En otras palabras, los intentos de programar todas las leyes del sentido común en un único ordenador se han complicado, simplemente porque hay muchas leyes del sentido común. Los humanos aprendemos estas leyes sin esfuerzo porque continuamos tediosamente tropezando con el entorno a lo largo de nuestra vida, asimilando tranquilamente las leyes de la física y la biología, pero los robots no lo hacen.
El fundador de Microsoft, Bill Gates, admite: «Ha sido mucho más difícil de lo esperado permitir que ordenadores y robots sientan sus entornos y reaccionen con rapidez y precisión [...] por ejemplo, las capacidades para orientarse con respecto a los objetos en una habitación, para responder a sonidos e interpretar el habla, y para coger objetos de varios tamaños, texturas y fragilidades. Incluso algo tan sencillo como ver la diferencia entre una puerta abierta y una ventana puede ser endiabladamente difícil para un robot».
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Los que proponen la aproximación de arriba abajo a la inteligencia artificial señalan, sin embargo, que se están haciendo progresos en esta dirección, aunque a paso lento, en laboratorios en todo el mundo. Por ejemplo, durante los últimos años la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa (DARPA), que suele financiar proyectos de tecnología moderna, ha anunciado un premio de dos millones de dólares por la creación de un vehículo sin conductor que pueda navegar por sí solo por un terreno abrupto en el desierto de Mojave. En 2004 ni un solo participante en el Gran Desafío DARPA pudo acabar la carrera. De hecho, el mejor vehículo solo consiguió viajar 13 kilómetros antes de romperse. Pero en 2005 el vehículo sin conductor del equipo de carreras de Stanford recorrió con éxito el duro camino de 200 kilómetros (aunque el vehículo necesitó siete horas para hacerlo). Otros cuatro coches completaron también la carrera. (Algunos críticos señalaron que las reglas permitían que los coches utilizaran sistemas de navegación GPS a lo largo de un camino desértico; en efecto, los coches podían seguir un mapa de carreteras predeterminado sin muchos obstáculos, de modo que nunca tuvieron que reconocer obstáculos complejos en su camino. En la conducción real, los coches tienen que navegar de forma impredecible entre otros automóviles, peatones, construcciones, atascos de tráfico, etc). Bill Gates es prudentemente optimista acerca de que las máquinas robóticas puedan ser la «próxima gran cosa». Compara el campo de la robótica actual con el del ordenador personal que él ayudó a poner en marcha hace treinta años. Como el PC, quizá esté a punto de despegar. «Nadie puede decir con certeza cuándo, o si esta industria alcanzará una masa crítica —escribe—. Pero si lo hace, podría cambiar el mundo.»
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(Una vez que los robots con inteligencia de tipo humano estén disponibles comercialmente, habrá un enorme mercado para ellos. Aunque hoy no existen verdaderos robots, sí existen y han proliferado los robots preprogramados. La Federación Internacional de Robótica estima que en 2004 había unos 2 millones de estos robots personales, y que otros 7 millones estarían instalados en 2008. La Asociación Japonesa de Robots predice que para 2025 la industria del robot personal, que hoy mueve 5.000 millones de dólares, moverá 50.000 millones de dólares al año).
Dadas las limitaciones de la aproximación de arriba abajo a la inteligencia artificial, se ha intentado utilizar en su lugar una aproximación de abajo arriba, es decir, imitar la evolución y la forma en que aprende un bebé. Los insectos, por ejemplo, no navegan explorando su entorno y reduciendo la imagen a billones y billones de píxeles que procesan con superordenadores. En su lugar, los cerebros de los insectos están compuestos de «redes neurales», máquinas de aprendizaje que aprenden lentamente a navegar en un mundo hostil dándose contra él. En el MIT fue muy difícil crear robots andantes con la aproximación de arriba abajo. Pero sencillas criaturas mecánicas similares a insectos que se dan con su entorno y aprenden desde cero pueden correr sin problemas por el suelo del MIT en cuestión de minutos.
Rodney Brooks, director del conocido Laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT, famoso por su enormes y complicados robots andantes «de arriba abajo», se convirtió en un hereje cuando exploró la idea de minúsculos robots «insectoides» que aprendían a caminar a la antigua usanza, tropezando y dándose golpes con las cosas. En lugar de utilizar elaborados programas informáticos para computar matemáticamente la posición exacta de sus pies mientras caminaban, sus insectoides procedían por ensayo y error para coordinar los movimientos de sus piernas utilizando poca potencia de computación. Hoy, muchos de los descendientes de los robots insectoides de Brooks están en Marte recogiendo datos para la NASA, correteando a través del inhóspito paisaje marciano con una mente propia. Brooks cree que sus insectoides son idóneos para explorar el sistema solar.
Uno de los proyectos de Brooks ha sido COG, un intento de crear un robot mecánico con la inteligencia de un niño de seis meses. Por fuera COG se ve como una maraña de cables, circuitos y engranajes, excepto que tiene cabeza, ojos y brazos. No se ha programado en él ninguna ley de inteligencia. Más bien está diseñado para concentrar sus ojos en un entrenador humano que trata de enseñarle habilidades simples. (Una investigadora que se quedó embarazada hizo una apuesta sobre quién aprendería más rápido, COG o su hijo, cuando tuvieran dos años. El niño superó con mucho a COG).
Pese a todos los éxitos en imitar el comportamiento de los insectos, los robots que utilizan redes neurales han tenido una pobre actuación cuando sus programadores han tratado de reproducir en ellos el comportamiento de organismos superiores como mamíferos. El robot más avanzado que utiliza redes neurales puede caminar por la habitación o nadar en agua, pero no puede saltar y cazar como un perro en el bosque, o corretear por la habitación como una rata. Muchos grandes robots con redes neurales pueden consistir en decenas o hasta quizá centenas de «neuronas»; el cerebro humano tiene, sin embargo, más de 100.000 millones de neuronas.
C. elegans
, un gusano muy simple cuyo sistema nervioso ha sido completamente cartografiado por los biólogos, tiene poco más de 300 neuronas en su sistema nervioso, lo que hace de este uno de los más sencillos encontrados en la naturaleza. Pero hay más de 7.000 sinapsis entre dichas neuronas. Por simple que sea
C. elegans
, su sistema nervioso es tan complejo que nadie ha sido todavía capaz de construir un modelo de ordenador de su cerebro. (En 1988 un experto en ordenadores predijo que para hoy tendríamos robots con unos 100 millones de neuronas artificiales. En realidad, una red neural con 100 neuronas se considera excepcional).
La ironía suprema es que las máquinas pueden realizar sin esfuerzo tareas que los humanos consideran «difíciles», tales como multiplicar números grandes o jugar al ajedrez, pero las máquinas tropiezan lamentablemente cuando se les pide que realicen tareas que son extraordinariamente «fáciles» para los seres humanos, tales como caminar por una habitación, reconocer rostros o cotillear con un amigo. La razón es que nuestros ordenadores más avanzados son básicamente máquinas de sumar. Nuestro cerebro, sin embargo, está exquisitamente diseñado por la evolución para resolver los problemas mundanos de la supervivencia, lo que requiere toda una compleja arquitectura de pensamiento, tal como sentido común y reconocimiento de pautas. La supervivencia en la selva no depende del cálculo infinitesimal ni del ajedrez, sino de evitar a los predadores, encontrar pareja y adaptarse a los cambios ambientales.
Marvin Minsky del MIT, uno de los fundadores de la IA, resume los problemas de la IA de esta manera: «La historia de la IA es algo divertida porque los primeros logros reales eran cosas bellas, como una máquina que podía hacer demostraciones en lógica o seguir un curso de cálculo infinitesimal. Pero luego empezamos a tratar de hacer máquinas que pudieran responder preguntas acerca de las historias sencillas que hay en un libro de lectura de primer curso. No hay ninguna máquina que pueda hacerlo».
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Algunos creen que con el tiempo habrá una gran síntesis entre las dos aproximaciones, la de arriba abajo y la de abajo arriba, que quizá proporcione la clave para inteligencia artificial y robots similares a humanos. Después de todo, cuando un niño aprende, aunque primero se basa principalmente en la aproximación de abajo arriba, dándose con su entorno, al final recibe instrucción de padres, libros y maestros de escuela, y aprende de la aproximación de arriba abajo. Cuando somos adultos mezclamos constantemente estas dos aproximaciones. Un cocinero, por ejemplo, lee una receta, pero también prueba a menudo el plato que está cocinando.
Según Hans Moravec: «Habrá máquinas plenamente inteligentes cuando la lanza dorada mecánica se dirija a unir los dos esfuerzos», probablemente dentro de los próximos cuarenta años.
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Un tema recurrente en literatura y en arte es el ser mecánico que anhela convertirse en humano, compartir emociones humanas. No contento con estar hecho de cables y frío acero, desea reír, gritar y sentir todos los placeres emocionales de un ser humano.
Pinocho, por ejemplo, era el muñeco que quería convertirse en un muchacho real. El Hombre de Hojalata en
El mago de Oz
quería tener un corazón y Data, en
Star Trek
es un robot que puede superar a todos los humanos en fuerza e inteligencia, y pese a todo anhela convertirse en humano.
Algunos han sugerido incluso que nuestras emociones representan la máxima cualidad de lo que se significa ser humano. Ninguna máquina será nunca capaz de admirarse ante una puesta de Sol o reírse con un chiste, afirman. Algunos dicen que es imposible que las máquinas tengan emociones, puesto que las emociones representan la cumbre del desarrollo humano.
Pero los científicos que trabajan en IA y tratan de acabar con las emociones pintan una imagen diferente. Para ellos las emociones, lejos de ser la esencia de la humanidad, son realmente un subproducto de la evolución. Dicho de forma simple, las emociones son buenas para nosotros. Nos ayudaron a sobrevivir en el bosque, e incluso hoy nos ayudan a sortear los peligros de la vida.
Por ejemplo, «tener gusto» por algo es muy importante desde el punto de vista evolutivo, porque la mayoría de las cosas son dañinas para nosotros. De los millones de objetos con los que tropezamos cada día, solo un puñado son beneficiosos para nosotros. De ahí que «tener gusto» por algo implica hacer una distinción entre una de la minúscula fracción de cosas que pueden ayudarnos frente a los millones de las que podrían dañarnos.
Análogamente, los celos son una emoción importante, porque nuestro éxito reproductivo es vital para asegurar la supervivencia de nuestros genes en la próxima generación. (De hecho, por eso hay tantos sentimientos con carga emocional relacionados con el sexo y el amor). La vergüenza y el remordimiento son importantes porque nos ayudan a aprender las habilidades de socialización necesarias para funcionar en una sociedad cooperativa. Si nunca decimos que lo sentimos, con el tiempo seremos expulsados de la tribu, lo que disminuye nuestras probabilidades de supervivencia y de transmisión de nuestros genes.
También la soledad es una emoción esencial. Al principio la soledad parece ser innecesaria y redundante. Después de todo, podemos funcionar solos. Pero desear estar con compañía es también importante para nuestra supervivencia, puesto que dependemos de los recursos de la tribu para sobrevivir.
En otras palabras, cuando los robots estén más avanzados, también ellos podrían estar dotados de emociones. Quizá los robots estarán programados para apegarse a sus dueños o cuidadores, para asegurar que ellos no acaben en el vertedero. Tener tales emociones ayudaría a facilitar su transición a la sociedad, de modo que pudieran ser compañeros útiles antes que rivales de sus dueños.
El experto en ordenadores Hans Moravec cree que los robots estarán programados con emociones tales como el «miedo» para protegerse a sí mismos. Por ejemplo, si las baterías de un robot se están agotando, el robot «expresaría agitación, o incluso pánico con signos que los humanos puedan reconocer. Acudirían a los vecinos y les preguntarían si pueden utilizar su enchufe diciendo,"¡Por favor! ¡Por favor! ¡Lo necesito! ¡Es tan importante y cuesta tan poco! Se lo pagaré ».
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Las emociones son vitales también en la toma de decisiones. Las personas que han sufrido cierto tipo de lesión cerebral carecen de la capacidad de experimentar emociones. Su capacidad de razonamiento está intacta, pero no pueden expresar sentimientos. El neurólogo doctor Antonio Damasio, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Iowa, que ha estudiado personas con este tipo de lesiones cerebrales, concluye que ellas parecen «saber, pero no sentir».
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El doctor Damasio encuentra que tales individuos suelen estar paralizados para tomar las más pequeñas decisiones. Sin emociones que les guíen, debaten incesantemente sobre esta opción o esa otra, lo que les lleva a una indecisión total. Un paciente del doctor Damasio estuvo media hora tratando de decidir la fecha de su siguiente cita.
Los científicos creen que las emociones se procesan en el «sistema límbico», situado en el centro profundo de nuestro cerebro. Cuando alguien sufre de una pérdida de comunicación entre el neocórtex (que gobierna el pensamiento racional) y el sistema límbico, sus poderes de razonamiento están intactos pero no tiene emociones que le guíen en la toma de decisiones. A veces tenemos una «reacción visceral» que impulsa nuestra toma de decisiones. Las personas con lesiones que afectan a la comunicación entre las partes racional y emocional del cerebro no tienen esta capacidad.
Por ejemplo, cuando vamos de compras hacemos continuamente miles de juicios de valor sobre todo lo que vemos, tales como «Esto es demasiado caro, demasiado barato, demasiado colorido, demasiado tonto, o lo adecuado». Para las personas con ese tipo de lesión cerebral, comprar puede ser una pesadilla porque todo parece tener el mismo valor.
Cuando los robots se hagan más inteligentes y sean capaces de hacer elecciones por sí mismos, también podrían llegar a paralizarse con indecisiones. (Esto recuerda a la parábola del asno situado entre dos balas de heno que finalmente muere de hambre porque no puede decidirse por ninguna de ellas). Para ayudarles, los robots del futuro quizá necesiten tener emociones cableadas en su cerebro. Al comentar la falta de emociones en los robots, la doctora Rosalind Picard del Lab Med del MIT dice: «Ellos no pueden sentir lo que es más importante. Este es uno de sus mayores defectos. Los ordenadores sencillamente no pueden hacerlo».
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