La cima de Stardock, detrás de la gran cenefa ondulante de nieve que formaba el Casquete, era casi tan extensa de norte a sur como el obelisco Polaris, pero el borde oriental no parecía estar a mayor distancia que un tiro de flecha. La nieve, con una corteza gruesa bajo una capa más blanda, lo cubría todo, excepto el extremo norte y algunos fragmentos en el borde oriental, donde aparecía la roca desnuda.
La superficie, tanto de nieve como de roca, era incluso más plana que la del obelisco, y se inclinaba un tanto de norte a sur. Ninguna estructura, ningún ser se vislumbraba en torno, ni señal alguna de oquedades donde pudieran estar ocultos unas u otros. A decir verdad, ni el Ratonero ni Fafhrd recordaban haber visto jamás un lugar más solitario o desierto.
Los únicos detalles extraños que observaron al principio eran tres agujeros en la nieve, un poco al sur, cada uno de ellos tan grande como una cabeza de cerdo, pero con la forma de un triángulo equilátero y que, al parecer, iba hacia abajo a través de la nieve, hasta la roca. Los tres estaban dispuestos como el vértice de otro triángulo equilátero.
El Ratonero miró de soslayo a su alrededor y luego se encogió de hombros.
—Pero supongo que una bolsa de estrellas sería una cosa bastante pequeña —comentó—, mientras que un corazón de luz... no se me ocurre cuál puede ser su tamaño.
Toda la cima estaba cubierta por una sombra azulada, con excepción del extremo más septentrional y una gran franja de luz dorada —la del sol poniente— que iba desde el Ojo de la Aguja hasta el borde oriental, a lo largo de la nieve nivelada por el viento.
Por el centro de aquella senda solar avanzaban las huellas de Kranarch y Gnarfi, la nieve punteada aquí y allá con gotas de sangre. Por lo demás, la nieve que se extendía más adelante carecía de huellas. Fafhrd y el Ratonero persiguieron aquellas huellas, siguiendo a sus sombras alargadas hacia el este.
—No hay rastro de ellos delante —dijo el Ratonero—. Parece ser que hay alguna ruta que desciende por la pared oriental, y ellos la han tomado... por lo menos lo bastante lejos para tendernos otra emboscada.
Cuando se aproximaban al borde oriental, Fafhrd dijo:
—Veo otras huellas que se dirigen al norte... a tiro de lanza de distancia. Tal vez dieron la vuelta.
—¿Para ir adónde? —inquirió el Ratonero.
Unos pasos más y el misterio quedó horriblemente resuelto llegaron al final de la extensión nevada y allí, sobre la oscura roca ensangrentada, ocultos hasta aquel momento por el mar. gen de la nieve acumulada, estaban tendidos los cadáveres de Gnarfi y Kranarch, con las ropas de cintura para abajo destrozadas y sus cuerpos obscenamente mutilados.
La náusea se apoderó del Ratonero, al tiempo que recordaba las palabras que Keyaira había pronunciado tan a la ligera: «Si hubieras llegado a la cima de Stardock, mi padre habría obtenido tu simiente de un modo muy distinto».
Fafhrd meneó la cabeza, con los ojos brillantes de ira, y rodeó los cuerpos para asomarse al borde oriental.
Retrocedió un paso, se arrodilló y escudriñó una vez más.
La esperanzada teoría del Ratonero quedó anulada por completo. Jamás en toda su vida Fafhrd había mirado hacia abajo y visto siquiera la mitad de semejante distancia.
A pocos metros por debajo de donde estaba, la pared oriental se desvanecía hacia adentro. Era imposible saber cuánto sobresalía de la roca maciza de Stardock el borde oriental.
Desde aquel punto, el precipicio era recto hasta la penumbra verdosa del Valle de la Gran Hendidura, a cinco leguas de Lankhor, por lo menos, quizá más.
Fafhrd oyó que el Ratonero decía por encima de su hombro:
—Un camino para pájaros o suicidas, nada más.
De improviso, la extensión verde de abajo se hizo más brillante aunque sin mostrar el menor accidente, excepto un cabello plateado, que podría ser un gran río y corría por su centro. Alzan la vista y vieron que el cielo se había teñido de oro con un Mente resplandor. Los dos amigos se dieron la vuelta y el espectáculo que vieron les dejó boquiabiertos.
Los últimos rayos solares procedentes del Ojo de la Aguja se afinaban al sur y un poco hacia arriba, iluminando indirectamente una forma simétrica trasparente y sólida, tan grande como el roble más voluminoso y que descansaba exactamente ore los tres agujeros triangulares en la nieve. Aquello sólo podía describirse como una gran estrella aguzada de unas dieciocho puntas, con tres de las cuales descansaba sobre Stardock, y semejaba formada por el diamante más puro o por alguna sustancia similar.
Ambos tuvieron el mismo pensamiento: aquélla debía de ser una estrella que los dioses no habían logrado lanzar. La luz del día había tocado su centro, haciéndolo brillar, pero sólo por un instante y débilmente, no de un modo incandescente y eterno, como lo habría hecho en el cielo.
Un agudísimo sonido de trompeta rasgó el silencio de la sima.
Los dos amigos miraron hacia el norte. La misma luz intensamente dorada del sol silueteaba un alto castillo de muros y torres transparentes en el extremo rocoso de la cumbre. Era más espectral que la estrella, pero algunas de sus partes podían verse claramente contra el cielo amarillo. Sus torrecillas más altas no parecían tener fin, sino desaparecer de la vista hacia arriba.
Entonces se oyó otro sonido..., un gruñido que era como un lamento. Un animal saltó hacia ellos a través de la nieve, desde el noroeste. Apartándose de los cadáveres tendidos con otro gruñido, Hrissa corrió hacia el sur, gruñendo a sus amos.
Casi demasiado tarde, éstos vieron el peligro del que el felino había tratado de advertirles.
Avanzando hacia ellos desde el oeste y el norte, por la extensión de nieve que antes no presentaba ninguna señal, había una veintena de series de pisadas. Ni los pies ni los cuerpos que las producían eran visibles, pero seguían avanzando, huella derecha, huella izquierda, en sucesión y cada vez con más rapidez. Entonces vieron lo que al principio les había pasado por alto al tener la vista baja: encima de cada par de huellas un venablo corto y de hoja estrecha que les apuntaba directamente y avanzaba con tanta rapidez como las huellas.
Los dos amigos, en unión de Hrissa, echaron a correr hacia el sur. Al cabo de doce largas zancadas, el nórdico, que iba delante, oyó un grito a sus espaldas. Se detuvo y giró sobre sus talones.
El Ratonero había resbalado en la sangre de sus enemigos anteriores y caído al suelo. Cuando se levantó, las puntas grises de los venablos le rodeaban por todas partes salvo el borde del precipicio. Aunque daba tajos defensivos con Escalpelo, las puntas mortíferas se acercaban implacablemente, y ahora formaban un semicírculo a su alrededor, apenas a un palmo de distancia, mientras a sus espaldas se abría el vacío. Los venablos avanzaron más y el Ratonero se vio obligado a dar un paso atrás... y caer.
Se oyó el murmullo de algo que corría, el aire helado acometió a Fafhrd por detrás y notó el roce de algo velludo en sus pantorrillas. Cuando se disponía a abalanzarse con su cuchillo y matar a uno o dos de aquellos seres invisibles, unos brazos esbeltos le cogieron desde atrás y oyó la voz argentina de Hirriwi en el oído:
—Confía en nosotras —le dijo.
Y la voz de cobre dorado de su hermana añadió:
—Vamos a por él.
Tiraron de él y le hicieron tenderse sobre una gran cama pulsante e invisible, a tres palmos por encima de la nieve.
—¡Sujétate bien! —le dijeron.
Fafhrd se aferró al espeso pelaje invisible y, de súbito el lecho viviente se puso en marcha sobre la nieve, rebasó el borde del precipicio y se inclinó verticalmente, de modo que los pies del nórdico apuntaban al cielo y su rostro al gran Valle de la Hendidura... Entonces la extraña cama descendió en línea recta.
El vertiginoso descenso hacía que el aire rugiente echara atrás la barba y la cabellera de Fafhrd, pero éste se aferró a los mechones de pelo invisible, mientras que a cada lado un delgado brazo le sujetaba y presionaba hacia abajo, de modo que podía oír los latidos del corazón de la invisible criatura sobre la que viajaban. De algún modo, Hrissa se las había ingeniado para ponerse bajo su brazo, y la cara del felino estaba junto a la suya, con los ojos entrecerrados, los bigotes y las orejas también echados hacia atrás por el viento. Notaba también los cuerpos de las dos muchachas invisibles junto al suyo.
Fafhrd se dio cuenta de que si le hubieran observado unos ojos mortales, sólo habrían visto a un hombre corpulento con un gato blanco y grande bajo el brazo cayendo de cabeza en el espacio..., pero caería mucho más rápido que cualquier otro hombre, incluso desde una altura tan enorme.
Hirriwi se echó a reír, como si le hubiera leído el pensamiento, pero la risa se interrumpió de súbito y el rugido del viento cesó por completo. Fafhrd pensó que esto se debía a que la veloz entrada en la atmósfera normal le había ensordecido.
Veía borrosas las grandes paredes del precipicio, a doce varas de distancia, pero por debajo, el gran Valle de la Hendidura era todavía una extensión verde sin rasgos distintivos... no, los detalles más grandes empezaban a aparecer: bosques y claros, arroyos serpenteantes que parecían cabellos de plata y pequeños lagos como gotas de rocío.
Pronto distinguió una mancha oscura entre él y la verde extensión, un borrón que fue aumentando de tamaño. ¡Era el Ratonero! El hombrecillo caía de cabeza, recto como una flecha, con las manos entrelazadas por delante y las piernas juntas, probablemente con la débil esperanza de caer en un lago o río profundo.
La criatura sobre la que volaban igualó su velocidad con la del Ratonero y gradualmente se deslizó hacia él adoptando la posición horizontal, hasta que el Ratonero quedó también sobre el pelaje. Unos brazos visibles e invisibles le aferraron, acercándole más, y así los cinco seres voladores se apretujaron en aquella gran cama viviente.
La criatura se aplanó más todavía, deteniendo su caída —durante un largo momento todos quedaron como aplastados contra el lomo velludo— y entonces planearon por encima de las copa de los árboles y descendieron a un claro de grandes proporcione
Lo que les ocurrió entonces a Fafhrd y el Ratonero tuvo lugar con demasiada rapidez: la sensación de la hierba bajo sus pies, el aire balsámico que envolvía sus cuerpos, un rápido intercambio de besos, risas y felicitaciones, voces que seguían sonando amortiguadas, como de espectros, algo duro e irregular pero cubierto por un material blando puesto en las manos del Ratonero, un último beso... y entonces Hirriwi y Keyaira se alejaron y una gran ráfaga de aire aplanó la hierba; el gran ser volador invisible se había ido, y las muchachas con él.
Se quedaron contemplando su ascenso en espiral durante largo rato, porque Hrissa se había ido con ellas. El gato polar parecía mirarles desde lo alto, despidiéndose en silencio de ellos. Luego, también él se desvaneció, mientras el resplandor dorado se extinguía rápidamente en el cielo.
Los dos amigos permanecieron de pie en el crepúsculo, apoya dos el uno en el otro. Luego se enderezaron y bostezaron repetidas veces, hasta recuperar el oído. Oyeron entonces el murmullo del arroyo, el piar de los pájaros y un débil rumor de hojas seca, agitadas por la brisa, el minúsculo zumbido de un mosquito...
El Ratonero abrió la bolsa invisible que tenía en las manos.
—Las gemas también parecen invisibles, aunque puedo palparlas perfectamente. Vamos a tener trabajo para venderlas... a menos que encontremos un joyero ciego.
La oscuridad se intensificó. Unos minúsculos fuegos frío empezaron a brillar en sus palmas: rubí, esmeralda, zafiro, amatista y el blanco más puro.
—¡No, por Issek! —exclamó el Ratonero—.Sólo tenemos que venderlas de noche... que, sin lugar a dudas, es el momento más apropiado para negociar con piedras preciosas.
La luna recién salida, ella misma invisible tras las montaña menos elevadas que cerraban el Valle de la Hendidura por el este, ahora pintaba con barniz de plata la mitad superior de la gran columna en la pared oriental de Stardock.
Mientras contemplaba aquel panorama majestuoso, Fafhrd comentó:
—Imponentes señoras las cuatro: la luna, la montaña y nuestras amigas.
A través de las laberínticas calles y callejones de la gran ciudad de Lankhmar, la noche avanzaba furtivamente, aunque aún no había arrojado al cielo su manto tachonado de estrellas, y todavía lo cubrían pálidas y altas guirnaldas de sol poniente.
Los vendedores ambulantes de drogas y bebidas fuertes prohibidas durante el día aún no habían empezado a anunciarse con sus campanilleos y sus gritos para atraer clientes. Las muchachas del placer aún no habían encendido sus faroles rojos ni deambulaban descaradamente por la vía pública. Forajidos, criminales peligrosos, alcahuetes, espías, proxenetas, timadores y otros malhechores bostezaban y se restregaban los ojos todavía somnolientos. De Hecho, la mayoría de los ciudadanos noctámbulos estaban todavía tomando el desayuno, mientras que la mayoría de quienes desarrollaban sus actividades de día estaban cenando. Esta circunstancia explicaba el vacío y el silencio de las calles, apropiados para el paso escurridizo de la noche. La intersección de la calle de la Plata con la de los Dioses estaba sumida en la penumbra. Era aquél un cruce donde habitualmente se reunían los dirigentes más jóvenes v los miembros más diestros del Gremio de los Ladrones. También se reunían en aquel punto los pocos ladrones independientes lo bastante audaces e ingeniosos para desafiar al Gremio, así como los ladrones de cuna aristocrática, a veces aficionados muy brillantes, a los que el Gremio toleraba e incluso incitaba al oficio, dados sus nobles orígenes, pues así dignificaban una profesión muy antigua pero con muy mala reputación.
A lo largo del muro que se extendía a uno de los lados del cruce, avanzaban un ladrón muy alto y otro de baja estatura. El muro era macizo y, convencidos de que nadie podría oírles, empezaron a conversar con susurros de patio carcelario.
Fafhrd y el Ratonero Gris se habían distanciado durante su largo y plácido viaje hacia el sur, desde el gran Valle de la Hendidura. Aquel distanciamiento se debía simplemente a que cada uno estaba un tanto harto del otro y a un desacuerdo cada vez más porfiado sobre qué podrían hacer con las joyas invisibles, regalo de Hirriwi y Keyaira, de modo que obtuviesen el máximo beneficio. Finalmente la disputa había llegado a tal extremo de aspereza, que habían dividido las joyas, y cada uno llevaba su parte. Cuando por fin llegaron a Lankhmar, se alojaron en posadas diferentes y cada uno entabló contacto por su cuenta con un joyero, perista o comprador privado. Esta separación había convertido su relación en algo muy irritante, pero de ninguna manera había disminuido la confianza absoluta que cada uno tenía depositada en el otro.