—Las maldiciones sólo existen en las canciones y en los cuentos.
Aquello le hizo gracia.
—¿Quién ha compuesto una canción sobre la muerte de Gregor Clegane por la herida de una lanza envenenada? ¿O del mercenario que lo precedió, al que Ser Gregor fue despedazando articulación por articulación? Ese recibió el castillo de Ser Amory Lorch, que lo recibió de Lord Tywin. Al primero lo mató un oso, y al segundo, tu enano. Tengo entendido que Lady Whent también murió. Lothston, Strong, Harroway, Strong otra vez... Harrenhal ha marchitado cuanta mano lo ha tocado.
—Pues entregádselo a Lord Frey.
Petyr se echó a reír.
—No sería mala idea. O mejor aún, a nuestra querida Cersei. Aunque no debería hablar mal de ella; me ha enviado unos tapices espléndidos. Qué amable por su parte, ¿verdad?
Se puso tensa sólo con oír el nombre de la Reina.
—No es amable. Me da miedo. Si llega a descubrir dónde estoy...
—Me vería obligado a sacarla del juego antes de lo que tengo previsto. Eso, siempre que no se salga ella sola. —Petyr le dedicó una sonrisita burlona—. En el juego de tronos, hasta las piezas más humildes pueden tener voluntad propia. A veces se niegan a ejecutar los movimientos que se habían planeado para ellas. Recuérdalo bien, Alayne: es una lección que Cersei Lannister no ha aprendido aún. Bueno, ¿no tienes obligaciones pendientes?
Las tenía. Se encargó en primer lugar de que preparasen el vino, eligió una buena pieza de queso y ordenó en la cocina que horneasen pan para veinte personas, por si los Señores Recusadores llegaban con más hombres de los previstos.
«Cuando hayan probado nuestro pan y nuestra sal, serán nuestros huéspedes y no podrán hacernos daño.» Los Frey habían transgredido todas las leyes de la hospitalidad cuando asesinaron a su señora madre y a su hermano en Los Gemelos, pero no podía creer que un señor tan noble como Yohn Royce se rebajara a hacer semejante cosa.
A continuación se encargó de preparar la estancia. El suelo estaba cubierto con una alfombra myriense, así que no había que poner juncos. Alayne indicó a dos criados que montaran la mesa de caballetes y llevaran allí ocho de las pesadas sillas de roble y cuero. Si se tratara de un banquete, habría situado una en la cabecera de la mesa y otra en el extremo contrario, y tres más a cada lado, pero era una reunión, de modo que ordenó que pusieran seis sillas en un lado de la mesa y dos en el otro. Los Señores Recusadores ya habrían llegado a Nieve. Incluso con mulas, el ascenso duraba casi todo un día. A pie, la mayoría tardaba varias jornadas.
Probablemente, los señores estarían hablando hasta bien entrada la noche. Iban a necesitar velas nuevas. Cuando Maddy encendió el fuego, la envió a buscar las velas de cera aromatizada que le había regalado Lord Waxley a Lady Lysa cuando aspiraba a obtener su mano. Luego volvió a las cocinas para asegurarse de que estuvieran preparando el vino y el pan. Todo marchaba por buen camino, y todavía tenía tiempo de sobra para bañarse, lavarse el pelo y cambiarse de ropa.
Se sintió tentada por un vestido de seda violeta y por otro de terciopelo azul oscuro con bordados de plata que resaltaría el color de sus ojos, pero de pronto se acordó de que Alayne era bastarda y no debía vestirse de manera más ostentosa de lo que correspondía a su condición. Optó por una túnica de lana color marrón oscuro, de corte sencillo, con bordados de hojas y enredaderas en hilo de oro en el corpiño, las mangas y los dobladillos. Era modesto y decoroso, y poco más lujoso que el atuendo de una criada. Petyr le había dado también todas las joyas de Lady Lysa, así que se probó varios collares, pero todos le parecieron aparatosos. Al final se decidió por una sencilla cinta de terciopelo dorado otoñal. Cuando Gretchel le acercó el espejo plateado de Lysa, le pareció que el color combinaba de maravilla con la melena oscura de Alayne.
«Lord Royce no me reconocerá —pensó—. Hasta a mí me cuesta reconocerme.»
Alayne Piedra se sentía casi tan osada como Petyr Baelish. Esbozó su mejor sonrisa y bajó para recibir a los invitados.
El Nido de Águilas era el único castillo de los Siete Reinos que tenía la entrada principal por debajo del nivel de las mazmorras. Los empinados peldaños de piedra ascendían por la ladera y pasaban junto a los castillos de paso Piedra y Nieve, pero terminaban en Cielo. El último tramo del ascenso era de doscientas varas en vertical, con lo que los visitantes tenían que bajarse de las mulas y tomar una decisión: subir en la cesta de madera oscilante que se utilizaba para llevar suministros al castillo, o trepar por una especie de chimenea ayudándose de asideros tallados en la roca.
Lord Redfort y Lady Waynwood, los más ancianos de los Señores Recusadores, optaron por la cesta, que luego tuvo que bajar una vez más para recoger al obeso Lord Belmore. Los demás prefirieron trepar. Alayne los recibió en la Cámara de la Medialuna, junto a un fuego acogedor, donde les dio la bienvenida en nombre de Lord Robert y les sirvió pan, queso y vino especiado caliente en copas de plata.
Petyr le había dado un pergamino en el que figuraban sus escudos para que lo estudiase, así que reconoció los blasones, aunque no los rostros. Lucía el castillo rojo, obviamente, Redfort, un hombre bajo de barba canosa bien recortada y ojos amables. Lady Anya, la única mujer entre los Señores Recusadores, vestía un manto verde con la rueda rota de los Waynwood en cuentas de azabache. Las seis campanas de plata sobre campo de púrpura correspondían a Belmore, de barriga prominente y hombros redondos. Su barba era un adefesio color jengibre que le ocultaba la papada. Por el contrario, Symond Templeton era moreno y anguloso. La nariz ganchuda y los gélidos ojos azules hacían que el Caballero de Nuevestrellas pareciera una especie de elegante ave de presa. Su jubón mostraba nueve estrellas negras sobre un aspa dorada. La capa de armiño de Lord Hunter,
el Joven
, la confundió de entrada, hasta que se fijó en el broche con que se la cerraba: cinco flechas de plata abiertas en abanico. Alayne calculó que estaría más cerca de los cincuenta años que de los cuarenta. Su padre había gobernado en Arcolargo durante casi sesenta años, para morir de manera tan repentina que hubo rumores de que el nuevo señor había acelerado el proceso de la herencia. Hunter tenía las mejillas y la nariz rojas como manzanas, lo que delataba cierta afición por las uvas. Tuvo buen cuidado de rellenarle la copa en cuanto veía que la vaciaba.
El más joven del grupo llevaba tres cuervos en el pecho, cada uno con un corazón rojo entre las garras. El pelo castaño le llegaba hasta los hombros, y un mechón suelto le caía por la frente.
«Ser Lyn Corbray», pensó Alayne, observando con aprensión la boca dura y los ojos inquietos.
Los últimos en llegar fueron los Royce, Lord Nestor y Yohn Bronce. El señor de Piedra de las Runas era tan alto como el Perro. Tenía el pelo canoso y el rostro surcado de arrugas, pero seguía pareciendo capaz de romper con aquellas enormes manos nudosas a la mayoría de los hombres más jóvenes como si fueran ramitas secas. Su rostro marcado y solemne le hizo recordar su visita a Invernalia. Le acudió a la mente la imagen de aquel hombre sentado a la mesa, hablando con su madre. Volvió a oír su voz retumbante cuando regresó de una cacería con un ciervo tras la silla de montar. Lo vio en el patio con la espada de entrenamiento en la mano, derribando a su padre y volviéndose para derrotar también a Ser Rodrik.
«Me reconocerá. Es imposible que no me reconozca. —Durante un momento pensó en arrojarse a sus pies y suplicarle protección—. Si no luchó por Robb, ¿por qué iba a luchar por mí? La guerra ha terminado; Invernalia ha caído.»
—Lord Royce —le preguntó con timidez—, ¿queréis una copa de vino para quitaros el frío?
Yohn Bronce tenía ojos color gris pizarra medio ocultos por las cejas más pobladas que había visto jamás. Los entrecerró cuando la miró desde arriba.
—¿Te conozco, niña?
Alayne se sintió como si se hubiera tragado la lengua, pero Lord Nestor acudió en su rescate.
—Alayne es la hija natural del Lord Protector —le dijo a su primo en tono brusco.
—Meñique ha estado muy ocupado —dijo Lyn Corbray con una sonrisa perversa.
Belmore se echó a reír, y Alayne notó que se ruborizaba.
—¿Cuántos años tienes, niña? —preguntó Lady Waynwood.
—C-catorce, mi señora. —Durante un momento había olvidado la edad de Alayne—. Y no soy una niña, soy una doncella florecida.
—Pero no desflorada, espero. —El poblado bigote de Lord Hunter,
el Joven
, le ocultaba la boca casi por completo.
—Por ahora —dijo Lyn Corbray como si ella no estuviera allí—. Aunque pronto será fruta madura.
—¿Eso es lo que entendéis por cortesía en Hogar? —Anya Waynwood tenía el pelo blanco, patas de gallo en torno a los ojos y la piel suelta debajo de la barbilla, pero su aire de nobleza era inconfundible—. La niña es joven y ha recibido una buena educación, y ya ha padecido suficientes horrores. Cuidado con lo que decís, ser.
—Lo que digo es asunto mío —replicó Corbray—. Su señoría debería ocuparse de los suyos. Nunca me han gustado las reprimendas, como os podría decir un buen número de hombres muertos.
Lady Waynwood le dio la espalda.
—Será mejor que nos lleves con tu padre, Alayne. Cuanto antes acabemos con esto, mejor.
—El Lord Protector os espera en sus habitaciones. Si mis señores tienen la amabilidad de seguirme...
Salieron de la Cámara de la Medialuna, subieron por un tramo de peldaños de mármol que rodeaba criptas y mazmorras y pasaron bajo tres matacanes que los Señores Recusadores fingieron no ver. Belmore no tardó en jadear como un fuelle, y a Redfort se le puso la cara tan blanca como el pelo. Los guardias apostados en la cima alzaron el rastrillo para franquearles el paso.
—Por aquí, mis señores.
Alayne los guió cuando pasaron bajo la galería, junto a una docena de espléndidos tapices. Ser Lothor Brune estaba ante la puerta. La abrió para dejarles paso y entró detrás de ellos.
Petyr estaba sentado junto a la mesa de caballetes, con una copa de vino en una mano, examinando un pergamino blanco. Alzó la vista cuando los Señores Recusadores fueron entrando.
—Sed bienvenidos, mis señores. Y vos también, mi señora. Ya sé que la subida es agotadora. Por favor, tomad asiento. Alayne, cariño, trae más vino para nuestros nobles invitados.
—Ahora mismo, padre.
La complacía ver que habían encendido las velas; las habitaciones olían a nuez moscada y a otras especias costosas. Fue a buscar la frasca mientras los invitados se sentaban hombro con hombro... Todos excepto Nestor Royce, que titubeó un instante antes de rodear la mesa y ocupar la silla vacía, junto a Lord Petyr, y Lyn Corbray, que prefirió quedarse de pie junto a la chimenea. El rubí en forma de corazón del puño de su espada despedía un brillo rojo mientras se calentaba las manos. Alayne lo vio sonreír a Ser Lothor Brune.
«Ser Lyn es muy atractivo para su edad —pensó—, pero no me gusta su sonrisa.»
—He estado leyendo esta declaración tan excepcional —empezó Petyr—. Espléndida. No sé qué maestre la redactó, pero ese hombre tiene un verdadero don para las palabras. Me habría gustado que me invitarais a firmarla a mí también.
Aquello los cogió desprevenidos.
—¿Vos? —dijo Belmore—. ¿La firmaríais?
—Sé manejar la pluma igual que cualquiera, y nadie quiere a Lord Robert más que yo. En cuanto a esos falsos amigos y consejeros taimados, hay que acabar con ellos de inmediato. Estoy con vosotros en cuerpo y alma, mis señores. Por favor, indicadme dónde debo firmar.
Alayne, que estaba sirviendo el vino, oyó la risita de Lyn Corbray. Los otros parecían inseguros, hasta que Yohn Bronce hizo crujir los nudillos.
—No hemos venido a por vuestra firma. Tampoco pensamos entablar un concurso de retórica con vos, Meñique.
—Lástima. Con lo que me gustan a mí esos concursos. —Petyr dejó el pergamino a un lado—. Como queráis. Seamos directos. Mis señores, mi señora, ¿qué queréis de mí?
—De vos no queremos nada. —Symond Templeton clavó la fría mirada azul en el Lord Protector—. Sólo que os vayáis.
—¿Que me vaya? —Petyr se hizo el sorprendido—. ¿Adónde?
—La corona os ha nombrado Señor de Harrenhal —señaló Lord Hunter,
el Joven
—. Cualquiera se conformaría con eso.
—Hace falta un señor en las tierras de los ríos —intervino el anciano Horton Redfort—. Aguasdulces resiste el asedio; Bracken y Blackwood están en guerra; los bandidos campan por sus respetos a ambas orillas del Tridente, robando y matando a voluntad. Por todas partes hay cadáveres sin enterrar.
—Tal como lo planteáis, es un lugar de lo más atractivo, Lord Redfort —respondió Petyr—, pero da la casualidad de que tengo obligaciones apremiantes aquí. También hay que pensar en Lord Robert. ¿Queréis que arrastre a un niño enfermizo al centro de semejante carnicería?
—Su señoría se quedará en el Valle —declaró Yohn Royce—. Lo voy a llevar a Piedra de las Runas, donde crecerá para convertirse en un caballero del que Jon Arryn se habría sentido orgulloso.
—¿Por qué a Piedra de las Runas? —caviló Petyr—. ¿Por qué no a Roble de Hierro, o a Fuerterrojo? ¿Por qué no a Arcolargo?
—Cualquiera de esos lugares sería adecuado —declaró Lord Belmore—, y su señoría los visitará por turno cuando llegue el momento.
—¿De verdad? —El tono de Petyr dejaba traslucir sus dudas.
Lady Waynwood suspiró.
—Si tenéis intención de que nos enfrentemos entre nosotros, ahorraos el esfuerzo, Lord Petyr. Hablamos con una sola voz. Piedra de las Runas nos parece bien a todos. Lord Yohn ha criado a tres hijos; no hay hombre más capacitado para educar al joven señor. El maestre Helliweg es mucho mayor y tiene más experiencia que vuestro maestre Colemon; podrá tratar mejor las dolencias de Lord Robert. En Piedra de las Runas, Sam Piedra,
el Fuerte
, le enseñará las artes de la guerra. No hay mejor maestro de armas. El septón Lucos lo instruirá en los asuntos del espíritu. Además, en Piedra de las Runas estará con otros niños de su edad, una compañía mucho más adecuada que la de las viejas y los mercenarios que lo rodean ahora.
Petyr Baelish se acarició la barba.
—Estoy de acuerdo: su señoría necesita compañía. Pero no se puede decir que Alayne sea una vieja. Lord Robert está muy encariñado con mi hija, como él mismo os podrá decir. Además, da la casualidad de que les he pedido a Lord Grafton y a Lord Lynderly que me envíen cada uno a uno de sus hijos como pupilos. Los dos tienen niños de la edad de Robert.