—Y entonces, ¿qué? —quiso saber Marcus.
—Esa es la parte que me preocupa. ¿Qué me decís del circuito cerrado de televisión? Tiene que haber cámaras donde ella vive; en esa calle hay un montón de gente rica, y…
—Rebobina un momento —la interrumpió Jackson—. ¿Por qué te interesa tanto ese tal Decker? No lo entiendo.
—Sí —intervino Reggie—. ¿Quién es Andrew Decker? ¿Y qué tiene que ver con la doctora Hunter?
Lo siento, pequeña, pensó Louise. No había querido ser ella quien le revelara a Reggie el pasado de Joanna Hunter. Como esperaba, la información exacerbó aún más su verborrea. («¿Asesinados? ¿Toda la familia?») Aquella chica era como un terrier, había que reconocérselo. Ni siquiera era pariente de Joanna Hunter y, sin embargo, parecía preocuparse por la doctora más que nadie. No consiguió imaginar a Archie sintiendo algo así por ella.
—Dios santo —dijo Jackson—. Por supuesto… Andrew Decker. ¿Cómo he podido olvidar ese nombre? Estábamos de maniobras en Dartmoor. Nos hicieron ir a participar en la búsqueda de la niña desaparecida, la que había huido.
—Joanna Mason —puntualizó Louise—. Ahora es Joanna Hunter.
—Y ahora tiene que ir otra vez en su busca —le dijo Reggie a Jackson.
—Que le ocurriera algo malo una vez, no quiere decir que haya vuelto a pasar —le dijo Louise a Reggie.
—No —contestó la chica—. Se equivoca. Que le pasara algo malo una vez no significa que no vaya a volver a pasarle. Créame, a mí me pasan cosas malas constantemente.
—A mí también —intervino Jackson—. ¿Te preocupa que ese Decker vaya a por Joanna Hunter? —le preguntó Jackson a Louise—. No parece probable; nunca he oído hablar de alguien que haga algo así.
—Lo que de verdad empieza a preocuparme es que Joanna Hunter vaya a por Andrew Decker.
—Por otro lado… —empezó Louise.
Habían aparcado en la explanada delantera de una estación de servicio. Marcus y Reggie estaban en la tienda, comprando cosas para picar, y Jackson se había pasado al asiento delantero. Desprendía calor. Louise se preguntó si tendría fiebre o si se lo parecía por lo acalorada que ella se sentía. Deseaba que la abrazara, deseaba dejar que los huesos se le fundieran, aunque fuera durante un instante. Nunca se sentía así con Patrick, nunca quería dejar de ser ella misma, pero allí, sentada en la explanada bien iluminada, deseó rendirse, abandonar el campo de batalla. ¿Habría algún modo de retenerlo esta vez, encerrándolo en una cárcel, en un cofre, en una caja fuerte, para que no pudiera largarse de nuevo?
—¿Por otro lado qué? —preguntó él de pronto.
—Neil Hunter, el marido de Joanna, no está lo que se dice libre de sospecha. Por lo que sabemos, él mismo podría haberla matado. Y al bebé. Quizá ella iba a dejarlo y perdió la cabeza.
—A veces pasa.
—Pero, por otro lado…, él también conoce a gente interesante.
—¿Interesante?
—Lo que en el negocio llamamos «criminales». Unos tipos de Glasgow de los que llevamos un tiempo oyendo rumores. Un tío llamado Anderson. Está tratando de introducirse en la ciudad, de meterse en unos cuantos negocios legales, y por lo visto su favorito es el alquiler de vehículos privados.
—¿Taxis por teléfono?
—Ajá. Y locales de juegos recreativos. Gimnasios. Salones de estética cutres. Adivina quién es el propietario de todo eso.
—¿Neil Hunter?
—Bingo. Uno de sus salones recreativos ardió la semana pasada, y ha habido otros asuntillos.
—¿Asuntillos?
—Es el término técnico. Le habíamos echado el ojo a Hunter pensando que podía tratarse de un incendio provocado, pero empiezo a dudar seriamente de que fuera así. ¿Y si Anderson está amenazando a la familia de Hunter? Reggie no para de decir que los han secuestrado, y hasta ahora, por extraño que parezca, ha tenido razón en todo.
—«Tú y los tuyos. Piénsalo. Tu dulce mujercita, tu lindo bebé. ¿Quieres volver a verlos? Porque depende de ti que lo hagas.» Eso es lo que dijo Reggie.
—Tienes buena memoria, para lo viejo que eres.
—Tuve que aprenderme muchas cosas de memoria en el colegio. Y tengo cuarenta y nueve. Soy más joven que tu marido, según tengo entendido. «¿Quieres volver a verlos?» ¿Crees que los tienen encerrados en algún sitio?
—Y la tía no era más que una pista falsa. Una forma de despistar, para desviar la atención de cualquiera que se preocupara por la repentina desaparición de Joanna Hunter —explicó Louise—. Lo irónico del asunto es que su marido no tendría que haberse molestado, pues la salida de Decker de la cárcel le dio a Joanna Hunter un buen motivo para no andar por ahí. Neil Hunter nunca debió utilizar el recurso de la tía.
—Buenas teorías —opinó Jackson—. ¿Cómo vamos a demostrarlas o refutarlas?
—Nada de vamos. Voy a hacerlo yo sola. La policía de verdad soy yo. Tú no eres más que un vago, básicamente.
—Gracias. —Jackson tendió una mano para coger la de Louise y añadió—: Te he echado muchísimo de menos, ¿sabes?
Louise sintió la boca seca y su corazón puso la directa como si tuviera alguna clase de virus. Pensó en encender el motor y llevárselo al hotel más cercano, a un granero o un área de servicio, pero Marcus y Reggie estaban saliendo ya de la tienda y apenas tuvo tiempo de retirar la mano antes de que irrumpieran de nuevo en el coche, trayendo consigo una corriente de frío aire nocturno y abriendo bolsas de patatas.
—¿Te devuelvo tu asiento? —le preguntó Jackson a Marcus.
—No, estás bien ahí, encantado de sentarme aquí detrás con la perra.
Pero Louise intervino para decir:
—En realidad, podrías conducir tú, yo estoy un poco cansada. —Porque no soportaba estar tan cerca de Jackson y no poder volver a tocarlo.
—No hay problema —dijo Marcus—. Cambio general. Los hombres delante y las mujeres detrás, justo como debe ser. —Y al ver la cara de Louise en el espejo retrovisor añadió rápidamente—: Es broma, claro.
Oscureció mucho antes de que volvieran a cruzar la frontera. A partir de Berwick, los kilómetros parecieron arrastrarse. Dejaron a Reggie y Jackson en Musselburgh.
—¿Estás segura de que quieres que se quede contigo? —le preguntó a Reggie, no muy convencida.
—No tiene otro sitio adonde ir.
—Bueno, en realidad sí tengo una casa a la que ir —puntualizó Jackson—. Solo que el mundo entero parece empeñado en impedir que llegue a ella.
—Tiene que ayudarnos a encontrar a la doctora Hunter —le recordó Reggie.
—Encontrar a la doctora Hunter es mi trabajo, no el suyo, Reggie —dijo Louise—. No quiero que interfiera ningún aficionado. —Se volvió hacia Jackson—. Podemos hacer esto sin tu ayuda, gracias.
—O sea, ¿vuelve a casa con tus críos, Herb?
—Exacto.
—Bonito trasto —añadió él, dándole unas afectuosas palmaditas al techo del BMW como si fuera un viejo amigo.
—Lárgate ya.
—Nos vemos mañana.
—¿Ah, sí?
—Sí, por supuesto.
El corazón de Louise dio un vuelco; al día siguiente iba a verlo otra vez. Así era como debían de sentirse las adolescentes; así era como ella no se había sentido nunca de adolescente. Patrick tenía razón: nunca tuvo adolescencia. «Lo está compensando ahora.»
—No me iría a casa sin decirte adiós —añadió Jackson.
Cabrón. Ella no bastaba para retenerlo, no podía competir con la atracción de su nueva mujer. Tessa. Zorra.
Tuvo ganas de decirle «vente a casa conmigo»; bueno, a casa no, difícilmente podía llevárselo a casa y presentárselo a su marido, a Bridget y a Tim. «Este es Jackson Brodie, el hombre con el que debería haberme casado.» No, casarse no. El matrimonio era para imbéciles. El hombre con el que debería haberse fugado. Muy lejos, más allá de las montañas. «Larguémonos juntos y que sea lo que Dios quiera», tuvo ganas de decirle. Pero, por supuesto, no lo hizo.
—¿Quién es Herb? —quiso saber Marcus.
—Mierda. Debería haberle quitado ese bolso a Reggie.
¿Qué le estaba pasando? Normalmente no era despistada, pero empezaba a tener la sensación de que se le deshilachaba el cerebro.
—Me ocuparé de encargárselo a un agente por la mañana, jefa.
—Eres un tesoro, desde luego que sí.
—Déjame en cualquier sitio —dijo Marcus.
—No seas tonto, te dejaré en tu casa —contestó ella. Marcus vivía en South Queensferry, tenía que desviarse bastante para llevarlo.
—Tienes que desviarte mucho para llevarme, jefa.
—No pasa nada, de verdad. He recobrado las energías.
Marcus aún vivía con su madre. Archie no viviría con ella cuando tuviera veintiséis años.
—¿Tienes novia? —Nunca se le había ocurrido preguntárselo. Nunca le había parecido un chico que tuviera novia.
—Ellie.
—Pero ¿no vives con ella?
—Es el siguiente paso, jefa. De hecho, anoche mismo fuimos a ver una casa. En Malbet Wynd.
Sí, por supuesto, era un muchacho que hacía las cosas como debían hacerse, por pasos y etapas. Una chica llamada Ellie, una casa en Malbet Wynd. Se preparaba para las cosas.
Cuando se hubo apeado del coche, Louise se deslizó hasta el asiento del conductor y bajó la ventanilla.
—Mañana a primera hora tenemos que averiguar si las tarjetas de crédito de Jackson Brodie se han utilizado y dónde. Y hay que ver si podemos seguirle la pista de algún modo a ese teléfono.
—De acuerdo.
—Buenas noches, Scout.
—Buenas noches.
Esperó a que Marcus hubiese abierto la puerta y se volviera para decirle adiós con la mano antes de desaparecer en el interior de la casa. Una cortina se movió levemente en una habitación de la planta baja; la madre que tanto esperaba de él, supuso.
Louise se quedó un rato allí sentada, preguntándose si podía ir a algún sitio que no fuese su casa. Fife y el norte en general se hallaban justo al otro lado del estuario. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar antes de que alguien advirtiera que se había ido?
A posteriori, Reggie comprendió que debería haberle mencionado a Jackson Brodie su parentesco criminal. Por ejemplo, si lo hubiese avisado con respecto a su hermano antes de invitarlo a quedarse con ella esa noche, quizá entonces él no habría sido el primero en entrar en la salita de estar de la señorita MacDonald (mientras Reggie cerraba con llave la puerta principal para que estuviesen a salvo, qué ironía, ja, etcétera) ni se habría encontrado con una fea navaja presionándole la piel sobre la arteria carótida, casi en el punto exacto en que ella le había buscado desesperadamente el pulso la noche del accidente de tren. Al otro lado de la navaja estaba Billy.
—¡Sorpresa! —dijo Billy en tono sombrío—. ¿Quién es este tío? —Presionó aún más la navaja contra el cuello de Jackson—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Suéltalo —dijo Reggie. No tenía sentido apelar a los buenos sentimientos de Billy porque no los tenía, pero había que intentarlo—. Para ti no es nadie.
Para su sorpresa, y la de Jackson también, Billy lo soltó y le dio un empujón, haciéndolo aterrizar pesadamente en el suelo, puesto que solo tenía un brazo sano para amortiguar la caída. Pilló desprevenida a Reggie al agarrarla y rodearle el cuello con un brazo, casi aplastándole la tráquea. Solía hacerle eso mismo cuando eran pequeños. Mamá le decía «Dale un beso a tu hermana y pídele perdón», porque Billy siempre andaba teniendo que disculparse por alguna fechoría: quitarle la muñeca, derribarle el Lego de una patada, morderla (daba unos mordiscos terribles), y entonces él canturreaba «Lo sieeento, Reggie», y con la excusa de darle un beso, aprovechaba para medio estrangularla. Mamá decía entonces: «Eres un niño malo, Billy». Ahora tenía ojos de loco, como los caballos de campo de Midmar cuando
Sadie
se les acercaba demasiado.
Jackson se las apañó para ponerse a gatas y luego se incorporó lentamente. Billy dejó de intentar ahogarla y pasó a amenazarla con la navaja contra el cuello.
—No se te ocurra hacer nada —le dijo a Jackson.
Reggie sentía la hoja, fría y afilada, contra la piel. Era una navaja pequeña, pero podía hacerle mucho daño.
Había libros tirados por todas partes. Jackson estaba en pie en medio de los restos de la biblioteca de la señorita MacDonald, tenso y de puntillas, como un luchador a punto de entrar en combate. Reggie lo vio pensar, sopesar las posibilidades y se dijo, oh, no, no lo hagas.
—Soy tu hermana, Billy —le susurró a su hermano—. Soy de tu propia sangre. —No tenía sentido apelar a los buenos sentimientos, etcétera, pero había que intentarlo.
—¿Es tu hermano? —preguntó Jackson con tono de incredulidad, y le dijo a Billy—: Tú, pequeño mamón, tu obligación es cuidar de tu hermana.
—¿Según tú y la Biblia de quién? —ironizó Billy, pero Reggie sintió que relajaba levemente la presión.
—Tus amigos te han estado buscando —le dijo Reggie.
—¿Qué amigos? —preguntó Billy—. Yo no tengo amigos. —Lo triste fue que lo dijo como si se sintiera orgulloso de ello.
—Les dijiste que te llamabas Reggie, ¿no? Les dijiste que vivías en Gorgie. Vinieron, me amenazaron a mí y le prendieron fuego a mi casa.
—Sí, qué mundo este, como habría dicho nuestra vieja y querida madre.
—No hables de mamá en ese tono.
Si conseguía que siguiera hablando, Billy se aburriría, pues tenía el umbral de aburrimiento más bajo de toda la raza humana, y entonces haría ademán de marcharse y Jackson haría lo que fuera que estuviera pensando hacer, que, por lo que parecía, era abalanzarse sobre Billy con las manos vacías.
Y entonces lo oyó. El sonido primigenio de un enorme lobo al que hubiesen hecho salir de su antiquísima guarida. La criatura estaba en la puerta, con el pelaje del lomo erizado, enseñando los colmillos y profiriendo unos gruñidos feroces que brotaban de su amplísimo pecho.
Reggie se había olvidado de
Sadie
. La perra había subido disparada la escalera y, cuando entraron en la casa, siguió buscando todavía el fantasmal rastro de
Banjo
.
Sadie
se agachó y, de un solo salto, cayó sobre Billy y le hundió los dientes en el antebrazo, de modo que este soltó la navaja y empezó a gritarle a Reggie que le quitara el perro de encima.
—¡Abajo,
Sadie
! —probó a gritar ella, pero no tuvo efecto alguno.
Jackson hizo entonces algo totalmente inesperado: le dio un fuerte puñetazo a la perra en un costado de la cabeza. A ella se le relajaron las fauces y cayó al suelo como un saco de arena. Entonces las cosas se volvieron un poco confusas para Reggie. En pocos segundos, Jackson tenía a Billy boca abajo en el suelo, clavándole las rodillas en los riñones mientras le presionaba la nuca con la mano buena.