Esnobs (16 page)

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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

BOOK: Esnobs
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Sin duda la posición de los Broughton era inusitadamente sólida. Eran muy pocas las familias que en la década de los noventa mantenían su poderío, y llegaría el día en que Charles entrara en Broughton Hall como propietario. Aun así, al escuchar a Tommy tuve la sospecha de que podría temer la posibilidad de que la gente que le estrechaba la mano intimidada en el Salón de Mármol pudiera cometer el error de considerar que Charles era una Persona Vulgar al verle en la salita de una casita rural decorada con
chintz
. Sin embargo, yo me equivocaba en ese particular.

Tommy negó con la cabeza.

—No, a Charles no le importaría. Al menos ahora que se ha hecho a la idea. —Hizo una pausa reflexiva y se lo pensó mejor—. En fin, tengo que cambiarme.

Nos reunimos para cenar en la sala que la familia solía utilizar, una preciosa estancia en la fachada del jardín, mucho menos lúgubre que el contiguo Salón Rojo en el que cenamos la noche que se anunció el compromiso. Además de Tommy, reconocí algunas otras caras familiares. Allí estaba Peter Broughton, aunque, al parecer, sin su temible rubia. Daphne, la hija mayor de la anciana lady Tenby, casada ya con el segundo hijo bastante ramplón de un conde de las Midlands, hablaba con Caroline Chase en un rincón. Las dos levantaron la mirada y sonrieron discretamente. Con gran ilusión, busqué por la sala a Eric y le descubrí bebiendo whisky mientras le daba la charla a un pobre hombre sobre el estado actual de la City
[10]
. El oyente escuchaba con la mirada fija en la cara enrojecida de Eric con el mismo placer de un conejo paralizado por las luces de un coche que se acerca a toda velocidad.

—¿Qué te apetece beber? —Lady Uckfield se acercó a mí y envió a Jago a por un whisky con agua. Siguió mi mirada—. ¡Dios mío! Me parece que Eric está dando una de sus insoportables charlas.

Sonreí.

—¿Quién es el afortunado receptor de sus confidencias?

—El pobre Henri de Montalambert.

Por alguna extraña razón yo sabía que el Duc de Montalambert estaba emparentado con los Broughton por matrimonio. Para los cánones franceses, no era un ducado particularmente distinguido (en Francia, al tener muchos más que nosotros, se pueden permitir el lujo de clasificarlos por niveles), ya que había sido instituido por Luis XVIII y solo databa de 1890, pero un matrimonio con la heredera de un rey del acero de Cincinnati había elevado a la familia a la altura de los Trémouilles y los Uzès. Lady Uckfield había hablado de él como se haría de un viejo amigo de la familia, pero como siempre ocultaba sus verdaderos sentimientos sobre cualquier persona, incluso a sí misma, no pude deducir el auténtico grado de intimidad que compartían.

—Parece estar un poco aturdido —dije.

Asintió reprimiendo una risita.

—No puedo ni imaginarme lo que estará entendiendo. Apenas habla una palabra de inglés. Da lo mismo. Eric ni lo notará. —Aceptó mi carcajada como tributo y luego me reconvino por ella—. Vamos, no me dejes como una malvada.

—¿Cuánto tiempo se queda
monsieur
de Montalambert?

Lady Uckfield hizo un mohín.

—Los tres días. ¿Qué le vamos a hacer? No he pasado de
oú est la plume de ma tante
y Tigger no sabe ni decir
encore
. Henri se casó con una prima nuestra hace treinta años y dudo de que hayamos cruzado ni siquiera esas palabras desde entonces.

—¿O sea que hay una duquesa angloparlante?

—La había. Pero, puesto que era sorda y está muerta, ya no nos es de gran ayuda. Supongo que tú no hablarás francés.

—Lo hablo un poco —dije con cierto desánimo. En mi mente pude ver el cambio de lugares en la mesa y la engorrosa conversación traducida que me esperaba.

Ella leyó mis pensamientos.

—No te desanimes. Edith estará entre los dos. —Me lanzó una de sus coquetas miradas—. ¿Cómo has encontrado a nuestra recién casada?

—Tiene un aspecto magnífico —dije—. De hecho, nunca la había visto tan guapa.

—Sí, tiene un aspecto magnífico. —Lady Uckfield titubeó una fracción de segundo—. Solo espero que esto le parezca entretenido. Está teniendo un éxito arrollador, ¿sabes? El problema es que todo el mundo la quiere tanto que es difícil no pedirle que comparta todas las responsabilidades. Me temo que he sido bastante egoísta al traspasarle las obligaciones de la casa.

—Conociendo a Edith, estoy seguro de que lo está disfrutando. Es mejor que contestar el teléfono en Milner Street.

Lady Uckfield sonrió.

—Mientras ella lo crea...

—Parece que ha olvidado Londres, así que debe de estar haciéndolo bien.

—Sí —dijo más animada—. Lo más importante es que sean felices, ¿no es verdad?

Se alejó para recibir a unos recién llegados. Entonces se me ocurrió que debía de haberme perdido alguna intención entre los intrincados recovecos de la cabeza perfectamente ordenada de lady Uckfield.

La cena, como era de esperar, fue bastante pesada. Yo tenía a mi derecha a Daphne Bolingbroke, la encantadora hija de lady Tenby, así que disfruté del primer plato, pero no dejaba de oír a mis espaldas a Edith luchando a brazo partido con M. de Montalambert y, la verdad, me costaba mucho concentrarme en mi propia conversación. El problema era que el francés de Edith y el inglés de su vecino eran más o menos tal para cual. O sea, horribles. Habría sido más fácil si ninguno de los dos hubiera conocido una sola palabra de los respectivos idiomas, pero, ay, ambos tenían el vocabulario suficiente para ser extremadamente confusos. Edith no paraba de darle vueltas a las cosas de París que eran tan
«bon
» y lo
«épouvantable
» que era Londres, a lo que M. de Montalambert respondía alternativamente con una expresión absolutamente vacía o, peor aún, cuando creía que había entendido sus observaciones, con un arrollador torrente de francés del que Edith apenas lograba entender las dos primeras palabras.

Pasado el primer plato me giré para rescatar a Edith de sus fatigas, pero M. de Montalambert rehusó obedecer las normas de etiqueta inglesas y se negó a prescindir de ella. Por el contrario, aprovechando la mínima mejora en la comunicación que ofrecían mis exiguos conocimientos de francés, se entregó a una apasionada diatriba sobre el gobierno de su país que tenía algo que ver, de un modo misterioso que se me perdía, con el duque Decazes, ministro de Luis XVIII.

—¿De qué estamos hablando? —dijo Edith en un susurro por debajo de la imparable verborrea gálica.

—Dios sabe. Creo que de la Restauración francesa.

—Cáspita.

A aquellas alturas los dos estábamos completamente agotados y necesitados de una tregua, pero el duque había decidido ignorar a lady Uckfield, que estaba a su izquierda, quien, ni que decir tiene, estaba más que encantada de saltarse los convencionalismos por una sola vez.

El duque hizo una pausa y sonrió. Intuí un cambio de tema. Perversamente, y tras descubrir que mi francés era mejor que el de Edith, el invitado decidió que había llegado la hora de demostrar su dominio del inglés.

—¿Le gusta el sexo? —preguntó amablemente—. ¿Se va usted a menudo?

En aquel preciso momento Edith estaba bebiendo un poco de agua y, por supuesto, la echó toda por la nariz. Ayudándose de la servilleta, intentó inútilmente que pareciera un ataque de tos. Yo notaba que Daphne se convulsionaba de risa contenida a mi derecha. Una desenfrenada histeria colegial recorría la mesa.

—Creo —dijo lady Uckfield percibiendo el tufo del ridículo social— que Henri te pregunta si vienes mucho a Sussex. —Habló con la firmeza de una maestra de escuela que se enfrenta a una tropa de niños revoltosos pero, inevitablemente, su intervención levantó otra enorme oleada de risitas entre los comensales. Edith estaba literalmente colorada y casi lloraba en su intento de contener la risa.

En aquel punto, Charles levantó la mirada. Por supuesto, no se había enterado de nada.

—Querida —dijo—, ¿sabes lo que he hecho con mi otra funda de escopeta? Richard quiere que se la deje mañana y no sé dónde está.

Sus palabras surtieron el efecto que no habían logrado las de su madre. Cayeron como una asfixiante manta antiincendio sobre la hilaridad reinante y la sofocaron eficazmente. Hubo un silencio antes de que Edith hablara.

—Se la dejaste a Billy Westbrook —contestó.

Y mientras se giraba hacia su vecino de mesa, me miró a los ojos. Fue en aquel momento, al escuchar la paciente respuesta de Edith y sentir su cansancio, cuando empecé a pensar que tal vez su acuerdo no había sido fácil de llevar a cabo.

Al día siguiente me levanté temprano, pero cuando llegué al comedor ya estaban allí la mayoría de los asistentes, disfrutando del espléndido desayuno
fin de siècle
que estaba dispuesto en bandejas de plata encima del aparador. Me serví varias delicias ricas en colesterol y me llevé el plato a una silla que había libre al lado de Tommy.

—¿Hay sorteo o sencillamente nos dicen cuáles son nuestros puestos? —pregunté.

—Sorteo. Charles tiene un cacharro de plata ostentoso y espeluznante con fichas numeradas dentro. Se hace cuando nos reunimos todos en el
hall.
El gran reto es que no te toque el puesto junto a Eric.

Se me ocurrían un montón de razones para seguir aquel consejo, pero por la expresión de Tommy deduje que la principal era la supervivencia. Al final resultó que solo estaba a un puesto de distancia de Chase, con el desdichado M. de Montalambert entre los dos. Cuando sacó su número vi cómo le cambiaba la cara, aunque tal vez solo temiera una nueva lección sobre «La libra contra el euro». Peter Broughton estaba a mi derecha. En total había ocho tiradores, cuatro de ellos acompañados de un secretario, así que con esposas, perros, etcétera, éramos una buena partida cuando salimos a ocupar los Range Rover que nos esperaban en el paseo de grava. Me di cuenta de que Edith no se encontraba entre nosotros. Descubrí el motivo tras la tercera batida, cuando apareció con unos termos de delicioso
bouillon
alegrado con vodka (o sin él para los virtuosos).

—¿Puedo quedarme contigo o te distraería?

—Quédate, por favor. No me puedes distraer. Fallo siempre, solo o acompañado. ¿No le molestará a Charles?

—No. Prefiere estar con George. Dice que hablo demasiado.

La batida se estaba realizando en un bosque alto a bastante distancia de la casa y los tiradores estaban situados formando un semicírculo en la ladera. Yo había sacado el número dos, así que ahora, en la cuarta batida de la mañana, me tocaba la octava posición, última de la fila. Edith y yo nos desplazamos despacio hasta el poste con el número que me correspondía y esperamos.

—¿De verdad te gusta esto? —dijo ella separándose para apoyarse en una valla.

—Claro que sí. Si no me gustara no estaría aquí.

—Se me ocurrió que a lo mejor habías aceptado para estudiarme en todo mi esplendor.

—Tienes razón. Puede que haya sido por eso. Pero, además, me gusta. Has sido muy amable al pedirle a Charles que me invitara.

—Ah, no fue idea mía —hizo una pausa—. Quiero decir que estoy encantada de que hayas venido, pero fue Googie quien te propuso.

Ya hacía tiempo que utilizaba los irritantes apodos de sus suegros sin darse cuenta.

—Entonces, ella ha sido muy amable.

—Googie no suele ser amable sin motivo.

—Pues no se me ocurre qué motivo pueda tener.

Sonó el silbato; cargué la escopeta y apunté a la copa de los árboles. Me pareció que a Edith le relajaba que desviara mi atención de ella.

—Está preocupada por mí. Cree que me aburro y que tú puedes animarme. Te considera una buena influencia.

—No entiendo por qué.

—Supone que me recuerdas lo afortunada que soy.

—¿Y no lo eres? —Edith adoptó una expresión divertida y se estiró encima de la valla—. Ay, Dios mío —dije—, no me digas que ya estás aburrida.

—Sí.

Solté un leve suspiro. No es que me sorprendiera del todo que Edith hubiera descubierto que un buen corazón significa más que un título nobiliario, y una fe sencilla más que un torrente de sangre normanda. Supongo que sabía que iba a ocurrir tarde o temprano pero, incluso con el antecedente de la noche anterior tan presente, me parecía irracionalmente prematuro. Como la mayoría de sus amigos, tenía la esperanza de que cuando llegara el inevitable momento de descubrir que solo se puede dormir en una cama o comer una sola comida al mismo tiempo, ya tendría niños que aportarían un nuevo y genuino interés a su nueva vida. Y después de todo, a pesar de lo que se pudiera decir de él, Charles tenía un buen corazón y yo diría que una fe bien sencilla. Noté que, mientras hablaba, me invadía una sensación de peligro inminente.

—¿De qué estás aburrida exactamente? ¿De Charles? ¿De esta vida? ¿O simplemente del campo? ¿De qué?

No contestó y una enorme ave que volaba hacia mí atrajo mi atención. En vano levanté el arma y disparé. El faisán continuó su vuelo alegremente.

—Debo decir —continué poniéndome un poco más conciliatorio— que me parece un poco difícil empezar la vida de casados bajo el mismo techo que los suegros, por muy espacioso que este sea.

—No es eso. Ya nos han ofrecido Brook Farm.

—¿Por qué no lo has aceptado?

Edith se encogió de hombros.

—No lo sé. Lo encuentro demasiado... reducido.

De repente estaba claro que el verdadero problema era que su marido la aburría mortalmente. Su vida era más que aceptable en el esplendoroso marco de Broughton Hall, donde abundaba la gente con la que hablar y donde siempre podía beber del embriagador vino de la envidia en los ojos de los demás, pero estar sola en una granja con Charles... Era de todo punto inaceptable.

—Si tanto te aburres, ¿por qué no pasas más tiempo en Londres? Ya no se te ve nada por allí.

Edith clavó la mirada en sus botas Wellington verdes.

—No sé, el piso es muy pequeño y a Charles no le gusta. Y siempre supone un enorme engorro.

—¿No podrías escaparte tú sola?

Edith se me quedó mirando.

—No, no me parece bien. Creo que no debo hacerlo, ¿no te parece?

Le mantuve la mirada.

—No —concluí.

Y eso fue todo. Llevaba ocho meses escasos casada y ya se moría de aburrimiento con su marido. Para colmo, tenía miedo de retomar su vida en Londres porque sabía sin la menor sombra de duda que la engulliría de inmediato y por completo. Al menos le sobraba honestidad como para intentar mantener el pacto mefistofélico que había hecho.

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