Esmeralda (7 page)

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Authors: Kerstin Gier

BOOK: Esmeralda
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—Pues yo creo que el buen hombre no tiene ni idea de lo que habla —dije con desdén—. Si me lo preguntas, te diré que el amor no es precisamente su especialidad, y sus conocimientos de la psique femenina son… ¡deplorables!

«Y ahora bésame, quiero saber si la barba pica.»

Una sonrisa iluminó el rostro de Gideon.

—Tal vez tengas razón —dijo, y respiró hondo, como si se hubiera sacado un gran peso de encima—. En todo caso, estoy contento de que lo hayamos aclarado. En adelante podremos seguir siendo buenos amigos, ¿verdad?

¡¿Cómo?!

—¿Buenos amigos? —repetí estupefacta. De repente tenía la boca seca.

—Buenos amigos que saben que pueden confiar el uno en el otro —dijo Gideon—. Y ahora más que nunca es muy importante que confíes en mí.

Hasta el cabo de uno o dos segundos no se abrió paso en mi mente la idea de que, en algún momento de esa conversación, los dos habíamos tomado caminos diferentes. Lo que Gideon había tratado de decirme no era: «Por favor, perdóname, te quiero», sino «¿Por qué no podemos seguir siendo buenos amigos?». Y cualquier idiota sabe que son dos cosas totalmente distintas.

Eso significaba que él no se había enamorado de mí.

Significaba que Leslie y yo habíamos visto demasiadas películas románticas.

Significaba…

—¡Cerdo asqueroso! —grité, presa de una rabia ciega e incontrolable; estaba tan furiosa que me costaba articular palabra—. ¡Cómo se puede ser tan desgraciado! Un día me besas y me aseguras que te has enamorado de mí, y al siguiente dices que sientes ser un asqueroso embustero pero que quieres que confíe en ti.

Gideon comprendió que habíamos estado hablando cada uno de cosas distintas, y la sonrisa desapareció de su rostro.

—Gwen…

—¿Sabes qué te digo? ¡Que me avergüenzo de cada una de las lágrimas que he derramado por ti! —Quería decirlo a gritos, pero fracasé estrepitosamente—. ¡Y no creas que han sido tantas! —alcancé a vociferar.

—¡Gwen! —Gideon trató de cogerme la mano—. ¡Oh, Dios mío! Lo siento tanto. Yo no quería… ¡por favor!

¿Por favor? Le miré furiosa. ¿No se daba cuenta de que solo lo estaba empeorando aún más? ¿Creía que con esa mirada de cordero degollado iba a cambiar algo? Quise dar media vuelta, pero Gideon me retuvo por la muñeca.

—Gwen, escúchame. ¡Nos esperan tiempos difíciles, y es importante que nos mantengamos unidos tú y yo! Yo… me gustas de verdad y quiero que… —confiaba en que no fuera a soltarme otra vez la maldita frasecita, pero eso fue justamente lo que hizo— seamos amigos. ¿No lo comprendes? Solo si podemos confiar el uno en el otro…

Me solté bruscamente.

—¿De verdad crees que voy a querer tener por amigo a alguien como tú? —Había vuelto a recuperar mi voz, y esta vez sonó tan fuerte que las palomas del tejado salieron volando—. ¡No tienes ni idea de lo que significa la amistad!

Y de pronto todo resultó muy fácil: me eché el pelo hacia atrás con un movimiento enérgico, me di media vuelta y me marché caminando con paso decidido.

Salta, y deja que te crezcan alas en el camino hacia abajo.

Ray Bradbury

Capítulo III

«¿No podríamos seguir siendo amigos?»: esa frase era realmente lo último.

—Seguro que muere un hada cada vez que en algún lugar del mundo se formula esta pregunta —dije.

Me había encerrado en el lavabo con el móvil y hacía grandes esfuerzos para no ponerme a gritar, porque —media hora después de mi conversación con Gideon —seguía con ganas de hacerlo.

—Lo que él ha dicho es que quería que fuerais amigos —me corrigió Leslie, que, como siempre, había tomado nota de cada palabra.

—Eso es exactamente lo mismo —dije yo.

—No. Quiero decir que tal vez sí, pero… —Leslie suspiró—. La verdad es que no lo entiendo. ¿Y esta vez estás segura de que has dejado que se explicara del todo? En
Diez cosas que odio de ti
hay un…

—He dejado que se explicara del todo, para mi desgracia, diría yo. —Miré el reloj—. Oh, mierda —volví a decir. Acababa de descubrir que tenía dos manchas rojas redondas en las mejillas—. Creo que he tenido una reacción alérgica.

—Solo son manchas de rabia —diagnosticó Leslie cuando le describí la que veía—. ¿Qué me dices de tus ojos? ¿Te parece que brillan peligrosamente?

Observé mi imagen en el espejo.

—Bueno en cierto modo sí. Es un poco como la mirada de Helena Bonham Carter en el papel de Bellatrix Lestrange en
Harry Potter
. Bastante amenazador.

—Está claro, pues, tiene que ser eso. Escúchame bien, ahora vas a salir ahí fuera y los fulminas a todos con la mirada, ¿vale?

Asentí obedientemente y le prometí que lo haría.

Después de la llamada me sentí un poco mejor, aunque el agua fría no pudo hacer desaparecer la rabia ni las manchas.

Si mister George había encontrado extraño que tardara tanto, no se lo noté.

—¿Todo va bien? —me preguntó amablemente ante el antiguo refectorio, donde me había estado esperando.

—Perfecto —contesté. Eché una mirada por la puerta abierta, pero, en contra de lo que había esperado, Giordano y Charlotte no se veían por ninguna parte. Y eso que llegaba con muchísimo retraso a la clase—. Es que tenía que… hummm… ponerme un poco de colorete.

Mister George sonrió. Aparte de las arruguitas en torno a los ojos y en las comisuras de los labios, nada sugería en su rostro redondo y afable que hacía tiempo que había cumplido los setenta años. Su calva reflejaba la luz, y toda su cabeza hacía pensar en una bola de bowling bien pulida.

Instintivamente sonreí también. La mirada de mister George siempre producía en mí un efecto apaciguador.

—De verdad, ahora se lleva así —dije señalando las manchas rojas de mis mejillas.

Mister George me tendió el brazo.

—Vamos, mi valiente muchacha —dijo—. Ya he avisado de que iríamos abajo a elapsar.

Lo miré perpleja.

—¿Y qué pasa con Giordano y la política colonial del siglo XVIII?

Mister George sonrió suavemente.

—Bueno… digamos que, mientras estabas en el lavabo, he aprovechado para explicar a mister Giordano que hoy no tenías tiempo para la clase.

¡El leal y bondadoso mister George! Él era el único entre los Vigilantes al que parecía importarle algo. Aunque tal vez bailar el minué me hubiera relajado un poco —como a esa gente que descarga su rabia golpeando un saco de boxeo o en el gimnasio—, la verdad es que podía renunciar perfectamente a la sonrisa de superioridad de Charlotte.

—El cronógrafo espera —dijo ofreciéndome el brazo.

Me apoyé gustosamente en él. Por una vez me alegraba de tener que realizar mi salto controlado en el tiempo diario, y no solo porque me permitía escapar del cruel presente llamado Gideon, sino también porque el salto de hoy era el elemento clave en el plan maestro que Leslie y yo habíamos trazado, siempre y cuando funcionara, claro.

De camino a las profundidades del enorme sótano abovedado, mister George y yo atravesamos el cuartel general de los Vigilantes. El recorrido era extraordinariamente enrevesado y se extendía a lo largo de varios edificios. Había tantas cosas que ver, incluso en los intrincados pasadizos, que una casi tenía la sensación de encontrarse en un museo: innumerables pinturas enmarcadas, planos geográficos antiquísimos, tapices tejidos a mano y colecciones completas de espadas colgaban de las paredes; objetos que parecían muy valiosos, como porcelanas, libros encuadernados en cuero y antiguos instrumentos de música, se exponían en vitrinas, y había montones de arcas y cajitas talladas, a las que en otras circunstancias me hubiera encantado echar una ojeada.

—No entiendo nada de maquillaje, pero si necesitas a alguien con quien hablar sobre Gideon, soy bueno escuchando —dijo mister George.

—¿Sobre Gideon? —repetí despacio, como si primero tuviera que pensar de quién hablaba—. Todo va bien entre Gideon y yo. —¡Sííí, perfecto! Mientras caminaba, golpeé la pared con el puño—. Somos amigos, solo amigos. —Por desgracia, la palabra «amigos» no salió con mucha fluidez de entre mis labios, sino que más bien la escupí entre dientes.

—Yo también he tenido dieciséis años, Gwendolyn. —Los ojillos de mister George brillaban de afecto—. Y te prometo que no diré que ya te había prevenido…

—Estoy segura de que usted era un chico encantador con dieciséis años. —No podía imaginarme a mister George utilizando tácticas retorcidas ni engañando a nadie con besos y palabras bonitas.

«… Basta que estés conmigo en la misma habitación para que enseguida tenga la necesidad de tocarte y de besarte.» Mientras caminaba, traté de ahuyentar el recuerdo de la mirada intensa de Gideon pisando con más fuerza. La porcelana se puso a vibrar en las vitrinas.

Perfecto. ¿Quién necesitaba bailar el minué para descargar la rabia? Con eso era más que suficiente. Aunque hacer añicos alguno de esos jarrones tan valiosos tal vez habría reforzado el efecto.

Mister George me miró durante un rato con el rabillo del ojo, pero al final se contentó con apretarme el brazo y suspirar.

De vez en cuando pasábamos junto a una armadura, y como ya me había ocurrido antes, cada vez tenía la desagradable sensación de que alguien me observaba desde dentro.

—Ahí hay alguien, ¿verdad? —le susurré a mister George—. Un pobre novicio que no puede ir al váter en todo el día, ¿no? Me doy perfecta cuenta de que ahora mismo nos está observando.

—No —dijo mister George, y rió bajito—. Pero hay cámaras de vigilancia instaladas en las viseras, de ahí que tengas la sensación de que te observan.

Vaya, con que cámaras de vigilancia… Bueno, al menos no tenía que compadecerme de ellas.

Cuando llegamos a la primera escalera que bajaba hacia los sótanos, recordé que mister George se había olvidado de algo.

—¿No me quiere vendar los ojos?

—Creo que hoy podemos ahorrárnoslo —respondió mister George—. No hay nadie aquí que nos lo prohíba, ¿no es cierto?

Lo miré perpleja.

Normalmente tenía que recorrer el camino con los ojos tapados con un pañuelo negro, porque los Vigilantes no querían que pudiera encontrar por mi cuenta el lugar donde se guardaba el cronógrafo. Por algún motivo consideraban probable que se lo robara si tenía la oportunidad, lo que naturalmente era una estupidez, porque aquel trasto no solo me parecía siniestro —¡funcionaba con sangre!—, sino que tampoco tenía la menor idea de cómo se utilizaban sus incontables engranajes, palancas y cajoncitos. Pero, en lo que al tema de los robos se refería, todos los Vigilantes se comportaban como unos paranoicos.

Seguramente eso se explicaba porque en otro tiempo había habido dos cronógrafos. Hacía casi diecisiete años, mi prima Lucy y su novio Paul, los números nueve y diez en el Círculo de los Doce, se habían escapado con uno de ellos, aunque todavía no había descubierto cuál había sido exactamente el motivo que habían tenido para hacerlo, de hecho, había un montón de cosas en las que andaba a ciegas en todo ese asunto.

—Por cierto madame Rossini nos ha hecho saber que ha elegido un nuevo color para tu vestido de baile, no recuerdo cuál, pero estoy convencido de que estarás arrebatadora con él. —Mister George rió entre dientes—. Aunque hace un rato Giordano ha vuelto a pintármelo todo de negro y me ha vuelto a recitar la lista completa de los espantosos
faux pas
que vas a cometer en el siglo XVIII.

El corazón me dio un brinco, porque me hizo recordar que tenía que ir con Gideon al baile, y en ese momento no podía imaginar siquiera que al día siguiente estaría en condiciones de bailar con él sin destrozar, como mínimo, su pie.

—¿Por qué tanta prisa? —pregunté—. ¿Por qué el baile, visto desde nuestra perspectiva, debe tener lugar forzosamente mañana por la noche? ¿Por qué no podemos esperar sencillamente unas semanas más? Al fin y al cabo, ese baile se celebra ese preciso día del año 1782 sin que importe el momento desde el que nosotros lo visitemos, ¿no es así?

Prescindiendo de Gideon, esa era una cuestión que hacía tiempo también me preocupaba.

—El conde de Saint Germain ha indicado con precisión cuánto tiempo en el presente debe transcurrir entre las visitas que le hagáis —dijo mister George, y me cedió el paso para que bajara por la escalera de caracol.

A medida que descendíamos y nos adentrábamos en el laberinto de los subterráneos, el olor a moho se iba haciendo cada vez más intenso. Allí abajo no había cuadros colgados de las paredes, y aunque habían instalado sensores de movimientos que se encargaban de que las luces se fueran encendiendo a nuestro paso, los pasadizos que se abrían de vez en cuando a la derecha y a la izquierda se perdían al cabo de unos metros en la oscuridad. Supuestamente allí se habían extraviado en varias ocasiones algunas personas y otras habían aparecido más tarde en algún punto en el otro extremo de la ciudad. Supuestamente, eso sí.

—Pero ¿por qué se fijó esos intervalos el conde? ¿Y por qué todos los Vigilantes se la tienen a esa norma como si fuera un dogma?

Mister George se limitó a lanzar un suspiro por respuesta.

—Quiero decir que si nos concediéramos unas semanas de tiempo, para el conde tampoco cambiaría nada, ¿no? —pregunté—. Él está en el año 1872, y el tiempo no corre más lento desde su perspectiva. En cambio, de esta manera yo podría aprender con calma todo ese lío del minué y tal vez también sabría quién sitió a quién en Gibraltar y por qué. —Lo de Gideon sería mejor que me lo saltara—. Entonces nadie tendría que criticarme todo el rato ni tener miedo a que hiciera el ridículo espantoso en ese baile y a que revelara, además, con mi comportamiento que vengo del futuro. ¿Por qué, pues, el conde está tan interesado en que para mí sea precisamente mañana cuando vaya a ese baile?

—Sí, ¿por qué? —murmuró mister George—. Parece como si tuviera miedo de ti y de lo que podrías averiguar si dispusieras de más tiempo.

Ya no faltaba mucho para llegar al antiguo laboratorio de alquimia. Si no me equivocaba, estaba justo al doblar la esquina. Aminoré el paso.

—¿Miedo de mí? Si casi me estrangula sin tocarme… Dado que también puede leer el pensamiento, tiene que saber que es él quien me da pánico, y no al revés.

—¿Qué casi te estrangula? ¿Sin tocarte? —Mister George se paró en seco y me miró estupefacto—. Por todos los cielos, Gwendolyn, ¿por qué no lo has explicado antes?

—¿Me hubieran creído?

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