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Authors: Carlos García Gual

Tags: #Filosofía

Epicuro, el libertador (6 page)

BOOK: Epicuro, el libertador
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El refrán popular que dice «de gustos nada hay escrito» se refiere a la difícil objetividad en este terreno. Las preferencias en este orden podrían ser casi personales. La cuestión de «¿Qué es para ti el placer?», en su respuesta, podría definir a muchos individuos. De ahí la necesidad de precisar este concepto cuando va a ser el centro de una teoría moral. Los tipos de placer, el tiempo y la intensidad de los mismos deben ser ordenados según un cierto patrón. Ya Sócrates en el Protágoras hablaba de buscar la felicidad mediante una ciencia que consistiera en la medición —
symmétresis
— del placer. Platón, en el
Filebo
y en el
Gorgias
, ha procurado superar el subjetivismo de las sensaciones placenteras y dolorosas sometiendo el placer a un criterio más objetivo: la verdad. Hablaba así de placeres auténticos frente a los inauténticos, y esa autenticidad del placer le venía conferida por su referencia última a la Verdad y al Bien, que son, según él, normas objetivas, Ideas a las que se refiere esta realidad y que deben configurar paradigmáticamente el orden social.
[30]

Aristipo, el predecesor del hedonismo, había obrado ingenuamente al respecto. Para él, el placer auténtico era el sensible, activo y momentáneamente actual. Sin embargo, si medimos por éste nuestra vida, el balance puede resultar muy negativo; pues conseguir este placer de modo continuo no está en nuestro poder, y es difícil que su cantidad pueda compensar el peso del dolor que se amontona en la vida de muchos hombres. De ahí que uno de los cirenaicos más consecuentes, Hegesias el
Peisithánatos
, predicara el suicidio con tan gran convicción y persuasión que sus charlas mortíferas tuvieron que ser prohibidas por una disposición oficial en el Egipto tolemaico.

Epicuro trazó algunas divisiones muy pertinentes para su teoría, como la de los placeres en movimiento y los perdurables en su estabilidad o catastemáticos, subrayando la mayor importancia de estos últimos frente a Aristipo. Distinguión también entre placeres naturales y necesarios, naturales y no necesarios, y ni naturales ni necesarios, distinción básica a la hora de escoger y ordenarlos. Una tercera división, la de placeres sensibles y espirituales, se halla también esbozada, aunque, por el carácter materialista de su psicología, sus acentos sean distintos de los de la división platónica. Una máxima muy importante (M. C. XX) habla de los placeres de la cama, que son insaciables, mientras que la inteligencia, que conoce las limitaciones de la vida humana, nos procura placeres completos para un tiempo limitado. Una división semejante, que tiene antecedentes platónicos (p. ej.,
Filebo
52 c-d), puede encontrarse redescubierta por algún psicólogo moderno, por ejemplo, en la distinción de Fromm
[31]
entre deseos naturales, que pueden satisfacerse fácilmente, y deseos irracionales o insaciables. Estos placeres naturales, que, como diría Aristóteles, consisten en «el desarrollo expedito de una actividad natural» (
E. N.
1153 a), o, como diría Freud, son «el alivio de una tensión penosa», resultan la base mínima de la felicidad. «La esencia del bien —ha dicho W. James— reside simplemente en la satisfacción de un deseo». Pero aquí entra en juego el papel del sabio que conoce qué deseos deben y pueden ser satisfechos. El fin del placer es obtener la ataraxia, la paz feliz, la «santa serenidad». En esta moderación, que busca no la exaltación de los sentidos, sino la satisfacción tranquila de los deseos primordiales y la ausencia de dolor y de perturbaciones anímicas, podemos sentir un rasgo muy propio del pensamiento helénico. El paisaje austero de pinos, olivas y montañas del Ática está muy lejos de la fértil campiña de Síbaris. Los placeres de los filósofos del Jardín son sencillos y fáciles.

«El mayor placer está en beber agua cuando se tiene sed y comer pan cuando se tiene hambre» (D. L. X. 131).

A pesar de lo provocativo que resulta su rechazo de la retórica moralizante, provocación a veces buscada por sus punzantes expresiones, es notable lo acorde con la ética griega tradicional que resulta la predicación de Epicuro en algún punto; como en éste de la moderación, tan importante en el pensamiento griego, con su apreciación por la medida y la proporción. Se podría calificar de «apolíneo» el talante de la felicidad buscada por Epicuro —tal vez apuntando a un rasgo de carácter personal—; como opuesto a esa imposible felicidad «dionisíaca», más romántica, basada en el intenso placer de un instante supremo. Es el placer limitado y cotidiano el que da sentido a la vida, no la nostalgia del paraíso desenfrenado. Desde luego que en su rechazo del esfuerzo, de la actitud social competitiva y de la búsqueda de públicos honores y fama, significa un recorte de aquélla. Pero en otros temas la teoría de Epicuro significa sólo una inversión de términos éticos. Decía que «por el placer hay que preferir las virtudes, no por sí mismas, como la medicina por la salud», y que «sólo la virtud es inseparable del placer». (D. L. X. 138).

En el fondo se trata de una ética de resistencia al dolor, de buscar una felicidad natural que se encuentra amenazada por la ambición, el temor y otras vanidades. «El placer de que hablamos consiste en la ausencia de sufrimiento físico y de perturbación del alma» (D. L. X. 131). La definición del placer, que, según Epicuro (D. L. 128-129), es «el principio y fin de la vida dichosa» —
arkhên kai télos légomen einai tou makariôs zên
—, resulta notablemente negativa. La limitación de los placeres, a que nos lleva una inclinación natural, los hace fáciles de conseguir y estables (M. C. XV). «El pan y el agua dan el mayor placer si se toman por necesidad. Acostumbrarse a un modo de vida sencillo y sin lujo es bueno para la salud, hace al hombre resistente a las constantes exigencias de la vida y nos otorga un estado de ánimo superior en los momentos excepcionales en que disfrutamos de cosas costosas» (D. L. X. 131).

Cuanto menos dependa de los bienes externos, tanto más autárquica es nuestra felicidad. «El mejor fruto de la autarquía es la libertad» (S. V. LXXVII). «Felicidad y bienaventuranza no son fruto del dinero ni de la influencia de ni los honores o el poder, sino de la ausencia de sufrimiento, de la moderación de las pasiones y de un ánimo que contempla los límites del fin natural de la vida» (Plutarco,
Vida de Demetrio
, 34).

VIII

Una de las críticas más incisivas que pueden hacerse a la teoría que cifra la felicidad en el placer es la de su dudosa autarquía. En este punto los cínicos y los estoicos pueden destacar que la «virtud» es más independiente de las cosas externas que las sensaciones placenteras, que necesitan siempre de un objeto agradable. Contra ello, Epicuro tiende a fortalecer el factor subjetivo, el talante anímico como lo esencial, mientras que los objetos de los sentidos son pretextos elementales de la felicidad. La fuerza interior del alma puede superar cualquier obstáculo doloroso. La vida de Epicuro, que era, como algunos modernos filósofos entusiastas del placer, Nietzsche o William James, un enfermo grave, es un ejemplo de esta doctrina. «En este día verdaderamente feliz de mi vida, en que estoy en trance de morir, te escribo estas palabras. La enfermedad de mi vejiga y estómago prosigue su curso sin disminuir su habitual agudeza. Pero aún mayor es la alegría de mi corazón al recordar mis conversaciones contigo». Así empieza su última carta a un amigo íntimo conservada por Diógenes Laercio (Fr. 48).

Este sobreponerse al dolor físico mediante un factor espiritual, la memoria como capacidad de recordar los momentos felices y de superar el presente mediante esa presentación de un feliz pasado, subraya la autarquía del espíritu humano frente a su circunstancia física inmediata. Así como contra los dolores físicos pueden movilizarse las representaciones psíquicas, se hace preciso combatir las perturbaciones del ánimo mediante otras representaciones que nos aporten la deseada serenidad.

Contra la angustia y el temor a la muerte ha escrito largamente Epicuro. En este combate contra los fantasmas terroríficos del más allá desconocido, contra el temor a los dioses infernales, han visto Lucrecio y otros uno de los méritos más claros del maestro. Es curioso que a los griegos les ha asustado sobre todo la creencia en unos posibles castigos ultraterrenos, no la perspectiva sombría de la aniquilación total.

Eurípides ya notaba que la nada puede ser un agradable reposo después de la muerte. Epicuro ha insistido en el argumento —de origen sofístico, como puede verse en el Axioco pseudoplatónico— de que la muerte es la insensibilidad. «La muerte, el más terrible de todos los males, no supone nada para nosotros; mientras vivimos no existe la muerte, y, cuando acude en nuestra busca, nosotros ya no estamos» (
Ep. Men.
125). Este
oudén pros hêmás
, «nada para nosotros», de la muerte supone una teoría física del cuerpo y alma, y de la muerte como disolución, que Epicuro encontró ya expuesta en el atomismo.

El placer de Epicuro no es, sin embargo, más que subjetivo; su verdad no depende más que del sentimiento individual; es el placer de un filósofo que no pretende cambiar el orden social, sino que renuncia al ágora y se refugia en su jardín. Esto es lo que más nos escandaliza en la palabra «placer», que, sin embargo, se refiere a algo que todos admitimos en nuestra vida particular como integrante de la felicidad deseada cuando se relaciona con la teoría moral. La moral es un elemento que confiere estabilidad a la estructura de relaciones sociales; el placer, por el contrario, parece oponerse a la cohesión social y remitirnos a nuestro aislamiento individual. Placer es anarquía.
[32]
Y una sociedad basada en la moral del placer sería una sociedad de un egoísmo desordenado. No sólo porque el placer basado en nuestras sensaciones nos remite a nuestra individualidad. A veces el placer puede aumentarse por la inserción en un grupo humano muy amplio. El bávaro que bebe cerveza en un barracón de la feria de octubre de Munich siente aumentada su alegría por el hecho de hallarse rodeado de varios miles de bebedores de cerveza, y los «fans» de un conjunto musical o los «hinchas» de un equipo deportivo pueden aumentar su placer al gritar en una aglomeración muy numerosa.

También la compañía causa placer, y el instinto gregario del animal humano se satisface en la reunión social. La sociedad es una de las causas mayores de placer, indudablemente; pero la inestabilidad de la relación entre una y otro impone someterse a una serie de reglas objetivas harto complicadas. La represión de placer que la sociedad impone es algo que Freud y H. Marcuse han subrayado hoy con una profundidad psicológica y sociológica que Epicuro no sospechaba, pero que alude siempre a la oposición fundamental entre placer individual y cohesión de la estructura social. Éste es, sin embargo, el problema básico de toda teoría hedonista, y puede encontrarse planteado claramente ya en Hobbes y Spencer, para quienes el placer individual se halla mediatizado por el bienestar colectivo y puede obtenerse a través de éste. Para explicarnos por qué Epicuro no se ha planteado este problema podemos tal vez pensar que no esperaba modificar la sociedad y que su filosofía se dirigía a unos pocos quienes, apartados, observan (como en Lucrecio II, 1-4) las tempestades del mar desde su abrigo en tierra.

IX

Se ha subrayado alguna vez
[33]
que Epicuro coloca, en el lugar dejado vacante por la justicia, a la amistad como vínculo de unión entre los hombres. La amistad,
philía
, era ciertamente una de las virtudes más preciadas de los griegos desde la tradición homérica a Platón y Aristóteles. Aunque en nuestro mundo el papel de la amistad se ha depreciado en gran medida, todavía en la retórica moralizante de origen cristiano ocupa el amor fraterno, afecto universal que vincula a los humanos, un papel ético básico. En este punto la philía de los filósofos helenísticos —de los epicúreos, y también de los estoicos, que insistían en la simpatía del cosmos y en especial de la fraternidad universal, por ser todos los hombres hijos de un único Dios— ha sido un prenuncio de la
ágape
o amor cristiano.

Frente al aprecio por este sentimiento, el amor pasional o eros es condenado por Epicuro como causa de desórdenes, falsas ilusiones y sufrimientos. Ese amor pasión
[34]
es un afecto irracional y maniático frente a la amistad, «cuya adquisición es con mucho el mayor aliciente que ofrece la sabiduría (
sophía
) para la felicidad de la vida entera» (M. C. XXVII).

Puede pensarse que la adquisición de amigos tiene una finalidad egoísta. Pero frente a ese egoísmo, que encaja en la autarquía del sabio feliz, hay un auténtico énfasis en el valor de la amistad. Los epicúreos ejemplificaron en la práctica este principio. Epicuro dice que el sabio «estará dispuesto incluso a morir por un amigo» (D. L. 121 b). Esta disposición al sacrificio por los amigos puede ser un riesgo contra la imperturbabilidad de ánimo, inconsecuencia doctrinal que paradójicamente nos acerca más al filósofo; del mismo modo, el ceremonioso Confucio escandalizaba a sus discípulos llorando a su amigo predilecto mucho más largo tiempo del señalado en las normas y etiquetas que él mismo había compuesto.
[35]

Sustituir la justicia por la amistad parecerá tal vez más humanitario; sin embargo, reemplazar la idea objetiva de un orden social definido por una entidad subjetiva y de base sentimental como la amistad, siempre con tendencias individuales, es un grave riesgo de perturbación moral. El cristianismo, al menos en ciertos momentos, ha predicado también una utópica sociedad basada en el amor fraterno; pero medir hasta qué punto la práctica histórica de la doctrina no ha hecho de este ideal una escandalosa hipocresía nos apartaría ahora demasiado de nuestro tema. Lo que nos interesa subrayar es lo que esto supone de alejamiento de toda política. La palabra
philía
tiene matices políticos en Platón, que la usa en una acepción semejante a las de
symphônía y homónoia
[36]
, como «concordia» en algunos pasajes de la República, y en Aristóteles, que insiste explícitamente en la
philía politikê
. Reaccionando contra estas acepciones, el Jardín da al sustantivo
philía
un carácter más universal. Una célebre máxima (S. V. 52) recalca este valor con unos tonos que recuerdan las iniciaciones mistéricas: «La amistad baila la ronda por el universo invitándonos ya a todos a despertarnos para la felicidad». La mención del universo, la
ecúmene
, como ámbito de esta filantropía es un rasgo histórico que señala cómo, después de Alejandro, el viejo marco de la ciudad había sido superado en un cosmopolitismo nuevo para el mundo griego que la filosofía helenística difundirá. Esta amistad, que va unida a la sabiduría y es una virtud necesaria para la felicidad, está disociada de la vida política, como otras virtudes universales de la época del helenismo.

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