Excalibur (57 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: Excalibur
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—¿Debería acordarme?

—Yo me acuerdo de vos, lord Derfel. Contemplasteis mi cuerpo un día con ojos hambrientos, porque estabais hambriento. ¡Qué hambre teníais! ¿Lo recordáis? —Entonces, cerró los ojos y bajó por el sendero de cabras hacia mí, levantando mucho los pies, con precisión, y estirando las puntas a cada paso, e inmediatamente la reconocí. Merlín: era la niña cuya piel desnuda brillaba en la oscuridad.

—Eres Olwen —dije. El nombre me llegó de muchos años atrás—. Olwen de Plata.

—De modo que os acordáis de mí. Ahora soy mayor. Olwen la mayor —se rió—. ¡Vamos, señor! ¡Traedme el manto!

—¿Adonde vamos?

—Lejos, señor, lejos. Donde nacen los vientos y se originan las lluvias, donde se forman las nieblas y no hay reyes que manden. —Bailó por el camino con una energía al parecer inagotable. Pasó el día entero bailando y contándome insensateces. Creo que estaba loca. En una ocasión, cuando pasábamos por un valle pequeño donde unos árboles de hojas plateadas temblaban con la brisa, se quitó el vestido y bailó desnuda sobre la hierba; lo hizo para provocarme, para tentarme; cuando pasé de largo, caminando obstinadamente y sin mostrar deseo por ella, se rió otra vez, se colgó el vestido sobre un hombro y siguió caminando a mi lado como si la desnudez no fuera cosa notable—. Fui yo quien llevó la maldición a vuestra casa —me dijo con orgullo.

—¿Por qué?

—Porque así había de ser, claro está —respondió con absoluta sinceridad—, y ahora tendrá que levantarse. Por eso vais a las montañas, señor.

—¿A ver a Nimue? —pregunté, aunque ya lo sabía; creo que supe, desde el momento en que encontré a Olwen en el patio, que iba a ver a Nimue.

—A Nimue —asintió Olwen, contenta—. Como veis, señor, ha llegado la hora.

—¿La hora de qué?

—La hora última de todas las cosas, claro —dijo Olwen, y se libró del estorbo del vestido tirándomelo a las manos. Me adelantó a saltos, de vez en cuando se volvía, me miraba con malicia y se divertía a costa de mi expresión inmutable—. Me gusta desnudarme cuando brilla el sol.

—¿Qué es la última hora de todas las cosas? —le pregunté.

—Convertiremos Britania en un lugar perfecto. No habrá enfermedades ni hambre, ni temores ni guerras, ni tormentas ni ropa. ¡Todo concluirá, señor! Las montañas caerán y los ríos volverán sobre su propio cauce, los mares hervirán y los lobos aullarán, pero al final el país será verde y oro, y los años dejarán de existir y el tiempo, y todos seremos dioses y diosas. Yo seré una diosa árbol. Mandaré sobre el alerce y el carpe; por las mañanas bailaré y por las noches yaceré con hombres dorados.

—¿No tenías que yacer con Gawain cuando lo sacaron de la olla? —le pregunté—. Creía que ibas a ser su reina.

—Yací con él, señor, pero estaba muerto. Muerto y seco. Sabía a sal. —Prorrumpió en carcajadas—. Muerto, seco y salado. Lo calenté toda la noche, pero no se movió. No quería yacer con él —añadió en tono confidencial—, pero desde aquella noche, señor, no he conocido otra cosa que la felicidad. —Se giró con ligereza, marcando un paso complicado en la hierba de primavera.

Loca, pensé, loca y extremadamente bonita, tan bonita como Ceinwyn en otro tiempo, aunque la niña, al contrario que mi Ceinwyn, blanca de piel y de dorados cabellos, tenía el pelo negro y la piel tostada por el sol.

—¿Por qué te llaman Olwen de Plata? —le pregunté.

—Porque mi espíritu es de plata, señor. ¡Tengo el pelo oscuro pero mi espíritu es de plata! —Giró velozmente en el camino y siguió corriendo con agilidad. Me detuve unos momentos después a recuperar el resuello y mirar al fondo de un profundo valle donde distinguí a un pastor con sus ovejas. El perro del pastor corría ladera arriba en busca de una oveja descarriada y, más allá del rebaño apelotonado, divisé una casa y una mujer que tendía ropa a secar en las aulagas. Pensé que aquello era la realidad y el viaje por las montañas una locura, un sueño; me toqué la cicatriz de la mano izquierda, la que me unía a Nimue, y vi que se había puesto bermeja. Hacía años que era blanca, pero en ese momento estaba lívida.

—¡Tenemos que seguir, señor! —me dijo Olwen—. ¡Seguir, seguir! ¡Hasta las nubes! —Afortunadamente, tomó el vestido de nuevo, se lo puso por la cabeza y la tela se deslizó sobre su esbelto cuerpo—. En las nubes hace frío, señor —me dijo, y empezó a bailar otra vez mientras yo, compungido, miraba por última vez al pastor y a su perro y reanudaba el camino en pos de ella por un estrecho sendero que se perdía entre altas peñas.

Por la tarde descansamos. Hicimos alto en un valle de empinadas paredes donde crecían fresnos, serbales y sicómoros cerca de un lago estrecho y alargado que se rizaba con la brisa. Me recosté contra una piedra grande y debí de quedarme dormido un rato, porque cuando desperté vi que Olwen se había desnudado otra vez y nadaba en las frías aguas negras. Salió del lago temblando, se secó con el manto y se puso el vestido.

—Nimue me dijo que si yacías conmigo, Ceinwyn moriría.

—Entonces —repliqué rudamente—, ¿por qué me pediste que lo hiciera?

—Pues para ver si amabais a vuestra Ceinwyn —respondió alegremente.

—La amo.

—Entonces podéis salvarla —respondió Olwen risueñamente.

—¿Cómo la ha hechizado Nimue?

—Con una maldición de fuego, una maldición de agua y una maldición de endrino —me dijo Olwen, y se agachó a mis pies mirándome fijamente a los ojos—, y con la tenebrosa maldición del otro cuerpo —añadió omniosamente.

—¿Y por qué? —pregunté enfurecido; no me importaban los pormenores de las maldiciones, sólo que las hubieran obrado contra mi amada Ceinwyn.

—¿Por qué no? —dijo Olwen, y soltó una carcajada, se arrebujó en el manto húmedo y siguió andando—. ¡Vamos, señor! ¿Tenéis hambre?

—Sí.

—Comeréis. Comeréis, dormiréis y departiréis. —Reanudó el baile pisando delicadamente con pies desnudos el sendero de pedernal. Vi que le sangraban los pies, pero no parecía importarle—. Vamos hacia atrás —me dijo.

—¿Qué significa eso?

Dio media vuelta y empezó a saltar hacia atrás, mirándome.

—Vamos atrás en el tiempo, señor. Devanamos los años a la inversa. Los años de ayer pasan volando a nuestro lado, tan veloces que no vemos los días ni las noches. Vos no habéis nacido siquiera, ni tampoco vuestros padres, y seguimos retrocediendo, siempre hacia atrás, hasta el tiempo en que no había reyes. Allí vamos, señor. Al tiempo anterior a los reyes.

—Te sangran los pies —dije.

—Se curan —dio media vuelta y siguió saltando—. ¡Vamos! ¡Venid a los tiempos de antes de los reyes!

—¿Merlín me está esperando allí? —pregunté.

Al ensalmo de ese nombre, Olwen se detuvo. Se quedó quieta, dio media vuelta y me miró con el ceño fruncido.

—Yací con Merlín una vez —dijo al cabo de un momento—. ¡Muchas veces! —añadió en un arrebato de sinceridad.

No me sorprendió. Merlín era una cabra.

—¿Nos espera Merlín? —insistí.

—Está en el corazón del tiempo de antes de los reyes —contestó con seriedad—. En el mismísimo centro, señor. Merlín es el frío de la helada, el agua de la lluvia, la llama del sol, el hálito del aire. Ahora, venid —me tiró de la manga con súbita premura—, ahora no podemos hablar.

—¿Merlín está prisionero? —pregunté, pero Olwen no contestó. Corría delante de mí y esperaba impaciente a que le diera alcance, y tan pronto como la alcanzaba, echaba a correr otra vez. No le costaba esfuerzo subir por los empinados caminos, mientras yo avanzaba a duras penas detrás de ella, adentrándonos más y más en las montañas. Me imaginé que ya habríamos salido de Siluria y habríamos llegado a Powys, a un paraje del triste país donde el brazo del joven Perddel no llegaba. Era una tierra sin ley, una madriguera de bandoleros, pero Olwen brincaba sin cuita entre los peligros.

Cayó la noche. Las nubes llegaron en masa desde poniente y enseguida nos envolvió la oscuridad. Miré alrededor, no veía nada, ni luces ni el destello de una llama en la lejanía. Me imaginé que Bel encontraría así la isla de Britania cuando por vez primera nos trajo la luz y la vida.

—¡Vamos, señor! —dijo Olwen tomándome de la mano.

—¡No ves nada! —protesté.

—Lo veo todo, confiad en mí, señor —y me llevó hacia adelante avisándome de vez en cuando de los obstáculos que nos salían al paso—. Aquí tenemos que cruzar un arroyo, señor. Pisad con cuidado.

Me di cuenta de que el sendero se empinaba mucho, pero nada más. Cruzamos un tramo de pizarra resbaladiza, Olwen me sujetaba la mano con firmeza y, en cierto momento, cuando tenía la impresión de que caminábamos por la cima de un saliente elevado donde el viento me silbaba en los oídos, Olwen cantó una extraña cancioncilla de elfos.

—En estas montañas todavía hay elfos —me dijo, no bien hubo terminado la tonada—. En las demás partes de Britania los mataron a todos, pero aquí no. Yo los he visto, me enseñaron a bailar.

—Te enseñaron bien —dije; no creía una sola palabra de lo que decía pero me confortaba notar su mano pequeña asiendo la mía firmemente.

—Usan mantos de gasa —dijo.

—¿No bailan desnudos? —le pregunté en son de broma.

—La gasa no oculta nada, señor —replicó en tono reprobatorio—, y además, ¿por qué ocultar la belleza?

—¿Yaces con los elfos?

—Algún día lo haré. Todavía no. Será cuando llegue el tiempo de antes de los reyes. Yaceré con los elfos y con hombres dorados. Pero antes tengo que yacer con otro hombre salado. Vientre contra vientre con otra cosa seca de dentro de la olla. —Soltó una carcajada, me tiró de la mano y dejamos atrás el saliente para iniciar una suave pendiente de hierba que llevaba a una cumbre más alta. Allí, por primera vez desde que las nubes ocultaran la luna, vi luz.

Lejos, al otro lado de un oscuro collado, se levantaba un cerro a cuyo pie debía de haber un valle lleno de hogueras, pues la pared más cercana del cerro estaba circundada de resplandor. Me quedé allí, con la mano en la de Olwen, sin ciarme cuenta, y ella se rió alegremente viéndome mirar las luces que habían aparecido de pronto.

—Ahí tenéis la tierra de antes de los reyes, señor —me dijo—. Allí encontraréis amigos y comida.

Le solté la mano.

—¿Qué amigo sería capaz de castigar a Ceinwyn con una maldición?

Volvió a tomarme la mano.

—Vamos, señor; ya casi hemos llegado. —Olwen bajaba la pendiente tirando de mí para hacerme correr, pero me negué. Avancé despacio, recordando las palabras de Taliesin cuando nos envolvió la bruma mágica en Caer Cadarn; Merlín le había ordenado que me salvara, y dijo que no tenía que mostrarle agradecimiento, y cuanto más me acercaba a la hondonada de las hogueras más temía descubrir el sentido de esas palabras. Olwen me apuraba, se reía de mis temores y le brillaban los ojos al reflejo de las hogueras, pero yo caminaba hacia la lívida línea del cielo con ánimo apesadumbrado.

La entrada del valle estaba vigilada por lanceros, hombres de aspecto salvaje, envueltos en pieles y armados de lanzas rudamente torneadas y provistas de cuchillas rústicas en la punta. Nada dijeron al vernos pasar, aunque Olwen los saludaba alegremente; luego me llevó por un camino hasta el centro del valle, envuelto en humo. En el fondo del valle había un lago alargado y estrecho y alrededor délas negras orillas proliferaban las hogueras, junto a las cuales se levantaban chozas pequeñas entre grupos de árboles raquíticos. Allí acampaba un ejército de gente, pues vi dos centenares de hogueras o más.

—Vamos, señor —dijo Olwen, y seguimos ladera abajo—. Esto es el pasado —me dijo— y el futuro. Aquí se cierra el aro del tiempo.

«Esto es un valle —pensé para mí— de las tierras altas de Powys. Un lugar recóndito donde los desesperados pueden refugiarse, y el aro del tiempo no pinta nada aquí». Sin embargo, me estremecí de aprensión cuando Olwen me llevó a las chozas de la orilla del lago, donde acampaba el ejército. Supuse que la gente estaría dormida, pues era noche cerrada pero, al cruzar entre el lago y las chozas, una multitud de hombres y mujeres salió de las chozas para vernos pasar. Eran gentes muy extrañas, algunos se reían sin razón aparente, otros chapurreaban palabras sin sentido, otros se retorcían. Vi rostros con grandes bocios, ojos ciegos, labios leporinos, marañas de pelo y brazos y piernas retorcidos.

—¿Quiénes son? —pregunté a Olwen.

—El ejército de los locos, señor —dijo.

Escupí en dirección al lago para evitar el mal. No todos estaban locos o tullidos, pues entre tantos desgraciados había algunos lanceros que llevaban escudos torrados con piel humana y ennegrecidos con sangre humana, también; eran Escudos Sangrientos de Diwrnach, que habían sido derrotados. Otros llevaban el águila de Powys en el escudo, e incluso vi uno que tenía el zorro de Siluria, una enseña que no concurría a las batallas desde los tiempos de Gundleus. Esos hombres, semejantes a los del ejército de Mordred, eran la hez de Britania: hombres vencidos, sin tierra, sin nada que perder y todo que ganar. El valle hedía a desechos humanos. Me recordó a la isla de los Muertos, el confinamiento a donde Dumnonia enviaba a los locos sin remedio, el lugar de donde rescaté a Nimue en una ocasión. Las gentes del valle tenían la misma mirada salvaje y producían la misma impresión inquietante de que en cualquier momento podían lanzarse sobre mí con uñas y dientes sin motivo alguno.

—¿Cómo les dais de comer? —pregunté.

—Los soldados van a buscar comida —me dijo Olwen—, los soldados de verdad. Comemos mucho cordero. Me gusta el cordero. Ya hemos llegado, señor. ¡Fin de viaje! —Y con tan halagüeñas palabras, me soltó la mano y, saltando, se adelantó un poco. Estábamos al final del lago; delante de mí había un grupo de árboles grandes al pie de un alto precipicio rocoso.

Bajo los árboles ardía una docena de hogueras; los troncos de los árboles formaban dos líneas, de modo que la arboleda parecía un gran salón de festejos, al fondo del cual se alzaban dos grandes piedras grises como los monolitos que erigía el pueblo antiguo, aunque no sabía si estarían allí de antiguo o desde hacía poco tiempo.

Entre las piedras, entronizada en un impresionante sillón de madera, con la vara negra de Merlín en una mano, estaba Nimue. Olwen corrió hacia ella y se arrojó a sus pies, luego le abrazó las piernas y apoyó la cabeza en su regazo.

—¡Lo he traído, señora! —exclamó.

—¿Yació contigo? —preguntó Nimue, hablando con Olwen pero mirándome a mí fijamente. Las piedras erguidas estaban coronadas por sendas calaveras, que a su vez estaban cubiertas de una gruesa capa de cera derretida.

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