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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Feed
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—Ya puede abrir los ojos, señorita Mason.

Me puse de nuevo la cinta bloqueadora, abrí los ojos y me dirigí hacia la puerta en el fondo de la esclusa de aire. La luz de encima de la puerta era verde, y cuando puse la mano en el pomo, giró sin ofrecer resistencia. Crucé la puerta.

La sala de guardia consistía en una de esas bestias híbridas que se han hecho tan habituales en los centros médicos durante los últimos veinte años: mitad sala de enfermería y de triaje, y mitad puesto de guardia, con botones de alarma por las paredes y un gran armero junto al dispensador de agua. Toda sala de guardia de un centro médico que se precie debe ofrecer un oasis de seguridad a los no infectados, incluso cuando el brote esté propagándose en todas direcciones. Si las esclusas de aire fallan, se puede sobrevivir durante días si se dispone de una buena cantidad de munición. En una sala de guardia de Atlanta se dio precisamente ese caso: cuatro enfermeras, tres médicos y cinco agentes del servicio de seguridad, junto con dieciocho pacientes aguantaron durante casi una semana hasta que los del CDC consiguieron controlar el brote que asolaba las inmediaciones del hospital y sacarlos sanos y salvos. Se rodó una película basada en ese episodio.

Shaun, que iba vestido con su ropa de calle, el muy cabrón, estaba sentado encima de un mostrador y sostenía una taza de café entre las manos. Cerca de él, de pie, había un hombre que no reconocí, con una bata de médico encima de la ropa. Junto a él estaba el senador Ryman, que parecía más nervioso que los otros dos juntos. Enfermeras y técnicos del centro cruzaron la sala hablando entre sí como los extras que pueblan la secuencia de una película: completaban la escena, pero no formaban parte ella, al menos no más que las paredes de la habitación.

El senador fue el primero en reaccionar a mi aparición. Se puso en pie y una expresión de alivio se instaló en su rostro. Se acercó a mí y me abrazó con fuerza antes de que yo tuviera la oportunidad de adivinar lo que se proponía. Solté un leve gruñido según se me escapaba el aire de los pulmones, pero el senador se limitó a apretarme un poco más fuerte, al parecer sin importarle que se me hubieran quedado los brazos pegados a las caderas. Se trataba de un brazo reconfortante para él, no para mí.

—La está dejando sin respiración, jefe —dijo Shaun arrastrando las palabras—. Me huelo a que todavía no se ha desenganchado de su adicción al oxígeno.

La puerta se abrió y volvió a cerrarse a mi espalda.

—¿Por qué está el senador Ryman aplastando a Georgia? —preguntó Rick en un tono de sorpresa.

—Sufre un shock postraumático —respondió Shaun—. Se cree una boa constrictor.

—Reíos si queréis, chicos —dijo el senador, soltándome por fin. Aliviada, reculé antes de que le diera por repetirlo—. Me habéis dado un susto de muerte.

—Nosotros también estábamos aterrados, senador —repuse, sin dejar de retroceder hasta que llegué a la altura de Shaun. Mi hermano me puso una mano en el hombro y me lo apretó. Ese simple gesto me proporcionaba un mundo de tranquilidad. Incliné la cabeza hacia su mano y me quedé mirando al tipo que no conocía.

—Joe, supongo.

—Doctor Joseph Wynne, de la delegación de Memphis del CDC —se presentó, y se acercó tendiéndome la mano. Se la estreché, y él apretó la mía con firmeza pero sin llegar a hacerme daño—. No sé cómo expresarle mi alegría por poder hablar en persona con usted.

—Y yo me alegro de poder hablar —repuse. Una vez realizado el intercambio de cumplidos, fruncí el ceño—. Veamos, ¿puede alguien explicarme por qué pasé de estar cumpliendo con mis deberes como ciudadana junto a una autopista a despertarme de repente en una sala de aislamiento de un complejo del CDC?

—La verdad es que se trata de una historia divertida —respondió Shaun.

Solté la mano de Joe y me volví para mirar a mi hermano.

—Define divertido.

Shaun cogió un fardo que había junto a él en el otro lado del mostrador y me lo pasó. Ahí estaban mi ropa y una bolsa de plástico que contenía mi pistola y mi bisutería. Me apreté el fardo contra el pecho.

—Alguien llamó a los CDC dos minutos antes de que lo hicieras tú y les contó que todos nosotros habíamos muerto en el accidente —dijo aparentemente con una sinceridad absoluta.

Por un momento, lo único que fui capaz de hacer fue seguir mirándolo. Luego volví la cabeza para mirar a Joe y al senador Ryman.

—¿Es eso cierto? —pregunté.

—Bueno, señorita —respondió Joe con una evidente incomodidad—, tenemos que hacer caso de todas las llamadas que recibimos…

—Ya teníais en vuestro poder los resultados de los análisis que nos habíamos hecho. Sabíais que no estábamos muertos.

—Los resultados de esa clase de análisis son fáciles de falsificar —explicó Joe—. Lo hicimos lo mejor que pudimos.

Asentí de mala gana. Ciñéndonos a la ley, los tipos del CDC podrían habernos pegado un tiro nada más llegar al valle, esterilizar la zona y hacer lo que les viniera en gana con nuestros restos. Que nos hubieran capturado vivos para someternos a exámenes más exhaustivos era extraordinario, pues se exponían a unos riesgos innecesarios: nadie se habría extrañado de que nos hubieran matado.

—¿Y qué os llevó a capturarnos vivos? —pregunté.

Joe sonrió.

—Poca gente puede llamar al CDC para alertar de una situación tan desesperada y explicarse con tanta serenidad, Georgia. Estaba deseando conocer a alguien capaz de hacerlo.

—Nuestros padres nos han enseñado muy bien —repuse. Levanté el fardo con mi ropa y mi equipo—. ¿Hay algún lugar donde pueda vestirme?

—¡Kelly! —Joe se dio la vuelta y detuvo a una mujer con bata de médico. Parecía novata e iba con los ojos abiertos como platos; no debía de ser mayor que Buffy, y su larga melena rubia, recogida detrás con un pasador, le daba cierto parecido con nuestra desdichada compañera. Se me hizo un nudo en la garganta.

Joe me señaló.

—Georgia Mason, ésta es la doctora Kelly Connolly. Doctora Connolly, ¿podría acompañar a la señorita Mason a un vestuario?

Shaun bajó del mostrador.

—Vamos, Rick, te llevaré a los vestuarios masculinos.

—Te lo agradezco —respondió Rick, agarrando del mostrador el fardo con su ropa.

—Por supuesto, doctor Wynne —dijo Kelly—. Por aquí, si es tan amable, señorita Mason.

—Claro —dije, y la seguí.

Recorrimos un pasillo no demasiado largo con las paredes pintadas de un cálido color amarillo. Kelly abrió una puerta que daba paso a un pequeño vestuario.

—Aquí se cambian las enfermeras.

—Gracias —dije. Cogí el pomo de la puerta y me la quedé mirando—. Ya encontraré el camino de vuelta.

—De acuerdo. —La doctora continuó mirándome unos instantes, vacilante. Yo le sostuve la mirada. Al cabo, confesó—: ¿Sabe? Leo su página. Todos los días. También la seguía en Los Defensores del Puente antes de que usted y su hermano se establecieran por su cuenta.

Enarqué una ceja.

—¿En serio? ¿Y a qué debo el honor?

La doctora se puso roja.

—Por su apellido —respondió ruborizada—. En la facultad de medicina hice un trabajo sobre la transmisión del agente que provoca la amplificación del Kellis-Amberlee de los seres humanos a los animales. Me topé con su nombre mientras buscaba información sobre su… su hermano, y como me gustó cómo escribía, empecé a seguirla en la red.

—Ah. —Parecía a punto de añadir algo. Esperé sin desviar la mirada de ella. Se puso aún más roja.

—Sólo quería aprovechar esta ocasión para transmitirle mis condolencias.

Fruncí el ceño.

—Por…

—Por la pérdida de Buffy.

Se me heló la sangre. Tuve que hacer un esfuerzo para seguir respirando.

—¿Cómo se ha enterado?

—He leído la noticia sobre su incorporación al Muro —respondió Kelly, parpadeando sin disimular su sorpresa.

—¿Al Muro? Pero, ¿cómo se han podido ente…? ¡Oh, Dios mío, las cámaras!

—¿Señorita Mason? ¿Georgia? ¿Se encuentra bien?

—¿Eh? —En algún momento que no recordaba había apartado los ojos de su mirada. Me volví de nuevo a ella y dije, meneando la cabeza—: No… No se me había ocurrido pensar que ya debía de estar en el Muro. Gracias. Acepto sus condolencias. —Di media vuelta, cerré la puerta y me interné en el vestuario de las enfermeras sin darle tiempo a despedirse. Me daba igual que pensara que era una maleducada. Soy periodista. Se supone que los periodistas somos unos maleducados, ¿no? Forma parte de nuestra mística.

Los pensamientos me rondaban por la cabeza como la hojarasca arrastrada por el viento mientras me quitaba el pijama de la institución y me ponía mi ropa. Vestirme me llevó más tiempo de lo habitual, ya que después de ponerme cada prenda tenía que hacer una pausa para guardarme en los bolsillos correspondientes los dispositivos de grabación, cámaras y receptores inalámbricos. Si no lo hacía así, sería incapaz de encontrarlos durante semanas.

La muerte de Buffy ya se había incorporado al Muro. Debía haberlo imaginado, pues ya habrían notificado su fallecimiento a la familia, lo que significaba que ya debía de estar escrito su obituario. Sin embargo, por algún motivo, ser consciente de este simple hecho (que se había sumado en el Muro a todas las víctimas de esta plaga eterna) hacía que fuera absolutamente imposible negar su muerte. Es más, sirvió para recordarme un hecho crucial: estamos conectados con el resto del mundo, incluso cuando nos encontramos aislados. Las cámaras siempre están en funcionamiento. Y en ese instante era eso precisamente lo que me preocupaba.

Me puse las gafas de sol y me quité la cinta bloqueadora justo cuando me las subía por la nariz. Me hacían sentir menos desnuda que cualquier otra cosa. Me llevé la mano al oído y activé el teléfono de la anilla.

—Mahir.

Varios segundos después me llegó desde el otro lado de la línea la voz somnolienta de Mahir.

—Más te vale que sea importante.

—¿Te has dado cuenta de que tu acento es más marcado cuando estás cansado?

—¿Georgia?

—Has dado en el clavo.

—¡Georgia!

—Sigues dando en el clavo.

—¡Estás viva!

—A duras penas, y estamos en custodia del CDC, así que no tengo mucho tiempo —dije. Mahir, como buen lugarteniente, no dijo nada más—. Necesito que descargues los vídeos de las cámaras externas de la furgoneta y la moto, asegúrate de que no te dejas nada y luego borra los originales.

—¿Y quieres que lo haga porque…?

—Ya te lo explicaré más tarde. —Cuando no esté llamándote desde el interior de una instalación gubernamental donde es probable que se controlen todas las comunicaciones—. ¿Puedes hacerlo?

—Claro. Ya me pongo a ello.

—Gracias, Mahir.

—¡Ah! Oye, Georgia. Doy gracias por que sigas viva.

Sonreí.

—Yo también, Mahir. Descarga los vídeos y duerme un poco. —Di un golpecito al auricular para cortar la comunicación.

Me arreglé el cuello de la chaqueta, me esforcé en poner una expresión neutra y salí del vestuario en dirección a la sala de guardia. Las cámaras. ¿Cómo podía haberme olvidado de ellas siquiera por unos minutos?

Mantenemos las cámaras externas grabando continuamente. A veces hemos encontrado cosas interesantes al revisar las grabaciones, como aquella vez que Shaun utilizó varias imágenes de la mediana de una autopista absolutamente normal para rastrear una manada de zombies que andaban de cacería en las inmediaciones de la frontera con Colma. Dependiendo del ángulo de tiro del francotirador, podríamos utilizar las imágenes para identificar a un asesino. Teniendo en cuenta, por supuesto, que quienquiera que fuera aún no hubiera tenido la oportunidad de colarse en nuestros discos duros y que Buffy no hubiera contado a alguno de sus «amigos» nuestras costumbres con las grabaciones.

Empezaba a sentirme como una teórica de las conspiraciones, pero no estaba fuera de lugar, pues esto estaba empezando a parecerse mucho a una conspiración.

Rick se movía con menos dispositivos que yo; él y Shaun ya habían regresado a la sala de guardia cuando volví, y Rick había conseguido una taza de café de alguna parte. Me la quedé mirando con deseo, aunque rápidamente me cambió la cara cuando mi hermano me tendió una Coca-Cola, todavía fría pese a que la lata ya estaba cubierta de las gotitas de la condensación.

—La verdad, Shaun, es que puedes considerarte un dios entre mortales —dije.

—Hoy soy un dios, pero mañana, cuando tengas que gritarme para que deje de jugar con los muertos, volverás a llamarme idiota, ¿o no?

—Ajá. —Levanté la lata, tiré de la anilla, tomé un trago largo y suspiré—. El CDC tiene buen gusto para los refrescos.

—Eso intentamos —dijo Joe.

Ése era el pie que necesitaba. Bajé la lata y me volví a él, recuperada mi seguridad en mí misma tras mis gafas de sol.

—¿Así que recibieron una llamada en la que decían que estábamos muertos?

—Los registros la sitúan dos minutos antes de la de ustedes. La información apareció en la pantalla mientras hablaba con usted.

Eso explicaba que me hubiera solicitado detalles sobre nuestras referencias.

—¿Tienen algún nombre? ¿O, mejor aún, algún número?

—Temo que no. Ni lo uno ni lo otro —respondió Joe.

—Fue una llamada anónima realizada desde un teléfono móvil desechable —intervino Shaun.

—Entonces el número consta en el registro de llamadas…

—Pero eso no significa nada.

—Genial. —Continué con la mirada fija en Joe—. Doctor Wynne…

—Joe, por favor. Una chica que regresa de estar «legalmente muerta» se ha ganado el derecho a llamarme por mi nombre de pila. —Mi gesto de sorpresa debió de ser evidente, pues Joe rió entre dientes y explicó—: Si el CDC recibe una llamada informando de que una persona ha dado positivo en una prueba del virus, esa persona está oficialmente muerta hasta que se confirma que se trata de una broma. Es un procedimiento estándar establecido por ley y una medida de precaución.

Me lo quedé mirando fijamente.

—Y eso es porque a nadie se le ocurriría gastar una broma al CDC, ¿no?

—Así debería ser, y créame, señorita Mason, cuando encontremos a los responsables de esta broma, aprenderán rápidamente la lección. —La expresión sonriente de Joe se transformó en un gesto de preocupación. Y era comprensible, pues la mayoría de la gente que trabaja para el CDC lo hace porque desean sinceramente mejorar la condición humana. Si hay alguna institución o persona capaz de encontrar una cura para el Kellis-Amberlee sin duda es el CDC, poseedor de unos índices de popularidad casi universales y de una billetera aún más cargada. La juventud idealista lucha con uñas y dientes para entrar en esa institución y sólo los mejores lo consiguen. Eso significa que el CDC tiene empleados a un montón de gente orgullosísima, personas que nunca harían nada que mancillara el honor de la institución a la que representan.

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