El conserje me reconoció y me dijo que no había llegado, pero que estaría al caer.
—Hoy después de la grabación tenía ensayo —dijo orgulloso de Carol como todos los que la conocíamos.
Nos sentamos en los sofás del vestíbulo y nos pusimos a hojear revistas. Por la hora en que se despidió de ella Verónica cuando fue a verla a televisión no tardaría mucho, como reconoció el conserje. Seguro que le daba buenas propinas para que le fuera fiel. En eso se parecía a Lilí, que también le soltaba grandes aguinaldos y un sobre de vez en cuando a nuestro portero.
Carol siempre había querido ser famosa e importante y sufría mucho con los fracasos y los desaires; nunca se encontraba valorada como ella se merecía y una vez intentó suicidarse tomándose algo, no llegué a enterarme con qué fue, pero antes del final me llamó y vine corriendo. Ella no podía ni llegar a la puerta, así que me abrió el conserje. Le dije que tenía fiebre y lo despedí. Vi tan mal a Carol que estuve tentada de avisar a una ambulancia, pero antes le metí los dedos y empezó a echarlo todo. Se los metí varias veces hasta que no quedó nada, luego le di agua y venga agua. A veces la vomitaba y a veces no y se quedó dormida. Estuvo durmiendo muchas horas. De media en media hora le levantaba la cabeza y la obligaba a beber para que no se deshidratara. No tenía ni idea de si estaba bien lo que hacía, lo que parecía seguro es que ya no se moría y que habíamos evitado el escándalo, que cuando se pusiera bien sería lo que más le preocuparía. Mientras dormía recogí de la moqueta gris de su cuarto la vomitona, que básicamente eran ríos de babas verdes. Usé kilómetros de papel de cocina y no encontré guantes, así que procuraba no mirar detenidamente lo que limpiaba. Apestaba tanto que también estuve a punto de echar la papilla. El caso es que cuando por fin despertó dijo que se encontraba bien y no tuvo que ver las huellas del desastre. Le hice un té, lo único disponible en la cocina. Me preguntó si el conserje había sospechado algo. Nadie se había enterado de nada. Qué buena eres, me dijo, y me pidió que me quedase con ella aquella noche. Ella misma llamó a Lilí para decirle que estaba en su apartamento. A Lilí todo lo que hiciese Carol le parecía bien y deseaba que a mí se me pegase algo de su talento para poder presumir de mí.
No me traía buenos recuerdos, el apartamento. Siempre que entraba en él me olía un poco a vomitona, incluso el vestidor.
Conociendo la entrega del conserje a Carol, me acerqué y le pedí que por favor no la llamase por teléfono para avisarle de nuestra visita porque queríamos darle una sorpresa que le iba a hacer mucha ilusión. Le hemos preparado una fiesta en un restaurante, dije.
Estábamos sentadas de forma que no nos viera al entrar, lo que hizo a los tres cuartos de hora. Seguramente se había quedado perfeccionando su personaje, era incansable, y nunca me había atrevido a pensar que no triunfaría a lo grande.
Cuando ya no tenía escapatoria, a no ser que saliera corriendo delante del conserje, nos levantamos para saludarla.
—¿A que es una sorpresa? —dijo Verónica.
Ella echó una mirada al conserje, no entendía cómo no la había avisado, y yo me encaminé a los ascensores.
—No te entretendremos mucho —dijo Verónica.
—Podemos tomar algo aquí al lado —dijo Carol.
—Me encantaría conocer dónde vive una actriz —dijo Verónica—. El único famoso que he conocido es un escritor que me firmó un libro en el instituto.
Yo esperaba con la puerta abierta. No tenía más remedio que aceptar invitarnos.
—No tengo nada que ofreceros —dijo—. Le diré a Germán que nos suba algo.
Germán era el conserje, que no se había dado cuenta de nada y nos miraba risueño.
Abrió la puerta de entrada y ya sabía yo que a Verónica le impactaría ver aquel ventanal desde donde se veía gran parte de Madrid. Era chocante que alguien tan joven ya tuviera ese tren de vida.
Verónica se desplomó en uno de los sofás de piel de ternera blanca sin quitarse la cazadora. Yo me quité el visón y lo dejé sobre un brazo porque sabía que a los cinco minutos estaría sudando.
Carol tenía cara de haber llorado en los ensayos por imperativo del guión y se nos quedó mirando de pie.
—Estoy cansada —dijo.
—Tendrías que ver el vestidor —le dije a Verónica tontamente para distender.
—Queremos aclarar algunas cosas. Dile a Laura que Greta no es su madre biológica ni Lilí su abuela.
—No seas ridícula. ¿Quién te crees que eres para exigirme nada?
Verónica no sabía que Carol tenía que batirse el cobre a diario con auténtica gentuza y que ella en comparación era un alma cándida.
—Laura te admira, se merece saber la verdad —dijo Verónica.
Verónica no sabía que alguien con un objetivo tan claro en la vida como Carol no puede caer en sentimentalismos y ella no quería mancharse las manos con mi drama.
—Yo también la quiero a ella, por eso te pido que no te metas en nuestras vidas. ¡Desaparece!
Las miré. Conocía a Carol de toda la vida. Jugábamos de pequeñas y la ayudé en el aborto y en el intento de suicidio, y me preocupaba que no pudiera soportar alguno de los reveses que sufría continuamente. Era lo más parecido que había tenido a una hermana. A Verónica la conocía hacía poco, no me importaba nada, no lograba que dejara de resultarme ajena y a veces cargante; decía que era mi hermana, pero me faltaba encontrarla en mis recuerdos.
—Carol, ¿por qué no me ayudas? En el fondo no me gusta haber llegado hasta aquí, pero he llegado y tú eres como mi hermana —dije.
—Ya te dije que no quiero escándalos. Sólo me faltaba esto.
Me levanté y me puse el abrigo. No sé por qué, el abrigo me daba una fuerza extra, como si nada ni nadie pudiera penetrar su coraza.
—Si no quieres que todo el mundo sepa lo que tú y yo sabemos y no saben ni siquiera tus padres, ni por supuesto Lilí, ya puedes empezar a hablar.
—¿Y tú dices que me quieres?
Verónica se levantó.
—¿Dónde dices que está el vestidor?
Carol y yo le señalamos la habitación del fondo.
—¿No tienes calor? —dijo Carol en el registro amable de sus tonos de voz.
—No importa —dije sentándome.
Ella continuó de pie. Estar de pie le permitía no estar mirándome de cerca a la cara.
—Eres adoptada. Nunca te lo dijeron para que no te sintieras diferente. Yo me enteré hace unos diez años. Para mí no cambiaba nada, como comprenderás. ¿Qué más daba? Adoptada o no, todos te queríamos y tu madre era tu madre y tu abuela, tu abuela. En los momentos difíciles siempre he recurrido a ti.
Las piernas se me aflojaron y me alegré de estar sentada. Era la primera vez que me decían la verdad a la cara. Alguien muy cercano de la familia lo confirmaba. Era adoptada. Verónica tenía razón.
—¿Cuándo pensaban decírmelo?
Se encogió de hombros.
—No es tan importante y les preocuparía tu reacción.
—¿No es importante que yo sepa quién soy?
—¡Por Dios! No te pongas trágica. Una madre que te quiere en lugar de otra que, pobrecilla, no podría criarte.
A Verónica el vestidor no debió de arrebatarle porque apareció de una manera que, aunque las botas no sonaban en la moqueta, parecían sonar. Se plantó ante Carol. Yo en este momento no habría podido levantarme. Parecía que me habían aflojado todas las tuercas.
—Pero eso no es todo, ¿verdad, Carol? ¿Cómo la adoptaron?, ¿dónde?, ¿existen papeles de adopción?
—No sé nada más. Y espero que esta confesión no te haga sufrir.
Sí que me hacía sufrir, pero nunca sufriría tanto como ella.
Le hice una señal a Verónica de que nos íbamos.
—Cuídate —le dije a Carol— y no hagas tonterías, pero si las haces no me llames a mí.
Me sentí muy desgraciada según bajábamos en el ascensor. No debía sentir cariño por Carol. Debía despegarme de ella, no me convenía.
Verónica no me miraba a la cara, no hablaba, estaba respetando mi intimidad. Cuando pasamos por la mesa del conserje nos preguntó por la sorpresa de Carol.
Verónica vuelve
Laura era una mujer hecha y derecha y su pena resultaba más pesada y más dura que los huesos y el cuerpo de una niña. Después de la escena con Carol, le dio por no hablar. Estaba como en trance. Encima no podía contraponer mi pena a la suya recordándole y lamentándome de que hacía poco me había quedado huérfana de madre, que también era su madre. Yo habría sido partidaria de forzar a la actriz a que cantara por todo lo alto, pero Laura aflojó la cuerda porque no era capaz de saber más de momento. En el instante en que se confirmó lo principal, que no era hija biológica, todo lo demás era posible. La habían engañado, habían fingido con ella y su familia en pleno sabía más sobre ella que ella misma. Era imposible imaginar todo lo que estaría pasando por su mente.
No quería llevar esta tristeza a casa si podía evitarlo. Debía tratar de distraerla, de airearla, y sin decirle nada nos encaminamos hacia el polígono donde estaba el local de ensayo de Mateo. Laura, sumida en su mundo, se dejaba llevar, arrastrar casi, por el metro y las calles.
Volvía a Mateo con mi hermana fantasma y sin mi madre, como si se cerrara un círculo, aunque ésas eran tonterías, el círculo jamás se cierra.
Desde fuera se oía la música. Hasta entonces Laura no se había dado cuenta de por dónde íbamos. Miraba las farolas y las casas como si nunca hubiese visto una farola ni una casa, ni a seres humanos andando.
—¿Dónde estamos?
No contesté. Vi la moto de Mateo junto a otras, lo que significaba que aún no había empezado su nueva vida en la casa de campo. Laura me siguió hacia adentro. Pedí dos latas de cerveza. Le di una a Laura, y la miró con aprensión. No bebía alcohol y no tomaba grasas ni dulces. Se merecía haber triunfado en la danza. Empezaron a tocar una canción compuesta por Mateo que estaba a un palmo, sólo a un palmo, de ser melancólica y bonita. Laura empezó a seguir el ritmo con la cabeza sin llegar a salir del abismo. Las luces estaban más bajas de lo habitual o a mí me lo parecía. La Estaca se acercó a nosotras y me dio un porro con toda la saliva de sus labios rojos en el papel. Le di una calada con asco y se lo pasé a Laura. Venga, no vas a ser menos que Greta, dije. Aspiró con aprensión.
—¿Quién es? —preguntó la Estaca.
—Una amiga. Se llama Laura.
—¿Te gusta? —le preguntó a Laura señalando con la cabeza el grupo.
Los dejé hablando. Sería un alivio que se enrollaran. Le vendría bien alguien como la Estaca que la sacara de su estupor. La Princesa me miraba apoyada en la barra y fui hacia ella.
—¿Otra vez por aquí? —dijo.
—Vengo a felicitaros. No podré ir a la boda.
—¿Te hemos invitado?
—Ya te he dicho que no voy a ir.
Su piel, sus ojos y el pelo no resultaban tan radiantes como otras veces. No brillaban en la penumbra del local.
—¿Quién es la de los pellejos?
Contesté con otra pregunta.
—¿Qué tal el rancho? ¿Lo tenéis ya preparado para la vida maravillosa?
Se enfadó, creyó que me estaba riendo de ella cuando tendría que haberle dado igual porque había conseguido lo que quería, la vida de Mateo, su presente y su futuro.
Me tiró lo que le quedaba de coca-cola en el vaso a la cara. Afortunadamente no estaba lleno, pero por desgracia me salpicó la cazadora. Laura llegó corriendo de dondequiera que estuviese y me tendió una servilleta de papel tras otra.
La Princesa estaba frente a mí esperando mi respuesta. Yo no tenía ganas de mirarla. La Estaca le preguntó por qué había hecho eso. A los dos minutos la música cesó y llegaron hasta nosotros Mateo y todos los que estaban esperando que nos tirásemos de los pelos la Princesa y yo.
Me saludó, no se atrevió a darme un beso, tenía los ojos asustados. Poco a poco, desde que le conocía, se le había ido poniendo esa mirada de estar viendo cómo alguien va a matarte. Quizá le aterraba que su novia se enterase de que nos habíamos visto un par de veces.
—Sólo he venido a felicitaros. No podré ir a la boda —dije—. Ya me voy.
Laura se fijó en la cobra del anillo de Mateo y le examinó con más detenimiento.
La Princesa se apalancó sobre él.
—Perdónala —dijo Mateo—. Está muy nerviosa con los preparativos.
La luz subió un poco de tono y me pareció que la Princesa tenía los párpados y la cara acorchados.
Pasé a un baño, que más valdría llamar retrete, para lavarme la cara. Los manchurrones de la chupa cuando se secasen no se notarían. A la salida me esperaban Laura y la Estaca con otro porro liado. Le pegamos un par de caladas y le dijimos que teníamos que marcharnos. Nos acompañó hasta el metro.
—Mateo se va a arrepentir de lo que va a hacer toda su vida —dijo la Estaca para caerle bien a Laura.
Durante el largo trayecto hasta casa, Laura y yo sólo cruzamos una frase.
—Él tiene otro igual —dijo mirándome el anillo—. ¿Te lo regaló?
—Sí, hace ya mucho tiempo.
No podía imaginarse la Princesa lo agradecida que le estaba, el bien que nos había hecho esta noche. Era un ángel y ella no lo sabía.
Ahora Laura ya tenía muchas más cosas en que pensar y no tenía cara de angustia. Llevaba unos números apuntados en el dorso de la mano, que serían el teléfono de la Estaca.
La otra frase que cruzamos a la salida del metro fue:
—Siento lo que te ha hecho ésa.
—Menos mal que ella estaba por allí, necesitaba urgentemente un poco de coca-cola en la cara.
Nos reímos moderadamente sin traicionar nuestra tragedia.
Al salir del metro Laura se arrebujó en el abrigo; se encontraba bien en él. Debía ser para ella, yo ya había tenido a mi madre.
En casa se veía luz desde fuera, aún no se habían acostado.
Laura entre flores
Cuando llegamos a la casa de las flores, como la llamaba para mí misma, el padre nos esperaba viendo la televisión.
Don
salió a recibirnos, por lo visto habían decidido trasladarle definitivamente al salón. Aunque hasta ahora había evitado llamarle de ninguna manera, el cerco se iba estrechando y consideré que lo más apropiado sería, si no tenía más remedio, llamarle por su nombre, Daniel. Verónica y él evitaron los saludos con besos para no incomodarme. De todos modos, se levantó y se acercó a nosotras. Olía a cerveza.
Ya le había contado Ángel la visita de Petre y le agradecí a Verónica que no le relatara el episodio de Carol en mi presencia, porque si yo era adoptada él podría ser mi padre. Y tener delante a mi padre, que además era el padre de Verónica, era como haber viajado a Marte por un agujero de gusano en cuestión de horas. Dije que si no les importaba me marchaba a la cama.