Read Fantasmas del pasado Online
Authors: Nicholas Sparks
—Estudié en la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, y pasé bastante tiempo en Raleigh. También estuve en Charlotte un día, cuando estudiaba en el instituto. El equipo de futbol local se convirtió en el campeón del estado cuando yo estudiaba el último año, así que nadie en el pueblo quiso perderse la final. Montamos una larguísima caravana de hasta casi cuatro millas. ¡Ah! ¡Y se me olvidaba! En Washington DC, en una excursión cuando era pequeña. Pero jamás he salido de Estados Unidos.
Mientras hablaba, era plenamente consciente de lo aburrida que debía de parecerle su vida a Jeremy, pero éste, como si le leyera el pensamiento, esbozó una cálida sonrisa.
—Te gustaría Europa. Las catedrales, los pueblos pintorescos, los bares y las plazas bulliciosas de los pueblos y de las ciudades. El estilo de vida relajado… Por tu forma de ser, segura que te sentirías como pez en el agua allí.
Lexie sonrió. Qué agradable pensamiento, pero… Ese era el problema. Siempre había un pero. La vida mostraba una desagradable tendencia a acotar las oportunidades exóticas. Viajar por placer a lugares lejanos no era una realidad al alcance de la mayoría de la gente, incluida ella. No podía convencer a Doris para que la acompañara, ni tampoco podía tomarse demasiados días libres de la biblioteca. De todos modos, ¿por qué diantre le estaba contando él toda esa película? ¿Para mostrarle que era más cosmopolita que ella? Lexie ya sabía eso de antemano; no hacía falta una exhibición tan desconsiderada.
No obstante, mientras intentaba digerir esos pensamientos, otra vocecita se interpuso en su monólogo mental, una voz que le decía que Jeremy sólo intentaba elogiarla, decirle que sabía que ella era diferente, más mundana de lo que parecía, y que por eso podía encajar en cualquier sitio sin ningún problema.
—Siempre he querido viajar —admitió finalmente, intentando sortear las voces contradictorias en su cabeza—. Debe de ser fantástico, si uno puede permitírselo, claro.
—Sí, a veces es maravilloso. Pero lo creas o no, lo que más me atrae es conocer a gente. Y cuando recuerdo los lugares donde he estado, a menudo veo caras en lugar de monumentos.
—Hablas como un verdadero sentimental —aseveró ella mientras pensaba: «Señor Marsh, es usted difícil de resistir. Mujeriego, romántico y altruista, viajero pero a la vez enamorado de su ciudad natal, mundano pero consciente de las cosas que realmente valen la pena en esta vida. Seguro que no importa adonde vaya o a quién conozca; no me cabe la menor duda de que tiene una habilidad innata para hacer que los demás, especialmente las mujeres, se sientan a gusto con usted». Lo cual, por supuesto, la llevaba directamente a aceptar la primera impresión que había tenido de él.
—Quizá sí que soy un sentimental —dijo Jeremy, sin apartar los ojos de ella.
—¿Sabes lo que más me gustaba de Nueva York? — dijo Lexie cambiando de tema.
Él la miró con curiosidad.
—La sensación de que siempre pasaba algo en esa ciudad. A todas horas había gente caminando a un ritmo frenético por las aceras, y las calles estaban plagadas de taxis, sin importar la hora que fuera. Siempre había algún lugar adonde ir, algo que ver, un nuevo restaurante que probar. Era excitante, especialmente para alguien como yo, que se había criado en un pueblo pequeño; vaya, casi tan excitante como ir a Marte.
—¿Por qué no te quedaste?
—Supongo que podría haberlo hecho. Pero no era el lugar más idóneo para mí. Al principio tenía una buena razón para estar allí. Me fui con mi novio.
—Ah —dijo Jeremy—. Así que lo seguiste hasta Nueva York.
Ella asintió con la cabeza.
—Nos conocimos en la universidad. Parecía tan…, no lo sé…, tan perfecto, supongo. Era de Greensboro. Provenía de una buena familia y era sumamente inteligente. Y muy guapo, también; tan guapo como para conseguir que cualquier mujer ignorara sus mejores instintos y cayera rendida a sus pies. Se interpuso en mi camino, y al día siguiente me encontré siguiéndolo a ciegas hasta la gran ciudad, sin poder evitarlo.
—¿De veras era tan especial? — Jeremy sonrió socarronamente.
Lexie también sonrió maliciosamente. A los hombres no les gustaba oír halagos sobre otros hombres, especialmente si éstos habían mantenido una relación formal con la mujer que les interesaba.
—Todo fue viento en popa durante el primer año. Incluso habíamos decidido casarnos. — Lexie pareció perderse en sus pensamientos, luego entornó los ojos y soltó un suspiro antes de proseguir—. Obtuve una plaza de interina en la biblioteca de la Universidad de Nueva York, y Avery encontró trabajo en Wall Street; hasta que un día me lo encontré en la cama con una de sus compañeras de trabajo. Fue un golpe muy duro, pero me di cuenta de que no era el tipo que yo esperaba, así que hice las maletas y regresé. Desde entonces no lo he vuelto a ver.
La brisa empezó a soplar con más fuerza, con un lento y prolongado silbido.
—¿Tienes hambre? — le preguntó ella, intentando cambar de tema nuevamente—. Aunque estoy a gusto aquí, charlando contigo, creo que será mejor que coma algo. Si estoy hambrienta, suelo ponerme verdaderamente insoportable.
—La verdad es que yo también me muero de hambre —repuso él.
Regresaron al coche y se repartieron la comida. Jeremy abrió la caja de galletas saladas. Sentado en el asiento del conductor, se dio cuenta de que la vista que tenían delante no era nada especial, así que puso el motor en marcha y maniobró por la explanada hasta que encaró el coche hacia la fabulosa panorámica del pueblo; entonces apagó el motor.
—Así que volviste a Boone Creek y te pusiste a trabajar de bibliotecaria y…
—Así es —constató ella—. Eso es lo que he estado haciendo durante los últimos siete años.
Jeremy hizo sus cuentas y calculó que Lexie debía de tener treinta y un años.
—¿Has tenido algún otro novio desde entonces? — inquirió.
Lexie rompió un trozo de queso de la cajita de cartón que sostenía entre sus piernas y lo puso sobre una galleta salada. No sabía si contestar, pero entonces pensó que tampoco pasaba nada por contar parte de su vida a un desconocido. Después de todo, él se marcharía del pueblo en un par de días.
—Sí. He tenido algún que otro novio. — Le habló del abogado, del médico, y por último de Rodney Hopper; pero no mencionó al señor sabelotodo.
—Fantástico, ¿no? Por lo que cuentas, parece que eres feliz —dedujo él.
—Lo soy —aseveró ella rápidamente—. ¿Tú no?
—La mayor parte del tiempo sí, aunque de vez en cuando me entra alguna neura repentina, pero creo que eso es normal.
—¿Y es entonces cuando te pones tus pantalones caídos?
—Exactamente —respondió él con una sonrisa. Tomó un puñado de galletas saladas, los dejó en equilibrio sobre una de sus piernas y empezó a colocar trozos de queso sobre cada uno de ellos. Levantó la vista, con aire serio—. ¿Te molesta si te hago una pregunta personal? No tienes que contestar, si no quieres. No me sentiré humillado, de verdad. Pero es que siento una enorme curiosidad por algo que has dicho antes.
—¿Te refieres a algo más personal que preguntarme sobre mis ex novios?
Jeremy puso cara de ingenuo, y ella tuvo una visión repentina de cómo debía de ser cuando era un chiquillo: con la carita delgada y tersa, con el flequillo cortado en línea recta, con una camiseta y unos vaqueros sucios de tanto jugar en la calle.
—Adelante.
Jeremy clavó la vista en su cajita de cartón con fruta mientras hablaba, como si le diera vergüenza mirarla a los ojos.
—Antes me has señalado la casa de tu abuela, y has dicho que te criaste allí.
Lexie asintió. Se había preguntado cuánto tardaría en hacerle esa pregunta.
—Así es.
—¿Por qué?
Lexie desvió la vista hacia la ventana, y por unos instantes buscó un punto de la carretera que conducía hasta los confines del pueblo. Cuando lo avistó, empezó a hablar sosegadamente.
—Mis padres volvían de Buxton, una pequeña localidad en la que tenían una casita en la playa. Está en la zona de la Barrera de Islas, y es el pueblo que eligieron para casarse. Resulta bastante difícil llegar hasta allí desde Boone Creek, pero mi madre aseguraba que era el lugar más bello del mundo, así que mi padre compró una barca para que no tuvieran que usar el transbordador cada vez que quisieran ir. Era su lugar preferido, donde se escapaban juntos siempre que podían. Desde el porche se divisa una magnífica panorámica, con un bonito faro incluido. De vez en cuando yo también me refugio allí, igual que hacían ellos, cuando necesito desconectar de todo y de todos.
En sus labios se esbozó una finísima sonrisa antes de continuar.
—Una noche, de regreso a casa, mis padres estaban cansados. Aún se necesita un par de horas para hacer el trayecto sin el transbordador. Todos creen que en el camino de vuelta mi padre se quedó dormido mientras conducía y el coche se precipitó por el puente. Cuando la policía halló el coche y logró sacarlo del agua a la mañana siguiente, los dos habían muerto.
Jeremy se quedó mudo durante unos momentos que parecieron eternos.
—Qué terrible —acertó a balbucear finalmente—. ¿Cuántos años tenías?
—Dos. Ese día me había quedado a dormir en casa de mi abuela, y al día siguiente, ella se fue al hospital con mi abuelo. Cuando regresaron, me explicaron que a partir de entonces viviría con ellos. Y así fue. Pero es extraño; quiero decir, sabía lo que había pasado, pero nunca me llegó a parecer particularmente real. No tuve la impresión de que me faltara nada en la infancia. Para mí, mis abuelos eran como los padres de los demás chicos, salvo que yo me dirigía a ellos por el nombre de pila. — Sonrió—. Fue idea de ellos, por si te interesa. Supongo que no querían que a partir de ese momento los viera como mis abuelos, porque tenían que encargarse de criarme, pero tampoco eran mis padres. Cuando terminó, lo miró con serenidad, y se fijó en la forma en que sus hombros parecían llenar el jersey por completo, casi de un modo perfecto. También se fijó en el hoyuelo de la barbilla.
—Ahora me toca a mí hacer preguntas —anunció ella—. Yo ya he hablado demasiado, y estoy segura de que mi vida debe de ser muy aburrida, comparada con la tuya. No me refiero a la trágica historia de mis padres, claro, sino al hecho de vivir aquí.
—Te equivocas. Tu vida no es nada aburrida. Es interesante. Es como cuando lees un libro nuevo, y sientes una agradable sorpresa cuando pasas la página y descubres algo inesperado.
—Bonita metáfora.
—Pensé que sabrías apreciarla.
—¿Y qué hay de ti? ¿Por qué decidiste convertirte en periodista?
Durante los siguientes minutos, Jeremy le relató sus años escolares, sus planes para convertirse en profesor, y el giro en su vida que le había llevado hasta ese punto.
—¿Y dices que tienes cinco hermanos?
Él asintió.
—Todos más mayores que yo. Soy el bebé de la familia.
—No sé por qué, pero me cuesta creer que tengas hermanos.
—¿Ah, sí?
—Das la impresión de ser el típico hijo único.
Jeremy sacudió la cabeza lentamente.
—Qué pena que no hayas heredado los poderes adivinadores del resto de tu familia.
Lexie sonrió antes de volver a desviar la mirada. En la distancia, un grupo de halcones de cola roja planeaba en círculos sobre el pueblo. Lexie apoyó la mano sobre la ventana, sintiendo el cristal frío en su piel.
—Doscientas cuarenta y siete —anunció ella.
Él la miró desconcertado.
—¿Cómo?
—Es el número de mujeres que han ido a ver a Doris para averiguar el sexo de sus bebés. Siempre había alguna embarazada sentada en la cocina de casa, hablando con mi abuela. Y es curioso, incluso ahora puedo recordar que pensaba que todas ellas tenían algo similar: el fulgor en sus ojos, la piel tersa y brillante, y ese nerviosismo genuino. Es verdad lo que cuentan las viejas parteras de que las embarazadas tienen un brillo especial, y recuerdo cuando pensaba que quería parecerme a esas mujeres cuando fuera mayor. Doris se pasaba un buen rato departiendo con ellas para asegurarse de que realmente querían saber el sexo de su bebé; acto seguido, las cogía de la mano y se quedaba totalmente en silencio. Las embarazadas tampoco decían nada, y unos minutos más tarde, ella proclamaba la noticia. — Soltó un suspiro—. Y siempre acertaba. Doscientas cuarenta y siete mujeres fueron a visitarla, y ella acertó doscientas cuarenta y siete veces. Mi abuela tiene los nombres de todas ellas escritos en una libreta, junto con toda clase de detalles, incluidas las fechas de sus visitas. Puedes echarle un vistazo si quieres. Todavía guarda la libreta en la cocina.
Jeremy se limitó a mirarla fijamente. Pensó que estadísticamente eso era imposible. Alguien que había forzado los límites de lo que podía ser cierto, y que lo había conseguido por chiripa. Y esa libreta sólo debía de contener los datos de las mujeres con las que había acertado.
—Sé lo que estás pensando —dijo ella—. Pero puedes contrastar los datos con el hospital, o directamente con las mujeres. Y puedes preguntarle a quién quieras, para ver si se equivocó alguna vez. Y descubrirás que jamás se equivocó. Incluso los doctores de la localidad te dirán que mi abuela tenía un don especial.
—¿No se te ocurrió pensar que quizá conocía a la persona que realizaba las ecografías?
—Imposible —insistió ella.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque cuando la tecnología finalmente llegó al pueblo, dejó de hacer esas predicciones. Entonces ya no había ninguna razón para que la gente continuara consultando esa clase de cuestiones con ella, porque ya podían ver una imagen de su bebé con sus propios ojos. Poco a poco las mujeres dejaron de ir a casa de Doris, hasta que al final las visitas cesaron casi por completo. Ahora quizá sólo recibe una o dos visitas al año, normalmente de campesinas que no tienen ningún seguro médico. Supongo que se podría decir que hoy día la gente ya no precisa de sus servicios.
—¿Y qué me dices del don de averiguar dónde hay agua?
—Lo mismo —respondió impasible—. No hay demasiada demanda por aquí para alguien con sus habilidades. La sección más meridional del condado se asienta sobre una gran reserva de agua. Pero cuando Doris era una niña, en Cobb County en Georgia, que es donde se crió, muchos granjeros iban a verla para solicitarle ayuda, especialmente durante los meses de sequía. Y aunque no tenía más de ocho o nueve años, siempre encontraba agua.