Esta noche no hay luna llena (23 page)

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Authors: Care Santos

Tags: #Fantasía, Romantico

BOOK: Esta noche no hay luna llena
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19

Despierto aquí

donde aprendí

a ser un bicho raro.

Te busco y no

te encuentro y sé que

quiero estar a tu lado.

Dormir, desear,

en vez de amar:

Si no vas a volver

elegiré morir.

Si no te vuelvo a ver

no merezco vivir.

Mil noches más

te esperaré

aunque no vengas nunca.

Y el día del adiós

me ahorcaré de la Luna.

Lo que acabáis de leer es un regalo especial que me han hecho hoy. Un regalo de palabras y música. Perdóname Weirdo, siento haberte tenido tan preocupado.

En esta noche helada, tengo ganas de gritar tus palabras a los cuatro vientos. Mi modo de hacerlo es dejarlas aquí, en este rincón que compartimos y que no está en el mundo real. Un poco como nosotros mismos, seres fuera de todo.

Es lo más bonito que me han regalado jamás.

20

Este es mi sueño:

Corro, corro, corro tanto como mi nueva condición me lo permite.

La Luna me ilumina, el frío me acaricia, los susurros del bosque —una música nítida— alejan mi miedo y mi soledad. A mi lado, el Arroyo Negro canta en el silencio.

No temo, aunque sé que estoy en peligro.

No me acobardo, aunque sé que soy vulnerable.

De algún modo tengo claro que otros como yo, mis antepasados, cayeron aquí, sobre esta tierra oscura, gélida, empapada de sangre.

Sé que el bosque, esta noche, está lleno de depredadores que desearán mi muerte. El peligro es un incentivo, casi un premio.

También yo persigo a una criatura de sangre caliente. Puedo presentirla gracias a las pistas que arrastra el viento.

Todos perseguimos o somos perseguidos, según la ocasión. Hay que estar preparado para ambas cosas.

Aún estoy lejos cuando vislumbro a mi presa. Me extraña poder hacerlo, a tanta distancia. No termino aún de acostumbrarme a mí misma, a lo que soy ahora. Galopo, rasgo la noche con mis zancadas largas, mi aliento silente, mi mirada pavorosa, centro de tantas historias.

De un salto, caigo sobre mi objetivo. Directa al cuello. Se revuelve, es grande, ha sido fuerte, este no es el primer ataque del que es víctima, pero no tiene nada que hacer.

Él es viejo y yo soy joven. Nos gobierna la ley del más fuerte y ambos la acatamos.

Brota la sangre. A borbotones, como un río. Me mancha y me otorga la apariencia de un demonio. Tomo distancia y me paro a contemplar. El cuerpo grande, aún caliente, del mastín yace sobre un charco de sangre rodeado de vísceras desgarradas. Se despide de su generosa vida entre espasmos.

Me pregunto por qué lo he hecho, por qué, por qué he sentido esta voz imperativa del instinto y no he podido negarme. Comienzo a temblar de miedo, de horror, de incredulidad. No quiero ser un monstruo. Pero ¿acaso algún monstruo ama su condición? Despierto bañada en sudor, con el corazón retumbando en la garganta, las mejillas húmedas de lágrimas y un miedo nuevo instalado en el alma.

Me digo: «Ha sido una pesadilla».

Pero sé bien que no es verdad.

Me digo: «Volverá a ocurrir dentro de 27 noches».

21

Estaba aún en la cama cuando esta mañana ha llegado Elíseo. Sin necesidad de salir de la habitación, he sabido que Bravo no venía con él. No he olido su aroma repugnante, no he escuchado su jadeo, sus pisadas de mastodonte viejo.

Elíseo tenía la voz destemplada cuando le ha preguntado a mi padre dónde fue que vio al lobo, cómo era, de qué tamaño, macho o hembra, joven o viejo.

Mi padre dudaba.

—Un lobo ibérico común, de color pardo —ha dicho—. Hembra, lo más seguro, por el tamaño, aunque no lo sé con certeza. No creo que levantara del suelo más de un metro. La primera vez, cuando mi hijo lo vio, estaba junto al arroyo. Creo que fue a beber. Luego, le perdimos. Se escabulló entre las tinieblas.

—¿Joven? —ha preguntado el lobero.

—Eso sí. Rápido y esbelto.

—¿Lobeznos? ¿O algún macho cerca?

—No los vi.

Elíseo rezonga. Masculla algo por lo bajo. Mi padre le pregunta qué le ocurre, qué le tiene tan intranquilo, a qué vienen tantas preguntas.

—Esa bestia me ha matado al Bravo, señor.

Me estremezco, escondida entre las sábanas. Tengo ganas de llorar. Cierro los ojos y veo el cuerpo del perrote ensangrentado. No quiero que sea verdad.

Mi padre tampoco se lo cree.

—¿Por qué iba a matar al chucho? Los lobos matan ovejas.

Eliseo niega con la cabeza.

—Las lanudas están todas bien —dice con voz quebrada—. Iba por el Bravo.

—Eso no puede ser, hombre —le quita importancia mi padre—. Ese perro está cansado de matar lobos.

—Ay, jefe, de eso hace mucho tiempo, cuando él era joven y yo era menos viejo. Ahora somos presas fáciles. Ya no nos alcanzan las fuerzas para defendernos. Además, seguro que esa fiera lo enlobó. Los lobos saben hacerlo. Te hechizan con la mirada y te entra un sueño imposible de reprimir. Caes dormido allí mismo, en pocos segundos. Entonces te devoran sin dejarte tiempo para morir.

Las palabras de Eliseo habían hecho enmudecer a mi padre. Las lágrimas comenzaron a mojar mis sábanas.

—¿Qué vas a hacer ahora, Eliseo?

—Enterrar al chucho, señor.

Un silencio triste, fúnebre, ha crecido en la conversación.

—¿Puedo pedirle un favor? —pregunta Eliseo—. El Bravo es muy grande. Yo solo no podré cargar con él…

—Yo te ayudaré, hombre. Lo haremos entre los dos —se ofrece mi padre, que parece realmente impresionado.

22

Tengo una noticia buena y una mala. La mala: Benjamín está aquí de nuevo y además se queda a dormir. La buena: como estoy enferma, mamá ha decidido que él se instale en una de las habitaciones del piso de arriba.

Así que esta vez me libro de él, de sus olores, de sus ronquidos y de sus calzoncillos de varios días tirados debajo de la cama.

Aunque no puedo evitar que utilice el ordenador que, en teoría, también es suyo.

Lo primero que hizo cuando se sentó delante del teclado fue acariciar la pantalla y susurrar:

—Te he echado de menos, maquinita.

Luego se quedó unas cuatro horas clavado en la silla, navegando por internet y haciendo a saber qué cosas. Aproveché para irme a dar un paseo y leer un poco, preocupada porque Weirdo iba a echarme de menos y yo no tenía modo de avisarle.

Después de comer, Benjamín me dijo muy serio (y muy misterioso):

—Tengo que hablar contigo de mi colega.

Buf, ya sospechaba lo que iba a decirme. A mi hermano se le da muy bien ejercer de escudero del rarito. Esta vez, además, teníamos novedad: pensaba también ejercer de celestina. Aprovechó la hora de la siesta, cuando papá se echa un rato en el sofá y casi de inmediatamente se queda dormido, y mamá dice que ve la telenovela pero en realidad también duerme, en el sillón. Benjamín estaba muy preocupado por su colega, o eso dijo:

—El pobre se queda hecho polvo cada vez que te ve.

Me encogí de hombros, dando a entender que ese no era mi problema.

—¿No podrías darle una oportunidad? ¡Qué te cuesta! —añadió.

¡No me lo podía creer! Benjamín hablaba como si salir con el rarito de su amigo fuera una especie de obra de caridad.

—Está obsesionado contigo —añadió, como si eso fuera un argumento convincente.

Después de pensarlo un poco, decidí que no valía la pena tratar de explicarle a mi hermano por qué no pensaba liarme con su amigo, un donjuán de tres al cuarto demasiado acostumbrado a salirse siempre con la suya. Tampoco le dije por qué no me tomaba en serio ese gran problema del que me estaba hablando y para el que le estaban utilizando de la peor manera. A modo de resumen, solo le dije:

—Ya se le pasará. Cuando se obsesione con la siguiente.

Pareció muy ofendido.

—Creo que eres muy dura con él —espetó.

Solté una carcajada que quería ser irónica, pero en realidad el comentario me había dolido. Le pregunté:

—¿Y tú qué sacas a cambio? ¿Por qué tanto interés?

—Ayudo a un amigo —dijo él, en tono ofendido— y, de paso le busco a mi hermana alguien interesante con quien salir.

De nuevo me callé mi verdadera opinión sobre su colega. Y sobre él mismo: mi hermano no tiene remedio. Se las da de defensor de las causas nobles más peregrinas. Pero siempre ha sido, es y será un cabeza de chorlito.

—Yo elijo quién es interesante, si no te importa —dije.

—¿Ah, sí? Como si tuvieras algún candidato.

La conversación se volvía brusca y desagradable por momentos.

—Tú qué sabes —salté.

Nunca le cuento a Benjamín mis intimidades. Aquel día, sin embargo, se olió algo. Mi respuesta, demasiado agresiva o demasiado misteriosa, le puso sobre la pista de la verdad.

—Vaya, vaya… —dijo, alargando mucho las letras—, ¿ya has encontrado un sustituto de Salva?

No contesté, aunque por dentro una vocecilla respondía:

«No es el sustituto de nadie, ni lo merece».

Molesto ante mi silencio y ante la imposibilidad de saber qué estaba pasando, mi hermano trató de pincharme:

—¿Y será tan fiel como él?

Lo consiguió solo a medias. Me largué. No podía soportarle ni un segundo más.

Estoy harta de que todos se crean con derecho a opinar sobre mi vida.

23

Pensaba que las cosas no podían empeorar, pero me equivocaba. Ayer me llamó el amigo rarito de mi hermano. Quiere invitarme a una fiesta. Algo que han organizado para la madrugada de pasado mañana en un lugar llamado «el chorco de los lobos». Me dijo que Benjamín irá.

—Es un sitio alucinante. Una trampa para lobos gigantesca, construida hace años por la gente del valle. Es la primera vez que se utiliza como discoteca al aire libre. Quiero que vengas conmigo.

Le dije que no me apetecía mucho porque aún no me encontraba bien del todo.

—Yo te acompañaré a casa en cuanto terminemos —se ofreció.

Me negué otra vez, de la forma más amable que pude.

—Entonces podríamos salir otro día. ¿El sábado?

Salir sola con él era lo último que habría hecho el sábado (o cualquier otro día). Otra vez solté una mentira amable:

—Prefiero quedarme en casa hasta que me recupere del todo, pero gracias.

Esta nueva negativa le enfadó. Fue como si saliera de pronto su verdadera personalidad, el rostro que se escondía tras la máscara amable:

—No me gusta tener que insistir tanto —dijo, tosco.

—Entonces deja de hacerlo —respondí— Yo no te he pedido que me persigas.

Me colgó el teléfono. La verdad es que no me sorprendió esa reacción. Hace mucho que le tengo calado.

Estaba segura de que mi opinión no iba a cambiar. No quería salir con él y punto. No imaginé que intentaría, con la ayuda de mi hermano, utilizar una estrategia mucho más sofisticada. Y, aunque me pese, muchísimo más eficaz.

Un rato después de lo que acabo de contar, Benjamín volvió a hablarme de la fiesta en el chorco de los lobos.

—Creo que deberías venir con nosotros y dejar de hacerte la interesante —dijo.

Iba a negarme de nuevo, pero entonces mi querido hermanito añadió:

—Si no vienes, le contaré a papá que has escrito a tu tutor del instituto y que planeas cambiarte a otro bachillerato. Será la bomba.

Le miré con rabia, con impotencia, con incredulidad.

—¿Has estado espiando mis correos?

—El ordenador es de los dos —soltó tan tranquilo, como si eso le justificara.

De pronto pensé: «¿Qué más sabe de todo lo que me está ocurriendo últimamente y de qué modo podría utilizar esa información en su beneficio?». Me entró pánico. No es un buen momento para contarle mis planes a mi padre. La situación de sus empresas y todo lo que le está pasando le tienen más irritable que de costumbre. Quería hacer las cosas a mi manera, sin prisas, eligiendo bien la ocasión. Mi hermano me estaba colocando entre la espada y la pared. No quería ni imaginar la cara que pondría mi padre si conociera mis planes con respecto a los estudios, ni cómo podría terminar mi decisión de cambiar mi destino.

Sonrió, satisfecho, al darse cuenta de que había conseguido lo que pretendía.

—Está bien —mascullé a regañadientes—. Iré.

Así que mi hermanito me tiene en sus manos. Su chantaje ha dado resultados. No tengo más remedio que ir a la maldita fiesta, con él y con su amigo el que no sabe encajar una negativa, a cambio de que no le diga a nuestro padre todo lo que ha descubierto espiando en mi correo.

La fiesta es pasado mañana. Solo de pensarlo, me echaría a llorar.

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