Authors: Fernando Savater
Quien desee la vida buena para sí mismo, de acuerdo al proyecto ético, tiene también que desear que la comunidad política de los hombres se base en la libertad, la justicia y la asistencia. La democracia moderna ha intentado a lo largo de los dos últimos siglos establecer (primero en la teoría y poco a poco en la práctica) esas exigencias mínimas que debe cumplir la sociedad política: son los llamados derechos humanos cuya lista todavía es hoy, para nuestra vergüenza colectiva, un catálogo de buenos propósitos más que de logros efectivos. Insistir en reivindicarlos al completo, en todas partes y para todos, no unos cuantos y sólo para unos cuantos, sigue siendo la única empresa política de la que la ética no puede desentenderse. Respecto a que la etiqueta que vayas a llevar en la solapa mientras tanto haya de ser de «derechas», de «izquierdas», de «centro» o de lo que sea… bueno, tú verás, porque yo paso bastante de esa nomenclatura algo anticuada.
Lo que sí me parece evidente es que muchos de los problemas que hoy se nos presentan a los cinco mil millones de seres humanos que atiborramos el planeta (y el censo sigue, ay, en aumento) no pueden ser resueltos, ni siquiera bien planteados, más que de forma global para todo el mundo. Piensa en el hambre, que hace morir todavía a tantísimos millones de personas, o el subdesarrollo económico y educativo de muchos países, o la pervivencia de sistemas políticos brutales que oprimen sin remilgos a su población y amenazan a sus vecinos, o el derroche de dinero y ciencia en armamentos, o la simple y llana miseria de demasiada gente incluso en naciones ricas, etc. Creo que la actual fragmentación política del mundo (de un mundo ya unificado por la interdependencia económica y la universalización de las comunicaciones) no hace más que perpetuar estas lacras y entorpecer las soluciones que se proponen. Otro ejemplo: el militarismo, la inversión frenética en armamento de recursos que podrían resolver la mayoría de las carencias que hoy se padecen en el mundo, el cultivo de la guerra agresiva (arte inmoral de suprimir al otro en lugar de intentar ponerse en su lugar)… ¿Crees tú que hay otro modo de acabar con esa locura que no sea el establecimiento de una autoridad a escala mundial con fuerza suficiente para disuadir a cualquier grupo de la afición a jugar a batallitas? Por último, antes te decía que algunas cosas no son sustituibles como lo son otras: esta «cosa» en que vivimos, el planeta Tierra, con su equilibrio vegetal y animal no parece que tenga sustituto a mano ni que sea posible «comprarnos» otro mundo si por afán de lucro o por estupidez destruimos éste. Pues bien, la Tierra no es un conjunto de parches ni de parcelas: mantenerla habitable y hermosa es una tarea que sólo puede ser asumida por los hombres en cuanto comunidad mundial, no desde el ventajismo miope de unos contra otros.
A lo que voy: cuanto favorece la organización de los hombres de acuerdo con su pertenencia a la humanidad y no por su pertenencia a tribus, me parece en principio políticamente interesante. La diversidad de formas de vida es algo esencial (¡imagínate qué aburrimiento si faltase!) pero siempre que haya unas pautas mínimas de tolerancia entre ellas y que ciertas cuestiones reúnan los esfuerzos de todos. Si no, lo que conseguiremos es una diversidad de crímenes y no de culturas. Por ello te confieso que aborrezco las doctrinas que enfrentan sin remedio a unos hombres con otros: el racismo, que clasifica a las personas en primera, segunda o tercera clase de acuerdo con fantasías pseudocientíficas; los nacionalismos feroces, que consideran que el individuo no es nada y la identidad colectiva lo es todo; las ideologías fanáticas, religiosas o civiles, incapaces de respetar el pacífico conflicto entre opiniones, que exigen a todo el mundo creer y respetar lo que ellas consideran la «verdad, y sólo eso, etc. Pero no quiero ahora empezar a darte la paliza política ni contarte mis puntos de vista sobre todo lo divino y lo humano. En este último capítulo sólo he pretendido señalarte que hay exigencias políticas que ninguna persona que quiera vivir bien puede dejar de tener. Del resto ya hablaremos… En otro libro.
Vete leyendo…
«No el Hombre, sino los hombres habitan este planeta. La pluralidad es la ley de la Tierra» (Hannah Arendt,
La vida del espíritu
).
«Si yo supiese algo que me fuese útil y que fuese perjudicial a mi familia, lo expulsaría de mi espíritu. Si yo supiese algo útil para mi familia y que no lo fuese para mi patria, intentaría olvidarlo. Si yo supiese algo útil para mi patria y que fuese perjudicial para Europa, o bien que fuese útil para Europa y perjudicial para el género humano, lo consideraría como un crimen, porque soy necesariamente hombre mientras que no soy francés más que por casualidad, (
Montesquieu
).
«Aunque los estados observasen los pactos entre ellos perfectamente, es lamentable que el uso de ratificarlo todo por un juramento religioso haya entrado en las costumbres —como si dos pueblos separados por un ligero espacio, solamente por una colina o por un río, no estuviesen unidos por lazos sociales fundados en la propia naturaleza —pues esta práctica hace creer a los hombres que han nacido para ser adversarios; o enemigos, y que tienen el deber de trabajar en su perdición recíproca, a menos que se lo impidan los tratados (…). Por el contrario, nadie debería ser tenido por enemigo, si no hubiese causado un daño real. La comunidad de naturaleza es el mejor de los tratados y los hombres están más íntima y más fuertemente unidos por la voluntad de hacerse recíprocamente el bien que por los pactos, más vinculados por el corazón que por las palabras» (Tomás Moro,
Utopía
).
TENDRÁS QUE PENSÁRTELO
Bien, ya está. A trancas y barrancas, desde luego, pero lo principal creo que ahí queda dicho. Me refiero a lo «principal» que yo soy capaz de decirte ahora: otras cosas mucho más principales tendrás que aprenderlas de otros o, lo que será mejor, pensarlas por ti mismo. No pretendo que te tomes este libro demasiado en serio, ¡por nada del mundo! Después de todo es muy probable que ni siquiera se trate de un verdadero libro de ética, al menos si Wittgenstein tenía razón. Este notable filósofo contemporáneo consideraba tan imposible escribir un verdadero libro de ética que afirmó: «Si un hombre pudiese escribir un libro sobre ética que fuese verdaderamente un libro sobre ética, ese libro, como una explosión, aniquilaría todos los demás libros del mundo.» Aquí me tienes, ya acabando estas páginas que te dirijo y sin haber oído el trueno aniquilador de ninguna explosión. Mis viejos libros que tanto quiero (incluido ése en el que Wittgenstein la expresa la opinión antes citada) siguen afortunadamente incólumes en los estantes de la biblioteca. Por lo visto no me ha salido el encantamiento, digo el libro de ética: tú, tranquilo. Otros muchísimo mejores que yo lo intentaron antes con resultados que tampoco hicieron volar en añicos el resto de la literatura pero que de todos modos harás bien en intentar conocer: Aristóteles, Spinoza, Kant, Nietzsche… Aunque me he propuesto no citártelos a cada rato porque estábamos hablando entre amigos, te confieso que lo más aprovechable que pueda haber en las páginas anteriores viene de ellos, a mí sólo me corresponde la paternidad de las tonterías (¡perdona, no te des por aludido!).
De modo que este libro no tienes por qué tomártelo demasiado en serio. Entre otras cosas porque la «seriedad» no suele ser una señal inequívoca de sabiduría, como creen los pelmazos: la inteligencia debe saber reír… Su tema, en cambio, harás bien en no pasarlo por alto: trata de lo que puedes hacer con tu vida y si eso no te interesa, ya no sé lo que puede interesarte. ¿Cómo vivir del mejor modo posible? Esta pregunta me resulta mucho más sustanciosa que otras aparentemente más tremendas: «¿Tiene sentido la vida? ¿Merece la pena vivir? ¿Hay vida después de la muerte?» Mira, la vida tiene sentido y sentido único; va hacia adelante, no hay moviola, no se repiten las jugadas ni suelen poder corregirse. Por eso hay que reflexionar sobre lo que uno quiere y fijarse en lo que se hace. Después… guardar siempre el ánimo ante los fallos, porque la suerte también juega y a nadie se le deja acertar en todas las ocasiones. ¿El sentido de la vida? Primero, procurar no fallar; luego, procurar fallar sin desfallecer. En cuanto a si merece la pena vivir, te remito a lo que comentaba a este respecto Samuel Butler, un escritor inglés a menudo guasón: «Ésa es una pregunta para un embrión no para un hombre.» Cualquiera que sea el criterio que elijas para juzgar si la vida vale la pena o no, lo tendrás que tomar de esa misma vida en la que ya estás sumergido. Incluso si rechazas la vida, lo harás en nombre de valores vitales, de ideales o ilusiones que has aprendido durante el oficio de vivir. De modo que es la vida lo que vale… incluso para quien llega a la conclusión de que no vale la pena vivir. ¡Más razonable sería preguntarnos si «tiene sentido la muerte», si la muerte «vale la pena», porque de ésa si que no sabemos nada, ya que todo nuestro saber y todo lo que para nosotros vale proviene de la vida! Creo que toda ética digna de ese nombre parte de la vida y se propone reforzarla, hacerla más rica. Me atreveré a ir más lejos, ahora que nadie nos oye: pienso que sólo es bueno el que siente una antipatía activa por la muerte. ¡Ojo! Digo «antipatía» y no «miedo»; en el miedo siempre hay un inicio de respeto y bastante sumisión. No creo que la muerte se merezca tanto… Pero ¿hay vida después de la muerte? Desconfío de todo lo que debe conseguirse gracias a la muerte, aceptándola, utilizándola, haciendo manitas con ella, sea la gloria en este mundo o la vida perdurable en algún otro. Lo que me interesa no es si hay vida después de la muerte, sino que haya vida antes. Y que esa vida sea buena, no simple supervivencia o miedo constante a morir.
Me quedo pues con la pregunta acerca de cómo vivir mejor. A lo largo de todos los capítulos anteriores he intentado no tanto contestarla como ayudarte a comprenderla más a fondo. En cuanto a la respuesta, me temo que no vas a tener más remedio que buscártela personalmente. Y eso por tres razones:
a) Por la propia incompetencia de tu improvisado maestro, o sea yo. ¿Cómo voy yo a enseñar a vivir bien a nadie si sólo acierto a vivir regular y gracias? Me siento como un calvo anunciando un crecepelo insuperable…
b) Porque vivir no es una ciencia exacta, como las matemáticas, sino un arte, como la música. De la música se pueden aprender ciertas reglas y se puede escuchar lo que han creado grandes compositores, pero si no tienes oído, ni ritmo, ni voz, de poco va a servirte todo eso. Con el arte de vivir pasa lo mismo: lo que puede enseñarse le viene muy bien a quien tiene condiciones, pero al «sordo» de nacimiento son cosas que le aburren o le lían aún más de lo que está. Claro que en este campo la mayoría de los sordos suelen serlo voluntariamente…
c) La buena vida no es algo general, fabricado en serie, sino que sólo existe a la medida. Cada cual debe ir inventándosela de acuerdo con su individualidad, única, irrepetible… y frágil. En lo de vivir bien, la sabiduría o el ejemplo de los demás pueden ayudarnos pero no sustituirnos…
La vida no es como las medicinas, que todas vienen con su prospecto en el que se explican las contraindicaciones del producto y se detalla la dosis en que debe ser consumido. Nos la dan sin receta, la vida y sin prospecto. La ética no puede suplir del todo esa deficiencia porque no es más que la crónica de los esfuerzos hechos por los humanos para remediarla. Un escritor francés muerto no hace mucho, Georges Perec, escribió un libro titulado así: La vida: instrucciones para su uso. Pero se trata de una deliciosa e inteligente broma literaria, no de un sistema de ética. Por eso he renunciado a darte una serie de instrucciones sobre cuestiones concretas: que si el aborto, que si los preservativos, que si la objeción de conciencia, que si patatín o que si patatán. Ni mucho menos he tenido el atrevimiento (¡tan repelentemente típico de quienes se consideran «moralistas»!) de predicarte en tono lastimero o indignado sobre los «males» de nuestro siglo: el consumismo, ¡ah!, la insolidaridad, ¡eh!, el afán de dinero, ¡oh!, la violencia, ¡uh!, la crisis de valores, ¡ah, eh, oh, uh! Tengo mis opiniones sobre esos temas y sobre otros, pero yo no soy «la ética»: sólo soy papá. A través de mí, la ética lo único que puede decirte es que busques y pienses por ti mismo, en libertad sin trampas: responsablemente. He intentado enseñarte formas de andar, pero ni yo ni nadie tiene derecho a llevarte en hombros. ¿Acabo con el último consejo, sin embargo? Ya que se trata de elegir, procura elegir siempre aquellas opciones que permiten luego mayor número de otras opciones posibles, no las que te dejan cara a la pared. Elige lo que te abre: a los otros, a nuevas experiencias, a diversas alegrías. Evita lo que te encierra y lo que te entierra. Por lo demás, ¡suerte! Y también aquello otro que una voz parecida a la mía te gritó aquel día en tu sueño cuando amenazaba arrastrarte el torbellino: ¡confianza!
Despedida
«Adiós, amigo lector; intenta no ocupar tu vida en odiar y tener miedo» (
Stendhal, Lucien Leuwen)
.
FERNANDO SAVATER MARTIN, es filósofo y escritor nacido en San Sebastián en 1947. Desde temprana edad manifiesta inquietud por las letras y la filosofía revolucionando el panorama de la filosofía en Europa cuando se publican en 1972 dos ensayos:
Nihilismo y acción
y
La filosofía tachada
. Claras influencias de Friedrich Wilhelm Nietzsche y de Émile Michel Cioran le permiten replantear las metodologías de la reflexión en ámbitos como su actividad periodística, teórica, pedagógica y literaria. Savater cultiva diversas pasiones que compagina con el ejercicio de sus compromisos intelectuales y su evolución como pensador. Exiliado por voluntad propia en Francia durante los últimos años del régimen franquista, su línea de pensamiento se ha catalogado en un
antiautoritarismo radical.
Próximo a tesis anarquistas, alterna su preocupación crítica y estética con la implicación política y social que no siempre ha favorecido su imagen de pensador independiente. cinéfilo y mitómano ilustrado reivindicaba
el placer como alternativa emancipatoria frente a una modernidad asfixiada por la razón
. Sus inquietudes éticas culminan con la
Teoría Liberadora
, crítica a la cultura y a la política sin dejar por ello de aportar luz y claridad a algunos asuntos como la polémica con el filósofo y amigo Antonio Escohotado a propósito de los conflictos de la autodeterminación del pueblo Vasco. En 1973 aparece
Apología del sofista
, título al que siguen
Apóstatas razonables
(1976),
Conocer Nietzsche y su obra
(1977),
Panfleto contra el Todo
(1978),
Humanismo penitente
(1980) y la obra con la que recibe el Premio Nacional de Literatura de 1981,
La tarea del héroe
. Este ensayo refleja el acusado interés de Savater por liberar la ética de los vínculos de la moral y establecerla como un evento abierto, con autonomía propia. Autor de novelas como
Caronte aguarda
(1981),
Diario de Job
(1983) y en homenaje a Robert Louis Stevenson,
El dialecto de la vida
(1985); publica textos dramáticos como
Último desembarco
(1987),
Catón. Un republicano contra César
(1989), así como ensayos de divulgación como
Invitación a la ética
(1982),
El contenido de la felicidad
(1986), Ética para Amador (1991). Savater es profesor en la facultad de filosofía de las Universidades de Madrid y Euskadi, tarea que compagina con su tarea como conferenciante, articulista asiduo en el diario
El País
y director de la revista
Claves
, foco de debates intelectuales y filosóficos.