En Silencio (65 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Caminó unos pasos en dirección al estacionamiento y aspiró el aire.

Todos aquí se habían acostumbrado a recibir sin pausa a jefes de Estado, pero en el caso de Bill Clinton las cosas eran bien diferentes. Sin quererlo, uno se sorprendía a veces sometiendo a una observación crítica algo que había sido ya dado por bueno centenares de veces, buscando algún rastro de suciedad en la fachada de la carpa o verificando de nuevo la colocación correcta y la integridad de los revestimientos de tela gris situados sobre las bases de las astas de las banderas. El presidente bajaría allí dentro de poco y estrecharía manos, era un digno espectáculo. Y eso era, por supuesto, lo que querían. Todos querían ver de cerca al hombre que encarnaba en una misma persona, de una forma bastante poco frecuente, al abanderado de la esperanza, al ángel de la paz, al moralista, al disoluto y al hampón; una persona, además, muy conocida por su magnetismo.

Lavallier dirigió la mirada hacia la superficie de hormigón de la plataforma de estacionamiento.

A unos centenares de metros de distancia, se extendían la pista corta y la de rodaje, a través de las cuales entraría el
Air Force One
después de haber aterrizado por la gran pista y girar a la altura del brezal. Más allá de la pista, podía distinguir los hangares del ejército federal. El aeropuerto militar se encontraba en el borde extremo del área del aeropuerto civil.

Después de que Clinton hubiera abandonado el aeropuerto, el avión estadounidense sería llevado hasta allí, donde permanecería bajo estricta vigilancia mientras durara la visita. Todos los aviones de estadistas importantes iban hacia allí.

Lavallier se dio la vuelta y disfrutó de la vista. Tenía un aspecto grandioso todo lo que habían conseguido organizar. Impresionante.

La propia carpa VIP, de color blanco, con techo a dos aguas y ventanas con arcos romanos, se extendía en una longitud de aproximadamente cincuenta metros al borde del estacionamiento. Al lado, a la derecha, había un gran barracón que servía de caseta a los bomberos, de color rojo intenso, dos patrulleros de color verde, una ambulancia y un médico de urgencias. Delante estaban las banderas, a las que el viento movía ahora de un modo impetuoso y que formaban una despreocupada confusión de colores. El mundo en una concordia poco habitual.

A la izquierda de la carpa había un sector aparte. También allí se habían levantado dos carpas que eran más pequeñas y estaban reservadas para la prensa. Las vallas que rodeaban todo el estacionamiento, dejando abierto únicamente el frente de la carpa VIP, discurrían en diagonal y terminaban en un flanco de la nave antirruidos. De ese modo, se había creado para los periodistas una explanada con vista a la pista de rodaje, sobre la cual los fotógrafos y corresponsales, desde los inicios mismos de la cumbre, se pisoteaban cada vez que había que esperar a una visita de alto nivel.

Detrás de la carpa VIP se erguía hacia el cielo la nueva torre de control. Por el medio discurría la calle a través de la cual saldría del aeropuerto la caravana de coches de Clinton.

Veinte minutos antes, los miembros del Servicio Secreto comenzarían a bloquear toda la autovía y los puentes que la cruzaban. Había sido necesaria una descomunal labor logística para asegurar todos los sectores relevantes de Colonia. Sólo lo que habían conseguido levantar en el aeropuerto, superaba con creces todo lo realizado cuando la visita del presidente Johnson, muchas décadas atrás.

Sobre todo las vallas de bloqueo del estacionamiento les habían deparado grandes quebraderos de cabeza.

Ahora todo estaba perfecto. Para llegar a las carpas de la prensa y a la carpa VIP había que pasar primeramente de la avenida Heinrich-Steinmann-StraBe a un inmenso aparcamiento vigilado y luego atravesar varios puntos de control. La gente de la prensa entraba al área a través de un barracón en el que era cacheada y verificada, mientras sus aparatos pasaban el control de rayos X. Luego pasaban un detector, examinaban sus objetos metálicos y sus equipos, y llegaban a las carpas a través del césped contiguo. A los invitados al sector VIP, por el contrario, no se les exigía que pasaran por un prosaico barracón de control, y en su lugar habían añadido a la falange de barreras una elegante carpa, donde el personal de seguridad, de un modo cortés, pero firme, se cercioraba de la autenticidad de la persona que entraba, antes de dejarla pasar a la carpa a través de un corto sendero trazado sobre el césped. Más allá de los puntos de control, otra valla separaba a los VIP de la gente de la prensa. Tenía un poco la apariencia de una división de clases, pero en realidad era mejor así. Se había querido evitar que los comentarios entre los representantes diplomáticos y el personal de seguridad aparecieran en los periódicos al día siguiente. Además, un VIP sin exclusividad no era un VIP.

Lavallier recordó la reunión reciente y soltó un improperio en voz baja.

Había convocado una segunda reunión de crisis. Aún no había ni rastro del editor desaparecido, tampoco de Patrick Clohessy. Cada vez más, todo ese asunto parecía revelarse como una riña interna entre irlandeses separatistas. No obstante, todavía existía el fantasma de que hubiera un saboteador interno. Estos saboteadores eran una pesadilla, y Clohessy estaba convirtiéndose por momentos en la pesadilla personal de Lavallier. Para colmo, había aparecido también ese periodista de la Casa Blanca con el que O'Connor había estado hablando en el bar del Holiday Inn, que le había venido con una descabellada teoría. En realidad, no parecía demasiado sobrio, y lo que decía, se parecía demasiado a las palabras de O'Connor en un estado avanzado de borrachera, pero, por desgracia, eso no había devuelto los ánimos a Lavallier.

Los serbios querían asesinar a Clinton. Hasta ahí lo esencial.

¿Se podía confiar en O'Connor?

Habían investigado al físico de cabo a rabo, y con la ayuda de los colegas de Dublín había podido reunir una biografía sin fisuras de ningún tipo. Lavallier sabía muy bien que la intelectualidad y la fama no iban automáticamente aparejadas con la honorabilidad, pero O'Connor parecía estar realmente libre de toda duda. Sus arranques ocasionales ofrecían más bien una imagen de
clown.
Estaba demostrado que había mujeres que habían expresado públicamente su deseo de matarlo. Sin embargo, no había nada de carácter criminal que pudiera decirse sobre el doctor irlandés. En el fondo, O'Connor se revelaba como un librepensador sin ambiciones políticas al que no le encajaba, sencillamente, la carta de Clohessy. Si es que en realidad la había escrito Clohessy. El hecho de que alguien intentase desacreditar a O'Connor le provocaba a Lavallier retortijones de estómago. ¿Qué sentido podía tener eso? ¿Para sepultar su credibilidad? ¿Para distraer a todos de la conspiración que había denunciado O'Connor?

Entonces recordó otra vez al tal Foggerty, el dirigente del IRA al que O'Connor fingió no conocer o del que no consiguió acordarse. Y Clohessy había sido perseguido realmente por el IRA, eso se lo habían confirmado los de Dublín. ¡Todo hubiese podido ser tan bonito!

En los últimos veinte minutos se habían retirado todos al barracón de los bomberos para discutir el asunto una vez más. Él, Gombel y Klapdor, Brauer, Stankowski y el coronel Graham Lex, el jefe de sección del Servicio Secreto responsable de la llegada. A Lex lo habían puesto en conocimiento de la situación a primera hora de la tarde, cuando llegó a la carpa VIP. Ninguno de los participantes había tenido durante la reunión una expresión muy feliz, pero todos, sin chistar, dejaron en manos de Lavallier y de Lex la decisión sobre lo que había que hacer. Hasta el propio Stankowski había limitado sus protestas a dos o tres cejas levantadas. La confianza en las fuerzas de seguridad era absoluta, y Lex había puesto énfasis en que, por el momento, confiaba en Lavallier.

El problema era que nadie se podía imaginar cómo una persona con una arma podía acercarse a Clinton. No había posibilidad alguna de que hubiera una arma escondida en ninguna parte. Además, en ningún lugar se decía que un eventual atentado estuviera dirigido necesariamente a Bill Clinton, aun cuando O'Connor y el tal Silberman así lo supusieran. Si existía en realidad el peligro de un atentado, podía estar pensado contra cualquiera. ¿Qué debían hacer entonces? ¿Desviar todos los vuelos? Finalmente, se habían mostrado de acuerdo en dejar que todo siguiera como estaba programado, no sin antes someter el lado sudeste de la nave antirruidos a un chequeo relámpago. No les quedaba mucho tiempo, pero ése era el último punto crítico. Si no encontraban nada allí, no encontrarían nada en otra parte.

¡No podía haber una arma!

Lavallier volvió a mirar al cielo. El manto gris de las nubes se había acercado un poco más. Detrás de él, otros participantes en la reunión abandonaron el barracón. Gombel y Klapdor desaparecieron con Brauer en la carpa VIP para saludar al embajador estadounidense y a su esposa, que acababan de llegar. Delante de la nave insonorizada se detenían en ese momento tres vehículos con plataformas elevadoras. Un equipo de técnicos, policías y personal de seguridad se disponía a revisar la fachada de la nave y a inspeccionar cada espacio.

Stankowski y Lex se le unieron. El jefe de Tráfico siguió la mirada de Lavallier y miró hacia arriba.

—Va a llover —dijo.

Lavallier se encogió de hombros.

—No puedo decir que ésa sea mi mayor preocupación. En ese caso, el POTUS se mojará.

—El presidente de Estados Unidos de América no se moja, recuerde eso —le dijo Lex en tono aleccionador—. Está tan protegido, que ni siquiera las gotas de lluvia se le acercan. Y si alguna llegara a caer del cielo, los guardaespaldas se interpondrían de inmediato y protegerían a Clinton con sus cuerpos.

Lavallier miró fijamente al oficial americano con el rostro sombrío. Luego se tuvo que reír.

—Tomémoslo con humor, ¿no le parece? —Con toda esta mierda, uno se olvida de sus verdaderas preocupaciones —gruñó Stankowski—. Si llueve, los gritos de miedo de los japoneses se oirán hasta en Tokio. Se me reventarán los tímpanos.

—¿Los japoneses?

—¿Todavía no lo sabe? Punto nueve de la actual lista de exigencias de los japoneses: «No descargar el equipaje con lluvia.» Tienen millones de exigencias especiales, ¡es para ponerse a dar gritos! También quieren saber cuánto tiempo necesitan nuestros aparatos de rayos X para revisar doscientas piezas de equipaje. Creo que en la próxima media hora me preguntarán qué pensamos hacer contra Godzilla si aparece. —Stankowski rió con pedantería y le dio un golpecito a Lex en la espalda—. Vosotros no tenéis ni idea de lo que son problemas. ¡Eso sí que son preocupaciones, señores!

—Estoy sorprendido —dijo Lex, riendo con sorna—. Siempre pensé que no había nada que acabara más con los nervios que el Servicio Secreto.

—Es cierto. Vosotros sois únicos.

—Eso quería decir.

—Bueno. —Stankowski se frotó la barba—. De todos modos, son adorables esos japos. Sólo que se cagan de miedo ante cualquier minucia —dijo y señaló a la carpa situada al otro lado—. Vayamos hasta allí. Me suenan las tripas.

—Yo iré luego —dijo Lex. Esperaron a que Stankowski hubiera desaparecido en la carpa.

—¿Y bien? —preguntó Lex.

—¿Qué cosa?

—¿Qué opina usted? ¿Enviamos a Clinton a otra parte?

—Eso debería decírmelo usted —respondió Lavallier—. Es su presidente.

Lex se encogió de hombros.

—¿Sabe una cosa? La teoría de ese tal O'Connor tiene un pequeño error. El tiempo. Para realizar un atentado aquí y ahora no es posible colarse así sin más en este sitio. Algo así se prepara con tiempo. Pero la guerra se ha desatado hace tan sólo dos meses y medio. Antes Milosevic no tenía en realidad ningún motivo para estar enfadado con Clinton, Y después de eso, sencillamente, no ha tenido suficiente tiempo para preparar un atentado de esa categoría.

—Sí, claro.

—A mí tampoco me cuadra, Eric. Pero si aquí hay gato encerrado, es cosa de los irlandeses. O'Connor parece ser un tipo raro. No sé si podemos confiar en él.

—Ni yo mismo lo sé.

—Veamos si el examen de la nave antirruidos arroja algo —dijo Lex—. Luego ya veremos. Lavallier guardó silencio.

—¿Qué pasa? Entre usted conmigo, antes de que Stankowski se coma todos los canapés.

—En seguida voy.

Lavallier se acercó a la nave antirruidos y vio cómo las plataformas elevadoras subían a lo largo de la fachada.

Si no encontraban nada, dejarían aterrizar a Clinton. Ya no quedaría nada más por revisar. Siempre presuponiendo que Lex mantuviera su decisión. Lavallier no sabía qué desear más: que encontraran algo o que no lo encontraran. Algo le golpeó en la mejilla.

Se lo limpió. Era agua.

Sobre el hormigón del estacionamiento se mostraron las primeras manchas oscuras, primero de forma aislada, luego en un número cada vez mayor. Un ligero rumor se inició cuando las gotas se hicieron más gruesas.

En pocos minutos, el aeropuerto cerraría el espacio aéreo. Nadie más podría despegar o aterrizar hasta que Bill Clinton hubiese dejado el aeropuerto. Miles de personas darían vueltas por el cielo por espacio de media hora o más, o serían desviadas a otros aeropuertos.

Eso no se podía cambiar. Dondequiera que apareciera el
Air Force One,
se suspendía todo tráfico aéreo.

En esos minutos, en los estacionamientos de aviones se suspenderían todos los trabajos. No podría quedar una ventana abierta en ninguna parte, ni la puerta de un hangar. Nada ni nadie podría desplazarse por las secciones señaladas en el momento del aterrizaje, ni vehículos ni personas. Ya desde hacía media hora, el escuadrón de mecánicos que realizaba reparaciones allí donde la gran pista se cruzaba con la pista de los vientos cruzados, había subido a un autobús y había sido trasladado.

La terraza de los visitantes estaba cerrada desde el comienzo de la cumbre, pues ofrecía una vista panorámica de los aviones en marcha y era considerada por eso una zona tabú.

¿Qué otra cosa podía pasar?

¿Qué otra cosa podía pasar?

Todo dependía de cómo se acentuara la frase.

Lentamente, Lavallier caminó hasta la carpa, sacó uno de sus dos móviles y llamó a Bar para preguntarle cómo estaba todo.

O'CONNOR

Mahder consiguió superar los pocos centenares de metros que lo separaban del punto de control como si corriera por una pista de competiciones. Por lo visto, las deducciones de O'Connor habían causado un poderoso efecto sobre él y le habían hecho estremecerse hasta el tuétano.

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