Experimento (71 page)

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Authors: John Darnton

BOOK: Experimento
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La llave encajó perfectamente desde el interior, y Tizzie abrió la puerta en un satiamén.

Corrió por el pasillo, pasando frente a la puerta de la celda de Jude, que estaba abierta, y salió a la escalera exterior. Estaba oscureciendo. A lo lejos le pareció oír sonidos amortiguados y voces de gente, y creyó ver difusas sombras que corrían. Tendría que andarse con mil ojos.

Bajó por la escalera, corrió hacia el perímetro exterior de la base y siguió la cerca hasta llegar a la oficina de servicios generales. Entró atropelladamente, cogió el teléfono, marcó el teléfono de información de Washington, y consiguió el número del FBI.

«¿Cómo se llama el tipo?» Jude mencionó su nombre.

El teléfono estaba sonando.

«Oh, no. Es muy tarde. No estará. No habrá nadie.»

Pero alguien respondió. Tizzie recordó el hombre.

—Brantley. Señor Brantley. Ed Brantley. Es urgente.

—Un momento, por favor.

Y luego, para asombro de la joven, el hombre se puso al aparato. Y si no sonó como si estuviera en un lugar tan lejano como Washington, fue porque estaba mucho más cerca.

En lo alto de la escalera, el olfato de Jude fue asaltado por un olor fuerte, medicinal, que nada tenía de agradable.

Baptiste lo había conducido hasta el piso de arriba. Subió apoyando la mano derecha en la barandilla mientras con la izquierda conducía a Jude por el codo, lo cual resultaba curioso, teniendo en cuenta que Baptiste era el más débil de los dos. El viejo parecía nervioso. Doblaron una esquina y se metieron por un corredor. Baptiste apretó de pronto el paso, como si tuviera prisa, hasta que llegaron ante una puerta, en la que apoyó una oreja. Quedó unos momentos a la escucha; a Jude le pareció oír extraños sonidos en el interior, quizá un gemido. Luego reinó el silencio. Lenta y cuidadosamente, Baptiste hizo girar el tirador.

La habitación estaba anegada de luz, tanto que al principio Jude apenas pudo ver nada. En cada uno de los cuatro rincones había un foco montado sobre un soporte, y todos apuntaban hacia el centro de la habitación. Había una cama extragrande de matrimonio, cubierta por sábanas tan blancas que parecían refulgir. En el centro de la cama, semirrecostada, yacía una corpulenta mujer empapada en sudor y cuyos largos cabellos, como los de Medusa, se extendían sobre las almohadas que tenía tras de sí. Cuatro personas la atendían, y una de ellas le enjugaba el sudor con un paño frío.

Era una escena absurda. A un lado había un trípode que sostenía una cámara de vídeo apuntada hacia la cama. Contra la pared de la derecha de la puerta había una gran pantalla en la que aparecía la misma imagen en color. En la pared más distante había un lavamanos y una mesa cubierta con un paño blanco en la que había varios implementos médicos, entre ellos una incubadora. En la pared frontera, visible desde la cama, había un terrario de metro veinte de altura, con arena, ramas y un cactus. Para asombro de Jude, una de las ramas se movió, y en ese momento se dio cuenta de que se trataba en realidad de un gran lagarto cornudo.

La mujer gimió y encajó los dientes. Lo primero que a Jude se le ocurrió fue que se estaba muriendo, pero entonces advirtió la gigantesca tripa, la inmensa mole de carne que parecía iniciarse en el pecho y llegar hasta los muslos. En ese momento, todo encajó. Estaba preñada y en los dolores del parto. Aquélla era la mujer que Tizzie había visto. Y allí estaba el médico que había descrito, tomándole nerviosamente el pulso a la paciente.

La mujer lo miró. No sonrió, pero frunció los viejos párpados, arrugó la frente como si lo reconociera, y le hizo seña de que se aproximase. Él avanzó hacia la cama, y el obsesivo olor a antiséptico se hizo más fuerte. Cuando estaba a menos de medio metro, el cuerpo de la mujer pareció brincar, como si un cable invisible hubiera tirado del ombligo. Lanzó un grito largo y penetrante que casi ensordeció a Jude. Éste retrocedió un paso. Los asistentes se acercaron más a ella, le secaron la frente, le tocaron el brazo. El momento pasó y el grito se extinguió.

Jude volvió a acercarse. Ella alzó la vista hacia él y los ojos de ambos se encontraron. De pronto el periodista recordó algo, la descripción que había hecho Tizzie de los ojos de la embarazada que, según su amiga, eran como dos brasas adheridas a un bloque de arcilla y parecían taladrar hasta el alma con su mirada. Él también se sentía como hipnotizado por ellos. Y fue entonces cuando la comprensión comenzó a alborear en él, y se dio cuenta de que la horrible verdad no tardaría en iluminar cegadoramente todo el cielo.

A su espalda, Baptiste dijo algo que Jude oyó difusamente, como si sonara muy lejos.

—Jude, te hallas en presencia del doctor Rincón. Éste es Rincón.

—Acércate —dijo una voz profunda y resonante que procedía de la mole de carne, sudor y dolor—. Acércate para que pueda verte bien. Ha pasado tanto tiempo... Rincón es una mujer.

Jude se aproximó hasta rozar la cama con las rodillas. La mujer alargó una mano, una mano ancha y gruesa, y tocó la suya. El contacto no fue frío, sino cálido, casi —así le pareció a Jude— ardiente.

Se percibía un fuerte olor, acre, casi antiséptico. —¿Comprendes? —preguntó Rincón en tono amable, casi amoroso.

Él, incapaz de hablar, negó con la cabeza. —Me alegro de que al menos estés aquí, de que presencies este momento.

Otra oleada de dolor se apoderó de ella, le hizo arquear la espalda, levantar el cuerpo y lanzar otro largo y estremecedor grito. Luego, exhausta, volvió a quedar en silencio. Tras una pausa, abrió de nuevo los ojos y siguió hablando como si no hubiera pasado nada.

—Tú tenías que desempeñar un papel especial. Durante todo ese tiempo, no he dejado de pensar en ti. Por eso te buscamos. Por eso te protegí incluso cuando estabas fuera del grupo. Por eso deseaba que estuvieras conmigo en estos momentos. Jude seguía sin entender. ¿Por qué yo?

—Quería que presenciaras el nacimiento virginal. Otro paroxismo volvió a enviar a Rincón a la isla de dolor que no parecía sino alejarla más y más del dormitorio. Esta vez, la mujer tardó aún más en abrir de nuevo los ojos. —No me gusta cómo va esto —dijo el médico. Le puso a Rincón un electrodo sobre el corazón y otro sobre el abdomen. El sonido de los dos monitores marcando ritmos separados llenó la habitación. Jude se volvió y vio el movimiento de piernas y brazos en la pantalla de vídeo, cuya cámara estaba enfocada hacia el abdomen de la mujer.

Rincón dejó de agitarse y se llevó la mano de Jude a la mejilla.

—¿Por qué yo? —preguntó Jude.

Ella lo miró.

—Porque tú fuiste el primero. Porque tú eras mi príncipe. Cuando tu padre te arrancó de mi lado, me llevé el mayor disgusto de mi vida.

Y en aquel momento la verdad completa pareció desplomarse sobre él, como una enorme ola. La había visto venir desde lejos, pero se había negado a prestarle atención, y ahora surgía aparentemente de la nada y lo dejaba totalmente anonadado.

—Hijo mío —dijo ella—. Eras un bebé tan precioso. Tus manos eran tan pequeñas... me encantaba cuando tus dedos se cerraban en torno a los míos. —Alzó un único dedo y le pidió—: Vuelve a darme la mano. Él lo hizo horrorizado.

Su madre comenzó a gritar de nuevo. Jude notó que le clavaba los dedos en la mano y que las uñas le desgarraban la palma. Los monitores resonaban como tam-tams. El médico lo hizo a un lado. —Apártese. Esto es serio.

Jude se dirigió a un rincón y se quedó mirando las espaldas de los médicos y enfermeras que se afanaban en torno a la cama y los difusos movimientos que aparecían en la pantalla. Baptiste se colocó junto a él.

—Bueno, ahora ya lo sabes. El hombre parecía preocupado, angustiado. —¿Qué significa eso que ha dicho del nacimiento virginal? —Pues eso. No existe padre. Ella se fecundó con un embrión que contenía su propio ADN. —¿Cómo? ¡Eso es imposible! —No lo es en absoluto. —Pero eso significa que ella... —Sigue.

—Se está pariendo a sí misma.

—En efecto. Una réplica exacta. Un nuevo ser. Todo va a comenzar de nuevo. Será un momento maravilloso para el Laboratorio. El momento supremo.

En aquel instante, Rincón volvió a gemir y arqueó de nuevo la espalda. De pronto, quedó en silencio, hinchó las mejillas, clavó los talones en la cama y empujó con todas sus fuerzas. No sucedió nada.

—Es excesivamente vieja —gritó el médico—. El bebé es demasiado grande. Es inmenso.

Jude miró hacia la pantalla. Por entre las arrugadas piernas de Rincón asomaba una oscura cresta, la parte superior de una cabeza. Después desapareció y por la vagina salieron torrentes de sangre y de agua. Rincón jadeó estranguladamente.

Baptiste agarró el brazo de Jude.

Cinco minutos más tarde, el médico decidió operar. Anestesiaron a Rincón, le hicieron la cesárea y alzaron el bebé con el cuidado con que hubiesen alzado una carga de dinamita. Jude no soportó mirar la pantalla de vídeo. Baptiste estaba derrumbado en un sillón, con la cabeza entre las manos.

El sonido del monitor principal se hizo primero más pausado y luego cesó por completo. Sin él, la sala pareció extrañamente silenciosa. El médico recurrió a todo para salvarla. Le dio oxígeno extra y le inyectó adrenalina. Incluso probó a golpearle el pecho para activar el corazón, pero esto resultó contraproducente, ya que hizo aumentar el flujo de sangre que salía por la cavidad abierta.

—Apagad la cámara —gritó Baptiste.

Rincón aún no estaba muerta.

Abrió ligeramente los ojos y miró de nuevo a Jude. En su mirada había algo más que dolor. Jude trató de interpretar lo que decía. La expresión hipnótica había desaparecido y había sido sustituida por otra cosa, más sencilla y humana. Pero... ¿qué? ¿Remordimientos? ¿Vergüenza? ¿Orgullo? ¿Temor? ¿Amor?

Quizá todo ello.

Los ojos se cerraron y, tras un estremecimiento final, la cabeza de Rincón cayó hacia un lado.

El doctor miró a su paciente con los ojos muy abiertos. La mujer estaba muerta. El médico dejó de intentar salvarla.

Las enfermeras formaban corro en torno al bebé. Por la actitud de las mujeres —parecían no querer acercarse mucho, lo miraban y luego apartaban la vista— era evidente que algo andaba terriblemente mal. Jude se acercó y tuvo un breve atisbo de la criatura, pero el cuerpo de una enfermera le impidió seguir viendo, y él no probó a mirar de nuevo. Ya había visto lo suficiente de la gran y deforme criatura cuyos ojos permanecían cerrados, como si estuviera dominada por la furia.

Se dijo que era extraño que, aunque estuviera muerta, nadie prestase atención a Rincón.

La miró por unos momentos y pensó que poseía una cierta belleza. Luego alzó la sábana y tapó el rostro de su madre.

Los clones siguieron al pie de la letra las órdenes de Skyler. Corrieron al salón de actos y atrancaron las puertas, de modo que dejaron a los prototipos encerrados dentro. Apilaron tal cantidad de cosas contra las puertas —escritorios y sillas, troncos, bloques de hormigón, motores de coches procedentes de los talleres— que la huida resultaba totalmente imposible.

Varios de los clones se encaramaron por la fachada del edificio para mirar hacia dentro por las ventanas. Trataban de encontrar a sus prototipos y, cuando lo conseguían, los señalaban con gran nerviosismo.

La aparición de Tizzie y Jude, surgidos de entre las sombras del anochecer y procedentes de direcciones distintas, creó toda una conmoción. Los clones se congregaron en torno a ellos, mirándolos y hablando unos con otros.

Aún estaban en ello cuando se oyeron las sirenas. En la base comenzaron a entrar coches patrulla con las luces refulgiendo. En cuanto se detuvieron con un fuerte sonido de frenos, de los vehículos se apeó gran cantidad de policías de uniforme y de paisano.

Uno de ellos se fue directamente hacia Jude y Tizzie.

—¿Están ustedes bien?

—Más o menos —respondió Jude.

—Soy Brantley —dijo el agente alargando la mano.

—Yo soy Jude.

—Lo suponía.

—Y yo soy Tizzie.

—Ya. Menos mal que nos telefoneó.

—¿Cómo han llegado tan pronto? —preguntó Jude.

—Estábamos en Savannah cuando llamó —contestó Brantley señalando hacia Tizzie—. En la prensa vimos el anuncio del grupo Milenio. Es una suerte que mencionara usted el nombre del grupo. Usted se lo dijo a Raymond, y él me lo dijo a mí.

—A Raymond no se le escapaba nada.

—No, nada.

—¿Y los otros tipos? —preguntó Jude—. El grupo Eagleton.

—Después de matar a Raymond, decidieron esconderse. Pero estoy seguro de que terminaremos dando con ellos. Los archivos nos dirán quiénes son, y todos se pasarán una buena temporada a la sombra. —Tras una pausa, el federal añadió—: Y ahora en Nueva York está vigente la pena de muerte. Me gustaría que la utilizaran, y me gustaría que el tipo que mató a Raymond fuera el primero en ir al patíbulo.

La policía retiró los muebles y enseres apilados contra las puertas, abrió éstas y efectuó los arrestos. Uno a uno, los prototipos fueron saliendo con las manos esposadas, y fueron obligados a montar en los coches celulares que esperaban. Los prototipos eran tantos que los coches tuvieron que hacer varios viajes. Unos cuantos —entre ellos los cirujanos y las enfermeras— permanecían esposados bajo un roble. Tenían un extraño aspecto, como si se dispusieran a efectuar una excursión dominical.

Una ambulancia se llevó a Rincón. Baptiste necesitó una camilla. Los dos ordenanzas se rindieron mansamente y permanecieron juntos en la trasera de un coche patrulla, esposados el uno al otro, imágenes en espejo.

Brantley bajó al sótano y cuando regresó parecía preocupado.

—Sabotearon los ordenadores —dijo—. Han borrado todos los archivos y documentos, e incluso han destrozado los aparatos. Eso hará que resulte más difícil llevarlos ante los tribunales.

Jude sonrió por primera vez en mucho tiempo.

—Copié lo más importante en un disquete. Pero si lo quieren, tendrán que pagar su precio.

—Dígame sus condiciones.

Jude lo hizo. Luego, Brantley y él se estrecharon las manos y el periodista metió la mano en el bolsillo y sacó el disquete.

Skyler no aparecía y Tizzie estaba preocupada. La joven lo había buscado por todas partes: en los barracones, en el hospital, en el comedor, en las oficinas. Jude colaboró en la búsqueda y el FBI también, pero no lo encontraron por ninguna parte.

Ya había oscurecido y en el cielo brillaba una gran luna amarilla que de cuando en cuando quedaba parcialmente oculta por finas masas de nubes.

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