Epidemia (47 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Epidemia
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—Me apartaré de aquí —dijo, pronunciando lentamente a través de su boca hinchada.

—Gracias, señora.

El capitán vaciló, intentando establecer contacto visual, pero Ruth no podía mirarle a la cara. No podía mirar a nadie. Esperaban mucho de ella.

Y ella utilizaba eso contra ellos. Todo el mundo tenía miedo de un nuevo contagio, de que se cociera algo más en Los Ángeles, pero Ruth había convencido al coronel Beymer de que enviase un helicóptero a buscar a sus amigos igualmente. Kendra Freedman fue el nombre que citó. «Tenemos que encontrarla», había dicho, y aquello era verdad, pero estaba menos interesada en salvar a Freedman que en averiguar si Cam y Deborah estaban vivos.

Ruth atravesó la pista de aterrizaje, se sentó en una caja de suministros y pasó una uña por el astillado borde de la caja. Era estupendo estar fuera de su laboratorio. Incluso la boca le dolía menos en el exterior. La tienda de campaña era pequeña y oscura, y a Ruth le perturbaban más que nunca las cosas pequeñas y oscuras. La espera era peor. Hacía diez minutos que Beymer había enviado a un hombre para decirle que había llegado el equipo de Los Ángeles.

«Yo debería haber estado allí.»

Aquel pensamiento la atormentaría toda su vida. ¿Habrían sido diferentes las cosas si ella hubiese podido ayudarles? ¿Estaría ahora muerta también?

Ruth había recuperado el sentido en una casa en la vieja aldea asolada por una inundación de Tabernash, a treinta y dos kilómetros al sur del hangar del V-22. Ingrid estaba con ella en una habitación cerrada, pero estaba infectada, y sólo una de las manos de Ruth estaba parcialmente desatada. Ingrid debía de haber visto a los demás enfermar antes de correr a liberar a Ruth. Pero no había sido lo suficientemente rápida. Ruth seguía atada a la cama. Convencer a Ingrid para que se acercara había sido imposible. Ruth había gritado y suplicado en la oscuridad, hambrienta, sangrando, y sola a excepción del inconsciente fantasma de su amiga. Observaba cómo Ingrid se paseaba durante horas de un lado a otro, dándose contra las paredes, sin llegar a encontrar jamás la puerta, hasta que la anciana finalmente se acercó lo suficiente como para que pudiese agarrarla del cinturón. Ruth estaba débil. Ingrid torpe. Cayó sobre Ruth y después se alejó rodando, pero la científica ya había conseguido coger la pistola que llevaba en la cadera. Tenía las manos atadas demasiado juntas como para apuntar a las cuerdas, y tampoco quería dispararse a los pies, pero logró usar el arma como herramienta para liberarse. Después encontró la radio.

Unas horas antes, Ruth había conseguido modificar la primera vacuna para que la plaga mental actuase más deprisa que la contravacuna, creando así un antídoto. Reprogramar el antídoto para que no se duplicase excepto en condiciones específicas había sido más difícil, pero querían evitar que se extendiera a los chinos, al menos hasta que el enemigo estuviese detenido en campos de prisioneros. Ruth había ideado una función que limitaba que el antídoto se replicara sólo en atmósferas ricas en oxígeno. Podía crear un medio artificial, especialmente a la altitud de Sylvan Mountain, usando valiosos suministros médicos. Eso significaba que pudo cultivar el antídoto en pequeñas dosis. Después lo aseguró en frascos de plasma sanguíneo para inyectárselos a las personas de una en una.

Ingrid, Emma y el general Walls estaban ahora en una tienda de campaña privada, recuperándose. El resto de aquellos héroes habían desaparecido. Por los datos del ordenador de Walls sabían quién más había sobrevivido, pero Bobbi Goodrich debía de haberse alejado de su refugio antes de que Ruth se liberase. Bobbi había desaparecido. Tampoco habían podido localizar a la otra escuadra de soldados inmunizados dirigida por el teniente Pritchard. Donde quiera que se hubiese escondido el comando de las Fuerzas Armadas, sus hombres estaban infectados, tal vez muriéndose de hambre o heridos, y Ruth esperaba que alguien los encontrase antes de que fuese demasiado tarde. Los lugares que se habían ganado en la historia eran primordiales incluso para ella, porque había sido esa gente, y no ella, quien había luchado hasta el final.

La agente Rezac era otra complicación. El antídoto de Ruth presentaba algunos de los mismos riesgos que la propia plaga mental. Al cabo de unos segundos de recibir la inyección, Rezac había sufrido un derrame cerebral y había muerto. Y el mismo problema había incapacitado o matado a decenas más en Sylvan Mountain mientras despertaban de la plaga. No era justo.

Los primeros informes desde Los Ángeles fueron todavía más pesimistas. El equipo de rescate dijo que habían encontrado a Deborah y a Kendra muertas en un aparcamiento fuera de los laboratorios chinos. Los cuerpos de las mujeres estaban tirados uno junto al otro, con el brazo de Kendra estirado, y la mano de Deborah pegada a su propio rostro con un sustrato en la boca.

Lo habían conseguido. Aunque se habían visto superados por los soldados chinos, habían ganado. Desde sus cuerpos, la contravacuna habría pasado al enemigo... y a Cam.

Él estaba vivo. Estaba en la segunda fase de la infección cuando el equipo de rescate lo encontró acurrucado entre las ruinas. Su cuerpo estaba en una especie de estado indefinido de hibernación. Aquello le había salvado. Probablemente no se había movido más que unos centímetros durante la primera fase de agitación de la plaga mental. Estaba casi muerto por la pérdida de sangre, pero habían hecho todo lo posible por aumentar sus signos vitales. Lo estaban trasladando rápidamente a Sylvan Mountain para operarle. Aparte de los dos prisioneros chinos encontrados en el emplazamiento, Cam era el único testigo de lo que había sucedido en Los Ángeles. Medrano también había muerto, así como un par de soldados rusos encontrados entre los escombros. ¿Serían aliados de los chinos?

Cam podía saber algo sobre el trabajo de diseño de Kendra, o de los otros laboratorios, o de los supervivientes estadounidenses, pero en realidad no había motivos para que Ruth dejase sus propios programas acelerados de investigación para esperar su helicóptero. No había recuperado la consciencia. E incluso si abría los ojos, sería un zombie. Cam tendría más probabilidades de recuperarse si fuese receptivo, si no luchase contra sus restricciones, pero su cuerpo no necesitaba más
shocks
inmediatos. Los médicos no le inyectarían el antídoto hasta que mejorase.

Ruth sólo había ido a la pista de aterrizaje porque necesitaba verle una vez más antes de que se arriesgasen a matarlo como había sucedido con la agente Rezac.

Esperaba estar embarazada. Parecía improbable. Sólo habían hecho el amor una vez, pero estaba ovulando, de modo que no era imposible. Deseaba tener ese hijo. Así al menos parte de él continuaría adelante.

¿Acaso no se lo merecían ambos?

Ruth se puso inmediatamente de pie cuando dos F-35 planearon sobre su cabeza. Era el equipo de rescate de la costa Oeste. ¿Dónde estaba el helicóptero? Pasaron largos segundos antes de que un punto negro apareciese desde la puesta del sol. El martilleo de sus rotores resonaba por las laderas. Su misión se había retrasado porque el helicóptero había tenido que repostar en Utah, California, y después en Utah de nuevo. Aquel vuelo a Los Ángeles había sido un minucioso juego del salto de la rana, trabajando con cazas como escoltas con mucha más autonomía y velocidad; lo cierto es que no había más aviones de despegue vertical disponibles. Ruth se alegraba de que hubiesen logrado llegar hasta California. Rompió su promesa de no acercarse a la pista cuando el Black Hawk se aproximó por fin.

—¡Espere, doctora Goldman! —gritó el capitán.

El hombre corrió para detener a Ruth, pero ella se lo quitó de encima y empezó a mirar a todas partes, arriba, a la izquierda, intentando anticipar dónde aterrizaría el helicóptero. Esquivó un jeep cargado de alambre. Después chocó contra dos mecánicos que estaban desmontando un motor y le dio una patada a las piezas de recambio, esparciéndolas por el suelo.

—¡Oiga! —gritó un hombre.

—Lo siento... —dijo, agitando las manos nerviosa. El metal diseminado a los pies de Ruth parecía un mal presagio.

Estuvo a punto de agacharse para ayudarles a recogerlo, pero los equipos médicos habían salido de los edificios bajos que había junto a la pista. Ruth corrió hacia ellos, pero el capitán la agarró de la manga.

—Goldman, espere.

Ella se quedó mirando a aquel hombre, que era mucho más corpulento que ella.

—Quíteme las manos de encima —dijo Ruth.

Él vaciló. Ella se soltó de un tirón. No era culpa suya, sólo la estaba protegiendo, pero Ruth ya no tenía ningún interés en que nadie la protegiera de nada.

De algún modo consiguió controlarse lo suficiente como para darles espacio a los paramédicos y a las camillas mientras un soldado saltaba del Black Hawk. Junto a su cuerpo, su puño se apretaba y se soltaba.

El primer hombre al que sacaron de la cubierta de vuelo estaba irreconocible, envuelto en mantas y con la cara cubierta con una máscara de oxígeno y vendajes. Las aspas del vehículo seguían girando. Ruth corrió hacia el grupo.

—¡Cam! —gritó—. Pero los ojos idos de aquel hombre eran asiáticos. Un prisionero.

—¿Dónde está el cabo Najarro? —gritó.

Estaban descargando a alguien más por el otro lado. Ruth se abrió paso a empujones por el morro del Black Hawk y se unió a la confusión mientras colgaban unos goteros por encima de su camilla. Necesitaba tocarle. Sentía la necesidad en sus temblorosas manos. Ellos dos eran un circuito que debía cerrarse de nuevo, aunque fuese sólo por aquel instante.

Cam llevaba una máscara de oxígeno como el otro hombre. Un lado de su barba se había quemado, dejándole sólo una sombra de vello negro en su cara. Sin embargo, reconoció su cabello, y los músculos del cuello, aunque su piel oscura estuviese gris y brillante como la cera.

—Señorita, no puede... —dijo alguien.

Su mano alcanzó el hombro de Cam y estalló en lágrimas. Sentía el dolor de una amante y de una amiga, un dolor terrible y profundo. «Quédate conmigo —pensó—. Quédate conmigo. Todavía no hemos tenido nuestra oportunidad. Por favor.» Los ojos de Cam no reflejaban nada más que la ausente e indiferente mirada de la plaga, a diferencia de su característica rabia o determinación. Ruth se giró incluso antes de que otro médico le dijera:

—Deje que lo llevemos dentro.

Ella asintió. No importaba si habían visto el movimiento de su cabeza o no. Ya se estaba retirando, y aquel gesto era tanto hacia ella misma como hacia todos los demás.

Era un gesto típico de él, duro y conciso.

Seguiría luchando, con él o sin él. Se lo debía a todos ellos, aunque no estaba realmente segura de hasta qué punto llevar la siguiente generación de nanotecnología. ¿En qué momento se convertía la autodefensa en algo más? ¿Era posible limitarse a curar a la gente cuando sabía lo fácil que se extenderían los nuevos avances a todo el mundo?

Conforme se apartaba del helicóptero, dos jeeps y más hombres recibieron a los soldados a bordo. Si alguien la había reconocido, no dijo nada. Estaban siguiendo órdenes, descargando con cuidado unos ordenadores, material de laboratorio y documentos. Revisar todo aquel material sería una tarea inmensa. Ruth no tenía ganas de hacerlo. El trabajo mantendría su mente apartada de Cam, pero tal vez estar preocupándose por él habría sido mejor.

«No puedo volver a esa tienda ahora —pensó—. Debería hacerlo. Tengo que hacerlo.» Pero en lugar de hacerlo, caminó hasta el surcado terreno que había más allá de la pista de aterrizaje de los helicópteros, deleitándose con la luz del cielo y el frío. Su cuerpo estaba tan agitado como su cabeza.

«No puedo.»

Ruth se había planteado matar a todo el resto del planeta. Siempre había pensado que su papel era defensivo, pero ¿y si había llegado la hora de que lanzase sus propios ataques? Podría convertirse en un líder planetario, tal y como se habían imaginado a sí mismos hombres como el senador Kendricks.

Al igual que las primeras tecnologías, la plaga mental y sus vacunas estaban disponibles para que las utilizase cualquiera. Pronto podría haber otra plaga, a menos que ella se adelantase a todos los enemigos. Por muy abiertos que tuvieran los ojos, era imposible saber quién se estaba convirtiendo en una amenaza. Rusia. India. Japón. Brasil. O incluso en su propio bando habría gente que insistiría en desarrollar sus propias armas sin ella. Steve McCown había muerto, asesinado en Grand Lake, y Meghna Katechia había desaparecido, posiblemente capturada por los chinos, pero debía de haber otros supervivientes con al menos un conocimiento rudimentario sobre nanotecnología. En el extranjero habría más.

La misma curiosidad y la misma ambición que había llevado al éxito al
Homo sapiens
también era su punto débil. Su inteligencia era un arma de doble filo. Ruth estaba convencida de que el siguiente paso en la evolución debía ser superar sus propios recelos y avaricia. Tal vez ya fuese demasiado tarde. El medio ambiente estaba destrozado. La guerra se había convertido en un reflejo de ello. Su fe era lo único que había aumentado.

Nada de lo que había sucedido tenía por qué ser en vano. Todos ellos lo habían hecho bien, habían conseguido más de lo que nadie tenía derecho a esperar. Y eso también era cierto en el caso de sus oponentes entre los chinos.

Ruth se sentía supersticiosa. Casi podía entender el patrón que se había desarrollado. Su premonición de perder a Cam se había cumplido, aunque no de la manera que esperaba.

El lugar que ocupaban Deborah y Kendra en aquel puzle eran innegables. Ruth deseaba saber dónde encontrar a Sarah Foshtomi. En cierto modo, Foshtomi la había salvado al provocar el accidente que la había infectado. Tal vez la joven hubiese tenido también un papel decisivo a la hora de ayudar a Cam. Ruth esperaba que así fuera. Como tantas otras personas, Foshtomi había desaparecido. Probablemente estuviese muerta, pero su vida había marcado una diferencia.

Ruth jamás habría imaginado una nueva plaga mental de no haber habido otra guerra, y sin la guerra, no habría poseído aquella tecnología de nueva generación. ¿Y si ése era el motivo por el que seguía viva?

No había sido fiel a las responsabilidades que conllevaba su formación. Ahora tenía otra oportunidad, y herramientas todavía mejores en su poder. La plaga mental de Freedman ofrecía una interesante posibilidad. Ruth no tenía la menor duda de que algunas personas se opondrían a hacerles a los chinos exactamente lo mismo que ellos habían planeado hacerles a ellos: convertir a sus enemigos en peones y esclavos. Había una opción mejor.

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