Mientras se pone los zapatos, se siente aterrorizado y eufórico al mismo tiempo. Da un primer paso hacia la verja. Se detiene junto al coche. Un ruido llama su atención. Un animal pequeño. Una musaraña o tal vez un topo. Ha caído en una trampa y trata de liberarse con movimientos como espasmos. Esta vez no puede resistirse. Lleva muchas horas sin comer. Apenas perderá unos segundos.
Al rodear el vehículo, vislumbra algo en su interior, sobre el asiento de atrás. Una certeza dolorosa que le araña el alma. Su guitarra. La observa unos segundos a través de la ventanilla trasera, olvidando a la musaraña, perdiendo un tiempo precioso, reprimiéndose las lágrimas. Llega a la conclusión de que no puede llevarla en su huida, pero dejarla ahí le desgarra el corazón.
El silencio es tan absoluto como su desazón. Tres segundos después, echa a andar hacia la verja. El hierro se abre con un chirrido que alborota a algún ave nocturna. Cuando pisa más allá del único territorio conocido, una extraña serenidad le da fuerzas.
De pronto siente una ganas irrefrenables de correr. Y lo hace.
Corre.
Se aleja a toda velocidad, tanto como lo permiten sus piernas. Respira el aire de la noche, que huele a libertad, a zozobra, a mundo desconocido, a deseos de convertirse en otro, a esperanza de encontrar a Olivia, a pequeños roedores de los que alimentarse. A esperanza por estrenar.
Detrás de sí, deja las llaves colgando de la última cerradura y a su madre dormida, ajena por completo a la desagradable sorpresa que la espera al despertar.
En la pantalla de Abel, la última entrada del blog de Oscura es un interrogante abierto:
Los humanos y los lobos tenemos más en común de lo que imaginamos.
Una manada de lobos está compuesta por el jefe, su hembra y los distintos cachorros que han nacido en diferentes camadas. Si hubiera otra hembra, tendría un rango inferior y se quedaría en segundo lugar. Siempre.
En el grupo, nadie se atreve a desafiar el poder del fuerte y poderoso jefe. Si alguien lo hiciera, debería atenerse a las consecuencias.
Solo hay dos modos de abandonar la manada:
1.
Los machos jóvenes se van en grupo, a buscar hembras y alimento. Con el tiempo, cada uno terminará fundando su propia manada, regida por las mismas reglas.
2.
Un miembro es rechazado por los demás. Cuando esto ocurre, el extraño debe irse. Lo más probable es que se convierta en un lobo solitario, condenado a vivir, cazar y morir solo.
Hace tiempo que me siento una extraña entre los míos. El jefe me rechaza, no hay lugar para mí entre los hermanos. Creo que se acerca el momento de elegir mi propio camino. Abandonar la manada.
No tengo ni idea de si existen lobas solitarias, pero yo no quiero ser una de ellas.
Sé muy bien con quién quiero estar y por qué. Ahora solo necesito encontrar el camino que me conduce hasta ti, Weirdo.
En el bolsillo derecho del batín, sobre la colcha, una nota escrita de puño y letra por Abel:
Querida madre:
Tengo mis razones para marcharme así, que algún día me gustaría explicarte. Te quiero mucho y te agradezco todos tus cuidados y sufrimientos de estos 17 años. Volveré algún día a hacerte una visita, pero, mientras tanto, me gustaría que aprovecharas mi ausencia para ser feliz. Seguro que Hipólito aún está dispuesto a acompañarte a París y los billetes siguen siendo válidos. Un beso de tu hijo que te quiere,
Abel
Olivia:
Te escribo este correo electrónico, el último que envío desde mi habitación y mi casa, para decirte que esta noche va a ocurrir algo importante. Por si acaso no vuelvo a verte, quiero que sepas tres cosas: que te quiero, que eres lo más importante que me ha pasado y que soy un monstruo.
No tengo ni idea de dónde estás, aunque me propongo seguir la única pista que poseo: Noche Cerrada. Si te encuentro allí, nadie podrá detenerme, te lo prometo.
Si estás viva y si lo estoy yo después de esta noche, prometo que nunca más te sentirás sola.
Si lo que dice tu hermano es cierto, o si la cacería de tu padre ha salido bien, este será mi destino: me tumbaré bajo los árboles del bosque, cerraré los ojos y esperaré, paciente, a que el sol haga trizas mi cuerpo. Ten por seguro que mi último pensamiento será para ti.
Si en mi camino tropiezo con alguien dispuesto a hacerte daño, no importa de quién se trate, será él quien conozca ese destino. Ya sabes en quién estoy pensando, supongo: Arístides.
No sé si podrás leer este correo electrónico, ni cuándo. Da lo mismo. Necesitaba decirte todo esto. A veces, en las palabras nos jugamos la vida, ¿no crees?
Deséame suerte, amor mío.
Te quiero.
Abel
UN INQUIETANTE SUCESO HA CONMOCIONADO A LOS HABITANTES DEL TRANQUILO VALLE DEL SILENCIO: ARÍSTIDES, EL DUEÑO DEL LOCAL DE DIVERSIÓN MÁS POPULAR DE LA ZONA, UN BAR-SALÓN DE BILLAR CONOCIDO COMO NOCHE CERRADA, DESAPARECIÓ EN EXTRAÑAS CIRCUNSTANCIAS LA PASADA MADRUGADA, POCO DESPUÉS DE QUE UN ASALTANTE ENTRARA POR SORPRESA EN SU PROPIEDAD. DESDE ENTONCES NO SE HA VUELTO A SABER DE ÉL. EL ÚNICO TESTIGO PRESENCIAL DE LOS HECHOS ES EL MEJOR AMIGO DEL DESAPARECIDO, UN JOVEN DE l8 AÑOS LLAMADO BENJAMÍN. SU TESTIMONIO, POR AHORA, SOLO HA CONSEGUIDO DESCONCERTAR A LOS AGENTES QUE INVESTIGAN EL CASO.
Según explicó a la policía el joven Benjamín, aún en estado de choque, llegó al bar de su amigo sobre las cinco de la madrugada. Jugaron unas partidas de billar y charlaron un rato, como solían hacer a menudo. A eso de las siete, un desconocido irrumpió en el local provocando numerosos destrozos. Respecto a la identidad del agresor, Benjamín se limitó a decir que «nunca le había visto antes» y que era «alto, fuerte y joven». También explicó que él y Arístides mantuvieron una acalorada pelea que siguió en el exterior del establecimiento, a orillas del Arroyo Negro, y de la que se desconocen los detalles, salvo que al terminar ninguno de los dos —ni Arístides niel atacante— fue vuelto a ver. Del motivo que provocó la pelea, el único testigo no ha querido revelar nada.
La policía ha inspeccionado la zona, en un área de cuatro kilómetros a la redonda, en busca de pistas, pero no ha tenido éxito. En el interior del local, en cambio, sí resultaban evidentes los efectos de la contienda: el billar había sido pisoteado y golpeado salvajemente, había numerosas botellas rotas, así como un espejo, varias puertas, parte del mostrador, varias baldosas del suelo, los tacos de billar, las patas de varias sillas e incluso un pedazo de un muro medianero. Según fuentes policiales, «debió de ser una trifulca tan virulenta que cuesta trabajo creer que la mantuvieran dos seres humanos».
El caso está lleno de interrogantes que no parecen fáciles de resolver.
De la víctima, apenas se sabe nada, salvo que se llamaba Arístides y regentaba este bar desde hacía cinco años. Al parecer, no tenía parientes vivos ni más amigos que el ya mencionado Benjamín. La policía cree que su nombre podría ser un pseudónimo, ya que no consta su partida de nacimiento, no se le conoce ningún domicilio ni tiene historial médico de ningún tipo.
Lo desalentador es que del agresor se tienen aún menos datos. No se conocen los motivos que le impulsaron a obrar de ese modo. Su intención no era robar nada, puesto que ni siquiera se dirigió a la caja ni tomó objetos de valor. Tal vez se tratase de algún ajuste de cuentas, aunque la policía no tiene noticia de que en el bar se traficara con sustancias estupefacientes o ilegales.
En la parte trasera del local, la policía encontró una gran jaula cuya cerradura había sido destrozada. Se cree que pudo contener un lobo, puesto que junto a ella se han rastreado huellas que pueden corresponder a ese animal. Se ignora, no obstante, si este hecho pueda tener alguna relación con el ataque. La policía cree, además, que el lobo estaba herido, ya que dentro de la jaula aparecieron abundantes restos de sangre.
Por ahora, se investiga la posibilidad de que estos extraños hechos estén relacionados con la caza furtiva del lobo, especie protegida desde hace años. Por el momento no se ha podido esclarecer nada.
El joven testigo está recibiendo atención psicológica. El bar Noche Cerrada ha sido precintado por las fuerzas de seguridad hasta nuevo aviso.
Cuenta la leyenda que al principio de los tiempos los seres humanos vivían bajo tierra. Llevaban una vida triste, de oscuridad e insatisfacción. Un día, los lobos, que sabían de su tristeza, los ayudaron a salir a la superficie y les mostraron las bellezas del mundo. Los enseñaron a cazar, a vivir en manada, a amar la naturaleza. Pero los hombres, ingratos, declararon la guerra a los lobos en cuanto no les quedó nada por aprender. Y una noche de luna llena, expulsaron a los lobos de su territorio.
Desde entonces, los lobos aúllan durante el plenilunio, locos de tristeza por no poder volver con los hombres.
Mientras tanto, los hombres sueñan con convertirse en lobos para poder seguir aprendiendo.
•
Respeta a tus mayores.
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Enseña a los jóvenes.
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Coopera con la manada.
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Juega siempre que puedas.
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Caza cuando lo necesites.
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Descansa entre ambas cosas.
•
Comparte tu afecto.
•
Expresa tus sentimientos.
•
Haz que el peligro te tema.
•
Deja huella.
Necesito contar las cosas horribles que me están ocurriendo y muchas otras que, imagino, me van a ocurrir. Comenzaré por el principio.
Hace dos semanas desperté de un coma. Para quien no sepa de qué hablo, coma (según el diccionario) es el «estado patológico que se caracteriza por la pérdida de conciencia, la sensibilidad y la capacidad motora voluntaria». El mío duró dos días y medio y fue de nivel tres (el máximo es cuatro). Es decir, que durante unas sesenta horas me convertí en un vegetal incapaz de oír, hablar, pensar, caminar ni saber nada de lo que ocurría a mi alrededor.
Al despertar me sentía débil y aturdida, como recién resucitada. No entendía por qué todo el mundo me hablaba al mismo tiempo ni por qué me hacían tantas preguntas. No me acordaba de nada, y me costó mucho comenzar a reconstruir el rompecabezas de mis propios recuerdos.
Los médicos me interrogaban sin cesar: «¿Qué es lo último que recuerdas con nitidez?». «¿Hiciste algo que quieras contarnos en las horas previas a la pérdida de consciencia?». «¿Bebiste, inhalaste o te inyectaste algo?». «¿Probaste sustancias desconocidas?». «Es muy importante, por tu bien, que seas absolutamente sincera». No entendía qué me estaban preguntando, ni por qué el médico lo hacía con aquella sonrisa bobalicona en los labios.
Le dije la verdad: la única «sustancia desconocida» que había probado era el agua del Arroyo Negro. Lo llaman así, aunque de negro no tiene nada. Todo lo contrario: es una corriente fresca, cristalina y buenísima, que parte por la mitad el Valle del Silencio (y que también corre muy cerca del bosque que queda tras la finca de mis padres) y del que la gente del lugar cuenta un montón de leyendas.
Creo que no me creyeron.
«Tu hermano nos dijo que cuando sufriste el ataque os encontrabais en un bar a las afueras de Valdelobos, pasando un buen rato. Es muy importante que sepamos qué habías bebido. Sabemos por Benjamín que el dueño del local os invitó a unas copas. Necesitamos saberlo todo, incluidos los detalles más pequeños, para poder elaborar un diagnóstico».
Estas eran las palabras de los médicos. Por supuesto, ninguno de ellos tenía ni idea de lo que había ocurrido en realidad.
Fui al Noche Cerrada porque mi hermano se empeñó. No suelo salir con Benjamín porque ninguno de los dos soporta los gustos del otro, comenzando por la música y terminando por los amigos. Aquella noche, sin embargo, papá estaba de muy malas pulgas y pensé que lo mejor era salir un rato a tomar el aire. No quería quedarme en casa pensando en Salva o viendo series deprimentes de esas que le gustan a mamá. Además, por alguna extraña razón (la entendí más tarde), Benjamín insistió en que le acompañara. No lo había hecho nunca.
Fuimos en la moto de mi hermano, que cortaba el aire frío del valle como una cuchilla. Tardamos algo más de un cuarto de hora y llegamos poco después de la medianoche. El Noche Cerrada estaba casi desierto. Jugamos un par de partidas de billar, disfrutamos de la música (que es buena) y el dueño, ese amigo raro de mi hermano cuyo nombre nunca recuerdo, nos invitó a unas bebidas. Yo pedí una naranjada.
Cuando me la trajo, sonriendo como en un anuncio, recordé de pronto por qué no soporto a ese tipo: había echado vodka o algo así en mi vaso. Estaba asqueroso. Ellos se rieron a dúo de mi mueca de asco.
—A mi hermana solo le gustan las bebidas de menú infantil —dijo Benjamín.
—Pues ya va siendo hora de que crezcas, ¿no te parece? —dijo su amigo, acercándose demasiado.
No me pareció que oliera a alcohol, ni le vi beber nada, pero se comportaba como si estuviera borracho.
Dejé el vaso sobre la barra y no volví a probar su contenido.
—Te pones interesante cuando te enfadas —me dijo el raro, y me sentó fatal.
Sacó otro vaso, echó hielo y vació en él un botellín de naranjada. Luego me lo trajo, sin dejar de sonreír.
—Toma, princesa. Perdónanos, por favor.
Puso el vaso en mis manos —yo no hacía ni el menor gesto por agarrarlo ni por perdonarle— y se acercó tanto que sentí su aliento en mi boca. Fue repugnante. Me aparté. Creo que me salió otra mueca de asco. Entonces sentí su mano grande y caliente en mi espalda. La dejó caer entre mis omóplatos y la deslizó sobre la columna, hasta más allá de la cinturilla de mis pantalones, mientras me susurraba al oído:
—Tu hermano me ha contado lo que te ha pasado. Creo que has hecho lo mejor, princesa. Cuando te ponen los cuernos, hay que cortar por lo sano. Presiento que tú y yo somos muy parecidos.
Me levanté de un salto. Le dirigí una mirada asesina a mi hermano —que estaba junto al billar— y otra a su amigo. Dejé el vaso sobre la barra y decidí que me iba a dar una vuelta.
El amigo de mi hermano es mayor. No sabría precisar qué edad tiene, puede que treinta o algo menos. Es alto, cuerpo de gimnasio y una media melena muy negra que se sujeta en una coleta. Viste siempre de negro, conduce un deportivo impresionante y tiene un estilo de galán de cine que a veces da un poco de risa. Sé que en el bar entran todas las noches un montón de chicas cuyo mayor deseo sería acostarse con él. No se puede negar que es guapo, lo reconozco, pero hay algo en él que me repele. Y no puedo entender por qué, si tiene tantas chicas a su disposición, se encaprichó de la única que no quiere nada con él. Es decir: de mí. Los tíos son raros. Les gusta lo que no está a su alcance.
Últimamente, mi vida sentimental se ha convertido en una montaña rusa. Lo último que deseaba aquella noche era tener que pararle los pies a alguien. Cuando salí a la parte trasera del bar, dejando a los dos amiguitos jugando al billar, estaba realmente cabreada. No hacía más que pensar en Salva, en Margarita y en mi mala suerte con las relaciones. Tenía ganas de matar a mi hermano por haber contado mis cosas a un perfecto desconocido y también tenía muchísimas ganas de llorar que, por supuesto, disimulé como si me fuera la vida en ello.
«Dar una vuelta» cuando estás en el Noche Cerrada solo puede significar dos cosas: caminar por la carretera, que es secundaria y no tiene apenas arcén, con el riesgo de morir aplastada por el primer camión que pase, o bien dar un paseo por el bosque espeso que se encuentra justo detrás, y que también debe de estar poblado de peligros, solo que no brillan en la oscuridad como los faros de un camión.
Elegí la segunda opción.
Por suerte, había Luna llena y hacía buen tiempo. El bosque, bajo la pálida luz blanca, parecía un lugar apacible y tranquilo. De vez en cuando, algo susurraba a mis pies, o una lechuza ululaba lejos, pero nada de todo eso me asustaba lo más mínimo. Estaba demasiado rabiosa para sentir miedo. No podía creer que hubiera sido tan tonta como para aceptar la invitación de mi hermano. Y tampoco que él fuera tan traidor como para contar mi vida privada al baboso de su amigo. Y menos aún para compincharse con él en sus tretas de seducción. Porque de pronto lo tenía clarísimo: a eso se había debido la insistencia de mi hermano en que le acompañara. Su amigo había decidido —a saber por qué— ligar conmigo precisamente esa noche. Y Benjamín, que tiene cabeza de chorlito, decidió ayudarle a conseguirlo.
De modo que no buscaba nada en medio de aquella vegetación, solo calmarme un poco. Ni siquiera sabía adónde iba. Me senté a orillas del Arroyo Negro y lloré un buen rato pensando en Salva, en Margarita, en mi padre que no quería saber nada de mis sentimientos y a quien solo le importaba él mismo, en mi madre que le apoyaba hasta en sus errores, en lo complicada que resulta a veces la vida. Lloré por todo eso y logré sentirme un poquito mejor. Creo que estuve allí más de una hora, porque de pronto me di cuenta de que tenía frío y de que la luna estaba muy alta. La brisa mecía las copas de los árboles y el agua del arroyo borboteaba. Me dieron ganas de beber.
Me arrodillé junto al margen del río, formé un cuenco con las manos y bebí hasta saciarme. El agua estaba tan rica que no pude evitar sonreír al recordar las palabras que una vez me dijo Elíseo:
—Nunca bebas de las aguas encantadas del Arroyo Negro, niña, porque te ocurrirán cosas horribles.
Tengo que acordarme de contar quién es Eliseo. De momento, solo diré que es pastor y muy viejo. Un hombre de campo. Y amigo de mi padre.
Pero estaba contando que bebí con mucha sed de las aguas del Arroyo Negro. Luego me levanté y comprobé que me sentía mejor, más relajada. Decidí volver al bar y pedirle a Benjamín que me llevara a casa. Eché a andar hacia el resplandor amarillento que se adivinaba unos metros más allá, junto a la carretera. Hasta mis oídos llegaba el retumbar de la música del local.
Digo esto porque estas son las dos únicas cosas de las que tengo memoria: la música y la luz en la distancia. Pocos pasos después, sentí un dolor muy fuerte en el estómago y el mundo comenzó a dar vueltas a mi alrededor. Me dio tiempo a sacar el móvil del bolsillo y llamar a mi hermano, pero no logré articular palabra.
Lo siguiente que recuerdo es el hospital y las preguntas.