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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Experta en magia (31 page)

BOOK: Experta en magia
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»Entonces los sajones traspasaron la muralla, oímos sus cuernos y no hubo tiempo para decir nada más. Cay cogió la lanza, yo aferré la espada, y arremetimos. De la batalla no recuerdo mucho; creo que siempre sucede así. Cay resultó malherido en la pierna. Después Merlín me vendó el brazo y, mientras tanto, me dijo quién era yo. Y Héctor vino a arrodillarse ante mí, y prometió ser mi fiel caballero, como antes lo había sido a mi padre y a Ambrosio… y sólo me pidió que nombrara a Cay chambelán de mi corte. Hubo mucho alboroto por la espada, pero Merlín dijo a todos que yo la había cogido por obra del destino y todos le creyeron. Sonrió. Su confusión provocó en Morgana un acceso de amor y piedad. Las campanas que la habían despertado. Había visto sin saber qué veía.

Bajó los ojos. Ahora había entre ambos un vínculo eterno. ¿Acaso cada golpe que él sufriera la afectaría así, como una espada en el corazón desnudo?

—Y ahora voy a recibir otra espada —concluyó Arturo—. Después de no haber tenido ninguna, de pronto me encuentro con dos muy especiales —Y agregó con un suspiro, casi quejumbroso—: No sé cómo se relaciona todo esto con ser rey.

Por mucho que viera a Viviana con los ropajes de suma sacerdotisa de Avalón, Morgana nunca se habituaba. Notó que Arturo las estudiaba a ambas, notando el parecido. Estaba nuevamente silencioso y sobrecogido. Al menos no lo habían obligado a observar el ayuno mágico. Quizás habría tenido que comer con él pero la sola idea de la comida le daba náuseas. Era lo normal tras un trabajo prolongado con la magia; no era de extrañar que Viviana estuviera tan consumida.

—Venid —dijo la Dama de Avalón, abriendo la marcha como correspondía a su cargo.

Por las orillas del lago, llegaron al edificio que albergaba a los sacerdotes. Arturo caminaba silenciosamente junto a Morgana. Detrás de ellos iba Merlín; a su lado, Kevin.

Al bajar un estrecho tramo de escalera los rodeó un olor húmedo a subterráneo. Morgana no vio que nadie encendiera luces, pero de pronto apareció un pálido resplandor a su alrededor. Viviana se detuvo abruptamente y cogió a Arturo por la muñeca; su mano pequeña y morena no llegaba a rodearla por completo.

—Arturo, hijo de Igraine de Avalón y del Pendragón, legítimo rey de toda Britania —dijo—, he aquí los objetos más sagrados de vuestro país.

La luz centelló sobre el oro y las piedras preciosas del cáliz y la bandeja, sobre la lanza, sobre las hebras carmesíes, doradas y plateadas de la vaina. Y de ella Viviana extrajo la hoja larga y oscura. En su pomo relucían unas piedras.

—La espada de la Sagrada Regalía de los Druidas —dijo en voz queda—. Jurad ahora ante mí, Arturo Pendragón, rey de Britania, que cuando recibáis la corona trataréis con tanta justicia a los druidas como a los cristianos y que os guiaréis por la magia sagrada de quienes os han puesto en este trono.

Arturo alargó la mano hacia la espada. Morgana vio en sus pupilas dilatadas que sabía lo que era. Viviana se lo impidió con un gesto rápido.

—Tocar los objetos sagrados sin estar preparado equivale a la muerte —advirtió—. Jurad, Arturo. Con esta espada en la mano no habrá jefe de tribu ni rey, pagano o cristiano, que pueda levantarse contra vos. Pero no es para un rey que sólo se comprometa a oír a los sacerdotes cristianos. Si no estáis dispuesto a jurar, podéis iros y blandir las armas que vuestros seguidores cristianos os proporcionen. Entonces las gentes que siguen la guía de Avalón os acompañarán sólo cuando nosotros se lo indiquemos. Si juráis, contaréis con su fidelidad a través de las sagradas armas de Avalón. Decidid, Arturo.

Él la miró algo ceñudo.

—Sólo puede haber un gobernante en esta tierra —dijo—. No debo dejarme mandar por Avalón.

—Tampoco tenéis que dejar que os manden sacerdotes que convertirán en un títere de su Dios muerto —apuntó quedamente Viviana—. Pero no os urgiremos. Decidid si cogéis esta espada o si la rechazáis para gobernar en vuestro nombre, despreciando el auxilio de los dioses antiguos.

Morgana vio que aquello daba en el blanco: los dioses antiguos le habían dado la victoria sobre los ciervos, haciendo que las Tribus fueran las primeras en proclamarlo rey.

—No permita Dios que yo desprecie… —Y se interrumpió, tragando saliva con dificultad—. ¿Qué tengo que jurar, señora?

—Sólo esto: tratar a todos con justicia, sean o no seguidores del Dios de los cristianos, y reverenciar siempre a los dioses de Avalón, puesto que todos los dioses son un mismo Dios y todas las diosas, una misma Diosa. Jurad ser leal a esa verdad en vez de aferrarse a uno y desdeñar a los otros.

—Habéis visto —dijo Merlín, con voz grave y resonante— que he reverenciado a Cristo y me he arrodillado ante el altar.

—Eso es verdad, señor Merlín —dijo Arturo, preocupado—. Y sois el consejero que más confianza me inspira. ¿Me ordenáis que jure?

—Rey y señor mío —dijo Taliesin—, sois joven para este cargo. Puede que vuestros curas y obispos quieran mandar sobre la conciencia de un rey. Pero yo no soy cura, sino druida. Y sólo digo que la sabiduría y la verdad no son propiedad exclusiva de ningún sacerdote. Consultad con vuestra conciencia si ese juramento es perjudicial, Arturo.

El joven dijo delicadamente:

—Bien, juraré y cogeré esa espada.

—Arrodillaos —dijo Viviana—, en señal de que un rey no es sino un hombre y una sacerdotisa, incluso una suma sacerdotisa, sólo una mujer, mientras que los dioses están por encima de todos nosotros.

Arturo se arrodilló. La luz, sobre su pelo rubio, parecía una corona. Viviana le puso la espada en las manos y él cerró los puños en torno del pomo, aspirando largamente.

—Tomad esta espada, mi rey —dijo ella—, y usadla con justicia. No fue hecha de hierro arrebatado al cuerpo de nuestra madre tierra, sino santamente forjada con metal que cayó del cielo, cuando los druidas aún no habían llegado a estas islas.

Arturo se levantó con el arma en la mano.

—¿Qué os gusta más? —preguntó la Dama—. ¿La espada o la vaina?.

El joven observó con admiración la funda ricamente trabajada, pero dijo:

—Soy guerrero, señora. Aunque la vaina sea bella, prefiero la espada.

—Aun así, llevad siempre la vaina con vos: fue hecha con toda la magia de Avalón. Mientras la tengáis ceñida, aunque seáis herido no sangraréis mucho. Es rara, preciosa y mágica.

Él sonrió.

—¡Ojalá la hubiera tenido cuando me hirieron los sajones! ¡Sangré como una oveja en el matadero!

—Entonces no erais rey, señor. Ahora tenéis la protección de la vaina mágica.

—Aun así, mi rey —dijo la melodiosa voz de Kevin, el bardo, medio escondido tras Merlín—, por mucho que confiéis en la vaina, os aconsejo practicar siempre con vuestros maestros de armas.

Arturo se ciñó la espada, riendo entre dientes.

—No lo dudéis, señor. Un rey no es más que carne y huesos; recordad que cogí mi primera espada de la capilla donde yacía Uther. No tentaré de ese modo a Dios.

De algún modo, con la espada de la Sagrada Regalía a la cintura, Arturo parecía más alto, más imponente. Morgana lo imaginó coronado y con vestiduras de rey… y por un momento la pequeña habitación pareció poblarse de otros hombres, sombras armadas, ricamente vestidas, sus compañeros. Un momento después desaparecieron y él volvió a ser un joven que sonreía con incertidumbre, como si el rango le resultara todavía algo incómodo.

Salieron de la capilla subterránea. Pero antes Arturo se volvió un momento para observar los otros objetos de la Regalía, que permanecían en las sombras. La duda fue casi visible en su rostro: «¿Hice bien o estaré blasfemando contra el Dios que se me enseñó a adorar como Único?»

Sonó la voz de Taliesin, baja y amable.

—¿Sabéis cuál es mi mayor deseo, mi rey y señor?

—¿Cuál, señor Merlín?

—Que un día, cuando el país esté listo, druida y cura oficien juntos, celebrando la Sagrada Eucaristía con ese cáliz, como señal de que todos los dioses son un mismo Dios.

Arturo se persignó, diciendo casi en un susurro:

—Amén, señor Merlín, y que Jesucristo lo permita.

Morgana notó que se le erizaba la piel de los brazos. Sin saber que hablaba, se oyó decir:

—Ese día llegará. Arturo, pero no como tú piensas. Cuida de qué manera lo haces realidad, pues podría ser la señal de que tu obra está cumplida.

—Si ese día llegara, señora —dijo él, con voz apagada—. En verdad lo veré como señal de que he cumplido y quedaré contento.

—Cuidad lo que decís —advirtió Merlín, muy delicadamente—, pues las palabras son como sombras premonitorias de lo que ha de acontecer y al pronunciarlas hacemos que se cumplan, mi rey.

Cuando salieron a la luz del día Morgana parpadeó, tambaleándose. Kevin alargó una mano para sostenerla.

—¿Estáis enferma, mi señora?

Ella negó con la cabeza con impaciencia, aclarando la vista a fuerza de voluntad. Arturo la miró con preocupación. Pero su mente volvió enseguida al tema pendiente.

—Voy a ser coronado en Glastonbury, la isla de los Sacerdotes. Si os es posible salir de Avalón, Dama, ¿estaréis presente?

Viviana le sonrió.

—Creo que no, pero os acompañará Merlín. Y Morgana puede presenciar vuestra coronación, si así lo deseáis.

Morgana se preguntó por qué lo habría dicho y por qué sonreía.

—Morgana, hija mía —añadió la Dama—, ¿irás con ellos en la barca?

Desde la proa, que ahora sólo llevaba a Arturo y a Merlín, la joven vio que varios hombres armados esperaban al joven en la costa. Leyó en sus ojos el sobrecogimiento que les causaba la embarcación de Avalón, al surgir inesperadamente de entre la niebla. Uno de ellos le era conocido: Lanzarote no había cambiado en aquellos dos años; sólo estaba más alto y más apuesto, vestido ricamente de carmesí oscuro y ciñendo espada y escudo. Él también le hizo una reverencia al reconocerla, diciendo:

—Prima…

—Mi hermana, la señora Morgana, duquesa de Cornualles y sacerdotisa de Avalón —presentó Arturo—. Morgana, te presento a mi queridísimo amigo, nuestro primo.

—Nos conocemos.

Lanzarote se inclinó en el besamanos y otra vez, pese a su resentimiento. Morgana sintió un súbito acceso del anhelo que jamas la abandonaría del todo. «Él y yo estábamos hechos el uno para el otro: aquel día debí tener valor, aunque significara quebrar mis votos.» Por la expresión de su primo y la ternura con que le tocaba la mano, comprendió que él también estaba recordando. Luego alzó la vista con un suspiro. Le presentaron a los otros.

—Cay, mi hermano de leche —dijo Arturo.

Cay era corpulento, moreno y romano hasta la médula; trataba a Arturo con deferencia y afecto naturales. Morgana se dio cuenta de que su hermano contaría con dos fuertes capitanes para poner a la cabeza de sus ejércitos. Los otros caballeros le fueron presentados como Bedwyr, Lucano y Balin. Este último nombre la sorprendió, al igual que a Merlín: era el hermano de leche de Balan, el hijo mayor de Viviana. Balin era rubio y ancho de hombros; vestía pobremente, pero se movía con tanta elegancia como Lanzarote, y mantenía sus armas relucientes. Morgana se alegró de dejar a Arturo con sus caballeros. Pero antes él le besó ceremoniosamente la mano.

—Ven a mi coronación, hermana, si te es posible —dijo.

19

P
ocos días después, Morgana y otras personas de Avalón fueron a la coronación de Arturo. En todos los años que llevaba allí, salvo en la ocasión en que abrió las brumas para que Ginebra hallara su convento, nunca había pisado el suelo de la isla de los Sacerdotes: Ynis Witrin, «isla de vidrio». El sol parecía refulgir allí con extraña aspereza, diferente de la luz tenue y neblinosa de Avalón. Pero tenía que recordar que, para casi todos los habitantes de Britania, aquél era el mundo real y la tierra de Avalón, sólo un sueño encantado.

Del suelo, frente a la iglesia, parecían haber brotado tiendas y pabellones multicolores, como extrañas setas. Morgana tuvo la sensación de que las campanas de las iglesias tañían día y noche, hora tras hora, excitándole los nervios. Arturo le presentó a Héctor, el buen caballero que lo había criado, y a su esposa Flavila.

Para aquella salida al mundo exterior, por consejo de Viviana, Morgana había descartado las túnicas azules y la manchada sobreveste de ciervo, cambiándolas por un sencillo vestido de lana negra, sobre otro de hilo blanco, con un velo también blanco cubriéndole la cabellera trenzada. Pronto cayó en la cuenta de que así parecía una matrona: entre los britanos, las doncellas jóvenes llevaban el pelo suelto y vestidos de colores intensos. Todos la tomaron por una de las monjas de Ynis Witrin y Morgana no hizo nada por desengañarlos. Tampoco Arturo, aunque enarcó las cejas con una gran sonrisa. Luego dijo a Flavila:

—¿Queréis llevar a mi hermana a donde está nuestra madre?

«Nuestra madre —pensó Morgana—. Pero ahora es una extraña para nosotros.» Buscó en su mente alguna ilusión por el reencuentro y no encontró ninguna. Igraine se había conformado con perder a sus dos hijos: ¿qué clase de mujer era? Se sorprendió endureciendo la mente y el corazón contra ella. «Ni siquiera recuerdo su rostro», pensó.

Sin embargo, la habría reconocido en cualquier parte.

—¡Morgana! —Había olvidado lo rico y cálido de su voz—. ¡Mi querida niña! Vaya, pero si ya eres toda una mujer. En mi corazón siempre te veo pequeña… Qué cansada pareces… ¿Te ha fatigado esta ceremonia?

Besó a su madre con un regusto de lágrimas en la garganta. Igraine era hermosa, mientras que ella… Otra vez le invadieron la mente las palabras de un recuerdo difuso: «Pequeña y fea como el pueblo de las hadas». ¿Su madre también la vería fea?

—Pero ¿qué es esto? —Igraine rozó la media luna que tenía en la frente—. Pintada como el pueblo de las hadas… ¿Te parece decente, Morgana?

Ésta respondió con voz tensa:

—Soy sacerdotisa de Avalón y luzco con orgullo la marca de la Diosa.

—Bueno, cúbretela con el velo, hija, para no ofender a la abadesa. Te alojarás conmigo en el convento.

Morgana apretó los labios. «Si la abadesa viniera a Avalón, ¿escondería su crucifijo para no ofendernos a mí o a la Dama?»

—No deseo ofenderos a vos, madre, pero no sería adecuado que me alojara en un convento; a la abadesa no le gustaría y tampoco a la Dama del Lago, bajo cuyas leyes vivo.

La idea de pasar siquiera tres noches entre esos muros, bajo el infernal tañido de aquellas campanas, le enfriaba la sangre.

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