—No hay victoria que valga esto —replicó Ryman—. Emily, no te muevas, cariño. —Confusa y furiosa por la traición, Emily dejó de forcejear. Ryman levantó las manos para dejarlas a la vista, con las palmas hacia arriba—. ¿Qué quieres a cambio de soltarla? Mi mujer no forma parte de todo esto.
—Me temo que ahora todos formáis parte de esto —señaló Tate, haciendo un leve gesto de negación con la cabeza—. Nadie saldrá de aquí. Ya es demasiado tarde. Tal vez si te hubieras deshecho de esos pseudoperiodistas. —Escupió la palabra—, todo habría sido diferente. Pero ya está hecho, ¿no?
—Tire la jeringa, gobernador —dije, sin bajar la pistola—. Suelte a la señora Ryman.
—Shaun, el CDC está interviniendo nuestra emisión —me comunicó Mahir—. No la han cortado, pero sin duda están escuchándola. Dave y Alaric mantienen bien la conexión, pero no sé si podremos hacer algo si el CDC decide interrumpirla.
—¡Oh! No te preocupes, no lo harán, ¿verdad, doctor Wynne? —Empezaba a sentirme mareado. Todo estaba sucediendo condenadamente rápido.
«Concéntrate, idiota —me susurró George—. ¿Crees que me apetece ser hija única?»
—Como tú digas, George —farfullé.
—¿Has dicho algo? —inquirió Mahir.
—No, nada. ¿Doctor Wynne? ¿Está ahí? —Si la persona al otro lado de la línea era él, significaba que teníamos al CDC de nuestro lado. En el caso de que fuera otra…
Se produjo un ruido de interferencias que indicaba que el CDC irrumpía en nuestro canal.
—Aquí estoy, Shaun —respondió con su familiar acento sureño el doctor Joseph Wynne. De fondo, oí las maldiciones de Mahir—. ¿Estás en peligro?
—Bueno, el gobernador Tate está amenazando con una jeringa a la esposa del senador Ryman, y dado que las dos últimas jeringas que hemos visto contenían dosis de Kellis-Amberlee, apuesto a que ésta no será muy diferente. Estoy apuntándolo con una pistola, pero no creo que pueda dispararle antes de que clave la jeringa en la señora Ryman.
—Estamos de camino. ¿Puedes entretenerlo?
—Haré lo que pueda. —Concentré toda mi atención en el gobernador Tate, que me miraba impasible—. Vamos, gobernador, ya sabe que todo ha terminado. ¿Por qué no baja eso y queda como un hombre en vez de como un asesino? Es decir, como más asesino de lo que ya es.
—No estás siendo exactamente diplomático, Shaun —me reprendió el doctor Wynne en el oído.
—Hago lo que puedo —respondí.
—Shaun, ¿con quién estás hablando? —inquirió el senador Ryman. Parecía tener los nervios a flor de piel. Probablemente que un chiflado estuviera amenazando a su mujer con una jeringa llena de virus en estado activo tendría algo que ver.
—Con el doctor Joseph Wynne, del CDC —contesté—. Están viniendo hacia aquí.
—Gracias a Dios —masculló el senador.
—¿Quiere tirar la jeringa, gobernador? —insistí—. Usted sabe que todo ha terminado ya.
El gobernador Tate vaciló un momento. Su mirada saltó de mí al senador y finalmente se posó en la multitud horrorizada, cada vez más alejada de nosotros.
—¡Sois unos idiotas! ¡Todos! —espetó, repentinamente irritado y meneando la cabeza—. ¡Podríais haber salvado este país! ¡Podríais haber ayudado a devolver la moral a nuestra nación! —Aflojó el brazo con el que apresaba a Emily, y ésta se soltó y se lanzó hacia los brazos abiertos de su marido. El senador Ryman la estrechó con fuerza, la levantó y se la llevó en volandas. El gobernador Tate no les prestó atención—. Tu hermana era una periodista de pacotilla y una zorra que se habría follado al mismísimo Kellis si eso le hubiera proporcionado una buena noticia. Nadie se acordará de ella dentro de una semana, cuando los gorrones de vuestros caprichosos lectores os abandonen por algo más novedoso. ¡Pero a mí siempre me recordarán, Mason! ¡Siempre se recuerda a los mártires!
—Ya veremos —repliqué.
—No —dijo—. No lo veremos. —Y en un único y fluido movimiento se clavó la jeringa en el muslo y apretó el émbolo hasta el fondo.
Emily Ryman empezó a chillar. El senador gritaba a pleno pulmón a la gente que saliera, que fuera hacia a los ascensores, al otro lado de las puertas de seguridad, a cualquier sitio lejos del hombre que acababa de convertirse en un brote andante. Todavía con la mirada clavada en mí, el gobernador Tate rompió a reír.
—Eh, George —dije, tomándome unos segundos para asegurar el blanco. En el interior de la sala no soplaba el viento, lo que suponía un buen cambio. Menos elementos a tener en cuenta en la compensación—, mira esto.
El estallido de la 40 mm casi quedó sepultado bajo el griterío general. El gobernador Tate dejó de reír, y por un breve momento su rostro adquirió un cómico gesto de sorpresa justo antes de caer desplomado sobre la mesa y dejar a la vista el destrozo que la bala le había provocado en la parte trasera de la cabeza. Seguí apuntándole con la pistola a la espera de algún indicio de movimiento de su cuerpo. Pese a que después de algunos segundos seguía inmóvil, le disparé otras tres veces, sólo para asegurarme. Nunca está de más asegurarse.
La gente seguía gritando, abriéndose paso a empellones en dirección a las puertas. Mahir y el doctor Wynne intentaban imponer sus gritos por el canal abierto, ambos exigiendo un informe de la situación y preguntándome si me encontraba bien y si el brote estaba controlado. Estaban dándome dolor de cabeza. Me saqué el auricular del oído y lo dejé sobre la mesa. Qué gritaran todo lo que quisieran. Yo ya me había cansado de escucharlos; no tenía por qué seguir haciéndolo.
—¿Has visto, George? —musité. No sé cuando empecé a llorar; eso daba igual. La sangre de Tate era idéntica a la de George: roja y brillante. Pero muy pronto empezaría a secarse y se volvería marrón, se volvería inútil, se volvería algo que el mundo puede olvidar—. Lo he matado. Lo he matado por ti.
«Bien hecho», me respondió mi hermana.
El senador Ryman gritaba mi nombre, pero estaba demasiado lejos como para importarme. Steve y Emily nunca lo dejarían acercarse tanto a un cadáver todavía caliente. Hasta que aparecieran los del CDC yo podía disfrutar de un poco de soledad. Me gustó la idea: soledad.
Retrocedí un par de pasos, cogí una silla y me senté a una mesa que me permitía tener vigilado a Tate. Por si acaso. En el centro de la mesa había una cestita con colines, abandonada por los caprichosos comensales cuando la cosa se había puesto fea. Cogí uno con la mano que tenía libre y lo mordisqueé distraídamente mientras con la otra sostenía la pistola de George, apuntando directamente a Tate. El gobernador no se movió. Yo tampoco. Quince minutos después, cuando el equipo del CDC llegó para hacerse cargo de la situación, Tate y yo todavía estábamos esperando; él con la cabeza sumergida en su charco de sangre en proceso de secado, yo, con mi cestita de colines. Los hombres del CDC examinaron el lugar, lo precintaron y nos hicieron salir para poner la zona en cuarentena y realizarnos análisis. Yo mantuve la mirada clavada en él hasta el último momento, atento a cualquier señal que indicara que todavía no había terminado, que la noticia todavía no había llegado a su final. Pero Tate no se movió, y George no abrió la boca, y me dejó solo en las tinieblas resonantes de mi cabeza.
¿Ha valido la pena, George? Dime, ¿ha valido la pena? Respóndeme si puedes, porque te juro por Dios que yo no lo sé.
Yo ya no sé nada.
M
e llevó tres meses conseguir que el CDC me entregara las cenizas de George. Lo normal habría sido que hubieran tardado más, dadas las circunstancias que rodearon su muerte, pero, por suerte para mí, mi hermana murió siendo una celebridad y eso granjea amistades en las altas esferas, incluso en el seno del mismísimo CDC, que ha estado ocupado con investigaciones internas para tratar de encontrar la fuente de las «donaciones» anónimas a Tate. Cuando el doctor Wynne acudió a sus superiores con una petición reclamando nuestro derecho a disponer de las cenizas de Georgia, éstos lo escucharon. Supongo que no querían correr el riesgo de convertirse en nuestro reportaje de la semana. Hoy en día todo el mundo quiere evitarlo. Con el tiempo eso pasará (Mahir dice que estamos perdiendo lectores todos los días, ya que la gente tiende a interesarse por las novedades), pero siempre mantendremos cierto caché gracias a todo lo ocurrido. «Tras el Final de los Tiempos: tan entregados a contaros lo que tenéis que saber que morirán en el empeño.» Yo estaría mucho más disgustado de no ser porque eso nos ha permitido recuperar a George y llevarla a casa.
El doctor Wynne me trajo personalmente la caja con sus cenizas, acompañado de una joven doctora rubísima que ya había visto en Memphis, Kelly Connolly. Ella me entregó el montón de tarjetas escritas a mano por los empleados de las sedes del CDC repartidas por todo el país, y me dijo que todavía tenía tres montones igual llegados del Instituto para la Investigación Médica de Enfermedades Infecciosas del Ejército de los Estados Unidos de América y de la Organización Mundial de la Salud. Tenía los ojos rojos, como de haber llorado. Tras la muerte de Buffy, nos acusaron de intentar engañar al mundo. Tras la muerte de George, ese mismo mundo lloraba su ausencia conmigo. Tal vez yo debía encontrar consuelo en ello, pero no era así. No quería que el mundo llorara su ausencia, simplemente quería que George volviera a casa.
De hacerlo habría necesitado una dirección para encontrarme. Regresé de la campaña electoral molido, a punto de un colapso debido al agotamiento y descubrí que mi hogar ya no era mi hogar. Mi habitación estaba conectada a la de George, y ella no estaba allí. A menudo me despertaba como de un sueño y estaba de pie en su habitación, sin saber cómo había llegado allí, esperando a que empezara a gritarme y a decirme que llamara a la puerta antes de entrar. Pero nunca pasó. Así que hice las maletas. Necesitaba escapar de los fantasmas. Necesitaba escapar de los Mason.
George murió y el mundo lloraba su ausencia conmigo, sí. Todo el mundo menos mis padres. Oh, sí, en público se comportaban como era de esperar, decían lo que era de esperar y hacían los gestos que eran de esperar. Papá escribió una serie de artículos en los que enfrentaba la responsabilidad individual a la pública y siguió invocando al «sacrificio heroico» de su querida hija adoptada, como si eso, de algún modo, realzara el valor de sus trilladas palabras. Supongo que conseguía su propósito, pues la serie le proporcionó los mejores datos de audiencia en años. George murió siendo una celebridad. No puedo culpar a mi padre por sacar provecho de ello. Aunque sí que puedo. ¡Oh, creedme! Sí puedo.
George y yo hemos tenido redactado el documento con nuestra última voluntad y testamento desde antes de que nos lo exigieran, y aunque ambos siempre dimos por sentado que yo abandonaría este mundo en primer lugar, siempre incluimos cláusulas de premoriencia. Si yo desaparecía antes que ella, se quedaría con todas mis pertenencias, incluidos los derechos de autor de mi obra, tanto la publicada como la inédita. Y a la inversa en el caso de que ella muriera primero. Antes de que nadie pusiera la mano en nuestro patrimonio ambos teníamos que morir, y ni siquiera entonces dejábamos nada a los Mason. Todo era para Buffy; y en el caso de que ella tampoco hubiera sobrevivido a lo que fuera que nos hubiera matado a ambos —(pues George y yo siempre pensamos que de la única manera que podíamos morir juntos era en una catástrofe del tipo «la furgoneta no arranca» en medio de un brote)— todo iba a parar a Mahir.
Había que mantener la página en funcionamiento. Había que dejar la información en las manos adecuadas. Los Mason han estado ausentes de nuestros testamentos desde que teníamos dieciséis años. Ellos no parecían haberse enterado, porque no llevaba ni tres días en casa cuando empezaron a amenazarme con poner a su nombre los archivos inéditos de George.
—Es lo que ella habría querido —me había dicho papá, haciendo todo lo posible para emplear el tono solemne de quien habla con conocimiento de causa—. Nosotros podemos encargarnos de todo, y tú estarás libre para labrarte una carrera en solitario. Ella no habría querido que hipotecaras tu vida para ocuparte de su legado.
—Eres uno de los irwins más importantes del mundo en este momento —había añadido mamá—. Tienes la sartén por el mango. Puedes hacer lo que quieras. Apuesto a que incluso puedes conseguir un permiso para entrar en Yosemite…
—Yo sé lo que quería mi hermana —les había replicado y los había dejado sentados a la mesa de la cocina, sin saber muy bien qué habían hecho mal.
A la mañana siguiente me había marchado. Pasé dos semanas durmiendo en los sofás de colegas blogueros de la ciudad que estaban al corriente de la situación, hasta que finalmente me pillé un apartamento. Sólo tenía un dormitorio, y los sistemas de seguridad estaban tan desfasados que el lugar hacía tiempo que habría sido historia de no ser porque se encontraba en una zona con un certificado de seguridad de primera; además yo no tenía que lidiar con fantasmas ni con unos padres oportunistas que me tendían emboscadas en los pasillos. George se trasladó conmigo, claro; su recuerdo estaba presente en todas sus cosas, empaquetadas en ordenadas cajas de cartón por los tipos que contraté para la mudanza… Pero nunca había estado viva en mi apartamento, y, a veces, yo conseguía olvidar que ya no estaba conmigo. A veces, incluso durante varios minutos, el mundo parecía ser como se suponía que debía ser.
Los doctores Wynne y Connolly aparecieron con las cenizas en el último momento, justo el día anterior al funeral. Si hubiese podido elegir, no lo habría organizado hasta tener en mi poder las cenizas y después de tener algún tiempo para aceptar su pérdida, pero las circunstancias no me dejaban demasiado margen de maniobra, pues el día programado para el funeral era el único en el que el senador Ryman podía asistir, y me había pedido expresamente que celebráramos la ceremonia un día que pudiera acudir. Siempre podría haberlo pospuesto, pero entonces nuestro equipo no habría podido venir, ya que tenían que seguir al senador, quien estaba librando, y al parecer ganando, una batalla cada vez más virulenta por su posición política. Magdalene, Becks y Alaric merecían disfrutar también de la oportunidad de despedirse de George; sobre todo porque habían seguido el camino que mi hermana, Buffy y yo habíamos tenido que abandonar.