«Y dale con lo mismo —comentó el Ratonero para sus adentros—. ¿Por qué ha de recordarnos eso, incluso la nieve? ¡Brrr!»
Y muchos rivales, cegados por la envidia,
os seguirán, dispuestos a quitaros la vida...
«Ajá, el inevitable sobresalto, sin el que no está completa ninguna adivinanza.»
Pero tras el fuego limpiador del peligro,
vuestro deseo por fin veréis cumplido...
« ¡Y ahora el final feliz! Dioses, hasta la prostituta de Ilthmar más torpe en interpretar la palma podría...»
Y entonces encontraréis...
Algo de color gris plateado pasó volando ante los ojos del Ratonero, tan cerca que no pudo distinguir su forma con claridad. Al instante se agachó y desenvainó a Escalpelo.
La hoja de la lanza, afilada como una navaja, que había penetrado a través de la pared de la tienda como si fuese de papel, se detuvo a pocos centímetros de la cabeza de Fafhrd y retrocedió.
La punta de una jabalina penetró rasgando el cuero de la tienda. El Ratonero la desvió con su espada.
Fuera de la tienda se alzó entonces una algarabía. Unos gritaban: «¡Muerte a los extranjeros!». Otros: «¡Salid, perros, que os vamos a matar! ».
El Ratonero miró la entrada, cubierta por un pellejo. Fafhrd, casi tan rápido en reaccionar como el Ratonero, pensó en una solución un tanto irregular para su difícil problema táctico, la de hombres sitiados en una fortaleza cuyos muros ni les protegen ni les permiten ver lo que hay en el exterior. Se abalanzó contra el poste central de la tienda y, con un tirón formidable, lo arrancó del suelo.
La bruja, que reaccionó también con buen sentido, se tendió en el suelo.
—¡Levantamos el campamento! —gritó Fafhrd —. ¡Ratonero, defiende nuestro frente y guíame!
Dicho esto, corrió hacia la entrada, llevando toda la tienda consigo. Se oyó una rápida serie de pequeñas explosiones, a medida que se rompían las viejas correas que unían las paredes de cuero a unas estacas. El brasero volcó, esparciendo las brasas. Pasaron por el lado de la bruja. El Ratonero, que corría delante de Fafhrd, abrió el pellejo de la entrada. En seguida tuvo que hacer uso de Escalpelo, para detener una estocada que surgió de la oscuridad, pero con la otra mano mantuvo la entrada abierta.
El otro espadachín había caído al suelo, quizá un tanto alarmado al ver que le atacaba la tienda. El Ratonero pasó por encima de él, y creyó oír el ruido de las costillas al romperse cuando Fafhrd hizo lo mismo, amable detalle, aunque brutal.
— ¡Gira a la izquierda, Fafhrd! ¡Ahora un poco a la derecha! A nuestra izquierda desemboca un callejón. Prepárate para girar en cuanto te lo diga. ¡Ahora!
Cogiendo los bordes de cuero de la entrada, el Ratonero ayudó a orientar la tienda bajo la que Fafhrd giraba sobre sus talones.
Detrás de ellos se oían gritos de furor y sorpresa, así como un chillido que parecía la voz de la bruja, enfurecida por el robo de su hogar.
El callejón era tan estrecho que los lados de la tienda rozaban edificios y vallas. En cuanto Fafhrd notó un lugar blando en el sucio suelo, clavó en él el poste y ambos hombres salieron de la tienda, dejando que ésta bloqueara el callejón.
Los gritos a sus espaldas se intensificaron cuando sus perseguidores entraron en el callejón, pero Fafhrd y el Ratonero no ,aceleraron su huida, pues era evidente que sus atacantes perderían un tiempo considerable tanteando y asaltando la tienda vacía.
Corriendo, pero no tanto como para fatigarse, avanzaron por las afueras de la ciudad dormida, hacia el lugar bien oculto donde habían acampado, aspirando el aire frío y vigorizante que rodeaba las montañas Trollstep, una escarpada cadena que separaba la Tierra de las Ocho Ciudades de la amplia llanura conocida como el Yermo Frío.
—Es una lástima que interrumpieran a la vieja cuando estaba a punto de decirnos algo importante —observó Fafhrd.
—Ya había cantado su canción —respondió el Ratonero con ¡in bufido de enojo—, y la suma de todo lo que dijo era igual a cero.
—¿Quiénes serían esos matones y cuáles sus motivos? —preguntó Fafhrd—. Me ha parecido reconocer la voz de ese bebedor de cerveza, Gnarfi, que siente aversión por la carne de oso.
—Unos canallas que se han comportado tan estúpidamente como nosotros —replicó el Ratonero—. ¿Motivos? ¡Son como borregos! Diez imbéciles que siguen a un guía idiota.
—No sé, parece que no le gustamos a alguien —opinó Fafhrd.
—¿Y eso es alguna novedad? —respondió el Ratonero Gris.
Unas semanas después de estos acontecimientos, un atardecer, la gris armadura nubosa del cielo se alejaba hacia el sur, aplastada y disuelta como por los golpes de un mazo empapado de ácido. El mismo potente viento del nordeste empujaba despectivo la hasta entonces inexpugnable muralla nubosa al este, revelando la cordillera severa y majestuosa que iba de norte a sur y se levantaba abruptamente desde la llanura, de dos leguas de altura, del Yermo Frío, como un dragón de cincuenta leguas de longitud cuya espina dorsal erizada de púas sobresaliera de su helada sepultura.
Fafhrd, quien conocía bien el Yermo Frío, había nacido al pie de aquellas mismas montañas y, en su infancia, había escalado sus cimas inferiores, iba diciendo sus nombres al Ratonero Gris. Los dos hombres estaban de pie en el borde occidental, helado y quebradizo, de la hondonada donde habían acampado. El sol poniente todavía brillaba a sus espaldas e iluminaba las vertientes occidentales de los picos más altos, pero no era un romántico resplandor rosado, sino más bien una luz clara, fría, que resaltaba los detalles y la imponente soledad de los picos.
—Mira la primera gran elevación al norte —le dijo al Ratonero—, esa falange de lanzas de hielo que amenazan al cielo, de rocas oscuras con destellos verdosos... Eso es el Ripsaw. Luego, empequeñeciéndolas, un diente aislado blanco como el marfil, que no se atrevería a escalar nadie en su sano juicio. Se llama la Muela. Sigue otro pico inescalable, todavía más alto y cuya pared meridional es un precipicio de una milla que se curva hacia afuera, hacia la punta de la aguja: es el Colmillo Blanco, donde murió mi padre, el canino de las Montañas de los Gigantes.
»Ahora empecemos de nuevo con la primera cúpula nevada al sur de la cadena —siguió diciendo el hombre alto, cubierto por un manto de piel, la cabellera y la barba cobrizas, pero ninguna otra protección en la cabeza contra el aire gélido, cine estaba tan quieto al nivel del suelo como las profundidades marinas bajo una tormenta—. Le llaman el Indicio, o el Señuelo. No tiene un gran aspecto, pero muchos hombres que pernoctaron en sus laderas murieron congelados o sepultados por sus tremendas y caprichosas avalanchas. Sigue otra cúpula nevada mucho mayor, verdadera reina con respecto a la princesa que es, Indicio, un hemisferio del blanco más puro, lo bastante espacioso como para albergar la sala del consejo de todos los dioses que han existido o existirán... Es el Gran Hanack, al que mi padre fue el primero en dominar. Nuestra ciudad de tiendas se instaló ahí, cerca de su base. Supongo que ya no deben quedar rastros, ni siquiera un muladar.
»Después del Gran Hanack y más cercano a nosotros, una enorme columna de cima plana, casi un pedestal del cielo, que parece de nieve entreverada de verde, pero que en realidad es de granito blanco como la nieve, pulido por las tormentas: es el obelisco Polaris.
»Finalmente —continuó Fafhrd, bajando la voz y rodeando el hombro de su pequeño compañero— deja que tu mirada se deslice por ese pico con su cabellera y su casquete de nieve, situado entre el Obelisco y el Colmillo Blanco, cuya falda nevada oculta un poco el primero, pero más alto que los dos, del mismo modo que éstos son más altos que el Yermo Frío. Ahora la luna creciente se oculta tras él: es Stardock, el objetivo de nuestra búsqueda.
—Una verruga bastante bonita, alta y esbelta en esta zona helada de la superficie de Nehwon —concedió el Ratonero, al tiempo que movía el hombro para zafarse del abrazo de Fafhrd—. Y ahora, amigo, dime por fin por qué nunca escalaste ese Stardock en tu juventud para hacerte con el tesoro que hay ahí, sino que debiste esperar hasta que encontramos una pista en aquella torre desierta, polvorienta, calurosa y llena de escorpiones, a un cuarto de mundo de distancia... y perdiste medio año para llegar aquí.
Cuando Fafhrd le respondió, había una nota de inseguridad en su voz.
—Mi padre nunca escaló esa cumbre. ¿Cómo iba a hacerlo yo? Además, en el clan de mi padre no había leyendas de tesoros escondidos en la cima de Stardock..., aunque sí otras muchas leyendas sobre el mismo pico, todas las cuales prohibían la ascensión. Consideraban a mi padre un violador de leyendas, y cuando murió en el Colmillo Blanco se encogieron de hombros, pensando que se lo tenía bien merecido... La verdad es que no recuerdo bien aquellos tiempos, Ratonero... Recibí demasiados golpes tremendos en la cabeza antes de aprender a guardarme de ellos... y, además, apenas era un chiquillo cuando el clan abandonó el Yermo Frío, aunque los ásperos muros del obelisco Polaris fueron mi terreno de juego...
El Ratonero asintió, dubitativo. Sólo interrumpía el silencio el ruido que hacían los caballos al comer la hierba helada de la hondonada, y luego un leve gruñido de Hrissa, el gato polar, acurrucado entre la pequeña fogata y el montón de equipaje... Probablemente uno de los caballos se le había acercado demasiado mientras pacía. Nada se movía en la gran llanura helada a su alrededor... o casi nada.
El Ratonero introdujo la mano enfundada en un guante gris de piel de cordero en la faltriquera y extrajo un pequeño fragmento oblongo de pergamino. Apenas leyó su contenido al recitar:
Quien suba al blanco Stardock,
el Árbol de la Luna,
sorteando gusanos, gnomos y peligros ocultos,
conseguirá la llave de la riqueza:
el Corazón de la Luz, una bolsa de estrellas.
—Dicen que los dioses moraron en Stardock, donde tenían sus fraguas, y desde ahí, entre chorros de fuego y lluvia de chispas, lanzaron las estrellas al cielo —explicó Fafhrd, sumido en una ensoñación—. Dicen que los diamantes, los rubíes, las esmeraldas..., todas las grandes gemas, son los pequeños modelos que usaron para hacer las estrellas... y luego las arrojaron con indiferencia al mundo, una vez realizada su gran obra.
—Nunca me habías dicho eso —observó el mensajero, mirándole severamente.
Fafhrd parpadeó y frunció el ceño, desconcertado.
—Estoy empezando a recordar cosas de mi infancia.
El Ratonero sonrió levemente antes de volver a guardar el trozo de pergamino.
—La suposición de que una bolsa de estrellas podría ser una bolsa de piedras preciosas, la anécdota de que el diamante más grande de Nehwon se llama el Corazón de la Luz, unas pocas palabras en un trozo de pergamino encontrado en una torre desierta, donde estuvo encerrado durante siglos..., indicios poco consistentes para hacer que dos hombres crucen este atroz y monótono Yermo Frío. Dime, viejo jaco, ¿sentías nostalgia de las míseras praderas blancas donde naciste y fingiste creer todo eso?
—Esos pequeños indicios —dijo Fafhrd, mirando ahora hacia el Colmillo Blanco—, atrajeron a otros hombres a través de Nehwon. Sin duda existen otros fragmentos de pergamino, aunque no sé si han sido descubiertos al mismo tiempo.
—Hemos dejado a todos esos individuos detrás, en Illik-Ving, o incluso en Lankhmar, antes de que subiéramos a los Trollsteps —afirmó el Ratonero con una seguridad absoluta—. Gente sin agallas, que huele el botín pero retrocede ante las penalidades para conseguirlo.
Fafhrd hizo un ademán con la cabeza, señalando una tenue columna de humo negro que se alzaba entre ellos y el Colmillo Blanco.
—¿Acaso son gente sin agallas Gnarfi y Kranarch, por nombrar sólo a dos de los demás buscadores? —preguntó el Ratonero que atisbó por fin el humo.
—Quizá sean ellos —convino el Ratonero sombríamente—. Pero ¿es que no pasan viajeros ordinarios por este yermo? Claro que no hemos visto a ninguna criatura de forma humana salvo el mingol.
—Podría ser un campamento de los gnomos polares —dijo pensativamente Fafhrd—, aunque no suelen salir de sus cuevas excepto en pleno verano, y éste hace un mes que quedó atrás... —Se interrumpió y frunció el ceño—.Pero bueno, ¿ cómo he sabido eso?
—¿Otro recuerdo de la infancia liberado de pronto en tu mollera? —aventuró el Ratonero. Fafhrd se encogió de hombros, dubitativo—. Entonces digamos que se trata de Kranarch y Gnarfi —concluyó el hombrecillo—. Son dos hermanos fuertes, desde luego. Quizá deberíamos habernos enfrentado a ellos en Illik-Ving, o tal vez incluso ahora..., un avance sigiloso por la noche..., un ataque repentino...
Fafhrd meneó la cabeza.
—Ahora somos escaladores, no asesinos. Un hombre ha de concentrar todas sus energías en la escalada, si se atreve a desafiar a Stardock. —Volvió a señalar la montaña más alta—. Será mejor que estudiemos la pared occidental mientras haya luz.
»Empecemos por abajo. Esa falda brillante que desciende desde sus caderas nevadas, casi tan altas como el obelisco... Eso es la Catarata Blanca, donde nadie puede vivir. Ahora volvamos a la cima. Desde el casquete de nieve ladeado cuelgan dos grandes trenzas de nieve que producen continuas avalanchas, como si se las peinara día y noche. Son las Trenzas. Entre ellas hay una ancha escala de roca oscura, señalada en tres puntos por sendos salientes. El saliente más alto es el Rostro... ¿Ves los salientes más oscuros que parecen los ojos y labios? El del medio es la Percha, y el inferior, el que está al mismo nivel que la ancha cima del obelisco, se llama la Guarida.