Fortunata y Jacinta (110 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Yo me encargo de eso —replicó Doña Lupe, dando a entender que pensaba volver allá.

—No, los llevaré yo, bien envueltitos en un pañuelo —dijo la sobrina, a quien de súbito entraron ganas de ir a la casa mortuoria—. Llevaremos cada una nuestro duro, por si piden para el entierro.

—Eso no está mal pensado. Pero a quien hay que darlos es a Guillermina que es la que sabe agradecer. ¡Ah! Se me olvidaba decirte otra cosa. Me invitó a ir a visitar su asilo, mejor dicho, nos invitó a las dos. Iremos. Ese día estrenaré mi abrigo nuevo y tú la falda que te piensas hacer. Habrá que echarle algo en el cepillo; pero no importa. Otros petitorios me enfadan a mí; que a los cepillos no les temo.

Papitos entró, y su ama le dijo que hiciera una taza de té, porque tenía el estómago revuelto. La señora no se había quitado el manto ni los guantes; pero cuando se aligeraba, charlando, de la carga que en su espíritu tenía, pensó en mudarse de ropa. En la mano traía un lío. Eran varias cosillas que de paso compró para engolosinar a Maxi. Ballester había recomendado que se le diera carne cruda; pero como él se negaba a comerla, Doña Lupe discurrió el darle menudillos, corazones de aves, y suprimir para él el cocido y los feculentos. Para postre le trajo
bruños
de Portugal.

A nada de esto atendía Fortunata, por tener el pensamiento enteramente ocupado con aquella idea de visitar el asilo de Doña Guillermina. De allí sacaría el huerfanito que quería prohijar. Pues digo... si estaba todavía en el establecimiento aquel mismo nene que su tío Pepe Izquierdo quiso venderle a Jacinta, ¡qué ocasión, Cristo! ¡Qué golpe! Que vieran, sí, que vieran cómo también ella...

Pero pronto había de ocurrir algo que desconcertó por completo el plan de adoptar un huerfanito. Al día siguiente, resistiendo al empeño de Maxi que quería llevarlas a San Isidro, fueron, como estaba concertado, a la calle de Mira el Río. Temía Fortunata aquella visita por diferentes motivos, no siendo el menor la pena que le causaría, ver los restos de Mauricia. Temerosa y sobresaltada, quedose en la salita, donde estaba Doña Fuensanta con un pañuelo negro por los hombros. Severiana entraba y salía. Sus ojos revelaban que había llorado, y también tenía un mantón negro por los hombros. Por un resquicio de la puerta que comunicaba la sala primera con la cámara mortuoria, vio Fortunata los pies de la Dura en el ataúd, y no tuvo ánimo para acercarse a ver más. Dábale pena y terror, y no podía olvidar las últimas palabras que le dijo su infeliz amiga: «Lo primerito que le he de pedir al Señor es que te mueras tú también, y estaremos juntas en el Cielo». Aunque se tenía por desgraciada, la de Rubín se agarraba con el pensamiento a la vida. Lo que dijo Mauricia era un disparate. Cada uno se muere cuando le toca, y nada más. Doña Lupe, que pasó a ver a la difunta, se afectó tanto, que no pudo permanecer allí.

—Hija mía —dijo a su sobrina secreteándose—, yo no puedo ver estas cosas fúnebres. Creo que me va a dar algo. La muerte me aterra, y no es que yo sea aprensiva. No me causa espanto ninguna enfermedad, como no sea el mal de miserere. Es lo que temo... En fin, que yo me voy de aquí al Monte. Necesito que me dé el aire. Quédate tú por el buen parecer; ahí dentro está la santa. Toma mi duro, por si hay la consabida suscricioncita. En cuanto se lleven el cuerpo te vas a casa. Abur.

Cuando se fue la de Jáuregui, dejando sola a su sobrina, esta mudó de sitio por no ver los pies de Mauricia, calzados con bonitas botas de caña clara; pies preciosísimos que no darían ya un solo paso, Doña Fuensanta salió y le dijo algunas palabras. Un ratito después, abriose la puerta de la estancia mortuoria, y Fortunata tuvo un estremecimiento nervioso, creyendo al pronto que era la propia Mauricia que aparecía... Pero no, era Guillermina. Desde que dio esta el primer paso en la sala, fijáronse sus ojos en la joven, quien otra vez tuvo miedo. La santa iba derecha a ella, mirándola como no la había mirado nunca.

Tocándole suavemente un brazo, le dijo:

—Tengo que hablar con usted.

—¿Conmigo?

—Sí, con usted —y al decir esto le volvió a tocar. La impresión de este contacto corríale por el brazo arriba hasta llegar al corazón.

—Dos palabritas —añadió la santa; y luego se corrigió así—: Algunas más serán.

Advertía Fortunata en aquella cara cierta severidad: iba a decir algo; pero la otra no le dio tiempo, y tomándole el brazo, como se toma el de los hombres, le dijo:

—Venga usted por aquí. ¿Tiene prisa?

—No, señora...

—Yo no me había marchado por esperar a ver si usted venía. Anoche también la esperé a usted, y no quiso venir.

Condújola a la casa próxima, donde Doña Fuensanta vivía, y entraron en una salita bastante desordenada, en la cual había más baúles que sillas, y dos cómodas. Guillermina cerró la puerta, e invitando a Fortunata a ocupar una silla, sentose ella en un cofre.

—10—

F
ortunata no sabía qué decir, ni qué cara poner, ni para dónde mirar; tanto la asustaba y sobrecogía la presencia de la respetable dama y la presunción del grave negocio que en aquella conferencia se iba a tratar. Guillermina, que no gustaba de perder el tiempo, abordó al instante la cuestión de esta manera:

—Yo tengo una amiga a quien quiero mucho... la quiero tanto que daría mi vida por ella; y esta amiga tiene un marido que... En una palabra, mi amiga ha padecido horriblemente con ciertas... tonterías de su esposo... el cual es una excelente persona también... entendámonos, y yo le quiero mucho... Pero en fin, los hombres...

La señora de Rubín miraba los trastos que obstruían el cuarto. Sin duda buscaba algún mueble debajo del cual se pudiera meter.

—Vamos al caso —prosiguió la otra, dando un castañetazo con los labios—. Yo soy muy clara en todas mis cosas; no me gustan comedias. Me he comprometido a hablar con usted. Primero se convino en acudir a la señora de Jáuregui; pero luego creí mejor embestirla a usted directamente, y apelar a su conciencia, porque me parecía a mí que llamando a esa puerta, alguien me respondería desde dentro. Yo no creo que haya nadie malo, malo de todas veras. ¡Me he llevado tantos chascos!... tantas veces me ha pasado ver que una persona con fama de perversa salía de buenas a primeras con un acto de los más cristianos, que ya no me sorprendo de ver saltar el bien en donde menos se piensa. Que usted ha tenido sus extravíos, todo el mundo lo sabe. ¿Para qué hemos de decir otra cosa?

—¡Claro!... —murmuró Fortunata sin enterarse del verdadero sentido de las palabras.

—Yo no tenía el gusto de conocer a usted... Le confieso que me quedé pasmada cuando mi amiguita me dijo ayer quién era usted. Ni remota sospecha tenía yo... ¡Si esto parece comedia! ¡Encontrarse aquí, en un acto de caridad dos personas tan... no se me ofenda si digo tan opuestas por sus antecedentes, por su manera de ser...! Y no quiero rebajar a nadie. Todo lo contrario: se me figura, no sé por qué... esto es cosa de presentimiento, de adivinación, de corazonada... se me figura que usted, si la sacuden bien, así como otros cuando los apalean sueltan bellotas, si la sacuden bien, digo, ha de dejar caer alguna flor.

Fortunata dijo que sí con la cabeza, y el dogal que en el cuello sentía empezó a aflojarse.

—Por esto apelo a su conciencia, y le pido que me declare, la mano puesta en el corazón, si esta temporada, en estos días, tiene algún trato con el esposo de mi amiga... Porque esta es la idea que se le ha metido ahora en la cabeza. Con que a ver, dígame usted si...

—¡Yo! —exclamó Fortunata, que casi perdió el miedo con el empuje de la verdad que quería salir—. Yo... ¿Ahora? ¿Está usted soñando? ¡Si hace un siglo que ni siquiera le he visto...!

—¿De veras? —preguntó la santa, guiñando los ojos. Aquel modo de mirar extraía la verdad como con tenazas; y ciertamente, la pecadora sentía que la mirada aquella la penetraba hasta lo más profundo, trincando todo lo que encontraba.

—¿Pero no lo cree?... ¿Pero lo duda? —añadió; y olvidándose de los buenos modales, iba a hacer la cruz con los dedos y a besárselos jurando
por esta
.

El deseo de ser creída resplandecía de tal modo en sus ojos, que Guillermina no pudo menos de ver asomada en ellos la conciencia. Pero como disimulaba esto, permaneciendo fría y observadora, la otra se impacientaba y enardecía, no sabiendo ya qué decir para convencerla.

—¿Por qué quiere usted que se lo jure?... ¡Vamos, que dudar esto!... Ni verle, ni saber de él tan siquiera...

—No diga usted más —manifestó Guillermina con cierta solemnidad—. Me basta. Lo creo. Si usted me hubiera dicho lo contrario, yo le habría pedido que hiciese todo lo posible por devolver a esa pobrecilla la tranquilidad, eso es. Pero si no hay nada, me guardo mi súplica por ahora; únicamente me permito hacerla de un modo condicional, ¿qué le parece a usted?, mirando a lo futuro, y para el caso de que lo que ahora no sucede, sucediera mañana o pasado.

La señora de Rubín miraba al suelo. Tenía el pañuelo metido en el puño y este en la barba.

—Pero ahora —agregó la santa mujer—, se me ocurre hacer otra preguntita... Usted tenga mucha paciencia; buena jaqueca le ha caído encima. Vamos a ver: si ya no hay nada absolutamente entre usted y el marido de mi amiga, si todo pasó, ¿por qué guardamos ese rencor a una persona que no nos hace ningún daño?... ¿Por qué el otro día, ahí en ese pasillo, la trató usted de una manera tan descompuesta y le dijo... no sé qué? Francamente, hija, esto nos ha parecido muy extraño, porque usted es casada, y vive en paz con su marido, al menos así lo parece. Si aquellas diabluras se acabaron, ¿a qué venía maltratar de palabra y hasta de obra a la pobre Jacinta, cuando lo que procedía era pedirle perdón?

—Eso fue que... —murmuró Fortunata, haciendo del pañuelo una perfecta pelota—, eso fue... pues fue que...

Y no había medio de pasar de aquí. Las lágrimas salían a sus ojos, y el nudo de la garganta volvió a apretársele de un modo horrible. En toda su vida, en tiempo alguno, habíase visto la infeliz en trance semejante. La persona que familiar y cariñosamente llamaban algunos la
rata eclesiástica
, infundíale más respeto que un confesor, más que un obispo, más que el Papa. Y la
rata
guiñaba más los ojos, y en su bondad quiso abrir camino a la confesión.

—Es que usted, como si lo viera, conserva resentimientos y quizá pretensiones que son un gran pecado; es que usted no está curada de su enfermedad del ánimo; es que usted, si no tiene ahora trato con aquel sujeto, se halla dispuesta a volverlo a tener. Las cosas claritas.

Fortunata no contestó.

—¿He acertado? ¿He puesto el dedo en la parte más sensible de la llaga? Franqueza, señora mía; que esto no ha de salir de aquí. Yo me tomo estas libertades, porque sé que usted no se ha de enfadar. Bien sé que abuso y que me pongo insoportable y machacona; pero aguánteme usted por un momento; no hay más remedio... Conque a ver...

Tampoco dijo nada. Por fin, desliando el pañuelo y expresándose a tropezones, quiso escapar por la tangente en esta forma:

—Aquel día... cuando le dije a esa señora... aquello... después me pesó.

—¿Y por qué no le pidió usted perdón?

—Digo que me pesó mucho.

—Estamos en ello... Corriente... Pero conteste claro: ¿Por qué no le dio excusas?

—Porque me marché a mi casa.

—Bueno. ¿Y si ahora la viera usted?

Silencio completo. Guillermina no tuvo paciencia para esperar más la respuesta, y acalorándose expresó lo que sigue:

—¿Pero usted no sabe que esa señora es mujer legítima... mujer legítima de aquel caballero? ¿Usted no sabe que Dios les casó y su unión es sagrada? ¿No sabe que es pecado, y pecado horrible, desear el hombre ajeno, y que la esposa ofendida tiene derecho a ponerle a usted las peras al cuarto, mientras que usted, con dos adulterios nada menos sobre su conciencia, la ofende con sólo mirarla? Pero vamos a ver, ¿usted qué se ha llegado a figurar, que estamos aquí entre salvajes y que cada cual puede hacer lo que le da la gana, y que no hay ley, ni religión, ni nada? Pues estaríamos lucidos con esas ideítas, sí señor... No extrañe usted que me enfade un poco, y dispense.

Fortunata estaba como si le hubieran vaciado sobre el cráneo una cesta de piedras. Cada palabra de Guillermina fue como un guijarro. En aquel momento, cogido el pañuelo por las dos puntas hacía con él una soga. No se puede saber si fueron espontaneidad aturdida o bien reflexión deliberada estas palabras suyas:

—Es que yo soy muy mala; no sabe usted lo mala que soy.

—Sí, sí; ya voy viendo que no somos una perfección —indicó la santa irguiéndose en el asiento como para mirarla más de lejos—. Cuando hay arrepentimiento el Señor perdona. ¡Pero usted, por lo visto, tiene una frescura para mirar estas cosas de la moral...!, frescura que no le envidio. Usted está casada: ya que la conciencia no le remuerde por un lado, ¿cómo no le escuece por el otro?

—Me casé sin saber lo que hacía.

—¡Qué angelito!... ¡Sin saber lo que hacía! Pues qué, ¿casarse es un acto insignificante y maquinal como beber un buche de agua? ¿Puede alguien casarse sin saber que se casa?... Hija mía, ese argumento guárdelo usted para cuando hable con tontas, que conmigo no vale.

—Me casaron —agregó Fortunata, volviendo a hacer una pelota con el pañuelo— me casaron sin que pueda decir cómo. Creí que me convenía y que podría querer a mi marido.

—¡Ay, qué gracioso!... ¡Qué monísima es la criatura! —exclamó la fundadora con amable ironía y gracejo—. Estas... hartas de pecados son muy saladas cuando se hacen las inocentes. ¡Creyó que le podría querer! ¿Y qué hizo usted para conseguirlo?... ¡Ah! Lo que usted quería, digamos las cosas claras, lo que usted quería era casarse para tener un nombre, independencia y poder corretear libremente. ¿Más clarito todavía? Pues lo que usted deseaba era una bandera para poder ejercer la piratería con apariencias de legalidad. ¡Desdichado hombre el que cargó con usted! De veras que le cayó la lotería. Y dígame, ¿al fin no saltó por alguna parte ese cariño que usted quería tener?

—No señora —replicó Fortunata, rompiendo a llorar—. Pero si me habla usted de esa manera, no podré seguir; tendré que retirarme.

La santa se corrió en el cofre que le servía de asiento para aproximarse a la silla en que estaba la otra.

—Vamos, no llore usted —le dijo con bondad, poniéndole la mano en el hombro—. No se ofenda por lo que he dicho. Ya le recomendé a usted que me llevara con paciencia. Hay que tomarme o dejarme. Cuando me pongo a sacar pecados no se me puede aguantar... Pues es claro, les duele; pero luego sienten alivio. Y hasta ahora, nada me ha dicho usted en su descargo.

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