acabaría a fuerza de dinero, y como la política y las guerras vienen a ser las fibras con que se teje la Historia, hablose de la Revolución francesa, época funesta en que, según el cobrador municipal, habían sido guillotinadas
muchas almas
. Oír que se hablaba de Historia y no meter baza, era imposible para Izquierdo; pues desde que se puso a
modelo
sabía que Nabucodonosor era un Rey que comía hierba; que Don Jaime entró en Valencia a caballo, y que Hernán—Cortés era un
endivido
muy templado que se entretenía en quemar barcos. Los disparates que aquel hombre dijo acerca del
Pronunciamiento
de Francia, hicieron reír mucho a todos, particularmente al portero de la Academia de la Historia, que echaba al concurso miradas desdeñosas, no queriendo aventurar una opinión, que habría sido lo mismo que arrojar margaritas a cerdos. Mas el compañero de
Platón
, persona enteramente desconocida para Maxi, debía de ser uno de los sujetos más eruditos que en aquel local se habían visto nunca, y cuando rompió a hablar, se ganó la atención del auditorio. Tenía la cara granulosa y el pescuezo como el de un pavo, con una nuez muy grande, el pelo escobillón, y se expresaba en términos muy distintos del gárrulo lenguaje de su amigo:

—Al Rey Luis XVI —dijo—, y a la Reina Doña María Antonieta les cortaron la cabeza, naturalmente, porque no querían darle libertad al pueblo. Por eso hubo, naturalmente, aquel gran pronunciamiento, y todo lo variaron, hasta los nombres de los meses, señores, y hasta abolieron la vara de medir y pusieron el metro, y la religión también fue abolida, celebrándose las misas, naturalmente, a la diosa Razón.

Tanta sabiduría impresionó a Maxi, que al punto se desató a charlar con Ido del Sagrario, pues no era otro el docto amigo de Izquierdo, y estuvieron poniendo comentarios a los trágicos sucesos del 93.

—Porque mire usted, cuando el pueblo se desmanda, los ciudadanos se ven indefensos, y francamente, naturalmente, buena es la libertad; pero primero es vivir. ¿Qué sucede? Que todos piden orden. Por consiguiente, salta el dictador, un hombre que trae una macana muy grande, y cuando empieza a funcionar la macana, todos la bendicen. O hay lógica o no hay lógica. Vino, pues, Napoleón Bonaparte, y empezó a meter en cintura a aquella gente. Y que lo hizo muy bien, y yo le aplaudo, sí señor, yo le aplaudo.

—Y yo también —dijo Maxi, con la mayor buena fe, observando que aquel hombre razonaba discretamente.

—¿Quiere esto decir que yo sea partidario de la tiranía?... —prosiguió Ido—. No señor. Me gusta la libertad; pero respetando... respetando a Juan, Pedro y Diego... y que cada uno piense como quiera, pero sin desmandarse, sin desmandarse, mirando siempre para la ley. Muchos creen que el ser liberal consiste en pegar gritos, insultar a los curas, no trabajar, pedir aboliciones y decir que mueran las autoridades. No señor. ¿Qué se desprende de esto? Que cuando hay libertad mal entendida y muchas aboliciones, los ricos se asustan, se van al extranjero, y no se ve una peseta por ninguna parte. No corriendo el dinero, la plaza está mal, no se vende nada, y el bracero que tanto chillaba dando vivas a la Constitución, no tiene qué comer. Total, que yo digo siempre: «Lógica, liberales» y de aquí no me saca nadie.

«Este hombre tiene mucho talento», pensaba Rubín, apoyando con movimientos de cabeza la aseveración de aquel sujeto.

Y cuando, al despedirse, Ido le dio su nombre, agregando que era profesor de primeras letras en las escuelas católicas, Maximiliano discurrió que no estaba en armonía la humildad del empleo con el saber y la destreza dialéctica que aquel individuo mostraba.

Al siguiente día por la tarde, Maxi fue a Gallo y no estaban, de las personas conocidas, más que el cobrador municipal y José Izquierdo. Este había dejado en la silla próxima un envoltorio. Mirolo el joven con disimulo y vio que era algo como ropa o calzado, cubierto con un pañuelo. Tan mal hecho estaba el atadijo, que al mover la silla se descubrió una bota elegante con caña color de café. Al verla Rubín, sintió como si le cayera una gota fría en el corazón. «Esa bota es de ella... ¡Ay, de ella es!... La conozco, como conozco las mías. No la lleva a componer porque está casi nueva. La lleva de muestra para que le hagan otro par. Es muy presumida en cuestiones de calzado. Le gusta tener siempre tres o cuatro pares en buen uso. ¿Y por qué no las lleva ella? Porque no sale. Luego está enferma... Enferma, ¿de qué?».

—2—

P
latón
se despidió de su amigo, y cogió el lío diciendo que tenía que ir a la calle del Arenal.

«Justo —discurrió Maxi sin decir una palabra—. Allí está su zapatero. Arenal, 22... Lo que me falta saber, podría averiguarlo siguiendo a ese bárbaro. Pero no... Con la lógica y sólo con la lógica lo averiguaré. ¿Para qué quiero esta gran cordura que ahora tengo? Con mi cabeza me gobierno yo solo».

Después, cuando entraron Ido, Refugio y otras personas, estuvo muy comunicativo, discurriendo admirablemente sobre todo lo que se trató, que fue la insurrección de Cuba, el alza de la carne, lo que se debe hacer para escoger un bonito número en la lotería, la frecuencia con que se tiraba gente por el Viaducto de la calle de Segovia, el tranvía nuevo que se iba a poner y otras menudencias.

Un día de los primeros de Marzo, Maxi, al dirigirse al café, vio a Izquierdo en los soportales de la Casa—Panadería, y a punto que le saludaba, pasó y se detuvo el cobrador municipal. Este y José cambiaron unas palabras.

—En seguida voy al café —dijo el
modelo
, mostrando varios paquetes a su amigo, que los miraba con curiosidad—. Subo a largar esto: Varas de cinta... jabón... demonios, dátiles. Voy cargado como un santísimo burro.

Maximiliano siguió hacia el café, y observando que Platón tomaba hacia la calle de Ciudad Rodrigo, miró su reloj.

«¡Dátiles!... ¡Cuántos le he comprado yo! Las golosinas la venden. Se despepita por ellas... —pensó el razonador, penetrando en el establecimiento, sin ver nada de lo que en él había—. Come dátiles... luego no está mala; los dátiles son muy indigestos. Y puesto que ella los come, la causa del no salir, no es enfermedad... Luego, es otra cosa...».

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