Esperanza del Venado (31 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Esperanza del Venado
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—Cierto bien me ha hecho —replicó serenamente Orem. Y luego recordó que debía divertirlos—. ¿Nos batiremos a duelo por el honor de la dama?

Se escucharon algunas risas. De no haber sido por la seriedad de Timias, se habrían oído más.

—El honor de la dama no necesita ser defendido —dijo Timias. Era la forma cortés de declinar. Insultar era una cosa, pero pensar en batirse a duelo con el Reyecito era algo demasiado peligroso. Sin duda la Reina no lo permitiría. La oportunidad de que Timias perdiera sería demasiado reducida. Pero Orem no le dejaría escurrirse con tanta facilidad.

El Reyecito estaba allí para que rieran de él, ¿verdad? De modo que a darles más cuerda.

—¿Pero cómo puede ser que la dama se quede sin su campeón cuando digo que necesita lavarse los senos? —Se volvió a la dama—. A ver, ¿cómo te llamas? ¡Belfeva!

¡Tienes senos tan nobles, Belfeva, pero tan faltos de amigos en esta compañía! —Había aprendido rápido la dicción de la corte. Era otro juego de palabras, como los enigmas y los acertijos que había creado en la Casa de Dios. Casi todos los que estaban allí pensaban: qué payaso licencioso. Pero los pocos que le observaban con tino cavilaban: con qué arte actúa—. Acepto tu desafío aun cuando no me lo hayas ofrecido. Y el arma…

¡qué otra podría ser si no, veamos… sí, tome su pan, señor! ¡Y su copa! Pan mojado en vino, desde veinte pasos.

Desde luego, daba risa sólo de pensarlo. Pero además, a Timias le resultaba imposible de soportar. Es el defecto de los serios y fríos: no pueden tolerar que les hagan sentirse en ridículo.

—No haré semejante cosa —anunció Timias.

—En ese caso, ven a mi habitación mañana al mediodía —dijo el Reyecito—. Tenemos cosas de qué hablar, amigo.

—Nada tengo que hablar contigo. —Pero la seguridad de sus modales ya no era la misma. Timias, solo entre los cortesanos, advertía ahora que Orem era más sagaz de lo

que parecía, y que podía volver las cosas a su propio modo con más facilidad de lo que cualquiera excepto la víctima pensaría.

—Entonces trae a esta dama, con sus senos pero sin marcas de nacimiento, y podrás ayudarme a juzgar cuál de las dos es más hermosa, si tu compañera o la mía.

—Nadie es más hermosa que la Reina Belleza.

—Ah, pero la Reina Belleza no es mi compañera. Me mantiene como a una mascota, como sabréis, y no desea escucharme ladrar demasiado a menudo ni tenerme demasiado cerca. Mi compañera mañana será… —y dirigió la mirada hacia la cabecera de la mesa—, será la dama Comadreja Bocatiznada.

Todos los ojos se volvieron a la mujer terriblemente fea. Ella comprendió parte de lo que Orem tramaba, y por eso inclinó la cabeza y rió. Entonces todos pudieron reír. Una vez más el inepto Reyecito había procurado diversiones que alimentarían una semana de chismorreos. Una vez más el banquete fue un éxito.

Orem no era tan estúpido como creían los cortesanos ni tan astuto como pensó Timias.

No tenía ningún plan consciente en mente. Sólo sabía que Timias no se había reído de él, y eso le atraía. Se sentía temeroso y solitario, y cansado del espectáculo constante que debía ejecutar. El mismo rechazo que Timias le manifestó hizo que el joven fuera del agrado de Orem.

LOS AMIGOS DEL REYECITO

Fueron hasta la habitación del Reyecito tal como les había sido ordenado: Timias, la dama Belfeva y Comadreja. Al principio fue una extraña reunión. No se dijo casi nada mientras los sirvientes disponían una pequeña comida. Orem ya se había acostumbrado a la abundancia, y era lo suficientemente sabio para no atiborrarse en exceso. Miraba a Timias y a Belfeva mientras comían incómodos, sin dejar de hacerles la misma pregunta:

¿Está bueno?

—Oh, muy bueno, muy bueno —respondían. Era obvio que la tensión atemorizaba más y más a Belfeva, pero a Timias la verdad le ponía enfadado, no temeroso. Conque finalmente preguntó:

—Mi Reyecito, ¿para qué nos has hecho venir hasta aquí? Si quieres que me disculpe, lo haré. Ayer por la noche no hablé como corresponde. Puedes ponerte en ridículo cuanto desees, que por mí no habrá problemas.

Orem no dio señales de reconocer que se trataba de una disculpa poco feliz.

—Eres generoso, pero poco me importa la noche anterior.

—¿Entonces por qué estamos aquí?

—Deseo compañía. Para una expedición.

—¿Expedición? —preguntó Belfeva más animada. Timias frunció el ceño.

—¿Acaso estoy-prisionero dentro de Palacio? —preguntó Orem—. Quiero salir. Ir hasta los jardines. ¿O debería ser más osado? El Pueblo del Rey es algo nuevo para mí. Vosotros lo conocéis bien, ya que no tenéis mejor cosa que hacer que explorar.

—Yo tengo mejores cosas que hacer —replicó Timias, poniéndose de pie.

—En High Waterswatch teníamos un nombre para los hombres como tú —dijo Orem, y en su voz ya no hubo ingeniosidad—. Los llamábamos gallos fríos. Mucho aspaviento, pero uno podía dejarlos solos un año entero con las gallinas que éstas jamás pondrían un huevo.

Timias se ruborizó, pero escuchó en silencio.

Orem se acercó a él.

—Tienes el doble de fortaleza que yo y probablemente el doble de cualquier virtud que yo pueda tener, Timias. ¿Por qué no te ríes de mí, entonces?

Timias apartó la mirada.

—Tengo mi idea acerca de cómo debe ser un Rey.

—Y yo también —convino Orem—. Pero el hombre que concuerda con esa idea está en algún lugar del campo, con cálices de oro sobre los ojos sin poder dormir a menos que los hechiceros y sacerdotes monten guardia contra los arranques de la Reina. ¿Para qué pretender ser como él? Mientras el Rey viva, no puedo ser otra cosa que un bufón.

Allí estaba: la clave del auténtico poder de Orem en Inwit. La Reina le había hecho blanco de burlas y ridículo, tal vez esperando que luchara por ganarse la dignidad y que por ello fuera aún más digno de risa. Pero Orem contaba con un arma que ella ignoraba que poseyese. Mientras arrojara sus redes para capturar la magia de la Reina dentro de una habitación, podía decir las traiciones que se le ocurrieran sin ser detectado. Nadie osaría jamás repetir sus traiciones, y por eso la Reina nunca llegaba a enterarse. Y

mientras tanto, el mensaje que transmitía a quienes le escuchaban era inconfundible: el Reyecito podía decir lo que a otros causaría la muerte y a él nada le sucedía. Que los demás se rieran. Entre los pocos que no se divertían a costa de él, se presentaba con un aspecto muy distinto. La Reina no castiga al Reyecito por su traición; por lo tanto, el Reyecito tiene poder.

No mostraba su poder a muchos; pero también eran muy pocos los que no se burlaban de él.

—Ven conmigo, Timias. Y las señoras también.

Y fueron con él. Muchas veces fueron con él, y le mostraron muchas cosas, y él les mostró muy poco, pero lo que vieron fue suficiente. Suficiente. Te lo mostraré, Palicrovol, y tal vez comprendas por qué Timias ha permanecido al lado de Orem el Carniseco aun ahora, cuando ya no es el Reyecito.

Recorrieron los jardines, y ofuscaron a los jardineros con su conversación; visitaron los talleres de los artistas donde los viejos poetas del Parque de los Estanques les leían sus rimas; admiraron y montaron los corceles de los Establos de la Reina; incluso recorrieron las guarniciones del ejército, ya que después de todo, el Reyecito era el comandante titular de las tropas.

SE DESHACE LA JUSTICIA

Pero Orem siempre tenía en mente otra visita. Una mañana pareció ocurrírsele antojadizamente, cuando se reunieron como siempre en su habitación para planear los descubrimientos de ese día.

—¿Por qué no a la Casa de Carbón, a observar cómo juzgan a los criminales?

Ni aun Belfeva dejó de recordar que el Reyecito había sido retirado de esa Corte para desposar a la Reina. ¿Pero por qué no ir hasta allí, después de todo? Si el Reyecito deseaba recordar cuán bajo había caído para valorar mejor el sitio donde ahora se hallaba, ¿quiénes eran ellos para disuadirlo? Conque se marcharon de Palacio, por la ruta trasera, como de costumbre: a través de la Calle de las Cocinas, y a pie hasta la Casa de Carbón, donde los jueces enmascarados se pasaban la vida decidiendo qué infortunados serían mutilados y cuáles sencillamente muertos.

Comadreja Bocatiznada, sabiendo el caos que provocaría la visita inesperada del Reyecito, dio instrucciones a un sirviente para que se adelantara y advirtiera a los jueces de su llegada. Desde luego, todos simularon sorpresa; por supuesto, la sorpresa no resultó convincente. Orem había visto el lugar con la mira más cruda, conque no le engañarían por más escenarios que montaran ahora para él. Pero no sentía deseos de vengarse. Se abstuvo de recordarles cómo se habían conocido. En realidad se mostró distante y no exhibió gran interés por los miembros de la corte de la Casa de Carbón. No había venido para eso. Lo que quería ver eran las Cárceles.

El guía formuló reparos.

—Son criminales comunes —dijo—. ¿Por qué verlos?

Muy pronto el silencio le recordó que el Reyecito había sido uno de esos criminales.

Los guardias les dejaron salir. Trataron de alejar al Reyecito del Foso de los Bueyes, pero él sabía por dónde ir. Se produjo un incómodo momento. El verdugo estaba preparando las tenazas para realizar su labor. Una nueva víctima aguardaba, de modo que el que estaba en las tenazas debía ser castrado y retirado.

—De todos los relieves sobre los muros del palacio, creo que éste es el más parecido a la vida —dijo Orem.

—¿Qué harán? —preguntó Belfeva. No es que hubiese sido un secreto para ella; las grandes casas nunca se molestaban en analizar la crueldad merced a la cual la ciudad se mantenía segura para ellos.

—Harán un buey de él —explicó Orem. No comprendió que ella no sabía la diferencia entre toros y bueyes.

Fue Comadreja quien se lo explicó. Belfeva volvió el rostro, con repugnancia.

En el foso el verdugo aguardaba sin saber qué esperaban de él sus espectadores.

Orem no podía aliviar su ansiedad. El mismo no sabía qué hacer. La víctima había elegido: mejor era la castración que la esclavitud. A menos que Orem pensara en cambiar las leyes, ¿qué podía hacer sino acatar la decisión del hombre? Y cambiar las leyes era algo que escapaba a su alcance. No podía hacer cambios duraderos, sólo pequeñas reparaciones que no cambiaran la estructura de Inwit y que pasaran inadvertidas a los ojos de la Reina. Por fin Orem se dio la vuelta, sin haber dicho palabra. El verdugo ya no perdió tiempo: apenas se habían alejado del Foso de los Bueyes escucharon los gemidos desgarrados del hombre.

Las Cárceles eran las mismas de antes, sólo que ahora era primavera. Los prisioneros no se congelaban. Pero vivían entre el fétido olor de sus excrementos y las moscas que revoloteaban por los barrotes. Como siempre, quienes mejor lo pasaban eran los de la hilera de arriba, ya que allí los insectos no eran tantos. Sin ninguna duda, muchos de los prisioneros estaban enfermos.

—Este es nuevo —dijo Orem mientras pasaban por delante de una de las jaulas—. Y éste ya lleva días aquí. Morir antes del juicio. —No le preguntaron cómo lo sabía. Él sabía. No demostró sentimientos a sus compañeros, pero podían interpretar su silencio y sentir que este sitio había roto algo en él, y que en su lugar había creado otra cosa, algo que le distinguía del rústico que aún la Reina suponía en él. Comadreja le cogió de la mano. La dejó, pero no demostró que le importase, y en seguida la mujer se soltó nuevamente. A ella no le molestó; era suficiente ver algo que la Reina no veía. En eso había esperanzas.

Recorrieron las hileras interminables, como si cada prisionero no fuera idéntico a los demás. Por fin Belfeva se descompuso y se quedó a la zaga. Timias reprendió al Reyecito.

—¿No hemos visto suficiente? —exigió—. ¿Para qué nos trajiste aquí?

Orem no tenía respuestas. ¿No había hecho la misma pregunta a Zumbón después de la muerte en el foso de las serpientes? Os traje aquí porque tenía dos horas libres. Os traje aquí para que comprendierais el Pueblo del Rey como realmente es, y no como creéis que es. Os traje aquí porque en la trama de jaulas unos desconocidos me salvaron la vida.

—Me escupían para que no me durmiera en la nieve.

En ese momento uno de los prisioneros de la segunda hilera gritó y corrió hacia los barrotes de la jaula.

—¡Orem! ¡Amigo, recuérdame, recuérdame! ¡El favor, amigo!

De inmediato los guardias se interpusieron entre Orem y la jaula del que aullaba.

—¡Silencio allí arriba! —gritó uno. Varios arqueros tendieron las cuerdas dispuestos a reparar el orden.

Orem reconoció al hombre antes de poder decir si quería conocerle o no.

—Brasa —dijo.

Fue suficiente para detener a los arqueros. El comandante de los guardias se acercó al Reyecito para darle explicaciones.

—Es un vulgar delincuente. Y no sólo eso; entra y saca gente de la ciudad ilegalmente.

Finalmente le atrapamos entre los muros, sin pase. Seguramente merecer la muerte, mi Reyecito.

¿Has escuchado alguna vez, Palicrovol, el lamento inconveniente de aquellos con quienes estás en deuda? ¿Y has sabido que un instante de silencio puede liberarte de sus demandas? Pero no de las deudas. Hay una sola forma de saldar deudas. Orem extendió sus redes sobre el lugar para ocultarlo del Ojo Inquisidor de Belleza.

—Liberadlo —dijo Orem suavemente.

El guardia enrojeció.

—Mi Reyecito, no puedo.

—Le confieso, señor —dijo Orem—, que yo participé en los delitos de este hombre, e insisto que su deber es castigarme a mí tanto como lo castiga a él. Abra una jaula para mí de inmediato.

—Pero usted es… el…

—Libérele —dijo nuevamente Orem.

Timias avanzó hacia el comandante y le habló en voz baja.

—Ya le escuchó decir las palabras. Si ella no lo aceptara, ¿habría podido pronunciarlas?

Si a ella le importara, ¿podría usted liberarle acaso? Pero le aseguro que si no lo hace, entonces sí le importará.

Y así fue como Timias se convirtió en cómplice de cientos de pequeñas reparaciones de la cruel justicia de las leyes de Inwit. La razón de Orem para obrar contra las leyes es obvia: él mismo fue víctima de dichas leyes. Timias, sin embargo, había sido sostenido por las normas durante toda su vida. Mantenía su riqueza sólo porque los guardias aterrorizaban demasiado a los pobres para evitar que se apoderaran de ella. ¿Por qué entonces le ayudó a deshacer lo que para él era la seguridad? Porque Timias no era ningún adulador, como tú lo has llamado. Timias era algo infrecuente: un hombre capaz de afligirse sinceramente por sufrimientos que jamás sintió.

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