Expedición a la Tierra (6 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

BOOK: Expedición a la Tierra
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Eris se detuvo en medio de la corriente. Podía ver el humo que se levantaba de los astilleros fren­te al océano, y le pareció vislumbrar los mástiles de alguno de los nuevos bajeles que se estaban construyendo para el comercio de cabotaje. Era difícil creer que cuando había atravesado por pri­mera vez aquel río le habían arrastrado colgado de una cuerda.

Aretenon les estaba esperando en la otra orilla. Ahora se movía más bien lento, pero sus ojos todavía brillaban con la antigua y despierta inte­ligencia. Recibió a Eris calurosamente.

—Me alegra que hayan venido; llegan jus­tamente a tiempo.

Eris sabía que eso solamente podía significar una cosa.

—¿Han vuelto los barcos?

—Casi; los vislumbramos en el horizonte hace una hora. Están por llegar en cualquier momento, y entonces sabremos por fin la verdad, después de tantos años. Si sólo…

Sus pensamientos se desvanecieron, pero Eris podía continuarlos. Habían llegado a la gran pirá­mide de piedras bajo la cual yacía Terodimus, Terodimus, cuyo cerebro estaba detrás de todo lo que venía, pero que ahora no podría saber nunca si su sueño más querido era o no era cierto.

Por el mar se estaba levantando una tormenta, y se apresuraron a lo largo de la nueva carretera que bordeaba la orilla del río. Pequeños botes de un tipo que Eris no había visto antes pasaban de vez en cuando ante ellos, movidos por atelenios o mitraneos, con palas de madera sujetas a sus miembros delanteros. A Eris siempre le producía gran placer ver tales nuevas conquistas, tales nue­vas liberaciones de su pueblo de sus cadenas seculares. Y, sin embargo, a veces le recorda­ban a niños a quienes se suelta repentinamente en un nuevo mundo maravilloso, lleno de cosas estimulantes e interesantes que hay que hacer, tanto si prometían ser útiles como si no. En la última década, Eris había descubierto que la in­teligencia pura no era a veces suficiente; había ciertas habilidades que ningún esfuerzo mental era suficiente para hacer adquirir. Si bien su pueblo había en gran parte superado su miedo al agua, eran aún muy incompetentes en el océa­no, y, por lo tanto, los filenios se habían converti­do en los primeros navegantes del mundo.

Jeryl miró nerviosamente en derredor suyo cuando retumbó el primer trueno, que venía de la dirección del mar. Todavía llevaba el collar que Terodimus le había regalado hacía tanto tiempo; pero no era, ni con mucho, el único ornamento que ahora llevaba.

—Espero que los barcos estarán a salvo —dijo ansiosamente.

—No hace mucho viento, y ya han capeado temporales mucho peores que éste —dijo Aretenon tranquilizándola, mientras entraban en su cueva. Eris y Jeryl miraron en derredor con ávi­do interés, para ver qué nuevas maravillas habían hecho los filenios durante su ausencia; pero si ha­bía alguna, se hallaba, como de costumbre, escon­dida hasta que Aretenon pudiese enseñársela a ellos. Era algo infantil en su afición a tales pequeñas sor­presas y misterios.

La reunión tenía un aire distraído que hubiese dejado perplejo a un observador ignorante de su causa. Mientras Eris hablaba de todas las alte­raciones del mundo externo, del éxito de los nue­vos establecimientos filenios, y del continuo des­arrollo de la agricultura entre su pueblo, Aretenon escuchaba con sólo la mitad de su mente. Sus pensamientos, y los de sus amigos, estaban lejos, mar adentro, e iban al encuentro de los barcos que regresaban, y que quizá traían la mayor no­ticia que el mundo había recibido.

Al terminar Eris su informe, Aretenon se le­vantó y comenzó a moverse inquieto alrededor de la habitación.

—Han adelantado más de lo que nos había­mos atrevido a esperar al principio. Por lo menos no ha habido guerra durante una generación, y nuestra producción de alimentos va por delante de la población, por primera vez en la historia, gracias a nuestras nuevas técnicas agrícolas y ga­naderas.

Aretenon echó una ojeada a los objetos de su habitación, recordando con esfuerzo el hecho que en su propia juventud casi todo lo que veía le hubiese parecido imposible o sin sentido. Entonces no había existido ni la más sencilla de las herra­mientas; por lo menos su pueblo no había conoci­do ninguna. Ahora había barcos y casas y puen­tes, y eso no era sino un principio.

—Estoy satisfecho —dijo—. Tal como lo ha­bíamos proyectado, hemos desviado la corriente de nuestra cultura, apartándola de los peligros que se alzaban en su camino. Los poderes que hi­cieron posible la Locura pronto serán olvidados; solamente un puñado de nosotros los conoce, y nos llevaremos con nosotros nuestro secreto. Quizá cuando nuestros descendientes los vuelvan a des­cubrir serán lo suficientemente sensatos para uti­lizarlos adecuadamente. Pero hemos descubierto tantas maravillas, que quizá transcurran mil ge­neraciones antes que volvamos a contemplar nuestras propias mentes y a perturbar las fuerzas encerradas en ella.

Un relámpago iluminó repentinamente la boca de la cueva. La tormenta se acercaba, aunque es­taba todavía a unos cuantos kilómetros. La lluvia comenzaba a caer desde un cielo plomizo en gran­des y tenebrosas gotas.

—Mientras esperamos a los barcos —dijo Aretenon bastante abruptamente—, vayan a la cueva de al lado y verán algunas cosas nuevas que pode­mos mostrarles desde vuestra última visita.

Era una extraña colección. Unas junto a otras, sobre la misma mesa, había herramientas e in­venciones que en otras culturas habían estado se­paradas por miles de años. La Edad de Piedra ha­bía pasado, y habían llegado el bronce y el hierro; se habían construido ya los primeros instrumentos científicos rudimentarios, destinados a experimen­tos que estaban haciendo retroceder las fronteras de lo desconocido. Una primitiva retorta hablaba de los principios de la química, y a su lado se en­contraban las primeras lentes que el mundo había visto, esperando revelar los insospechados univer­sos de lo infinitamente pequeño y de lo infinita­mente grande.

La tormenta se encontraba sobre ellos cuando la descripción que Aretenon estaba haciendo de aquellas nuevas maravillas llegó a su fin. De vez en cuando había echado una ojeada nerviosa a la boca de la cueva, como si esperase a un mensaje­ro del puerto, pero nadie les había perturbado, ex­cepto el estampido de algún que otro trueno.

—Les he enseñado todo lo importante —dijo—, pero aquí hay algo que quizá les divierta mientras esperan. Como ya dije, hemos enviado expedicio­nes por todas partes para recoger y clasificar to­das las rocas posibles, con la esperanza de encontrar minerales útiles. Una de ellas regresó con eso.

Apagó las luces, y la cueva quedó en completa oscuridad.

—Pasará algún tiempo antes que vuestros ojos se hagan lo suficientemente sensibles para verlo —les advirtió Aretenon—. Miren hacia aquel rincón.

Eris esforzó sus ojos hacia la oscuridad. Al principio no pudo ver nada; luego, lentamente, se hizo visible una débil luz azul. Era tan vaga y tan difusa que no le era posible enfocar sobre ella sus ojos, y automáticamente se adelantó.

—Yo no me acercaría demasiado —aconsejó Aretenon—. Parece ser un mineral perfectamen­te corriente, pero los filenios que lo encontraron y lo trajeron sufren unas quemaduras muy extra­ñas a consecuencia de manejarlo. Y, sin embargo, al tacto aparece frío. Algún día conoceremos su secreto, pero no creo que sea nada importante.

La enorme cortina de un relámpago difuso di­vidió el firmamento, y por un instante el reflejo de su resplandor iluminó la cueva, fijando extra­ñas sombras en las paredes. En aquel mismo ins­tante uno de los filenios entró tambaleándose en la cueva y dijo algo a Aretenon con su voz del­gada y quebrada. Y éste dio un gran alarido de triunfo, como uno de sus antepasados podía ha­ber dado en algún antiguo campo de batalla; y sus pensamientos fueron a estrellarse en la mente de Eris.

—¡Tierra! ¡Han encontrado tierra! ¡Todo un nuevo continente nos espera!

Eris sintió la sensación de triunfo y de victoria en lo más profundo de su ser, como agua que brota de un manantial. Despejada en el futuro, se abría ahora la nueva y gloriosa ruta a lo largo de la cual avanzarían sus hijos, dominando en su avance al mundo y todos sus secretos. Y la visión de Terodimus se hizo por fin distinta y brillante ante sus ojos.

Buscó la mente de Jeryl para compartir con ella su alegría, y la encontró cerrada para él. In­clinándose hacia ella en la oscuridad, percibió que estaba todavía contemplando las profundida­des de la caverna, como si no hubiese oído la ma­ravillosa noticia, y no pudiese apartar sus ojos de aquel enigmático resplandor.

De las entrañas de la noche salió el rugido del tardío trueno en su carrera a través del cielo. Eris sintió que Jeryl temblaba a su lado, y envió hacia ella sus pensamientos para consolarla.

—No lo sé —contestó Jeryl—. Tengo miedo, pero no del trueno. Oh, Eris, lo que hemos hecho es maravilloso, y quisiera que Terodimus estuviese aquí para poderlo ver. ¿Pero adónde nos conducirá este nuevo camino nuestro?

Las palabras que Aretenon había dicho en un tiempo, se alzaban ahora desde el pasado y la ob­sesionaban. Recordaba su paseo de hacía mucho tiempo, junto al río, cuando él había hablado de sus esperanzas y le había dicho: «Ciertamente, nada que podamos aprender de la Naturaleza será nunca una amenaza tan grande como el peligro que hemos descubierto en nuestras propias mentes». Y ahora aquellas palabras parecían burlarse de ella y proyectar una sombra sobre el dorado futuro; pero por qué, no lo hubiese sabido decir.

Único, quizá, de entre todas las razas del uni­verso, su pueblo había llegado a la segunda encru­cijada sin haber nunca pasado la primera. Ahora tenían que recorrer el camino que antes habían dejado de lado, y tenían que enfrentarse con el reto que se encuentra a su final, el reto del cual no podrían, esta vez escapar.

En la oscuridad, el vago resplandor de los áto­mos que morían ardía imperturbable en la roca. Y seguiría ardiendo allí, apenas debilitado, cuando Jeryl y Eris fuesen polvo desde siglos. Sería sola­mente un poco más débil, cuando la civilización que estaban construyendo hubiese revelado sus se­cretos.

¡SI TE OLVIDASE, OH TIERRA!

(If I Forget Thee, O Earth…, 1951)

Cuando Marvin cumplió diez años, su padre le llevó a través de los largos corredores llenos de ecos que conducían a través de la Administra­ción y del Poder, hasta que al fin llegaron a los niveles más altos, y se encontraron entre la vegeta­ción rápidamente creciente de las tierras agrícolas. A Marvin le gustaba aquello; era divertido obser­var las grandes y delgadas plantas que trepaban con un empuje casi visible hacia la luz del sol, que se filtraba, yendo a su encuentro, a través de las cúpulas de plástico. Por todas partes se percibía el olor de vida, que despertaba ansias inexpresables en su corazón, tan pronto como res­piraba el aire fresco y seco de los niveles residen­ciales, purgados de todos los olores excepto por la vaga picazón del ozono. Hubiese deseado poderse quedarse ahí algún rato, pero su padre no se lo per­mitió. Continuaron subiendo hasta que llegaron a la entrada del observatorio, el cual no había visitado nunca, pero no se detuvieron; y Marvin se dio entonces cuenta con cierta trepidación in­terior, que no podía quedarles ya más que una meta. Por vez primera en su vida, iba a salir al exterior.

En la gran cámara de servicio había una doce­na de vehículos superficiales, con sus amplios neumáticos y sus cabinas a presión. Debían haber estado esperando a su padre, pues inmedia­tamente fueron conducidos al pequeño automóvil explorador que esperaba junto a la puerta circular de la esclusa de aire. Con tensa expectación, Mar­vin se instaló en la pequeña cabina mientras su padre ponía en marcha el motor y comprobaba los mandos. Se abrió la puerta interior de la es­clusa y luego se cerró tras ellos; oyó el rugido de las grandes bombas de aire que se desvanecía len­tamente, a medida que la presión descendía hasta cero. Entonces se encendió la señal de «Vacío», se separó la puerta exterior y la tierra, que todavía era para él desconocida, se abrió frente a Marvin.

Naturalmente, la había visto en fotografías; la había observado cien veces en las pantallas de la televisión, pero ahora se encontraba, en realidad, alrededor suyo, ardiendo bajo el feroz sol que tan lentamente se arrastraba a través de un cielo de un negro de azabache. Miró hacia el oeste, en di­rección opuesta al cegador resplandor del sol, y allí estaban las estrellas, tal como se lo habían dicho, pero como nunca había realmente creí­do. Las contempló largo tiempo, maravillándose que cosa alguna pudiese ser tan brillante y al mis­mo tiempo tan pequeña. Eran puntos intensos que no oscilaban, y repentinamente recordó un verso que hacía tiempo había leído en uno de los libros de su padre:

Parpadea estrellita,

Me pregunto lo que eres.

Pues bien, él sí que sabía lo que eran las estre­llas. Quienquiera que fuese que había preguntado aquello, debía haber sido muy estúpido. ¿Y qué querían decir con parpadear? Se podía ver inme­diatamente que todas las estrellas brillaban con la misma luz constante y fija. Abandonó el proble­ma y dirigió su atención al paisaje en derredor suyo.

Corrían a través de una llanura a casi ciento cincuenta kilómetros por hora, y los grandes neu­máticos despedían pequeños chorros de polvo tras ellos. No se veía señal alguna de la Colonia; en los pocos minutos que había estado contemplando las estrellas, las cúpulas y sus torres de radio ha­bían desaparecido tras el horizonte. Y, sin embar­go, había otras indicaciones de la presencia del hombre, pues a eso de unos dos kilómetros por delante, Marvin podía ver unas estructuras de forma curiosa agrupadas en derredor de la entra­da de una mina. De vez en cuando un chorro de vapor salía de una cuadrada chimenea y se dis­persaba inmediatamente.

En un momento habían dejado atrás la mina; el padre guiaba con una habilidad imperturbable y embriagadora como si —era extraño que tal pensamiento acudiese a la mente de un niño— como si estuviese tratando de escapar de algo. Al cabo de pocos minutos alcanzaron el bor­de de la meseta sobre la cual se había levantado la Colonia. El terreno caía rápidamente bajo sus pies formando una rampa empinada, cuya parte inferior se perdía en la sombra. Por delante, y tan lejos como se alcanzaba a ver, había un mon­tón de cráteres, cordilleras montañosas y arroyos. Las cimas de las montañas que captaban el bajo sol, quemaban como islas de fuego en un mar de oscuridad; y por encima de ellas las estrellas bri­llaban todavía, tan fijas como siempre.

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