Poco después salió del baño y volvió a sentarse. En su mesa habían dejado un portafolios en el que podía leerse: «Sofia.»
La azafata se le acercó.
—Me han dicho que se lo dé y que usted ya estaba informada al respecto.
—Sí…
Lo cierto era que no sabía de qué se trataba. La azafata se alejó. Sofia abrió la cremallera. Dentro encontró un móvil y una hoja escrita a ordenador:
«Este teléfono es para usted. Podrá usarlo durante estos días para lo que quiera. Su número aparecerá como procedente de Abu Dabi. Los números que se han grabado en la tarjeta son a los que usted llama con más frecuencia.»
Sofia miró la lista. Efectivamente, seguido de la palabra «casa», aparecía su número; «casa papas», «Andrea», «Olja», «Lavinia», «Stefano». Tenían todos sus contactos, los habían transcrito allí, sobre aquel papel. No faltaba ninguno. Aquellos hombres eran peligrosos, podían llegar a los rincones más remotos de su vida, podían saberlo todo, comprarlo todo. Excepto una cosa. Y aquello la tranquilizó.
Retomó la lectura del libro. Más tarde, le sirvieron una comida ligera: salmón al vapor acompañado de patatas en juliana y seguido de una ensalada fresquísima. Para terminar, unos pastelillos franceses, todo ello acompañado de un excelente vino blanco, un Riesling Sommerberg Alsace Grand Cru. Se estaba tomando un café cuando el avión aterrizó. Se guardó el móvil en el bolso y se despidió de la azafata:
—Hasta la vista.
La esperaba una limusina oscura en la que cargaron su equipaje. El chófer la saludó con una sonrisa. Era un chico de piel oscura, debía de ser del lugar. Abrió la puerta, la hizo subir y después volvió a cerrarla. Se puso al volante de aquel precioso Bentley Mulsanne y arrancó.
Los asientos eran de piel y, naturalmente, no faltaba la nevera en el centro. Pero Sofia no tomó nada. Contempló el paisaje por la ventanilla. La vegetación de alrededor era densa; en los bordes de la carretera había plantas de hojas anchas. De vez en cuando, entre todo aquel verdor, aparecían grandes flores de colores. A lo largo del camino se cruzaron con hombres y mujeres envueltos en tejidos de distintos tonos: azul, beis, marrón, azul marino. Los saludaban levantando la mano con parsimonia y seguían su camino hacia quién sabía qué meta.
El coche tomó una última curva y a continuación enfiló una recta. Al fondo se veía el mar. A medida que el automóvil avanzaba, el escenario se iba ampliando. Se veía un mar azul, inmenso, sin fronteras, delante de una playa estrecha y larga, blanquísima. Cuando el coche llegó al final de la recta, giró a la derecha, recorrió unos centenares de metros y se detuvo delante de un embarcadero. La única embarcación atracada era una gran lancha. El chófer la acompañó. El ruido de las tablas de madera resonó bajo sus pies, acompañado tan sólo por el lento batir del mar.
El hombre que había a bordo de la lancha se asomó desde la cabina.
—Hola, señora. Venga. La pasarela es segura. —Le sonrió. Hablaba el italiano con dificultad, pero se le entendía. Sofia subió cogiéndose a la barandilla—. Por favor, siéntese donde quiera. El mar está un poco agitado, pero no se preocupe…
Sofia se sentó en un gran sofá situado al final de la popa; desde allí podía verlo todo. En un instante, izaron los cabos. El ruido de los motores aumentó, la lancha se apartó del muelle, empezó a planear casi en seguida y, al cabo de muy poco tiempo, alcanzó las sesenta millas por hora. Entonces el mar parecía más plano y la lancha volaba sobre aquella superficie azul. A veces seguía el compás de alguna ola y se balanceaba ligeramente. Sofia tenía el cabello al viento e intentaba sujetarlo, pero su pelo, rebelde, se le ponía delante de la cara y se la cubría. Entonces la vio. La isla. Grandes palmeras de anchas hojas verdes sobresalían en el centro de aquella franja de tierra que se iba acercando; otras, más pequeñas, se dirigían hacia el mar y allí, en la playa blanca, se doblaban con una reverencia, saludando de aquel modo la inminente llegada de los invitados. Ya faltaba poco. Al lado derecho se veían unas cuantas rocas, como si se hubiera cortado parte de la isla. Allí, el mar era más oscuro y la vegetación más densa. La lancha redujo la velocidad y giró dibujando una gran curva; se plegó cortando el agua y se dirigió hacia el único embarcadero que había, escondido hasta aquel momento detrás de una duna de arena bastante alta. Él estaba allí, de pie, y le sonreía mientras sostenía en la mano una rosa roja con un tallo muy largo.
Apenas atracó la lancha, la ayudó a bajar y, seguidamente, le dio la rosa.
—Bienvenida.
—Gracias… —Ella se ruborizó como una tonta.
Él, de manera inteligente, hizo como si no se hubiera dado cuenta.
—Ven, quiero enseñarte la isla.
Subieron en un coche eléctrico descapotable conducido por una chica mulata.
—Buenas tardes…
Se sentaron juntos detrás. Tancredi le sonrió.
—Cameron, por favor, muéstrale la isla a nuestra invitada.
—Por supuesto, señor.
El coche se movió, recorrió unos cuantos metros por un camino estrecho que bordeaba la playa y luego se adentró en la vegetación. Avanzaron entre grandes matorrales verdes muy tupidos, después llegaron a un claro y costearon un pequeño lago.
—Es de agua dulce y te puedes bañar en él, allí hay una cascada natural… —Desde una altura de cinco metros, caía muchísima agua. Rompía entre las rocas y se pulverizaba en el aire de manera que daba vida a un arcoíris. El vehículo volvió a internarse en la selva y salió unos momentos después—. Bien, ésta es la playa, es la más resguardada. Y allí abajo, en la costa, está la barrera de coral. —Una larga lengua blanca se extendía por lo menos durante tres kilómetros, varias palmeras ligeramente curvadas llegaban hasta el borde del mar. El coche pasó por delante de una pequeña pérgola muy elegante. Debajo había dos grandes tumbonas cubiertas con tela de yute—. Aquí se puede tomar el sol… Sin demasiada gente alrededor. —Un poco más lejos, una marquesina de gruesas cañas de bambú protegía una gran cocina. Había varias neveras, una encimera y una serie de fogones de hierro. Una pared alta recubierta de plantas exuberantes aislaba la playa de las miradas indiscretas de los que trabajaban en la cocina—. Aquí, si alguien tiene hambre o quiere beber algo…
Sofia sonrió.
—Me recuerda mucho a
El lago azul
.
—Sí, pero ellos llegaban allí siendo unos niños y además por casualidad. Mira, la playa termina ahí. Ahora daremos la vuelta… —Cameron tomó una curva con suavidad y se detuvo poco después. Entonces se le apareció. Estaba perfectamente integrada en todo aquel verdor y la roca—. Bueno, y ésta es la casa. Está justo en la punta. Aquí la isla se estrecha, así que se asoma hacia los dos lados. No es muy grande. Ven…
Entraron en un salón que tenía el suelo de madera clara. Las grandes vidrieras que lo presidían dejaban entrar el calor del sol del ocaso, que iluminaba los sofás de color castaño. En el suelo había una alfombra blanca, grande, muy suave. Detrás, una única vidriera a través de la que se veían la punta de la última playa, el mar y aquella esfera roja que se estaba zambullendo. A la derecha había un muro alto, de estuco veneciano blanco y crema, y varios cuadros iluminados por una ligera luz, fría y escondida en los propios marcos: un Gauguin y un Hockney, dos obras maestras del arte contemporáneo.
—Ven… —repitió Tancredi. Entraron en una cocina hecha íntegramente de acero inoxidable. Un cocinero de piel negra y tres ayudantes, todos ellos vestidos de blanco, la saludaron simplemente con una sonrisa—. Y aquí está el comedor.
Era una sala luminosa, casi suspendida en el vacío, con lamas blancas intercaladas con un cristal muy grueso en el suelo. Allí debajo empezaba la escollera; las corrientes del mar, en aquella parte de la isla, eran más fuertes. Las olas rompían bajo la habitación y subían hacia el cielo convertidas en grandes gotas blancas. Pero no se oía nada, la casa estaba perfectamente insonorizada.
Siguieron caminando.
—Aquí está mi despacho… —Abrió la puerta y entraron en otra habitación. Sofia se quedó asombrada por el sofisticado equipo estéreo y por el gran televisor de plasma—. Pero la verdad es que no me gusta hacer nada cuando estoy aquí… —A un lado había unos sofás de piel clara. Debajo, se veían la escollera y el mar. Prosiguió con la visita—: Ahora estamos yendo hacia la parte de atrás, donde están los dormitorios. Éste es el tuyo. —Abrió otra puerta. El suelo era de una madera muy clara, casi blanca. Había una gran alfombra lila, una puerta que daba a la playa y un gran armario a la izquierda. Su maleta y el neceser estaban sobre el banco de al lado—. Y éste es tu baño.
Sofia vio que una parte del techo estaba abierta y que entraba la luz del cielo, en el que flotaban unas nubes rosadas. Había una gran ducha, una bañera con hidromasaje completo y, a su lado, un asiento alargado sobre el que descansaba un suave almohadón claro recubierto de un rizo esponjoso. En una esquina había un antiguo sillón de madera con perlas y conchas incrustadas. Las toallas colgaban de la pared. Las había de todas las tonalidades de lila. Sin embargo, la pared era de un índigo muy claro. También había un gran espejo rodeado de un marco de plata. Cerca del lavabo, unas flores lilas perfumaban la enorme estancia. Todas las toallas, e incluso el albornoz, llevaban bordada la letra «S».
Tancredi le sonrió.
—Mi habitación es idéntica, sólo que puede que los colores sean más masculinos, pero si quieres nos la cambiamos…
—No, no, ésta está muy bien.
—Entonces te dejo. Voy a controlar algunas cosas. Descansa, date una ducha, llama por teléfono, haz lo que quieras… Deberían haberte dado un móvil.
—Sí.
—Perfecto, son las seis. Oficialmente, estás en un sitio con el huso horario de Abu Dabi. Así es todo más fácil. Si te apetece, cuando estés lista puedo ofrecerte un aperitivo.
Sofia sonrió.
—¿No habrá demasiada gente?
—No. No corres ese riesgo. Como mucho, te encontrarás conmigo…
Sofia se había quedado sola en la habitación. Se dirigió hacia la vidriera que daba al exterior, la abrió y salió al jardín. Las plantas estaban muy cuidadas. Una pequeña cancela de madera conducía a la playa. Había una bicicleta apoyada sobre el caballete. Vio que un poco más adelante había dos tumbonas bajo una marquesina y, en el jardín contiguo al suyo, idéntico mobiliario. Era como si fueran dos pequeñas villas colindantes, con una pasarela en medio —toda hecha de teca, ideal para pasear o ir en bicicleta— que serpenteaba a derecha e izquierda a causa de la vegetación y llegaba directa hasta el mar.
Volvió a entrar. Cerró la puerta y sacó el móvil del bolso. Lo pensó un poco. Luego se dio cuenta de que tenía un mensaje. Lo abrió.
«Antes de cada llamada, comprobar el ordenador que hay junto al televisor.»
Se acercó a la tele y lo vio. Apretó la barra espaciadora y la pantalla se iluminó en seguida. Indicaba la hora y la temperatura; una ventana en la parte superior mostraba el mapa meteorológico del país donde debería encontrarse. Debajo se leía su nombre. Pulsó sobre él y aparecieron varios reportajes televisivos con muchas fotos en las que se la veía bajar del avión y se anunciaban sus conciertos. También encontró artículos aparecidos en los periódicos de aquel país. Cogió el móvil y buscó el número que ya tenía grabado.
Andrea contestó al instante.
—¡Por fin! Hola, cariño, ¿todo bien? ¿Has llegado ya?
—Sí, todo muy bien. El viaje ha sido perfecto.
—Bueno, ya te echo de menos, ¿sabes?
—Yo a ti también. —Permanecieron un momento en silencio. Sofia decidió que debía decírselo—. Pero cuando regrese será increíble. Ya verás como estos cinco días pasan en seguida.
—Sí… —Después estuvieron charlando un rato—. ¿Qué tiempo hace?
—Se está bien. Debe de haber veinticinco grados como mucho.
—Así te broncearás sin quemarte.
—Si por la tarde estoy libre, iré un rato a la playa. Pero me parece que aquí el mar no es muy bonito…
—Qué bien que siempre pueda localizarte… Han sido muy amables al darte este móvil.
—Sí, y funciona bien. Se ve que tienen muchos problemas con las líneas fijas.
—¿Qué hacéis ahora?
—Iremos a ensayar. Después haremos una pausa para descansar y a las nueve empieza el primer concierto. No conozco al maestro… estoy un poco nerviosa.
—Irá muy bien. Si no terminas tarde, llámame luego.
—Los ensayos irán para largo y al terminar tal vez vayamos a cenar. Espero que queden contentos con su inversión.
—Estarán encantados, cariño, ya lo verás… Aunque hace mucho que no tocas, siempre serás la mejor. Piensa sólo en la música. Si al final no puedes llamar, hablamos mañana.
Sofia apagó el teléfono. Se quedó contemplándolo un momento. Exhaló un largo suspiro. Mentir. Para ella siempre había sido la cosa más difícil del mundo y, sin embargo, en aquel momento parecía que se le daba especialmente bien. Unas cuantas imágenes fugaces de Andrea asomaron a su mente: su sonrisa, ellos cenando, una velada tierna delante del televisor. Las alejó rápidamente. No era el momento. Se desnudó y se metió en la ducha. Poco a poco, bajo el agua caliente, consiguió relajarse. Distendió los músculos de los hombros, echó la cabeza hacia atrás y después la movió lentamente, primero hacia la derecha y después hacia la izquierda. El fuerte chorro de agua eliminó las últimas tensiones. Estaba lista.
Salió de la ducha, se puso el albornoz y se secó el pelo. Luego, desnuda ante el espejo, empezó a maquillarse de una manera ligera, sin estridencias: un poco de rímel, un toque de maquillaje, una línea finísima bajo los ojos…
Se detuvo. Vio un pequeño sobre en una esquina. Lo abrió. Dentro había una copia de unos análisis completos de Tancredi. Eran perfectos. Sonrió, en cierto modo había querido que estuviera tranquila. Fue a la maleta y sacó algo de ropa. Todavía no había decidido lo que iba a ponerse. Después abrió el armario para coger unas cuantas perchas y se sorprendió. Dentro había veinte espectaculares vestidos de Armani. Negros, blancos, plateados, azules oscuro, uno rojo… y también los zapatos más diversos, de muchas tonalidades para que combinaran con los colores de los vestidos y con tacones de varias alturas. En los cajones encontró preciosos conjuntos de ropa interior, de seda y de muchos otros tejidos, blancos, negros, azules, rojos. Naturalmente, todo era de su talla.