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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

Espejismo (12 page)

BOOK: Espejismo
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Kyre tenía la garganta seca, y la voz le tembló.

—Pero ella no puede…

—Sí que puede. Y es tu tarea, amigo. La destrucción amenaza a Haven. Se aproxima una conjunción, y sólo un milagro nos permitirá sobrevivir al ataque que sin duda se acerca. Tu destino es el de realizar ese milagro.

Kyre sintió mareo, y la único que pudo preguntarse con claridad fue si DiMag o Simorh, o ambos, estaban locos. La idea de que él, un hombre solo, tuviera que enfrentarse ,a un ejército de enemigos, resultaba algo absurdo y demencial. El no debía ninguna lealtad a Haven, ni tenía, tampoco, pasado que invocar. Y, por lo poco que sabía de sí mismo, ni siquiera era un guerrero.

DiMag continuaba observándole, y de pronto dijo:

—Sé lo que piensas, y tal vez se trate de una locura, en efecto. Pero hay muchas cosas que tú no entiendes todavía.

—Explicádmelo, pues —replicó Kyre sin demora.

El príncipe meneó la cabeza.

—No —dijo—. Pese a mis pretensiones, no soy un hombre ilustrado. Pides una respuesta a quien no debes. ¿Por qué no vas en busca del preceptor de Gamora, el viejo Brigrandon, y le formulas tus preguntas? —propuso DiMag, al mismo tiempo que volvía súbitamente a su lecho—. Creo, Lobo del Sol, que de momento no tenemos nada más que decirnos. He sido honesto contigo, como te prometí, pero ahora no puedo extenderme más. Recuerda la promesa que me hiciste a cambio —agregó, después de una pausa—, y comprobarás que yo, por mi parte, no falto a mi palabra. Te garantizo absoluta libertad dentro del castillo, y sólo necesitas contestarme
a mí
. Eso sí: ¡no olvides tu promesa!

Se dejó caer sobre el diván que le servía de cama y alargó el brazo para tirar de una campanilla colgada junto a la pared. Kyre se sentía incapaz de hablar. No encontraba palabras que tuvieran sentido, y DiMag, dándose cuenta de que no pretendía discutir, añadió:

—Mi propio guardia te mostrará el camino de la Torre del Amanecer. Buenas noches, Kyre. ¡Que descanses bien, si puedes!

Calthar esperaba en su habitación cuando le devolvieron a la muchacha. La bañaba un misterioso resplandor azul que se difundía por toda la caverna, y no se movió cuando el destacamento se detuvo en el umbral. Los hombres no pasarían adelante. El sanctasanctórum les estaba vedado por las prohibiciones de la tradición y de su propio miedo, y Calthar les dirigió una mirada de asqueado desprecio al ver lo a disgusto que se separaban de la joven, aunque al mismo tiempo temieran tocarla.

Los guardias se retiraron al fin, y la muchacha entró sola en la caverna.

Después de una lucha inicial, había aceptado su suerte con mansedumbre y, al enfrentarse a Calthar, sus grandes ojos oscuros no revelaban la menor emoción. Una tranquila y soñadora sonrisa dulcificaba la delgada línea de sus labios, y Calthar sintió que en su interior bullía, cual un potaje en un caldero, una ya familiar mezcla de rabia, resentimiento, celos y aversión. La muchacha estaba en una de sus fases lúcidas —de otro modo, ya no hubiese tenido la suficiente sangre fría para escapar—, y era perfectamente capaz de hablar, si decidía hacerlo. Pero no lo haría, y ninguna fuerza del mundo lograba forzar a Talliann a pronunciar palabra, si a Talliann no le daba la gana.

Calthar avanzó despacio hacia la jovencita, moviéndose entre las estalactitas que pendían del techo de la caverna como gigantescas garras osificadas. Los pasos de Calthar eran deliberadamente lentos, y su esbelta figura, envuelta en una revoloteante y vieja túnica, producía una extraña danza en las paredes de la caverna, cubiertas de un resplandeciente nácar de oreja marina. TalIiann no reaccionó en absoluto, y Calthar se dio cuenta de que su paciencia llegaba a un límite peligroso. La muchacha necesitaba una dura y amarga lección que la hiciera despertar y someterse, por fin, a la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros. Pero, aunque la conciencia que de ello tenía la carcomía como un cáncer, Calthar sabía de sobra que nunca sería su mano la que pudiera administrar tal castigo. Como sacerdotisa de la Hechicera y heredera de las Madres que habían reinado antes que ella, era más temida que nadie por los habitantes del mar. Con una excepción. y le dolía cruelmente que Talliann, esa chiquilla, una boba cuya cordura había sido dudosa desde el primer día de su existencia, impusiera más respeto a su pueblo del que ella, Calthar, consiguiera jamás: un respeto fortalecido por el amor y la reverencia que lo acompañaban. Sólo por ese motivo, Calthar ya no se atrevió a tocar a Talliann.

La sacerdotisa se detuvo y miró a la impasible joven. Talliann seguía sin moverse, y Calthar emitió un largo y sibilante soplo que sólo expresaba una pequeña parte de la frustración que sentía.

—¿Por qué? —preguntó con brusquedad—. ¿Por qué te fuiste?

Talliann alzó la cabeza, pero eso fue todo. Rápida como una serpiente, Calthar acabó de cruzar la estancia hasta situarse frente a la muchacha. Tenía e! rostro desfigurado por e! enojo, pero a! mirar a los negros ojos de Talliann vio algo en ellos que la hizo vacilar. La profundidad de la vacía mirada de la joven resultaba intimidadora. Parecía que bebiera de lo que la rodeaba, extrayendo la fuerza de todo cuanto veía. Un frío gusano de incomodidad se agitó dentro de Calthar, que desvió los ojos.

—¡Me provocas, chiquilla! —exclamó con voz cortante—. Continuamente se te dice lo que has de hacer, y continuamente intentas contrariarme. ¿Es que no vas a aprender nunca?

Los inmensos ojos oscuros de la muchacha se clavaron en su rostro, y Calthar contuvo un escalofrío.

—Eres de gran valor para nosotros —agregó, obligándose a pronunciar tales palabras—. De un valor incomparable, como bien sabes. No podemos arriesgarnos a perderte, Talliann. y si tú sigues desobedeciendo las reglas establecidas para tu bien, será preciso negarte la libertad de que hasta ahora gozabas. ¿Es eso lo que buscas?

En la mirada de la joven flameó por un instante la inseguridad, seguida por una breve expresión de miedo, antes de que volviera a adoptar su aspecto impasible.

—Creo que no te interesa —dijo Calthar con leve sonrisa—. Así pues, si deseas evitar unas medidas más severas, contesta a mi pregunta.

Unos afilados y pequeños dientes asomaron por encima del labio inferior de la muchacha. Cuando por fin habló, pareció que las palabras fuesen para ella un medio poco familiar.

—Pregunta…

«La cosa va mejor», pensó Calthar, y dijo en voz alta:

—¿Qué viste en la orilla?

La pálida frente de Talliann se arrugó y por unos instantes, dio un aspecto feo a todo el rostro.

—Vi…

Calthar esperó.

—Vi… —comenzó la joven, ya sin fruncir el entrecejo, sino radiante, y de pronto se volvió hacia la sacerdotisa, como si acabara de experimentar una revelación—. ¡Ha vuelto!

Aquellas palabras no tenían sentido, y el ya conocido enojo producido por la frustración se apoderó, de Calthar.

—¿Quién? —inquirió, con una voz que fue casi un furioso chillido—. ¿De qué hablas?

Talliann se echó a reír, y el sonido de sus carcajadas recordaba el de unas límpidas aguas cayendo de una piedra a otra, lo que hirió los oídos de Calthar hasta el punto de que estuvo apunto de gritar, desesperada… De repente, las risas cesaron tan súbitamente como habían empezado, y Talliann repitió con voz de niña:

—¡Ha vuelto!

En los ojos de Calthar había un frío de muerte cuando miró a la muchacha. No entendía el nuevo plan de acción, y dudó de que la propia Talliann lo entendiese. Pero, sin duda, aquella complicada criatura había encontrado a alguien en las costas de la odiada ciudad: alguien que parecía haberla obsesionado. Debía tener insondables pero inmutables motivos para no querer revelar la verdad, y Calthar extrajo sólo una conclusión de su tozudez: que el misterioso intruso tenía alguna relación directa con Haven.

Habló, pero esta vez lo hizo con temible dulzura:

—Debes dormir, mi niña. Estás cansada, cariño… Duerme hasta que vuelva a ser de noche… —y tomó a Talliann por un brazo—. Reposa, hija. Yo me encargaré de todo.

Talliann obedeció con docilidad, permitiendo que Calthar la condujera hacia el interior de la caverna. Un corto tramo de desiguales peldaños llevaba a un lugar donde las estalactitas formaban un bosque de retorcidas e incrustadas columnas. En el centro había una enorme y solitaria concha cuyo profundo interior estaba forrado de revueltas algas negras y verdes. Era el lecho de Talliann, el seno de donde años atrás, al producirse la gran conjunción de la Hechicera, la arrancaran los poderes mágicos de Calthar. Cuando se aproximaban a la concha, Talliann se detuvo.

—Quiero verle de nuevo —dijo en tono neutro y firme, y ladeó la cabeza al mismo tiempo que dirigía a Calthar una mirada astuta—. Y
le veré
. Porque, de lo contrario…, quizá no se produjese la gran conjunción. Quizá no llegue a producirse. Quizá… quizá yo me ocupe de que no se produzca.

La respiración de Calthar sonaba sibilante entre sus dientes. Sin embargo, su voz no delató la cólera que las palabras de Talliann habían despertado en ella.

—Le verás, preciosa… Le verás…

Y en su interior se preguntaba:

«¿Quién es? ¿Quién es…?»

—Pronto —murmuró Talliann soñolienta y en tono de sonsonete, y Calthar sintió cierto alivio. La energía de la chiquilla se desvanecía rápidamente, como cada vez que había dado rienda suelta a sus emociones. Por ahora no habría confrontación.

—Pronto —repitió como un eco.

Si Talliann descubrió el veneno contenido en su voz, no dio muestra de ello, y Calthar estuvo presente mientras la joven se introducía en la concha para hundirse en el lecho de oscuras algas. Se cerraron los ojos de la muchacha, y la sacerdotisa expelió el aire con furia. El sueño de Talliann sería largo y profundo, por lo que habría tiempo suficiente de planear lo que convenía hacer. Algo estaba en marcha, y tenía que resonar en los augurios que las Madres habían pronunciado junto a sus oídos desde la última plenitud de la Hechicera. Su mensaje se había hecho más intenso cada noche, y quizá tuviese ahora la primera pista de lo que habían intentado decirle.

Talliann no tardó ni un minuto en quedar dormida. Calthar la observó durante un breve espacio de tiempo, satisfecha al comprobar el tranquilo ritmo de su respiración, y luego abandonó la estancia y recorrió los pobremente iluminados pasadizos que cual laberinto atravesaban la roca. No se cruzó con nadie en su camino y, por fin, desembocó en la resonante soledad de la gruta que daba al mar abierto. Allí permaneció un rato en un saliente de roca, contemplando las negras aguas que golpeaban lenta pero inexorablemente la piedra que ella tenía bajo los pies.

Tiempo y fatalidad… El mar corroía permanentemente la roca, lamiéndola con inhumana paciencia, contento de dejar transcurrir evos enteros en la certeza de que, al fin, triunfaría. Calthar no sentía esa satisfacción. Su alma estaba llena de pensamientos de caos y destrucción, por lo que aborrecía el estoicismo del mar. ¡Maldito tiempo, y maldita paciencia! La noche de la Hechicera estaba cerca.

La bruja respiró profundamente, y con sinuosa gracia se deslizó en las aguas. La fluctuación de las olas la sostuvo, y ella absorbió su energía, fundiéndose con la marejada y escapando hábilmente de la resaca cuando una ola quiso arrastrarla en dirección a la boca de la cueva y a la negra y vacía noche que se abría detrás. Sus ropas flotaban alrededor de ella cual mustias algas, enroscándose en sus miembros, que debajo de la superficie adquirían una fosforescencia verdosa. Calthar volvió a respirar, y la sal del agua le penetró por la boca y la nariz hasta los pulmones, cuando se sumergió más y más en la negrura y el agua reemplazó al aire como medio de vida, y Calthar, con los ojos muy abiertos y llenos de intenso odio, respiraba con fuerza y bebía al mismo tiempo que nadaba con la agilidad y la gracia de una serpiente de mar hacia las inmensidades del océano; ella, la maga y sacerdotisa, la Madre nacida de las Madres.

Capítulo 6

La puñalada verbal que DiMag había dado a lo que quedaba de su presencia de ánimo no tenía comparación con el agotamiento que se apoderó de Kyre cuando llegó a su cuarto de la Torre del Amanecer, y durmió demasiado profundamente para que le martirizara sueño alguno. Al despertar por la mañana, la niebla se había disipado, y un débil Sol iluminaba el cielo, arrojando un rayo de luz a través de su ventana.

Cuando abrió los ojos, volvieron a su mente retazos de la extraña conversación mantenida con el príncipe de Haven, y su primera reacción fue la de sentir un enojo furioso. Por fin había descubierto lo que Haven quería de él, y la revelación era lo que avivaba y enardecía su cólera. Un paladín… O, más exactamente, un peón de ajedrez, un imbécil que debía enfrentarse a un enemigo mortal y pelear en una batalla que no tenía posibilidad de ganar. Kyre era incapaz de imaginarse cómo esperaban ellos que luchara, qué esperaban de él… Toda la idea parecía una locura. Sin embargo, era el propósito con que Simorh le había traído a este mundo.

En cuanto a DiMag… Su personalidad le resultaba totalmente ambigua. Si bien no podía afirmar que el príncipe le agradara, había aprendido lo suficiente, durante la última noche, para hacerse cargo de su profunda amargura y simpatizar con ella. Por otro lado, y pese a su sinceridad y a haber manifestado que, en su opinión, Kyre poseía una identidad que nada le debía a las artes de magia, DiMag había dejado bien claro que estaba tan dispuesto como Simorh a utilizarle sin escrúpulos. Su intento de fuga había demostrado de manera bien dolorosa, y sin dejar lugar a dudas, que Simorh podía controlarle, y que, si él no se avenía a colaborar, DiMag no impediría que su esposa empleara sus poderes para obligarle a obedecer. Por muy hombre que fuese, y aunque tuviera un alma y una mente propias, para DiMag y Simorh no era más que un esclavo sometido a su voluntad.

¿
O lo era
en realidad? Kyre había logrado dominar su rabia, que ahora ardía como un fuego sin llama, y se dio cuenta de que tenía dos opciones. Podía permitir que su confusión, su miedo a las brujerías de Simorh le vencieran, con lo que sería un cobarde y no merecería nada más que la cárcel y las cadenas con que el pueblo de Haven pensaba sujetarle. O podía plantarles cara, no tolerar que le intimidaran y evidenciar que no se doblegaría, ni se dejaría subyugar.

Era posible que DiMag hubiese percibido la rebelión que bullía dentro de su persona, al ofrecerle el acuerdo. Él estaba dispuesto a cumplir su parte del pacto, pero que la cumpliera DiMag… ya era otra cuestión. En el mejor de los casos, el príncipe era voluble, y Kyre no confiaba demasiado en su promesa. Sin embargo, DiMag le había concedido libertad dentro de los límites del castillo, y eso era algo que él podía comprobar. Además, aprovecharía la oportunidad para visitar al preceptor de Gamora y formularle algunas de las preguntas que DiMag no había podido o no había querido contestar.

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