También pasaba tiempo frente al ordenador, buscando destinos de fin de semana, hoteles y lugares de interés turístico, vuelos y rutas por carretera, restaurantes y zoológicos.
Llevó el coche a lavar a varios trenes de lavado. En uno de ellos tardó media hora en salir. Un empleado solícito vestido con un mono de trabajo acudió cada pocos minutos a ver si estaba bien. Llegado un momento, le sugirió a Kate llamar a la policía.
Fue a cortarse el pelo. En Luxemburgo casi todo el mundo llevaba el pelo mal cortado y tampoco ella se salvó, ya que aún no poseía el vocabulario necesario para explicar que no quería ni crestas ni flequillo ni coletillas ochenteras, que eran, al parecer, las especialidades en las peluquerías luxemburguesas.
Compró visillos para las ventanas y alfombras, felpudos y colgadores para el cuarto baño.
Adquirió e instaló un toallero extra en el cuarto de baño principal, lo que implicó comprar una taladradora eléctrica. Y volver a la tienda de bricolaje para comprar los accesorios que no venían con la taladradora. Y aún tuvo que regresar una tercera vez en busca de las brocas con punta de estrella que necesitaba para atravesar el revestimiento de escayola de las paredes. Cada viaje de ida y vuelta a la tienda le llevó una hora.
Quedaba con otras mujeres para tomar café o comer. Casi siempre con Julia, pero también con Amber, con Claire o con cualquier otra; estaba dispuesta a dar una oportunidad a todas. Holandesas y suecas, alemanas y canadienses. Era su propia embajadora.
También hacía de canguro. Se tiraba en el suelo con los niños y hacía construcciones con piezas de Lego o con bloques de madera; también hacía puzzles de treinta y seis piezas. Leía en voz alta libro tras libro.
De vez en cuando quedaba con su marido para comer, pero no muy a menudo. Dexter trabajaba todo el día y también muchas noches.
Le gustaba salir por la noche, algo que en principio hacían cada semana, pero que en realidad muchas veces se cancelaba, por trabajo o un viaje de Dexter. Salir por la noche en Washington no había sido importante, más bien algo opcional. Pero ahora sentía la necesidad de hacerlo, para tener la oportunidad de compartir con otros las miserias de su vida de ama de casa, de despertar simpatías y sentirse reconocida.
Casi todo lo que hacía se le antojaba sin valor alguno. Recorría el apartamento recogiendo juguetes y ropa de los niños, colocando cosas, ordenando papeles. Les lavaba el pelo a sus hijos, les restregaba los sobacos y vigilaba que se limpiaran bien el culo, se cepillaran todos los dientes e hicieran pis dentro de la taza del váter y no simplemente en las inmediaciones de la misma.
Hacía la compra y cargaba con bolsas de comida. Preparaba el desayuno y las bolsas con el almuerzo, hacía la cena y fregaba los platos. Pasaba la aspiradora, la mopa y el plumero. Hacía la colada, la secaba y la doblaba, la metía en cajones o la colgaba de perchas o ganchos en la pared.
Cuando terminaba sus tareas era ya hora de empezarlas otra vez, desde el principio.
Y su marido no tenía ni idea. Ninguno de los maridos sabía lo que hacían sus mujeres todos los días durante las seis horas que los niños estaban en el colegio. No solo ignoraban sus interminables tareas domésticas, también sus pasatiempos, sus lecciones de cocina y de idiomas, sus clases de tenis y, en ocasiones especiales, sus aventuras con instructores de tenis. Quedar para tomar un café, a todas horas. Ir al gimnasio. Al centro comercial. Sentarse en el parque infantil bajo la lluvia. Uno de los parques tenía un cenador, lo que les permitía mojarse algo menos.
Dexter no sabía nada de todo esto, lo mismo que no había sabido cómo pasaba Kate sus días cuando vivían en Washington, cuando hacía algo muy distinto de lo que decía.
Lo mismo que ahora Kate no sabía con exactitud qué hacía Dexter durante todo el día.
—
Bonjour
—contesta Dexter—.
Comment ça va
?
Kate mira a su alrededor en la galería, que está vacía excepto por la pareja española. El hombre comenta todas las obras en voz baja. Debe de considerarse un experto.
—
Ça va bien
—dice.
Cambiaron Luxemburgo por París un año atrás, coincidiendo con el principio de curso en un colegio nuevo en una ciudad nueva y en un país nuevo. Para Año Nuevo, Kate había llegado a la conclusión de que ninguno de los dos hablaba francés con suficiente fluidez. Así que convenció a Dexter de que los martes y jueves hablaran solo en francés. Hoy es jueves, nueve meses más tarde. Pero para esta conversación necesitan hablar en inglés; necesitan comunicarse a otro nivel distinto.
—Acabo de encontrarme con una vieja amiga —dice Kate—. Con Julia.
Dexter se queda unos segundos callado y Kate no insiste. Sabe que está pensando en lo que puede significar la llegada de esta mujer.
—
Quelle surprise
—dice Dexter sin entonación alguna—. Ha pasado mucho tiempo.
Ni Kate ni Dexter han visto a Julia desde su apresurada, aunque no inesperada, marcha de Luxemburgo, dos inviernos atrás.
—¿Podemos quedar esta noche para tomar una copa? Bill también está en París.
Dexter calla de nuevo.
—De acuerdo. Puede ser divertido ponernos al día.
—Sí —dice Kate. Pero no está pensando en lo divertido que será ponerse al día—. ¿Qué tal a las siete en el café del Carrefour del Odéon?
—Muy bien —dice Dexter—. Perfecto.
El café está al lado del aparcamiento donde guardan el coche y a media manzana de una estación de metro muy transitada. El cuarto de baño no tiene ventanas, tampoco hay cuarto trasero ni entrada posterior. No hay donde esconderse, ni oportunidad para sorprender a alguien por la espalda. Desde las mesas de la
terrase
se domina un panorama completo de la intersección de calles. Es el lugar perfecto para tomar una copa. Y también para salir huyendo a toda prisa.
—Llamaré a Louis para que nos reserve una mesa —dice Dexter—. Si hay algún problema, te llamo.
Kate sabe que no habrá problema, al menos no con Louis o para reservar una mesa. Pero imagina muchos otros, la mayoría de los cuales empieza con el billete rosa de quinientos euros escondido debajo de la pesada bandeja de cristal del café. Después, doblar la esquina a toda prisa, subirse corriendo al coche familiar, con los niños ya sentados y con el cinturón puesto en el asiento trasero, decir adiós a Sylvie, la canguro, la carrera hasta el Sena, cruzar el Pont Neuf y de ahí a la carretera que discurre bajo los muelles para salir a la Autoroute de l‘Est, una autopista amplia y poco transitada, hacia el este hasta la A4 y después al norte por la A31 hasta un país distinto con carreteras distintas, cada vez más estrechas, sinuosas y empinadas hasta, por fin, cuatro horas después, meter el coche en un aparcamiento de la margen derecha y detenerse ante las puertas de piedra de una casa de campo pintada de blanco en un pequeño promontorio arbolado de una zona poco habitada en pleno bosque de las Ardenas.
Y termina en el cuartito de aseo de la pequeña casa de piedra, detrás del panel del cuadro de mandos de la calefacción que no funciona, donde hay una pequeña caja de acero fijada con potentes imanes a la pared.
—Muy bien. Y una cosa, Dexter. Julia me pidió que te diera un recado.
—¿Sí?
—El coronel ha muerto.
Dexter no dice nada.
—¿Dexter?
—Sí —dice—. Vale, lo he entendido.
—Muy bien entonces.
A bientôt
.
Y dentro de la caja, en el cuarto de baño de la casa de campo, en fajos de billetes nuevos, un millón de euros. Dinero sin rastro. Dinero a estrenar.
La pareja de españoles ha abandonado la galería y Kate está sola mirando las fotografías, imágenes de agua, de arena y de cielo, de agua, de arena y de cielo, de agua, de arena y de cielo. Una serie interminable de líneas paralelas en azules y tostados, en tonos grises y blancos. Líneas hipnóticas, abstracciones de lugares tan abstractas que ya no representan lugar alguno, solo líneas y colores.
«Tal vez en una playa —piensa Kate—. Tal vez en una playa remota será donde vivamos. Una vez que desaparezcamos de aquí».
Llamar a amigos de Estados Unidos era complicado por la diferencia horaria y el calendario escolar. Por las mañanas sí tenía tiempo, pero entonces todo el mundo en la costa este estaba dormido o desayunando. Cuando eran las nueve de la mañana en Washington, Kate se encontraba recogiendo a los niños, cuidándolos, haciendo la compra en la frutería, la carnicería, la panadería, llevándolos a jugar con otros niños o en el club de tenis, conduciendo, limpiando, cocinando. Para cuando dejaba de estar ocupada —los niños bañados y acostados, los platos limpios, la casa ordenada— se encontraba exhausta y sin ganas de hablar, solo de ver las últimas temporadas de las series de HBO en iTunes, con el portátil conectado a la televisión mediante múltiples cables y enchufes, soporte vital digital.
Solo había una persona en su zona horaria a la que podía llamar. Marcaba el larguísimo número de teléfono y obtenía respuesta al primer tono de llamada.
—¿Sí?
—Hola —dijo Kate—. Me aburro. —No pronunció su nombre ni el de él. Nada de nombres por teléfono. Nunca—. De hecho, no he estado más aburrida en mi vida.
—Lo siento —dijo él.
—Estoy haciendo la colada.
—Eso está muy bien —dijo él—. Es importante que tu familia vista ropa limpia.
Kate se dio cuenta de que esta conversación —sobre la soledad, la colada— sonaba exactamente como un informador hablando en código con el agente encargado de él.
—Cuéntame algo interesante —dijo.
—¿Interesante? Vamos a ver… No hay ningún presidente estadounidense que haya sido hijo único. Todos han tenido hermanos, si no biológicos, al menos porque su madre o su padre se ha vuelto a casar.
Conocía a Hayden desde que empezó a trabajar en la agencia. Después de todo aquel tiempo, era fácil olvidarse de su peculiar forma de hablar, propio de alguien que está de vuelta de todo, el acento de la clase alta americana; nadie en Luxemburgo hablaba como él. Ni siquiera los británicos.
—Te doy un cuatro.
—No es justo. Estadísticamente, el veinte por ciento de los niños estadounidenses son hijos únicos. Y, sin embargo, ningún presidente lo ha sido. Vamos…
—De acuerdo, un cinco —dijo Kate sin resistir el impulso de sonreír a pesar de su penoso estado de ánimo—. Me siento sola.
—Sé que es difícil —dijo él—, pero las cosas mejorarán.
Hayden había pasado toda su vida adulta en el extranjero, así que sabía de lo que hablaba.
—Te lo prometo.
—A lo mejor papá quiere contarnos lo que ha hecho hoy.
Jake y Ben no levantaron la vista de sus rebanadas de Böfflamott, preparado según la receta de
El libro de la cocina bávara
, página 115. Aunque sus padres estuvieran a punto de pelearse, sabían que aquella no sería su batalla.
Dexter no dijo nada.
—O a lo mejor es que papá cree que mamá no es lo suficientemente lista para entender su trabajo.
Dexter dejó de masticar.
—O a lo mejor a papá no le importa que mamá quiera saberlo.
Jake y Ben se intercambiaron una mirada rápida y después ambos se volvieron hacia Dexter.
Kate sabía que no estaba siendo justa, que no debería decir aquellas cosas, pero el resentimiento se estaba apoderando de ella. Aquella tarde había limpiado tres váteres y limpiar váteres era la tarea que más odiaba de todas.
Dexter dejó el cuchillo y el tenedor.
—¿Qué es exactamente lo que quieres saber, Kat?
Kate hizo una mueca cuando escuchó cómo la llamaba.
—Quiero saber lo que haces.
Kate nunca había husmeado en la vida profesional de Dexter, al menos no abiertamente. Siempre habían sido una pareja que se daba espacio mutuo. Era una de las cosas que más valoraba de su marido, su disposición a no saber. Pero ahora era ella la que quería saber.
—¿Es mucho pedir que nos cuentes qué has hecho hoy?
Dexter sonrió para tranquilizar a los niños.
—Claro que no. Veamos. Hoy he estado planificando una fase de un test de penetración que voy a poner en práctica dentro de un par de semanas.
Aquello sonaba a sexo experimental.
—Un test de penetración es cuando un consultor como yo intenta entrar en un sistema de seguridad. Hay tres maneras de abordar una intrusión así. Una es el método puramente técnico: encontrar algún resquicio, alguna grieta en el sistema que te permita entrar, abrir y desplazarte por él a voluntad.
—¿Como por ejemplo?
—Como un ordenador sin supervisión. Que esté conectado a un sistema, pero no se encuentre protegido por una contraseña. O, si lo está, que el nombre de usuario sea fácil de deducir o esté todavía sin asignar. Por ejemplo, que el nombre sea «Usuario» y la contraseña «Contraseña». En algunos sistemas se puede entrar en unas pocas horas, otros requieren meses. Y cuanto más tiempo se tarda, más probabilidades hay de que el pirata se canse y cambie de objetivo. La segunda forma de enfocarlo es estrictamente física: entrar en el sitio donde están los ordenadores. Esquivar a los guardias de seguridad y colarse por una ventana o por el sótano. O la fuerza bruta: presentarse con hombres y armas. Este método no es mi especialidad.
—Ya me lo imagino.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada. ¿Cuál es el tercer enfoque?
—La tercera manera de enfocarlo es la más eficaz. Ingeniería social. Es cuando manipulas a una persona para obtener acceso.
—¿Y cómo se hace eso?
—Todos los métodos se reducen a un principio básico: hacer pensar a la gente que estás en su equipo cuando no es verdad.
Ingeniería social. Ese había sido el trabajo de Kate.
—Y el enfoque más efectivo es una combinación de los tres: ingeniería social para acceder al lugar físico y, una vez allí, desplegar tus conocimientos técnicos. Así es como se derriban gobiernos, se roban secretos industriales y se atracan casinos. Pero, sobre todo, porque es lo que a mí me atañe, así es como se roban bancos. Es la peor pesadilla de un banco. —Dexter se llevó a la boca un trozo de ternera—. Por eso estoy aquí. —Y un sorbo de vino—. Eso es lo que hago.
Kate miró por la ventana y recorrió el paisaje con la vista: un acantilado, la garganta de Alzette, que descendía cientos de kilómetros, un puente moderno de acero de unos cuatrocientos metros de longitud, un antiguo paso elevado de ferrocarril, fortificaciones medievales, prados verdes y exuberantes, espesos bosques, casas de tejados oscuros y espigadas agujas de iglesia, un río caudaloso y, a lo lejos, los edificios de oficinas de acero y cristal de Kirchberg Plateau. Y sobre todo esto, una vasta extensión de cielo azul brillante. Eran unas vistas espectaculares, de posibilidades infinitas. Un paisaje que resumía toda Europa.