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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

Espejismo (46 page)

BOOK: Espejismo
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¡Nunca podría matarla! ¡Había fallado entonces, y volvería a fallar ahora!

Algo parecía agarrar su brazo libre… Levantó la mano con una involuntaria sacudida y sintió entre los dedos el frío cuarzo del amuleto de Kyre.
Y en el acto supo qué era
lo
que debía hacer
.

Calthar retorcía su sinuoso cuerpo de manera obscena y burlona, para deshacerse de la espada. DiMag asió con fuerza la cadena del amuleto, lo sujetó, arremetió contra la bruja y le arrojó el colgante al corazón.

El grito de Calthar fue algo que recordaría en sus pesadillas mientras viviera. No era humano; ni siquiera animal. Cuando la satánica mujer se dobló hacia delante, sacudiéndose entre convulsiones, el grito ascendió por encima del viento, por encima del estruendo de la batalla, elevándose más y más a medida que la ira, la frustración, la incredulidad, el terror y un odio más allá de toda comprensión brotaban de su garganta para alejarse junto con su vida y la monstruosa y antinatural existencia de las Madres de cuyo negro legado se había alimentado durante tantos años. Sus manos se transformaron en garras que arañaban sus propios cabellos, sus piernas coceaban sin control, y el aullido continuó y continuó mientras, detrás de los ojos de Calthar, Malhareq se retorcía de horror en la agonía, y su larga y endemoniada serie de descendientes se crispaba y encogía, compartiendo la muerte de Calthar como antes había compartido su vida.

La bruja rodó por el suelo y, por espacio de un instante, miró con expresión demente a DiMag, en una última llamarada de impotente odio. El príncipe sintió un latigazo de dolor en la pierna y también en la cabeza. Se tambaleó y, de pronto, el mundo pareció hincharse, disminuyó y resonó en sus oídos de forma espantosa, y DiMag cayó inconsciente al suelo cuando la última chispa de vida huía de los ojos de Calthar.

La oscuridad reinante en la habitación de la torre aumentó hasta adquirir una densidad asfixiante… Pero luego desapareció con un tremendo impacto. Simorh alzó la cabeza, pero apenas veía. Se había golpeado contra una pata de la mesa, y cualquier movimiento le producía mareo y náuseas. Sin embargo, había luz… El tenue resplandor de una sola lámpara, y por la ventana penetraba la claridad de la luna…

Tratando de recordar lo sucedido, Simorh se arrastró como pudo a través de la estancia y por fin, se agarró al antepecho de la ventana para ponerse de pie. Sentía una gran debilidad en las piernas, y el mareo era intenso. Pero la extraña fuerza, aquella fuerza destructora, la sensación de locura había desaparecido, y el aposento estaba en silencio.

En silencio
… Simorh sacudió la cabeza, emitió un gemido de dolor, y recordó.

—¡Talliann!

Su voz sonaba hueca en medio de la quietud, y nadie contestó. Estaba sola. No obstante… ¡Talliann había estado con ella! Juntas habían invocado los poderes de…

Algo se le cayó de la mano derecha, algo que ni siquiera se había dado cuenta de que tenía entre los dedos. Una lluvia de diminutos fragmentos centelleantes fue a parar al suelo… Parecían pequeños cristales rojizos, que la mirasen entre parpadeos. Simorh jadeó y se dejó caer en cuclillas. Sus manos escarbaron entre los fragmentos y, de pronto, entre los trozos de cuarzo de color rojo anaranjado apareció una perla jaspeada de plata.

—Talliann…

La hechicera se apretó el puño contra los labios, para contener la emoción. Talliann se había ido… y su amuleto, su legado, yacía a los pies de Simorh, hecho añicos.

Pero… ¿dónde podía estar?

La puerta se entreabrió de pronto, se detuvo su movimiento, se abrió un poco más, se detuvo de nuevo…

El corazón de Simorh latía con violencia cuando murmuró:

—¿Quién es?

—Madre…

La puerta se abrió de par en par, y en el umbral apareció Gamora. En su menuda cara se veían las huellas del miedo, y los ojos de la niña parecían enormes bajo los desordenados bucles oscuros.

—¡Madre…! Se precipitó a través de la habitación y abrazó a Simorh con todas sus fuerzas.

—¡Estaba tan asustada! —jadeó—. Desperté en un cuarto de cortinas cerradas y velas encendidas… Me vi sola… No encontraba a nadie, y… ¡había tenido unos sueños tan horribles!

Simorh, de rodillas sobre la raída alfombra, estrechó a su hija contra sí.
¡Vivía, estaba salvada, y el hechizo se había roto!

—¡Gamora…, Gamora! —exclamó una y otra vez, incapaz de decir nada más. La angustia pasada y la súbita alegría la tenían aturdida. Por sus mejillas resbalaban gruesas lágrimas, y la niña lloraba también. Así permanecieron largo rato, abrazadas y sin hablar, compartiendo, en la quietud de la estancia apenas iluminada, unos sentimientos que ni una ni otra entendían.

Fue Revannic, el capitán al que DiMag se había dirigido cuando el ejército salía de Haven, quien por fin halló al príncipe tendido entre las ruinas del templo. Con voz estentórea gritó hacia el confuso grupo de caballos y desconcertados hombres, cuyos sargentos trataban de poner un poco de orden en aquel caos, y dos soldados se apartaron de la cuadrilla más cercana, entre las diversas que se habían formado con el ineludiple objeto de separar los muertos de los heridos de ambos bandos, acudiendo de inmediato a la zona pedregosa.

—¡Que el Ojo te proteja! —exclamó uno de los hombres, sin dejar de mirar con asombro a DiMag—. ¡Creíamos que el príncipe había muerto, señor! Hemos recorrido casi toda la bahía y…

—Pues ¡demos las gracias de que no sea así! —dijo Revannic, mientras examinaba con sus manos la espalda y las piernas del soberano—. No soy médico, pero me parece que no tiene roto ningún hueso. Además, no veo sangre.

DiMag se movió. Los hombres se apresuraron a ayudarlo, cuando al fin parpadeó ofuscado, pero el príncipe quiso incorporarse solo sobre aquel suelo de húmedos guijarros.

—Revannic… ¿qué…?

—La batalla ha terminado, mi señor. Haven está a salvo.

—Pero la luna sigue ahí…

DiMag veía asomar su agrietada superficie por detrás de los acantilados, arrojando grotescas sombras negras sobre la arena y la marea menguante.

—Lo sé, y no acabo de entenderlo, señor —dijo Revannic, a la vez que se quitaba el jubón para echárselo sobre los hombres al príncipe, que empezaba a tiritar—. Mi destacamento estaba en lo peor de la lucha cuando oímos algo semejante a un chillido, a un horrible lamento. Tuvo que ser una señal de retirada, porque entonces dieron la vuelta…, me refiero a los demonios del mar, e intentaron abrirse paso hacia el agua. Cuando comprendí lo que hacían —agregó Revannic—, os pido perdón, señor, pero llamé a mis hombres y dejé huir al enemigo. Os creíamos muerto, príncipe, y alguien tenía que tomar una decisión… —dijo, ceñudo—. ¡Y habíamos perdido ya a tantos…!

DiMag asintió.

—Hiciste bien. ¡Gracias!

Ahora sabía qué era lo que había oído Revannic, y por qué se habían retirado las monstruosas fuerzas. Todo ello tenía sentido, pero…

—¡Kyre! —exclamó de pronto—. El Lobo del Sol… ¿Está vivo?

El rostro de Revannic, más tranquilo después de recibir la aprobación del príncipe, se volvió a nublar.

—No ha sido hallado todavía, señor. Ni entre los muertos, ni entre los supervivientes.

—¿Estás seguro?

—Todo lo seguro que puedo estar, señor, porque aún falta el informe de varios grupos.

Kyre tenía que estar ahí…

DiMag trató de levantarse, e hizo una mueca cuando la pierna herida se negó a sostenerle. Revannic le ayudó hasta que pudo colocarse la empuñadura de la espada bajo el brazo, como muleta provisional, y entonces el príncipe miró pensativo las esqueléticas ruinas del templo. Ni siquiera recordaba haber llegado allí, y sus recuerdos de lo sucedido eran, como mucho, vagos y confusos. Todo cuanto sabía era que Kyre y él habían luchado hombro con hombro…

—Buscad en las ruinas —dijo preocupado, haciendo votos por que no encontraran lo que él tanto temía—. Si Kyre vive, ha de estar herido. ¡Quiero que lo encontréis!

Los dos guerreros saludaron antes de echar a correr, y el príncipe miró a Revannic.

—¿Hemos sufrido muchas bajas? —preguntó en voz muy baja.

Revannic se encogió de hombros ante la agresiva y fría brisa que había sustituido al vendaval.

—Podría haber sido peor —contestó, e hizo una pausa mientras contemplaba el desigual suelo; luego dijo en un tono peculiar—: Señor, yo…

—¿Qué sucede? —preguntó DiMag, aunque creyó adivinar qué era lo que inquietaba al fiel capitán.

Éste se mordió el labio inferior y repitió:

—Señor, yo… No sé cómo explicároslo. Me tomaréis por loco. Pero… —y sus ojos se encontraron con los de DiMag durante unos segundos, antes de que Revannic apartara nuevamente la vista—. En lo peor de la batalla, señor, juraría haber visto a… al príncipe MeGran. A vuestro padre, señor. Y a otros. No tengo la certeza, pero afirmaría haber reconocido a unos cuantos amigos que perdieron la vida en el último conflicto, hace nueve años… Y como yo conocía tan bien a vuestro padre… ¿Me he vuelto loco, señor? —agregó, y los músculos de su garganta se contrajeron cuando tragó saliva.

—No —dijo DiMag despacio—. No estás loco, Revannic. También yo peleé al lado de amigos muertos. y el príncipe MeGran me salvó la vida. Si tú conocías bien a mi padre, yo todavía lo conocía mejor, Revannic… No creo que tú ni yo estemos equivocados.

El capitán se estremeció y trató de abrigarse con sus propios brazos.

—Sin embargo, no lo entiendo, señor.

—Ni yo. Por lo menos, no del todo. Pero esta noche ha ocurrido aquí algo que…

DiMag se interrumpió al darse cuenta de que iba a decir «algo que cambiará el curso de todas nuestras vidas», y de que eso habría sonado lastimosamente trivial. Lo que hizo fue volverse hasta quedar frente al murmurante mar.

—Cuando hayamos vencido las secuelas de esta batalla habrá cambios, Revannic. Quizá pueda explicármelo a mí mismo entonces, y también a ti.

Una voz surgió ronca de entre las oscuras sombras que dominaban las ruinas, y los dos hombres levantaron la vista. Uno de los soldados hacía frenéticos gestos, y DiMag corrió hacia él con toda la rapidez posible, maldiciendo su invalidez. Confiaba en que Revannic llegara antes. Cuando al fin estuvieron allí donde aguardaban los dos guerreros, uno señaló algo que yacía junto a una destrozada columna, y DiMag tragó saliva con esfuerzo antes de atreverse a mirar.

No era Kyre, sino el cuerpo de una mujer con una horrible herida —carente de sangre— en el estómago. Estaba acurrucada, aunque con los miembros rígidos, en una extraña postura fetal, y su piel brillaba con la tenue pero creciente fosforescencia de la descomposición. Tenía las cuencas de los ojos vacías, y los labios, otrora llenos, aparecían deformados en una mueca helada para siempre en su rostro. Durante una fracción de segundo, DiMag vio alrededor de los hombros de la muerta una nube de cabellos de color escarlata. Pero cuando parpadeó atónito, aquella masa de pelo y el rostro de perversa belleza se transformaron en el nimbo plateado y en el espantoso semblante de Calthar.

El príncipe observó a Revannic por el rabillo del ojo, y logró captar su mirada. También Revannic había notado el cambio, la repentina metamorfosis de Malhareq en el cadáver de Calthar. y ahora, al contemplarlo de nuevo, comprobó que envejecía rápidamente y se consumía. Fue la confirmación final de que la brujería que había permitido a Calthar vivir tantos años por encima de lo que le correspondía, quedaba vencida al fin.

—Todo ha terminado, pues… —dijo Revannic en voz baja, con el renuente respeto, según pensó DiMag, de un soldado hacia el enemigo odiado pero vencido—. Sin duda lo sabían. Y al morir ella, todo su poder se ha desvanecido. ¡Por eso volvían al mar!…

—Nuestra única y verdadera enemiga era ella —indicó DiMag, sin levantar la voz.

Revannic frunció el entrecejo, sin acabar de comprender.

—¿Señor?…

—No importa… Habrá tiempo suficiente para explicaciones.

Algo centelleó entre los jirones de la ya casi podrida túnica de Calthar, y el príncipe se puso en cuclillas torpemente para verlo más de cerca. Un trozo de cristal… o de cuarzo… Eran muchos y diminutos los azules y brillantes fragmentos, como si una alhaja se hubiese hecho añicos, desperdigándose entre aquella tela podrida. y allí, colgada entre los inertes senos de la bruja, brillaba una delgada cadena de plata.

DiMag supo inmediatamente por qué no había sido hallado Kyre, y en el acto se puso de pie, mirando al mar para esconder el profundo dolor que lo agitaba.

¡Hubiese querido decirle tantas cosas! Haven debía todo cuanto ahora tenía a Kyre y a Talliann. Y él, DiMag, en particular, debía su vida al Lobo del Sol. Él y Talliann habían llevado la esperanza adonde antes no había más que desesperación. Ahora existía una posibilidad de que la ciudad viviera de nuevo, y el príncipe deseó con toda su alma haber tenido ocasión de ver por última vez a Kyre y de hablar con él. Dar las gracias resultaba absolutamente inadecuado; sin embargo, le habría gustado expresar su reconocimiento al extraordinario amigo.

Pero ahora era tarde. El tiempo le había abierto en una ocasión sus negras puertas: no lo haría una segunda vez. Y aunque se había ido, Kyre dejaba a Haven un legado único, inestimable.

Una vez más se volvió hacia Revannic, y preguntó con tono reposado:

—¿Hay prisioneros?

—Unos cincuenta heridos, o más.

—Bien. Encárgate de que sean transportados a la ciudad, y de que reciban la atención debida.

Revannic era un soldado inteligente, y el anterior comentario del príncipe le había permitido hacerse una pequeña idea acerca de la naturaleza de la influencia que Calthar ejercía sobre sus seguidores. Detrás de la orden de DiMag había mucho más de lo que parecía, y Revannic lo consideró un buen presagio.

—Como ordenéis, señor —contestó con una reverencia que fue sólo una breve y parca inclinación de cabeza. Y… ¿qué hacemos con… esto? —agregó, señalando los restos de lo que fuera Calthar.

DiMag miró por última vez a su enemiga, y luego se volvió.

—Devolvédsela al mar. Ahora ya no significa nada.

Habían regresado en pequeños grupos, a nado, hasta la cueva marina, y subido con sus últimas fuerzas a la plataforma de roca para recorrer luego el laberinto de túneles en busca de un sitio donde descansar. Muchos estaban heridos, pero aún eran más los que se hallaban atónitos por el increíble suceso. Nadie hablaba, y los presentimientos de quienes no habían tomado parte en la batalla, pero que ahora veían surgir de las sombras a los guerreros que regresaban, crecieron de manera alarmante.

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