Exilio: Diario de una invasión zombie (30 page)

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
13.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
FRANCOTIRADOR

12:00 h.

Las edificaciones enemigas se han venido abajo y el fuego las devora. He llegado a este sitio por la mañana, a las 8.50 horas, y me he preparado para la incursión a menos de quinientos metros del objetivo. Contaban con el mismo personal que ayer. He visto que la mujer gorda le hacía un tajo en la espalda a uno de los esclavos vivientes atados a la rueda, probablemente para estimular a la criatura que iba detrás y hacer que den vueltas más rápido. Había una sola persona viva en la rueda. Parecía un hombre de mediana edad. Tenía rasguños en la espalda. Se los había hecho con las uñas la criatura que iba detrás de él. No he dudado que el hombre estaba a punto de morir por culpa de la infección. He observado detenidamente la rueda para confirmar que era la única criatura viva entre las que caminaban.

A las 9.30 horas aproximadamente he marcado con el láser un punto en tierra entre la rueda y los alojamientos de las personas que mandaban en ese sitio. Al cabo de unos seis segundos, el designador ha empezado a emitir un tono regular. No lo he apartado del objetivo hasta que la bomba guiada por láser ha llegado al suelo...

Me había arrojado de cuerpo a tierra, pero la explosión me ha desgreñado igualmente el cabello y me ha tapado los oídos. Los edificios han dejado de existir y la rueda ha saltado por los aires como un frisbee como mínimo treinta metros más allá de donde había estado antes. El hombre infectado ha muerto, por supuesto. La explosión ha derribado la caseta de guardia como si fuera un retrete de los antiguos, y el guardia ha quedado aturdido y confuso. Al fin se ha puesto en pie y se ha echado a correr y a disparar en todas direcciones.

Tras desperdiciar cinco cartuchos, lo he abatido por fin. Ya llevo aquí treinta minutos a la espera de que algo se mueva. Seguramente lo mejor será esperar a que los vivos mueran desangrados. Voy a dar una vuelta por esta zona en busca de supervivientes y me aseguraré de que los muertos se queden muertos. Con ciertas prisas, porque la explosión ha sido muy ruidosa y difícilmente puede pasar inadvertida, independientemente del estatus cardíaco de cada cual.

13:50 h.

Al acercarme al único edificio que no había quedado destruido ni gravemente dañado, he visto cadáveres en llamas que todavía caminaban. He apoyado el M-4 en el hombro y he aguardado a que estuviesen a cuarenta metros de mí antes de abatirlos. En total, he matado a siete. Me he acercado al edificio y he abierto la puerta. La estructura apenas había sufrido daños y se había inclinado ligeramente. Al abrir la puerta, me ha venido a la cara una nube de moscas que en seguida se ha dispersado. El teléfono ha recibido una llamada en el mismo momento en que quince monstruos salían por la puerta. Me he marchado por el mismo camino por el que había venido. Las criaturas me seguían los pasos. He agarrado el M-4 con la mano derecha y el teléfono con la izquierda...

He disparado lo mejor que he podido, en un intento por luchar y, al mismo tiempo, leer la pantalla. Me imagino que esto debe de ser la versión apocalíptica de ir conduciendo lanzado por la autopista con el móvil en la oreja y tomando un café al mismo tiempo que te afeitas.

Todo lo que he llegado a leer ha sido: «INFORME DE SITUACIÓN: Ser humano de sexo masculino, no identificado, se acerca a su posición. Armado. Evaluación efectuada por el Reaper tras el lanzamiento de la bomba guiada por láser: la exploración térmica identifica tan sólo a dos bípedos en la zona. El Proyecto Huracán Ex...»

El resto era ilegible.

Me he pasado un buen rato de baile con los monstruos y he tenido que cambiar el cargador y correr en círculo como un idiota para mantenerlos a una distancia segura. Es entonces cuando ha ocurrido: he puesto el punto rojo sobre la frente de una de esas criaturas y su cabeza ha estallado antes de que apretase el gatillo. A continuación he oído un disparo. He visto que la criatura se caía de bruces sin darme cuenta de la que venía detrás. La tenía casi lo bastante cerca como para que me diese un mordisco en la garganta. He visto por el rabillo del ojo que su cabeza explotaba y varias astillas de hueso podrido me han golpeado en el hombro mientras, una vez mis, el sonido del disparo se oía con retraso. Tan sólo quedaba uno, y por eso he aguardado y me he mantenido a distancia, al tiempo que buscaba un lugar para cubrirme.

Me he escondido detrás de un fardo de heno enmohecido y he visto explotar otra cabeza, y luego otra. El informe me ha llegado menos de un segundo después de que la cabeza sufriera el impacto. No ha quedado totalmente destruida, pero sí ha perdido un buen trozo. He sacado los prismáticos y he explorado toda el área circundante. Nada. Ni rastro del tirador. Me he arrastrado hasta que no lo he aguantado más, y entonces he echado a correr tan rápido como he podido hasta la mochila que había dejado escondida en la loma.

Con gran sorpresa por mi parte, no me ha pegado ningún tiro en la nuca mientras subía. El olor a humo y a cecina mala flotaba en el aire y me producía aún más náuseas de las que había sentido al estar malo con el catarro. Me he sentado sobre la loma y he observado el valle y las áreas circundantes. Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos, he descubierto un destello. A duras penas podía distinguir el perfil de un torso, por lo menos a unos quinientos metros de distancia, al otro extremo del valle. Esa persona sostenía un pequeño espejo, o un cristal de algún tipo. Entonces se ha echado a andar y he visto que llevaba camuflaje auténtico en las piernas y que sostenía la parte de arriba del uniforme con la mano que no empuñaba el rifle. Cada cierto tiempo me hacía una señal, luego enfocaba hacia mí con los prismáticos y hacía una nueva señal para darme a entender que me había visto.

Al cabo de unos pocos minutos de esta guisa, he llegado a la conclusión de que si el hombre hubiese querido matarme lo habría hecho ya. He escondido la mochila y he bajado al valle tan sólo con el M-4 y la pistola. Cuando nos separaban poco menos de doscientos metros, hemos prescindido de los prismáticos y hemos ido a encontrarnos. Ya a distancia de tiro con pistola, nos hemos detenido y nos hemos aprestado por si había que luchar. Él vestía un ghillie de arpillera y tenía la piel oscura, y cabello negro y barba. El hombre ha dejado el arma y el espejo de señales en el suelo, a sus pies, y ha retrocedido unos pocos pasos. Yo llevaba la pistola en la parte trasera de los pantalones, y por ello me ha parecido que tampoco correría ningún peligro si dejaba el M-4 en el suelo y retrocedía también.

Me ha gritado con fuerte acento del Próximo Oriente y me ha dicho:

—Me llamo Saien; no quiero hacerte ningún daño. Hace días que te sigo.

Me he fijado en que el arma que llevaba era un rifle de francotirador tipo AR.

Le he preguntado por qué me seguía.

—Trato de llegar a San Antonio y tú vas en la misma dirección.

He informado a Saien de que no pensaba visitar San Antonio, al menos durante unos pocos siglos. Ha fruncido el ceño, pero lo ha entendido, y me ha contestado:

—¿Estás seguro?

Le he dicho que sí lo estaba y que había escapado de esa misma ciudad en enero, antes de que lanzaran la bomba atómica. Entonces, para razonarme su plan, me ha explicado que habla oído que algunas de las ciudades que estaban en la lista no habían sido destruidas. He tenido que decide con toda franqueza que vi la explosión desde la torre de control del aeropuerto en el que me había refugiado, a una distancia segura de la ciudad.

—¿Has visto a los especiales? ¿Los que se mueven más rápido?

—He visto a uno, como mínimo. A bordo de una embarcación en el golfo de México. Son mortíferos y es necesario evitarlos.

—Estoy de acuerdo contigo, amigo mío. Desde mi apartamento, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de Chicago, les vi hacer cosas que no me habrían parecido posibles. Luego, cuando me marchaba de Chicago por la carretera, les vi abrir coches que no tenían la puerta cerrada, e incluso echarse a correr... aunque no distancias largas, ni durante mucho tiempo. Salieron de Chicago, de eso estoy seguro. Vi la explosión desde mi ventana el pasado enero. Dos semanas más tarde llegaron al sur. Me dejaron como un helado... ¿esa expresión es correcta?

Le respondí con una media sonrisa y le dije que probablemente sí.

—Vi a esas cosas ir de puerta en puerta, o, por lo menos, eso era lo que parecía. Una de ellas llegó a llamar al timbre de la puerta y le dio la vuelta al pomo. Durante los días en los que llegaron fueron cayendo pájaros muertos del cielo. Los muertos eran animales estúpidos, de eso no cabe duda, pero les quedaba cierta memoria. ¿Sabes por qué?

Le respondí con una palabra.

Radiactividad.

—Oí lo mismo en la retransmisión por la frecuencia AM de alguien de Canadá que trabajaba en una torre de repetición. Observé a uno de ellos que se pasó un mes de pie frente a una puerta sin moverse. Estaba allí, de pie, sin moverse apenas, casi como si durmiera... hasta que a un mapache se le ocurrió subirse al porche. La cosa se arrojó sobre el animal y lo devoró, sin dejar nada.

Le he preguntado qué buscaba en San Antonio y me ha respondido que tenía muchos hermanos allí. He visto que echaba la mano para atrás y tocaba una manta que llevaba atada a la espalda. Se ha dado cuenta de que le miraba y ha retirado la mano. En cuanto he clavado los ojos en él, su respuesta ha sido:

—Alá ha abandonado este lugar. Han pasado muchos días desde la caída del hombre, y yo he cuestionado mis propias creencias y Le he perdido. Ya no creo en Él.

Me he llevado la impresión de que Saien era sincero y no quería hacerme ningún daño, por lo menos hoy. Habíamos llegado a otro nivel de surrealismo: hablar con un ser humano que no era yo.

Le he preguntado:

—¿Llevas más equipaje?

—Pues claro que sí. Lo he escondido, igual que tú has escondido el tuyo en la colina de ahí atrás. Mira, te he seguido y te he observado antes de que encontrases este repugnante lugar... no entiendo cómo lo has hecho para plantar los explosivos en los edificios. No he visto que te acercaras a ellos. ¿Has ido de noche?

—He puesto los explosivos esta mañana a primera hora.

No era del todo mentira. La confianza se tiene que ganar, y no puede darse nunca por supuesta.

Me había llegado a mí el turno de hacer preguntas capciosas, y le he pedido que me dijese dónde había aprendido a reventar cabezas a casi mil metros de distancia.

—En Afganistán.

—Tiene su lógica. ¿Y cómo es que has venido hasta aquí?

—Luché por la libertad, o, por lo menos, eso pensaba. Había venido a Illinois para auxiliar a mis hermanos. Antes de que pudiera hacerla, los muertos iniciaron su danza.

No he querido interrogarlo más, porque habría sido inevitable que habláramos del origen de la explosión, o de cualquier tipo de detalles que afectaran a Remoto Seis.

Le he propuesto que buscáramos entre las ruinas por si encontrábamos algo que nos fuera útil, y ha estado de acuerdo. Hemos ido hasta el edificio donde Saien me había salvado el pellejo de esas criaturas. Muchas de ellas estaban colgadas de ganchos de carne y les faltaba algún miembro. En el centro de la habitación había un recipiente grande para cocinar (como el caldero de una bruja). Aquello era una mierda elevada a la quinta potencia: al parecer, esa gente se comía a los muertos. Las criaturas nos han mirado y les han crujido las mandíbulas. En todo el edificio no he visto nada que pudiéramos aprovechar, y por eso Saien y yo le hemos pegado fuego y nos hemos ido a recoger nuestras cosas.

Le he preguntado si tenía cable eléctrico, porque lo necesitaba para conseguir transporte. Me ha respondido, confuso, que no tenía, pero que estaba seguro de que encontraríamos en los coches abandonados. Tenia razón, pero había algo en la idea de meter la cabeza bajo un capó que me daba un miedo de muerte. Me acordé del monstruo con el hacha que estuvo a punto de partirme por la mitad. Hemos recogido nuestras cosas y hemos ido en busca del cargador solar. Al ir con Saien se había reforzado la necesidad de diligencia. Parecía que se detuviera cada diez pasos, escuchara, y escudriñara en la lejanía con la mira telescópica. Probablemente por eso sigue con vida. Me he fijado en que Saien lleva un M-16 de tamaño extra. Le he preguntado de dónde lo ha sacado. Al mismo tiempo que me lo entregaba para que pudiese examinarlo, me ha dicho que se lo llevó de una torre de vigilancia de la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias que descubrió al sur de Chicago. Al verlo más de cerca, he notado que el rifle tenía un.308 en la recámara y cañón Bull Barrel. Era un SR-25. Llevaba una pequeña mira holográfica incorporada. Me ha dicho que el cristal no le servía de mucho a distancias muy inferiores a los cien metros. La mira holográfica servía para los enfrentamientos cercanos. El arma era mucho más pesada que mi M-4. La tierra que pisábamos estaba muy lejos de Chicago y soy incapaz de imaginarme cómo puede haber hecho un viaje tan largo. Por lo que a mí respecta, deben de haber estado a punto de matarme en unas diez ocasiones desde que me estrellé con el helicóptero, a tan sólo unos ciento cincuenta kilómetros de aquí.

Hemos caminado con el oído atento, de regreso a la zona donde el Chevrolet se pudría desde hacía varios meses. He disfrutado al caminar a paso ligero sin la mochila, y cuando regresábamos, he sufrido por el peso que llevaba de nuevo a mis espaldas. Saien y yo nos hemos repartido rápidamente las tareas. Ha desconectado la batería mientras yo iba en busca de cables. Ahí ha empezado el problema. No podíamos verter el liquido para el tratamiento de la gasolina sin saber si el depósito estaba lleno. Si no lo estaba, sería un derroche de líquido. Habría que volver a conectarle la batería para que la electricidad llegara al cuadro de instrumentos, y luego mirar los indicadores para ver cuánto combustible había en el depósito a fin de echarle la cantidad adecuada de mezcla. Demasiada matemática elemental.

He abandonado la base de operaciones en el mismo momento en el que Saien arrastraba la batería de nuevo hasta el Chevrolet. Yo llevaba la navaja y la pistola con silenciador. Me he dirigido al Escarabajo para abrirle las entrañas y poder empezar el camino hacia el sur. Las explosiones y los disparos me habían inquietado. Desde enero, no he visto en ningún momento que las criaturas no se vieran atraídas por el sonido. Siempre existía la misma relación entre causa y efecto. Al acercarme al Escarabajo, he visto a uno de ellos en la carretera que miraba en otra dirección, hacia un lugar situado más allá del coche. Era un día nublado y parecía que estuviera a punto de lloviznar. Maldito clima que nos mina la moral.

Other books

Rustled by Natasha Stories
Forever Winter by Daulton, Amber
Heart's Duo (Ugly Eternity #4) by Charity Parkerson
Inquest by Gladden, DelSheree
Pure Joy by Danielle Steel
Bound by Their Kisses by Marla Monroe