Read Fantasmas del pasado Online
Authors: Nicholas Sparks
El tono triste en que lo dijo casi le partió el corazón, y sus ojos se humedecieron durante un instante.
—Gracias.
Rachel y Jeremy se mostraron sumamente prudentes, moviéndose discretamente a cierta distancia de la multitud. Rachel se dedicó a mostrarle los cuadros de diversos miembros de la familia Lawson, quienes compartían una increíble similitud no sólo de una generación a otra sino, extrañamente, también entre los dos géneros. Los hombres tenían rasgos afeminados, y las mujeres mostraban una tendencia a ser masculinas, por lo que parecía que cada pintor hubiera usado el mismo modelo andrógino. Jeremy apreció que Rachel lo mantuviera ocupado y alejado del peligro, a pesar de que ella se negara a soltarse de su brazo. Podía oír cómo la gente murmuraba sobre él, pero no estaba todavía listo para mezclarse con el resto de los convidados. Lo cierto era que se sentía adulado ante todo ese montaje. Nate no había sido capaz de reunir a más de una décima parte de los allí congregados para ver su intervención televisiva, y encima tuvo que ofrecer bebida gratis para asegurarse de que vendría el máximo número de personas posible.
No obstante, en Boone Creek las cosas eran distintas. En los pueblos pequeños de Estados Unidos la gente se dedicaba a jugar al bingo o a los bolos, y a ver la reposición de antiguas series televisivas. No había visto tanto pelo azul ni tanto poliéster desde… seguramente jamás, y mientras sopesaba la situación, Rachel le apretó el brazo para llamar su atención.
—Prepárate, corazón; ha llegado el momento del espectáculo.
—¿Cómo dices?
Ella miró por encima del hombro de Jeremy, hacia la creciente conmoción que se estaba formando a sus espaldas.
—Hombre, Tom, ¿qué tal va? — saludó Rachel, luciendo su mejor sonrisa a lo Hollywood.
El alcalde parecía ser la única persona en toda la estancia que sudaba. Su calva relucía como una bola de billar bajo la luz de las lámparas, y si estaba sorprendido de ver a Jeremy con Rachel, no lo demostró.
—¡Rachel! Estás tan guapa como siempre. Veo que te has encargado de mostrar el ilustre pasado de esta honorable casa a nuestro invitado.
—He hecho lo que he podido —repuso ella.
—Vaya, vaya; me parece perfecto.
Siguieron departiendo sobre cuestiones triviales antes de que Gherkin decidiera ir directo al grano.
—Rachel, ¿verdad que no te importa si te robo a tu acompañante? Me parece que ya le has contado suficientes cosas sobre esta honorable mansión, y la gente tiene ganas de que empiece la función.
—Oh, no te preocupes, adelante —contestó ella con aplomo, y en cuestión de segundos, el alcalde sustituyó la mano de Rachel por la suya y empezó a guiar a Jeremy hacia la multitud.
Mientras caminaban, la gente dejó de hablar y se apartó hacia los lados, como si se tratara del mar Rojo dando paso a Moisés. Algunos invitados contemplaban a los dos individuos con los ojos bien abiertos, o erguían el cuello y la barbilla para poder verlos mejor. La gente empezó a emocionarse y a susurrar lo suficientemente alto como para que Jeremy oyera lo que decían: «¡Es él, es él!».
—No puedes ni imaginar lo contentos que estamos de que finalmente hayas podido venir —murmuró el alcalde, hablando por la comisura de los labios y sin dejar de sonreír a la multitud—. Por un momento había empezado a preocuparme.
—Quizá deberíamos esperar a Lexie —dijo Jeremy, intentando evitar que sus mejillas se sonrojaran. Todo ese espectáculo, especialmente el ser escoltado por el alcalde como si fuera la reina de la fiesta, le parecía grotesco, excesivo, chocante.
—Acabo de hablar con ella, y me ha dicho que se reunirá con nosotros allí —aclaró el alcalde.
—¿Allí? ¿Dónde es allí?
—Hombre, estás a punto de conocer al resto de los empleados del Consistorio. Ya conoces a Jed y a Tully y a los muchachos que te he presentado esta mañana, pero todavía hay unos cuantos más. Ah, y también están los comisionados del condado. Igual que yo, están bastante impresionados por tu visita, bastante impresionados. Y no te preocupes; tienen a punto todas sus historias sobre los fantasmas. Has traído la grabadora, ¿no?
—Sí, la tengo en el bolsillo.
—Vaya, vaya. Perfecto. Y… —Por primera vez dio la espalda a la multitud para mirar a Jeremy—. Supongo que esta noche piensas ir al cementerio.
—Así es; y hablando de eso, quería asegurarme de que…
El alcalde siguió hablando como si no lo hubiera oído, sin dejar de saludar a la multitud.
—Como alcalde, considero que es mi obligación decirte que no tienes nada que temer. Oh, es todo un espectáculo, es cierto, lo suficiente como para conseguir que le dé un síncope a un elefante. Pero hasta el día de hoy, nadie ha resultado herido, excepto por Bobby Lee Howard, y empotrarse contra esa señal de la carretera tuvo menos que ver con lo que vio que con el hecho de que hubiera ingerido doce pastillas antes de sentarse detrás del volante.
—Ah —asintió Jeremy, empezando a imitar al alcalde con los saludos para quienes lo miraban con enorme curiosidad—. Intentaré recordarlo.
Lexie lo estaba esperando entre el resto de los empleados del Ayuntamiento, y Jeremy suspiró aliviado cuando ella se colocó a su lado mientras le presentaban a la poderosa élite del pueblo. La mayoría de ellos demostraron ser francamente amables —a pesar de que Jed se pasó todo el rato mirándolo con cara de malas pulgas y con los brazos cruzados—, pero Jeremy no pudo evitar observar a Lexie con el rabillo del ojo. Parecía ausente, y se preguntó qué había pasado entre ella y Rodney.
No tuvo la oportunidad de averiguarlo, ni siquiera de relajarse, en las siguientes tres horas, ya que el resto de la velada estaba organizado a modo de convención política a la vieja usanza. Después de conocer a los del Consistorio —uno a uno, con la excepción de Jed— y de ser agasajado por el alcalde, quien le aseguró que «podría ser la mejor historia jamás contada» y le recordó que «el turismo es una fuente de ingresos muy importante para el pueblo», fue conducido hasta el escenario, que estaba adornado con una espectacular pancarta que proclamaba: ¡Bienvenido Jeremy Marsh!
Técnicamente no era un escenario, sino una enorme tabla de madera engalanada con un mantel de color púrpura brillante. Jeremy tuvo que recurrir a una silla para subirse al estrado, al igual que Gherkin, sólo para ponerse frente a un mar de caras desconocidas que lo miraban con expectación. Cuando la multitud se hubo calmado, el alcalde pronunció un larguísimo discurso en el que alabó a Jeremy por su profesionalidad y su honestidad, como si se conocieran de toda la vida. Gherkin no sólo mencionó su intervención en el programa
Primetime Live
—lo que provocó las sonrisas y asentimientos ya familiares y unas cuantas exclamaciones de admiración—, sino también un número de artículos destacados que Jeremy había escrito, entre ellos uno para la revista
Atlantic Monthly
sobre la investigación de armas biológicas en Fort Detrick. Aunque a veces aparentara ser un poco despistado, el alcalde había hecho los deberes y sabía cómo halagar a alguien. Al final del discurso le hizo entrega de la llave de la ciudad, y los Mahi—Mahis —subidos a otra tabla emplazada en la pared adyacente— arrancaron con fuerza y cantaron tres canciones:
Carolina in My Mind, New York, New York
y, quizá la más apropiada, el tema principal de la banda sonora de
Los cazafantasmas.
Sorprendentemente, los Mahi—Mahis no eran tan malos, aunque le costó comprender cómo podían sostenerse en pie sobre la tarima. Tenían embelesada a la multitud, y por un instante, Jeremy se dio cuenta de que estaba sonriendo y pasándolo francamente bien. De pie, encima del escenario, vio cómo Lexie le guiñaba el ojo, lo cual sólo consiguió que toda esa parafernalia pareciera todavía más surrealista.
Después el alcalde lo condujo hasta un rincón apartado y lo invitó a sentarse en una silla tan antigua como cómoda, delante de una mesa también antigua. Con la grabadora en marcha, Jeremy se pasó el resto de la noche escuchando una historia tras otra sobre los encuentros con los fantasmas. El alcalde consiguió que la gente formara una fila, y todos empezaron a parlotear de forma excitada mientras aguardaban pacientemente su turno para hablar con Jeremy, como si éste estuviera repartiendo autógrafos.
Desgraciadamente, la mayoría de las historias que escuchó divergían en detalles significativos. Cada uno en la fila aseguraba haber visto las luces, pero cada uno le ofrecía una descripción diferente del fenómeno. Algunos juraban que tenían aspecto humano; otros decían que se asemejaban a luces estroboscópicas. Un sujeto proclamó que esos fantasmas eran igualitos a los disfraces de Halloween, con forma de sábana blanca y dos agujeros negros por ojos. La explicación más original se la dio un muchacho llamado Joe, quien declaró que había visto las luces más de media docena de veces, y habló con autoridad cuando aseveró que tenían el mismo aspecto que la señal luminosa de Piggly Wiggly que había en la ruta 54 cerca de Vanceboro.
Durante todo el rato, Lexie se mantuvo cerca de la zona charlando con diversas personas, y de vez en cuando, sus ojos se encontraban cuando tanto ella como él se hallaban inmersos en alguna conversación con terceros. Como si estuvieran compartiendo una broma privada, ella sonreía enarcando las cejas, con una expresión como si le recriminara: «¿Ves en qué barullo te has metido tú sólito?».
Jeremy pensó que Lexie no era como ninguna de las mujeres con las que había salido últimamente. No ocultaba lo que estaba pensando, ni intentaba impresionarlo, ni tampoco se mostraba afectada por nada de lo que él había hecho en el pasado. En lugar de eso, parecía evaluarlo por sus actos, por cómo reaccionaba en cada momento, sin apoyarse en prejuicios acerca del pasado o el futuro.
Esa era una de las razones por las que se había casado con María. No fue simplemente la aglomeración de emociones que sintió la primera vez que hicieron el amor lo que lo cautivó, más bien fueron un par de cosas simples las que lo convencieron de que ella era la mujer que buscaba. Su falta de pretensión delante de los otros, su forma fría de confrontarlo cuando hacía algo incorrecto, la paciencia con la que lo escuchaba cuando él estaba intranquilo a causa de algún problema imprevisto. Y a pesar de que él y Lexie no habían compartido ninguno de los pequeños detalles diarios de la vida, no podía dejar de pensar que seguramente esa mujer podría hacer frente a cualquier cosa, si se lo proponía.
Jeremy se fijó en que ella sentía un afecto genuino hacia la gente del pueblo, y parecía estar verdaderamente interesada en cualquier cosa que le contaban. Su conducta sugería que no albergaba ninguna razón para cortar a nadie en medio de una conversación —o para hacer que su interlocutor se diera prisa por acabar—, y mostraba un absoluto impudor a la hora de soltar sonoras carcajadas cuando algo la divertía. De vez en cuando, se inclinaba hacia delante para abrazar a alguien, y cuando retrocedía hasta la posición inicial, asía las manos de la persona y murmuraba algo en la línea de: «Qué contenta estoy de verte». Que no se sintiera diferente al resto, o incluso que no se fijara en que los demás eran obviamente distintos, le recordó a Jeremy a una tía que siempre había sido la persona más popular en las cenas de familia, simplemente por su destacado altruismo, porque centraba por completo su atención en los demás.
Unos breves minutos más tarde, cuando se levantó de la mesa para estirar las piernas, Jeremy vio a Lexie que se dirigía directamente hacia él, dejando a su paso una leve estela de seducción con el suave balanceo de sus caderas. Mientras la contemplaba, hubo un momento, un brevísimo momento, en que la escena le pareció como si no estuviera pasando en ese preciso instante sino en el futuro; sólo otra fiestecita en una larga procesión de fiestecitas en un pequeño pueblo del sur de Estados Unidos, en medio de la nada.
La noche caía sobre la plantación de Lawson. Jeremy y el alcalde charlaban, apartados en un rincón del porche, mientras Lexie y Doris los observaban desde el otro extremo.
—Estoy plenamente convencido de que le habrás sacado partido a esta noche —dedujo Gherkin—, y de que has sido capaz de ver por ti mismo la maravillosa oportunidad que tienes entre los manos con esta fabulosa historia.
—Así es. Muchísimas gracias por todos los esfuerzos, aunque no teníais que molestaros tanto —afirmó Jeremy.
—Bobadas —replicó Gherkin—. Es lo mínimo que podemos hacer. Y además, quería que vieras lo que la gente de esta localidad es capaz de montar cuando se lo propone. Así que ya puedes imaginarte lo que haríamos por los de la tele. Por supuesto, aún podrás saborear un poco más la hospitalidad sureña durante este fin de semana. La atmósfera del pueblo, la sensación de viajar hacia atrás en el tiempo mientras te paseas por las casas antiguas: nada que te puedas imaginar es comparable a eso.
—No me cabe la menor duda —apuntó Jeremy.
Gherkin sonrió.
—Bueno, mira, tengo que ocuparme de un par de cosas ahí dentro. Ya sabes; las obligaciones de un alcalde nunca tienen fin.
—Lo comprendo. Ah, y gracias por esto —agregó Jeremy al tiempo que levantaba la llave de la ciudad.
—De nada. Te la mereces. — Le tendió la mano—. Pero no te hagas ilusiones. No es que con ella puedas abrir la caja acorazada del banco ni nada por el estilo. Se trata simple y llanamente de un gesto simbólico.
Jeremy sonrió mientras Gherkin apretaba su mano efusivamente. Cuando el alcalde desapareció dentro de la casa, Doris y Lexie se acercaron a Jeremy, mostrando unas amplias sonrisas burlonas. Pero a pesar de esas muecas divertidas, a Jeremy no se le escapó que Doris tenía aspecto de estar exhausta.
—Caramba, caramba —dijo Doris.
—¿A qué viene eso? — preguntó Jeremy, desconcertado.
—Vaya con el urbanita encantador.
—¿Cómo dices?
—Tendrías que haber oído los comentarios de algunos de los muchachos —se río Doris—. Simplemente me siento orgullosa de poder afirmar que yo ya lo sabía antes de que te hicieras famoso.
Jeremy sonrió, con cara de corderito.
—Menuda locura colectiva, ¿eh?
—Ni que lo digas —contestó Doris—. Mis alumnas del grupo de estudios de la Biblia se han pasado toda la noche hablando sobre lo guapo que eres. Un par de ellas querían invitarte a sus casas, pero afortunadamente, he sido capaz de disuadirlas. Además, no creo que a sus esposos les hubiera hecho ni pizca de gracia.