Transcurrieron años de tiempo subjetivo. Y, en tiempo objetivo, varias semanas.
Pronto terminó. Caminaban tomados de la mano en un sueño, entre las formas plateadas y cristalinas de los árboles que habían creado. Pequeños titíes jugaban y retozaban en la hierba a poca distancia; en un risco, un felino cazador albino le rugía a la música crepuscular que surgía de planicies de fibrocristal que se enfriaban. Faetón señaló el sol poniente.
—Podríamos crear este mundo con la
Fénix Exultante,
tal como lo hemos imaginado aquí. ¡Mira los colores irisados que irradian las partículas que hemos sembrado en la troposfera! ¡Mira cómo las ondas y estrías que están encima de la atmósfera aún recogen la luz durante horas después del ocaso! Me pregunto si una capa invernadero que tendamos lucirá tan bella en la realidad.
Dafne, que casi se había olvidado de que esto no era real, miró con tristeza a su compañero, su rey consorte de la creación.
—Así que debemos abandonar todo esto. ¿Y si lo que creamos no es tan bello como lo que soñamos?
Faetón se perturbó.
—Quizá deberíamos quedarnos aquí. Cuando estaba despierto en el mundo real, sus problemas me resultaban apremiantes. Pero aquí me parecen leves. Quédate conmigo aquí, en este pequeño mundo.
—No estás tan acostumbrado como yo a las simulaciones largas, cariño. Al despertar sentirás vergüenza de ti mismo. Ambos tendremos mucho que hacer cuando recobremos la consciencia, y esta pequeña fantasía se esfumará. Y entonces no deberás tenerme contigo.
Él cogió una hoja de cristal de uno de los árboles blancos y la puso en el cabello de Dafne.
—Esto parece tan agradable. ¿Por qué querría despertar?
Ella sacudió la cabeza para quitarse la hoja.
—Ésta es la única vez que te he visto así. No pareces tú. Quizá puse el registro de modalidad en una modulación demasiado alta, y estás sufriendo un estado de fuga. O quizá sabes que tus probabilidades frente a Nada Sofotec no son tan favorables. Atkins no trata de salvarte la vida, sino de matar al enemigo, y no permitirá que ninguna nimiedad se interponga en su camino.
Él se volvió y le cogió los hombros, acercando su rostro al de ella.
—¿Tan poco importante es mi vida? A mí me parece demasiado preciosa para sacrificarla, por cualquier hombre o causa. Quédate conmigo, en este falso mundo nuestro. Aunque sea falso, es nuestro. ¿Qué hay allá afuera que no pueda tener aquí dentro?
Ella se relamió los labios y sintió la tentación de acceder. Pero pensó que ésta era la trampa más blanda y más espantosa. Todos habían tratado de detener a Faetón: Gannis; Ao Aoen; los Caritativos; el Colegio de Exhortadores; Nada Sofotec. ¿Ella triunfaría donde los demás habían fracasado? ¿Haría el trabajo de ellos? Sólo necesitaba una sonrisa y un cabeceo, y tendría casi todo lo que deseaba. Tendría a Faetón. O tendría casi todo. Tendría a alguien que casi era Faetón.
Dafne se armó de coraje y resistió la tentación.
—Hay una cosa que no puedes hacer aquí —dijo—. No puedes realizar actos de renombre sin par.
Entonces él puso un rostro extraño y severo, y dejó de sonreír. La miró profundamente a los ojos tal como no podía hacer cuando ella estaba en su féretro de transporte. Su mirada se tornó más severa y remota, como si también él resistiera una gran tentación.
Alzó la mano, hizo el gesto de finalización de programa y su imagen se desvaneció.
Ella moduló su tiempo para poder llorar y recobrarse antes de despertar del sueño y regresar al mundo real. Despertó en su ataúd justo a tiempo para oír las alarmas de proximidad que campanilleaban en el tosco y angosto casco de la cápsula.
Unas sacudidas zamarrearon el casco. Dafne sólo veía la superficie brumosa de la tapa del féretro, a poca distancia de la nariz, pero sabía que las toberas de maniobra estaban disparando, dirigiendo la cápsula hacia la boca de la larga línea de anillos magnéticos de desaceleración que flotaban cerca de la Estación Equilateral de Mercurio.
El estruendo gemebundo de las toberas, y luego el rugido hirviente de los acumuladores que transformaban la energía cinética en energía eléctrica almacenada, le impedían hablar.
Quizá fuera lo mejor.
El silencio se prolongó durante el tedioso proceso de desembarco, mientras la nave era desmantelada y los cuerpos eran adaptados al ámbito normal de la estación. Como la interdicción de los Exhortadores aún pesaba sobre ellos, el proceso era aún más tedioso, pues las mentes ejecutoras (hijas o creaciones de Vafnir) no les hablaban directamente, sino a través de parciales desechables que se desintegraban después de cada parlamento.
Para colmo, no les brindaban las encarnaciones locales y la estética de ese ámbito. Sin los protocolos estéticos, muchos de los objetos que brillaban en las paredes de la estación carecían de sentido, como marañas de hilo multicolor, y muchos sonidos eran meros siseos y carraspeos, en vez de anuncios y alertas. Sin los cuerpos adecuados, Faetón debió permanecer en su armadura con el yelmo cerrado, y Dafne tuvo que usar un traje aparatoso que Faetón fabricó. Parecía un equipo de tortura ecológica de la Edad Oscura Verde, con una visera y una planta simbiótica que crecía sobre ella como musgo. Sentía una gran picazón, y sabía que parecía estúpida.
Faetón había extraído un documento legal de la sortija de Dafne, y (tal como Alberico en los cuentos de hadas, enviando a los renuentes elfos oscuros a su labor en el submundo, atormentándolos con una amenaza del poderoso anillo) ella avanzó, con la sortija en alto, una cámara por vez, desde el puesto externo hasta el interno, ahuyentando androides y sorprendidos semiandroides a su paso. Subió escaleras y escalerillas desde gravedad plena hasta semigravedad, abriendo compuertas y silenciando guardias con un expresión imponente y un gesto de la sortija.
Pero (como Alberico en la trampa de Loge) al fin llegaron al senescal y sicario de Vafnir, un cortés joven tricéfalo llamado Sigluvafnir, que admitió con voz meliflua que Faetón tenía derecho a estar allí, pero no Dafne. Invitó a Faetón a esperar mientras Vafnir construía aposentos adecuados para otorgarle una entrevista. Todos los negocios se realizarían prontamente; se agradecía a Faetón su paciencia. Sigluvafhir sonrió con las tres bocas, poniendo aire inocente.
La magia de la sortija no pudo lidiar con la diabólica astucia del acuerdo cortés. Ambos se quedaron en la zona de espera de un pasillo vacío, a solas. Debajo, un casco transparente brindaba una vista de las grandiosas estrellas que giraban de este a oeste, un silencioso tapiz móvil de constelaciones. La estación rotaba una vez cada veinte minutos, y la mitad de un «día de estación» (si se podía llamar así) transcurrió mientras ambos fingían no tener nada importante que decirse.
Ambos miraban bajo sus pies. Quizá existía una incierta timidez entre ambos, o quizá era más interesante mirar las luces móviles de los remolcadores y las naves asistentes, el destello de los campos solares, el brillo florido de las velas de distantes generadores de antimateria, que mirar las estériles mamparas del ancho y curvo pasillo donde estaban.
Fue Dafne quien rompió el silencio.
—Una vez que se pague a Vafnir su derecho de retención, ¿quién más tendrá alguna reclamación sobre tu nave?
—En ese punto, sólo Neoptolemo —dijo Faetón con tono distraído—. Jenofonte y Diomedes combinaron sus fondos y personalidades para crear a Neoptolemo, quien compró los intereses de Rueda-de-la-Vida.
—¿No posees ahora la mitad de la nave? La deuda de Gannis fue cancelada.
—En cuanto abrí el cofre de memoria, la
Fénix Exultante
fue confiscada por el Tribunal de Quiebras. Está en sindicatura, «poseída» por los funcionarios de la Curia para ser usada en beneficio de la combinación de todos mis acreedores. Gannis salió de la combinación. Lo cual es bueno, porque él habría hecho desmantelar la nave para chatarra.
—¿Es demasiado tarde para recobrar la nave?
—No. Si yo obtuviera una gran fortuna, podría pagarle a Neoptolemo. Él tiene derecho de retención, pero no posee la
Fénix Exultante,
y no podría negarse a aceptar el dinero.
—Ah.
El silencio se prolongó.
Dafne odiaba que Faetón usara el yelmo. No podía verle la cara, y no podía adivinar su expresión.
Señaló un pequeño racimo de luces en la distancia.
—Aquí no hay mucho tráfico, ¿verdad?
—No. Todos están en algún puerto donde tengan comunicación de largo alcance. Las mentes de Tierra y Venus, Deméter y Circumjovia, las estaciones externas e internas, las combinaciones mentales de las ciudades del espacio, las supervelas no eclípticas, las construcciones que viven de los rayos concentrados que salen del polo norte del Sol, todos se enlazarán en la Gran Trascendencia. Por disposición de Aureliano, nadie necesitará estar aislado durante esa época, nadie necesitará estar en el espacio y lejos de instalaciones de irradiación mental. Todo el tráfico se está aquietando. ¿Cuánto falta para la Trascendencia? ¿Diez días? ¿Menos?
—Trece días. Mañana es la fiesta de Epifanía, cuando todos nosotros… todos ellos se disfrazan de miembros de otro sexo o
phylum.
—Lo lamento.
—Está bien. No esperaba regalos de Epifanía de todos modos.
Los regalos de Epifanía eran, por costumbre, paquetes somáticos o coreográficos.
Faetón sabía que Dafne prefería los regalos de Epifanía a todos los demás regalos de las otras noches de la Penúltima Quincena, porque las rutinas de entrenamiento, persecución, carrera, saltos y cabriolas que había recibido para sus caballos en el último milenio, durante el reinado de Argentorio, estaban entre los mejores espectáculos que sus equinos podían brindar.
—Me preocupan más las leyes de intrusión —dijo Dafne—. Quizá Vafnir tenga que arrojarme al espacio, pero quizá no pueda venderme los servicios de sus anillos de aceleración. Navegaré al garete en órbita lenta, hasta que puedas volver a por mí. Me pregunto cuánto resistirá el soporte vital. Esa pequeña cápsula será solitaria sin ti.
—Quizá suceda algo. —Faetón no quería decir en voz alta que esperaba que hallaran y destruyeran a Nada Sofotec antes del fin de esa semana. Cuando no se necesitara más sigilo, Atkins podría atestiguar ante los Exhortadores que el interrogatorio de Faetón había sido manipulado y que el exilio de Faetón carecía de validez, y por tanto también el de Dafne.
Ella se volvió hacia él.
—Querido, si no logras regresar, quedaré exiliada de por vida. Y mi vida quizá no dure tanto tiempo.
Él se volvió hacia ella. Dafne realmente ansiaba verle el rostro.
—Dafne, yo…
Ella se le acercó.
—Sí.
Él alzó las manos como si estuviera a punto de abrazarla.
—Este viaje que hemos hecho juntos me ha hecho comprender que… bien, que tú y yo…
Ella se acercó aún más.
—¿Sí…?
Pero en ese momento una luz dorada brilló desde abajo, con un fulgor deslumbrante.
La estación se había vuelto hacia el Sol. En el fondo oscuro, donde cada pequeña nave era sólo un punto de luz, la
Fénix Exultante
—gigantesca y espléndida, cien kilómetros de longitud centelleando como un triángulo de oro, ardiendo como la hoja de una lanza— era claramente visible, aun a esa distancia, para el ojo que pudiera tolerar el resplandeciente reflejo del cercano Sol.
Los kilómetros de casco cercanos a la proa eran totalmente aerodinámicos. Detrás del grueso escudo de la proa, unos cuatro kilómetros, estaban las ampollas achatadas de los estuches de irradiación, antenas y receptores de innumerables detectores y sensores. Parecían pequeños y decorativos, como las escamas del cuello de una cobra, pero algunas de esas instalaciones de radar eran de un kilómetro de longitud.
La parte media de la nave consistía en placas bruñidas, lisas e impecables. Se podían alterar, izar o bajar, para cambiar el corte transversal y el comportamiento de la
Fénix Exultante
a velocidades cuasilumínicas. Cuando la gran nave viajaba despacio, esas placas se podían extender y abrir como los pétalos de una rosa o las velas de un clíper, y erigir campos Bussard para recoger gas interestelar en los diez mil hornos nucleares de tamaño titánico que bordeaban el medio de la nave. Esta materia prima se podía usar para producir combustible durante el vuelo. La
Fénix Exultante
llevaba factorías para la nucleogénesis de antimateria, en volumen y producción tan grandes como cualquiera de las instalaciones de producción de antimateria que orbitaban cerca de la Estación Equilateral de Mercurio.
En reposo, cuando el gas interestelar era demasiado tenue para recogerlo, el blindaje de babor y estribor se podía abrir como las agallas de un tiburón, y la
Fénix Exultante
se podía zambullir en las capas externas de una estrella, atravesando la fotosfera y la corona, y recoger hectáreas cúbicas de plasma en celdas de almacenaje para el proceso de reaprovisionamiento.
A popa estaban los motores e impulsores. Esas toberas podían haber tragado toda la estación espacial. Esos motores podían impulsar la nave a velocidades que nada salvo la luz podía superar. No había otros motores como los de la
Fénix Exultante.
Nunca se había construido ninguno.
No había nave como ella.
Y aun así la nave estaba fría, los motores callaban, no había destellos de lámparas ni luces, salvo el reflejo del Sol mercurial, atrapado en placas y paneles, reluciendo en el casco dorado.
Dafne se llevó las manos a la cara. La imagen de ese triángulo aerodinámico de admantio dorado dejó una imagen verde en sus ojos cerrados. Pestañeó.
—¿Qué decías, querido? —preguntó.
(¡Algo acerca de nosotros dos, algo
sumamente importante!)
Faetón se miraba los pies.
—Ah, qué raro. Mira esa nave allá lejos. —Señaló, como si esperase que los ojos de ella igualaran los sistemas de amplificación visual y rastreo incoporados a su sistema nervioso y su armadura.
—Algo sobre nosotros, querido…
Él la miró.
—Lo lamento. ¿Qué?
—Oh, nada, querido. —
(De acuerdo, pórtate así. Cualquiera de estos días
me largo con Atkins, y puedes arrastrarte hasta tu mujercita congelada para
buscar consuelo.)
—. ¿Qué mirabas? ¡No puedo creer que mirases otra nave en un momento como éste! ¿Qué diría tu prometida, la dorada
Fénix,
si supiera?