Espadas de Marte (3 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

BOOK: Espadas de Marte
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Los ascensores estaban situados en el piso bajo el tejado, y allí encontré uno esperando con la puerta abierta. El ascensorista era un joven de apariencia disipada y con un andrajoso correaje.

—¿Planta baja? —preguntó.

—Busco alojamiento —contesté—. Quiero ir a la recepción de la casa de huéspedes que hay en este edificio.

El asintió, y el ascensor comenzó a descender. Visto desde dentro, el edificio parecía aún más viejo y decrépito que desde fuera; las plantas superiores aparentaban estar prácticamente en ruinas.

—Hemos llegado —dijo al poco el ascensorista, deteniendo su máquina y abriendo la puerta.

En las ciudades marcianas, las casas de huéspedes como aquella son meramente lugares donde dormir. Las habitaciones privadas son escasas e infrecuentes, si es que las hay. A lo largo de las paredes laterales de largos salones, se alinean bajas plataformas donde cada huésped coloca sus sedas y pieles de dormir en el espacio numerado que se le asigna.

Debido a la frecuencia de los asesinatos, guardias armados contratados por el propietario patrullan por estas habitaciones día y noche, y sobre todo por esta razón la demanda de habitaciones privadas es tan baja. En las casas que admiten mujeres, los pabellones de éstas se encuentran separados, y hay más habitaciones privadas; no se sitúan guardianes, dado que los hombres de Barsoom rara vez matan a mujeres o, para ser más exactos, no suelen emplear asesinos para hacerlo.

La casa de huéspedes a la que el destino me había conducido sólo admitía hombres. No se hallaba en ella ninguna mujer.

El propietario, un hombre fornido del cual supe posteriormente que había sido un famoso panthan —soldado de fortuna—, me asignó un lugar para dormir. Después de cobrarme un día de alojamiento y de indicarme, a petición mía, un sitio donde poder comer, me dejó.

Pocos de los restantes huéspedes se encontraban en la casa a aquellas horas del día. Sus pertenencias personales, sus sedas y pieles de dormir, se hallaban en sus lugares correspondientes, y, aunque no había ningún guardia vigilando la habitación, no corrían ningún peligro, ya que el robo es prácticamente desconocido en Marte.

Yo había traído conmigo algunas sedas y pieles de dormir viejas y baratas. Las deposité sobre mi plataforma. Un individuo malencarado de ojos astutos estaba tumbado en la plataforma adjunta. Yo me había dado cuenta de que me había observado subrepticiamente desde mi entrada. Finalmente, me habló:

—¡Kaor! —dijo, utilizando el familiar saludo marciano.

Yo asentí, y contesté de la misma forma.

—Vamos a ser vecinos —se aventuró a decir.

—Así parece —contesté.

—Evidentemente, eres forastero, al menos en esta parte de la ciudad —continuó—. Te oí preguntarle al dueño por un lugar donde comer. El que te recomendó él no es tan bueno como donde suelo ir yo. Ahora voy para allí; si quieres acompañarme, me gustaría llevarte.

Había un aire furtivo en aquel hombre que, sumado a su rostro depravado, lo delataban como un miembro del hampa, y como era entre el hampa donde me interesaba operar, su sugerencia encajaba a la perfección con mis planes, así que acepté con rapidez.

—Mi nombre es Rapas —dijo él—, y me llaman Rapas, el Ulsio — añadió, no sin cierto orgullo.

Ahora estaba seguro de que había juzgado correctamente, pues
ulsio
quiere decir rata.

—Mi nombre es Vandor —le comuniqué, recurriendo al nombre falso que había elegido para aquella aventura.

—Veo por tu metal que eres zodangano —me dijo mientras nos dirigíamos a los ascensores.

—Sí, pero he estado ausente de la ciudad durante años. En realidad, no he estado aquí desde que Thark quemó la ciudad. Ha habido tantos cambios que es como llegar a una ciudad desconocida.

—Por tu apariencia, se diría que eres un soldado profesional —sugirió. Yo asentí.

—Soy un panthan. Serví durante años en otro país, pero maté a un hombre y tuve que marcharme.

Yo sabía que si, como yo había supuesto, él era un criminal, esta admisión de un asesinato por mi parte le haría cogerme más confianza.

Sus ojos astutos me echaron una breve mirada; vi que mi confesión lo había impresionado de una forma u otra. Durante el resto del camino al restaurante, que se encontraba en una avenida a corta distancia de la casa de huéspedes, mantuvimos una charla intranscendente.

Una vez nos sentamos a la mesa. Rapas pidió bebidas e, inmediatamente después de vaciar la primera, su lengua se aflojó.

—¿Piensas quedarte en Zodanga? —me preguntó.

—Eso depende de si puedo encontrar un empleo aquí —contesté—. Mi dinero no durará mucho tiempo y, por supuesto, dadas las circunstancias en que dejé a mi último patrón, no tengo ningún documento; así es que puedo tener dificultades en encontrar donde quedarme.

Mientras comíamos, Rapas continuó bebiendo; y, cuanto más bebía, más parlanchín se volvía.

—Me has caído simpático, Vandor—no tardó en anunciar—, y si eres el tipo de persona que creo, puedo encontrarte un trabajo —Finalmente, se inclinó sobre mí y me susurró en el oído—: Soy un gorthan.

Era una suerte increíble. Yo intentaba ponerme en contacto con los asesinos y el primer hombre que conocía admitía ser uno de ellos. Yo me encogí de hombros despreciativamente.

—No hay mucho dinero en eso.

—Si estás bien relacionado, sí lo hay —me aseguró.

—Pero yo no estoy bien relacionado, al menos aquí en Zodanga — dije—. No pertenezco al gremio de Zodanga y, como ya te conté, tuve que huir abandonando mis documentos.

Echó una furtiva mirada en torno suyo para comprobar si había alguien lo suficientemente cerca para oírlo.

—El gremio no es imprescindible —susurró—; no todos pertenecemos al gremio.

—Una buena forma de suicidio —sugerí yo.

—No si uno tiene una buena cabeza. Mírame, yo soy un asesino, y no pertenezco al gremio. Gano mi buen dinero y no tengo que repartirlo con nadie —Se echó un trago—. No hay muchas cabezas tan buenas como la de Rapas, el Ulsio.

Se inclinó más cerca de mí.

—Me gustas, Vandor. Eres un buen tipo —La bebida espesaba su voz—. Tengo un cliente muy rico; tiene mucho trabajo y paga bien. Puedo conseguirte algún que otro trabajo para él. Quizás un empleo fijo. ¿Te interesa?

Me encogí de hombros.

—Un hombre tiene que vivir, no puede ser muy exigente al escoger su trabajo si no tiene dinero.

—Muy bien. Ven conmigo. Voy a ir allí esta noche. Cuando Fal Silvas hable contigo, le diré que eres justamente el hombre que necesita.

—Pero…, ¿qué hay de ti? Es tu trabajo; ningún hombre necesita dos asesinos.

—No te preocupes por mí. Tengo otras ideas en la cabeza.

Entonces se detuvo de repente y me miró suspicazmente. Era como si lo que había dicho lo hubiese hecho serenarse. Agitó la cabeza, evidentemente intentando aclararla.

—¿Qué fue lo que dije? —quiso saber—. Debo de estar medio borracho.

—Dijiste que tenías otros planes. Supongo que querías decir que tienes en mente un trabajo mejor.

—¿Eso fue todo lo que dije?

—Dijiste que me llevarías junto a un hombre llamado Fal Silvas, quien me daría trabajo.

Rapas pareció aliviado.

—Sí, te llevaré a verlo esta noche.

CAPÍTULO II

Fal Silvas

Rapas durmió durante el resto del día, mientras yo ocupaba mi tiempo efectuando reparaciones sin importancia en mi nave, en el hangar de la azotea de la hostería. Éste era un lugar mucho más aislado que el dormitorio público o que las calles de la ciudad, donde cualquier accidente podía estropear mi disfraz y revelar mi identidad.

Mientras trabajaba en el motor, recordé el súbito temor de Rapas de haberme revelado algo mientras estaba borracho, y traté de imaginarme qué podía ser. Había seguido a su afirmación de que tenía otros planes. ¿Qué planes? Cualesquiera que fuesen, debían de ser infames, pues de lo contrario no se hubiera preocupado tanto al temer habérmelos revelado.

Mi breve relación con Rapas me había convencido de que mi primera opinión sobre su carácter había sido correcta, y que su sobrenombre de rata era bien merecido.

La forzada inactividad del día me irritó, mas al fin llegó la noche y Rapas el Ulsio y yo abandonamos nuestros alojamientos y nos dirigimos, una vez más, a la casa de comidas.

Rapas estaba sobrio, y no tomó un solo trago con la comida.

—Uno tiene que tener la cabeza despejada cuando habla con el viejo Fal Silvas —dijo—. Por mi primer antepasado, jamás ha salido de un huevo un cerebro más sagaz.

Tras terminar nuestra comida, nos adentramos en la noche. Rapas me condujo a través de anchas avenidas y estrechos callejones hasta llegar a un edificio cercano a la muralla oriental de Zodanga.

Era una mole oscura y sombría, y la avenida que conducía a ella carecía de iluminación. Se encontraba en un distrito lleno de almacenes y a aquella hora de la noche sus alrededores estaban desiertos.

Rapas se aproximó a una pequeña puerta semioculta en el ángulo de un contrafuerte. Lo vi tantear a un lado de la puerta, tras lo cual se retiró y esperó.

—No todo el mundo puede entrar en la casa de Fal Silvas —observó con un tinte de jactancia en su voz—. Uno tiene que conocer la señal correcta que significa que uno goza de la confianza del viejo.

Esperamos en silencio durante quizás dos o tres minutos. Ningún sonido llegó del interior, mas, finalmente, se abrió una pequeña mirilla redonda en la superficie de la puerta. Y, a la borrosa luz de la luna, divisé un ojo observándonos con desconfianza. Luego habló una voz:

—¡Ah, el noble Rapas! —las palabras fueron susurradas y, acto seguido, la puerta se abrió.

El pasillo que arrancaba del portal era estrecho, y el hombre que había abierto la puerta se aplastó contra la pared para que pudiésemos pasar. Luego cerró la puerta y nos siguió a lo largo de un oscuro corredor que finalmente desembocaba en una pequeña habitación tenuemente iluminada.

Allí nuestro guía se detuvo.

—El amo no me dijo que ibas a traer compañía —le dijo a Rapas.

—No lo sabe —le contestó Rapas—. De hecho, yo no lo sabía hasta hoy mismo, pero no hay peligro. Tu amo se alegrará de recibirlo cuando le haya explicado porqué le traje aquí.

—Eso es una cuestión que Fal Silvas tendrá que decidir por sí mismo —respondió el esclavo—. Quizás sea mejor que vayas tú a explicárselo y que dejes al extraño aquí conmigo.

—Muy bien —convino mi compañero—. Espera aquí hasta que yo vuelva, Vandor.

El esclavo abrió con una llave la puerta del otro extremo de la antesala y, una vez que Rapas hubo pasado, lo siguió cerrando la puerta.

Se me ocurrió entonces que esta acción era un poco extraña, ya que acababa de oír que iba a quedarse conmigo, pero no hubiera pensado más en ello de no experimentar la muy definida sensación de estar siendo observado.

No puedo explicar estas sensaciones que experimento ocasionalmente. Los terrestres que las conocen aseguran que esta forma de telepatía es científicamente imposible; sin embargo, la mayor parte de las veces que he presentido esta vigilancia secreta, he descubierto posteriormente que efectivamente estaba siendo espiado.

Conforme mi mirada vagaba al azar por la sala, acabó por posarse sobre la puerta por la que habían desaparecido Rapas y el esclavo. Allí se detuvo, momentáneamente, en un pequeño agujero redondo en el panel, donde brillaba algo que muy bien podía ser un ojo. Yo sabía que era un ojo.

Desconocía la razón por la que me espiaban, pero si mi observador esperaba descubrir algo sospechoso en mí, estaba muy equivocado, puesto que me senté en un banco a un lado de la habitación en cuanto me di cuenta de que me observaban, decidiendo al punto no mostrar la más ligera curiosidad respecto a lo que me rodeaba.

Tal vigilancia probablemente significaba poco en sí misma, pero si se añadía a la apariencia sombría y adusta del edificio y a la gran cautela y secreto con las que había sido admitido en el mismo, cristalizó en una opinión poco favorable sobre el lugar y su propietario que empezó a formarse en mi mente.

Ningún sonido llegaba de más allá de los muros de la pequeña antesala, ni tampoco penetraban en ella ninguno de los ruidos nocturnos de la ciudad. Permanecí sentado en completo silencio durante unos diez minutos. Luego la puerta se abrió y el mismo esclavo me hizo una seña.

—Sígueme —dijo—. El amo quiere verte. Te llevaré a su presencia.

Lo seguí a lo largo de un sombrío corredor, y ascendimos por una rampa que conducía al siguiente piso del edificio. Un momento después me introdujo en una habitación iluminada tenuemente, amueblada con lujo sibarítico, donde vi a Rapas de pie junto a un diván donde otro hombre estaba reclinado o, mejor dicho, encogido. Algo en él me hizo pensar en un gran gato observando a su presa, dispuesto a saltar.

—Este es Vandor, Fal Silvas —dijo Rapas como presentación.

Yo saludé con la cabeza y permanecí ante el hombre, esperando.

—Rapas me ha hablado de ti —dijo Fal Silvas—. ¿De dónde eres?

—De Zodanga. Pero hace muchos años que salí, antes del saqueo.

—¿Y dónde has estado desde entonces? ¿A quién has servido?

—Eso es algo que no importa a nadie salvo a mí mismo. Basta saber que no he estado en Zodanga y que no puedo volver al país del que acabo de huir.

—Así pues, ¿no tienes amigos ni parientes en Zodanga?

—Ni unos ni otros.

—Quizás seas el hombre que necesito. Rapas está convencido, pero yo nunca estoy seguro de nada. Ningún hombre es de confianza.

—Pero amo —interrumpió Rapas—, ¿no te he servido siempre bien y fielmente?

Juraría que vi una ligera sonrisa irónica en los labios de Fal Silvas.

—Es que tú eres único, Rapas. Un dechado de honor.

Rapas se hinchó de orgullo. Era demasiado egoísta para captar el sarcasmo de las palabras de Fal Silvas.

—¿Entonces puedo considerarme empleado? —pregunté yo.

—¿Has comprendido que se puede requerir de ti que uses la daga más a menudo que la espada, y que prefieras los venenos a las pistolas?

—He comprendido.

Me miró atentamente.

—Puede llegar un momento —prosiguió—, en que tengas que desenvainar tu espada, larga o corta, en mi defensa. ¿Eres un buen esgrimista?

—Soy un panthan —repliqué—. Y, como panthan, vivo de mi espada, el mero hecho de que esté aquí responde a tu pregunta.

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