Excalibur (21 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: Excalibur
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—La oportunidad de tener otra criatura, señora —le dijo a Ceinwyn.

—¿Por qué, si no, estaría yo aquí? —replicó ella, y le dio un beso—. ¿Cuántos hijos tenéis vos?

—Veintiuno —respondió con orgullo.

—¿De cuántas madres?

—De diez —sonrió y me dio una palmada en la espalda—. Mañana tenemos que ir a por las órdenes.

—¿Tenemos?

—Tú, yo, Sagramor, Galahad, Lanval, Balin, Morfans —se encogió de hombros—, todos.

—¿Argante está aquí? —pregunté.

—¿Quién crees que ha colocado el aro? —preguntó—. Ha sido idea suya. Ha traído a un druida de Demetia, y esta noche, antes de cenar, tenemos que adorar a Nantosuelta.

—¿A quién? —preguntó Ceinwyn.

—Es una diosa —contestó Culhwch sin darle importancia. Había tantos dioses y diosas que sólo un druida podía conocer todos los nombres, y ni Ceinwyn ni yo habíamos oído hablar de Nantosuelta hasta entonces.

No vimos a Arturo ni a Argante hasta la noche, cuando Hygwydd, su escudero, nos llamó a todos al atrio, que estaba iluminado con antorchas impregnadas de brea y colocadas en tederos de hierro. Me acordé de la noche de Merlín en aquel mismo lugar y de la multitud de gente temerosa que alzaba a los niños tullidos o enfermos hacia Olwen de Plata. Pero ese día una reunión de lores y damas aguardaba con incertidumbre a los lados del aro de paja, mientras que en el estrado del extremo occidental se alzaban tres asientos cubiertos con paños de lino blanco. Junto al aro había un druida, a quien tomé por el druida que Argante había traído de tierras de su padre. Era un hombre fornido de corta estatura, con una desgreñada barba negra en la que se había enhebrado mechones de pelo de zorro y puñados de huesecillos.

—Se llama Fergal —me dijo Galahad— y odia a los cristianos. Se ha pasado la tarde maldiciéndome y, cuando llegó Sagramor, a punto estuvo de desvanecerse de horror. Creía que era Crom Dubh personificado. —Galahad se rió de buena gana.

Ciertamente, Sagramor habría podido ser la encarnación del dios oscuro, pues iba ataviado de cuero negro y llevaba una vaina de espada, negra también, al costado. Había acudido a Lindinis con Malla, su esposa sajona, plácida y de gran envergadura, y los dos se encontraban separados de nosotros en el extremo opuesto del patio. Sagramor adoraba a Mitra pero tenía poco tiempo para los dioses britanos, y Malla seguía adorando a Woden, Eostre, Thunor, Fir y Seaxnet, deidades sajonas.

Estaban allí todos los comandantes de Arturo, aunque, mientras le aguardábamos, pensé en los que faltaban. Cei, que se había criado con Arturo en la lejana Gwynned, había caído en la Isca dumnonia durante la revuelta de Lancelot; lo habían matado los cristianos. Agravain, que había comandado durante años a los jinetes de Arturo, murió aquel invierno a causa de unas fiebres. Balin ocupaba entonces el puesto de Agravain, y había acudido a Lindinis con tres mujeres y una tribu de rapaces fuertes que miraban horrorizados a Morfans, el hombre más feo de toda Britania, cuyo rostro nos era ya tan familiar a todos los demás que ni nos dábamos cuenta de su labio leporino, su enorme bocio ni su mandíbula torcida. A excepción de Gwydre, que aún era un niño, yo debía de ser el más joven de los presentes, cosa que me sorprendió sobremanera. Necesitábamos nuevos señores de la guerra, y allí mismo, en ese mismo momento decidí dar a Issa su propia banda de guerreros tan pronto como terminara la guerra contra los sajones. Si es que Issa sobrevivía. Y si sobrevivía yo.

Galahad cuidaba de Gwydre y ambos se acercaron a Ceinwyn y a mí. Galahad siempre había sido apuesto, y por aquella época de sus años de madurez el tiempo había investido de dignidad su gallardo porte. Su pelo, dorado y brillante en los años mozos, era ya plateado, y se había dejado crecer una barba puntiaguda. Siempre habíamos sido buenos amigos, él y yo, pero en aquel invierno difícil debió de acercarse más a Arturo que todos los demás. Galahad no se encontraba en el palacio del mar y no presenció la humillación de Arturo, cosa que, unida a su simpatía y su serenidad, le hicieron aceptable a ojos de Arturo. Ceinwyn le preguntó, bajando la voz para que Gwydre no la oyera, qué tal estaba Arturo.

—Ojalá lo supiera —respondió Galahad.

—Seguro que es feliz —apuntó Ceinwyn.

—¿Por qué?

—¿No tiene una nueva esposa?

Galahad sonrió.

—Cuando un hombre emprende un viaje, estimada señora, y le roban el caballo en el camino, normalmente se precipita al comprar otro de repuesto.

—Y a partir de entonces, ni lo monta —añadí brutalmente.

—¿Eso te han dicho, Derfel? —replicó Galahad, sin confirmar ni negar el rumor. Sonrió—. El matrimonio es un gran misterio para mí —añadió con vaguedad. Galahad no se había casado, no se había asentado siquiera desde que su casa, en Ynys Trebes, cayera a manos de los francos. A raíz de la pérdida se trasladó a Dumnonia, donde vio crecer a una generación de niños, pero seguía siendo una especie de huésped. Tenía habitaciones en el palacio de Durnovaria, parcas en mobiliario y comodidades. Llevaba encomiendas de Arturo, viajaba a lo largo y ancho de Britania resolviendo problemas con otros reinos o cabalgaba con Sagramor en correrías por territorio sajón, y tanto más satisfecho parecía cuanto más ocupado se hallaba en dichas tareas. Alguna vez sospeché que estaba prendado de Ginebra, mas Ceinwyn siempre se burlaba de semejante idea. Decía que Galahad estaba enamorado de la perfección y era demasiado exigente como para prendarse de una mujer de verdad. Amaba la idea de la mujer, decía Ceinwyn, pero no soportaba la realidad de las enfermedades, la sangre y el dolor. En la batalla no mostraba repugnancia por tales cosas, pero según Ceinwyn, se debía a que en la batalla eran los hombres los que sangraban y sufrían, y Galahad no idealizaba a los hombres, sólo a las mujeres. Tal vez Ceinwyn tuviera razón. Yo sólo sabía que mi amigo debía de sentirse solo a veces, aunque jamás se lamentara de tal cosa.

—Arturo está muy orgulloso de Argante —dijo con una sonrisa afable, aunque en un tono como si callara algo.

—Pero no es Ginebra —apunté.

—Ciertamente, no —dijo Galahad, agradeciendo que hubiera expresado el pensamiento—, aunque se asemejan en algunos aspectos.

—¿Cómo cuáles? —preguntó Ceinwyn.

—Tiene ambiciones —respondió Galahad con cierta reserva—. Cree que Arturo tendría que ceder Siluria a su padre.

—¡Él no es quién para ceder Siluria! —exclamé.

—No —dijo Galahad—, pero Argante cree que podría conquistarla.

Escupí. Para conquistar Siluria, Arturo tendría que luchar contra Gwent e incluso contra Powys, los dos países que juntos gobernaban el territorio.

—Está loca —dije.

—Es ambiciosa, aunque no realista —puntualizó Galahad.

—¿Os agrada Argante? —le preguntó Ceinwyn sin rodeos.

Galahad se ahorró la respuesta porque la puerta del palacio se abrió súbitamente y Arturo compareció por fin. Iba vestido de blanco, como de costumbre, y su rostro, que tan adusto se había vuelto durante los últimos meses, se me antojó viejo de repente. Un sino cruel, pues llevaba del brazo a su nueva esposa, toda vestida de dorado, y su nueva esposa era poco más que una niña.

Fue la primera vez que vi a Argante, princesa de los Uí Liatháin y hermana de Isolda, y en muchos aspectos se parecía a la desdichada Isolda, pues era una criatura frágil en la frontera entre niña y mujer, y aquella noche de Imbolc se encontraba más cerca de la infancia con aquel gran manto de lino tieso que, con toda seguridad, había pertenecido a Ginebra. La ropa le quedaba visiblemente grande, y la muchacha caminaba con paso torpe entre los pliegues dorados. Me acordé del día en que vi a su hermana adornada con muchas joyas y de la impresión que me produjo, la de una niña disfrazada con el oro de su madre. Argante me produjo la misma sensación, habríase dicho vestida para jugar e, igual que una niña que finge ser mayor, tomó una actitud de solemne ensimismamiento para contrarrestar su falta de dignidad innata. Llevaba el lustroso pelo negro recogido en una larga trenza alrededor de la cabeza y sujeto con un broche de azabache, el color de los escudos de los temidos guerreros de su padre; el estilo adulto no convenía a su rostro infantil, de la misma manera que la gruesa torques de oro que llevaba alrededor del cuello antojóseme excesiva para su esbelta garganta. Arturo la condujo al estrado y, con una inclinación de cabeza, la dejó en el asiento de la izquierda. Dudo que ninguno de los presentes en el atrio, fuera invitado, druida o centinela, dejara de pensar lo mucho que se parecían padre e hija. Hubo una pausa después de que Argante se sentara. Fue un momento de inquietud, como si hubieran pasado por alto una parte del rito y una importante ceremonia estuviera a punto de convertirse en algo ridículo, pero entonces se oyó como un tumulto en el umbral de la puerta, un amago de risa, y apareció Mordred.

Nuestro rey salió cojeando y con una sonrisa perversa en los labios. Interpretaba un papel, como Argante, pero, al contrario que ella, él actuaba por fuerza. Sabía que todos los congregados en el atrio eran partidarios de Arturo y que le profesaban odio y que, aunque fingieran que él era su rey, lo mantenían con vida en contra de sus deseos. Subió al estrado. Arturo inclinó la cabeza y los demás lo imitamos. Mordred, con su pelo hirsuto más indomable que nunca y la barba como un feo ribete de su rostro redondo, asintió con gesto seco y se sentó en el asiento del centro. Argante lo miró con agrado, sorprendentemente; Arturo se sentó en el asiento que quedaba y así los vimos a los tres, el emperador, el rey y la esposa niña.

No pude evitar el pensamiento de que Ginebra lo habría hecho mucho mejor. Habríamos tenido hidromiel caliente para beber, más hogueras para calentarnos y música para llenar los silencios tensos, pero aquella noche habríase dicho que nadie sabía lo que se había de hacer, hasta que Argante dirigió a su druida una especie de silbido. Fergal miró nerviosamente a todas partes y se dirigió a zancadas al otro extremo del patio a coger una antorcha de un tedero. Con la antorcha encendió el aro y empezó a musitar encantamientos incomprensibles mientras las llamas prendían en la paja.

Unos esclavos sacaron cinco corderos de la jaula. Las ovejas balaron tristemente por las crías, que se retorcían entre los brazos de los esclavos. Fergal esperó a que el fuego prendiera en todo el aro y ordenó que hicieran pasar a los corderos por el círculo de llamas. Y ahí empezó la confusión. Los corderos, ignorantes de que la fertilidad de Dumnonia dependía de su obediencia, se dispersaron en todas direcciones, excepto hacia el fuego, y los hijos de Balin se unieron alborozados al jolgorio de la caza, aunque sólo consiguieron exacerbar la confusión. Por fin, uno a uno, recogieron a los corderos, los hicieron acercarse al aro y, con tiempo y paciencia, lograron convencerlos para que pasaran por el aro de fuego, pero en el patio la buscada solemnidad del acto ya se había roto. Argante, que sin duda estaría acostumbrada a presenciar tales ceremonias investidas de mayor dignidad en su Demetia nativa, fruncía el ceño, pero los demás reíamos y charlábamos. Fergal devolvió seriedad a la velada con un feroz grito repentino que nos dejó helados a todos. El druida estaba de pie, con la cabeza echada hacia atrás mirando a las nubes, con un ancho cuchillo de sílex alzado en la mano derecha y un cordero indefenso que se retorcía en la izquierda.

—¡Oh, no! —protestó Ceinwyn, y se volvió de espalda. Gwydre hizo una mueca de dolor y le pasé el brazo por los hombros.

Fergal lanzó un grito retador a la noche y levantó cuchillo y cordero por encima de su cabeza. Gritó una vez más y atacó con fiereza al cordero, golpeando y rasgando el cuerpecillo con el rudo cuchillo desafilado; el cordero se debatía más débilmente incluso y balaba llamando a su madre, la cual respondía impotente, y mientras tanto la sangre manaba tiñendo el vellón y bañaba la cara a Fergal, que seguía mirando al cielo, y la barba desaliñada y adornada con huesos y piel de zorro.

—Cuánto me alegro —me murmuró Galahad al oído— de no vivir en Demetia.

Observé a Arturo durante la celebración de tan extraordinario sacrificio y vi la expresión de repugnancia con que lo soportaba. De repente se dio cuenta de que lo miraba y se puso rígido. Argante, con la boca abierta de entusiasmo, se inclinaba hacia adelante observando al druida. Mordred sonreía.

El cordero murió y Fergal, para horror nuestro, procedió a recorrer el patio sacudiendo el cadáver, gritando oraciones y salpicándonos a todos. Tapé a Ceinwyn con mi manto cuando el druida, chorreando sangre por la cara, pasó danzando ante nosotros. Arturo no tenía la menor idea del bárbaro sacrificio que allí iba a perpetrarse. Habría supuesto, sin duda, que su esposa preparaba una ceremonia decorosa para abrir la fiesta, pero la celebración se convirtió en una orgía de sangre. Los cinco corderos fueron sacrificados y, una vez degollado el último con el negro cuchillo de sílex, Fergal dio un paso atrás y señaló el aro.

—Nantosuelta os espera —nos dijo—. ¡Aquí está! ¡Venid todos! —evidentemente, esperaba alguna reacción pero nadie se movió. Sagramor miró a la luna y Culhwch se quitó un piojo de la barba. En el aro quedaban unas llamas pequeñas y algunos fragmentos de paja encendida cayeron sobre los cadáveres ensangrentados que yacían en las losas del suelo, pero nadie se movió—. ¡Venid a Nantosuelta! —repitió Fergal con voz ronca.

Entonces, Argante se puso en pie. Con un movimiento de hombros se despojó de la capa dorada y se quedó con un sencillo vestido azul de lana con el que parecía más niña que nunca. Tenía estrechas caderas de muchacho, las manos pequeñas y el rostro delicado y claro como el vellón de los corderos antes de que el negro cuchillo les privara de la vida. Fergal la llamó.

—Ven —entonó—, ven a Nantosuelta; Nantosuelta te llama, ven a Nantosuelta —y siguió canturreando, llamando a Argante para que acudiera a la diosa. Argante avanzó despacio, como en trance, cada paso un esfuerzo, caminaba y se detenía entre paso y paso mientras el druida la animaba a continuar—. Ven a Nantusuelta —entonó de nuevo—, Nantosuelta te llama, ven a Nanatosuelta. —Argante tenía los ojos cerrados. Era un momento imponente, al menos para ella, pues los demás nos sentíamos cohibidos, creo. Arturo parecía muy afectado y no era de extrañar, pues aquello parecía un simple trueque de Isis por Nantosuelta; por el contrario, Mordred, a quien se le había prometido Argante por esposa en otro tiempo, observaba con expresión ansiosa a la niña que avanzaba paso a paso—. Ven a Nantosuelta, Nantosuelta te llama. —Fergal le hacía señas para que continuara, aunque su voz era ya aguda como un grito de mujer.

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