En Silencio (41 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Clohessy asintió con gesto vacilante. Mirko se dio cuenta que se estaba relajando. Abrió la puerta del piso, cogió al irlandés por una manga y lo empujó hacia el húmedo rellano.

PARQUE

—Juguemos.

—¿Acaso no lo estamos haciendo desde ayer?

—Sí, pero este juego es algo distinto. Te encantará. Quiere decir: aprovecha el tiempo.

—¡Ah! Carpe diem.

—Carpe tempum. ¿Sabes? Sólo existe una cosa que podemos oponer a la velocidad del tiempo. La rapidez con la que seamos capaces de aprovecharlo. De eso se trata, ¿entiendes? Por lo tanto, en este juego sólo existe una regla.

—¿Y esa regla es?

—No pensar.

—Ya entiendo. ¿Y el objetivo?

O'Connor hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Forma parte del juego no conocer el objetivo, sino reconocerlo, Kika. Todo lo que digas o hagas a partir de ahora debe fluir de ti, sin que tu razón le interponga muros de ninguna índole. Puedes ser trivial, culta, patética, estúpida, tonta, trágica, elitista, borde, pero lo único que no puedes hacer es pensar.

Habían caminado un trecho bajo los árboles, rodeando el estanque. En la oscura terraza del restaurante situada enfrente se había acomodado un grupo de adolescentes. Algunos tocaban los bongos que habían traído. Una risa apagada les llegaba desde allí. Al ritmo de los tambores le era inherente cierto elemento ritual, arcaico, muy apropiado para violar las normas. El parque no estaba tan desolado como les había parecido al pasar con el coche. No obstante, era como si los dueños de aquellas voces susurrantes de los alrededores se hubiesen puesto de acuerdo para ocupar una zona de intimidad en la que nadie se molestaba entre sí, sino que proporcionaba espacio para pequeños atrevimientos, confesiones y aventuras.

Frente a Kika y a O'Connor había un grupo de árboles muy juntos. El camino conducía justamente por en medio de ellos.

—Cuéntame —exigió ella—. ¿Cómo es ese juego?

—Cada vez es diferente. —O'Connor rió de un modo enigmático—. Comienza aquí y ahora. Lo que sigue es lo que tú hagas.

—¿Y quién gana?

—También eso queda abierto.

—Santo cielo. Bueno, está bien. Juguemos. ¿Quién empieza?

—Tú.

—Está bien. ¿Qué tengo que hacer?

—Describe en qué estado estamos en este instante.

—Hum.

—¡No lo medites!

—Está bien, está bien. Espera. Eh… En este instante estamos…

—En una palabra.

Kika levantó la vista hacia el cielo. La noche era inusualmente clara. Como si sólo bastara un salto para viajar a las estrellas.

—Oscuridad —susurró la mujer. Los ojos de O'Connor refulgieron.

—¡Pum! La gran explosión. La oscuridad. La alineación de letras, el sinsentido, el sentido. Así continúa. Lo oscuro, lo tenebroso, lo siniestro, lo informe, lo vacío. Aglomeraciones, estructuras, universos que se forman en la oscuridad. Se le añade luz. Luz… luz… ¡Fuego, una fogata! Personas sentadas alrededor de una fogata en la oscuridad. Leyendas e historias. Relatos. Mitos. Los antiguos, los… los hutu, eso, en la mitología de los hutu la oscuridad es el estado primigenio y a la vez el estado ideal. La oscuridad había sido omnipresente antes de que los dioses permitieran la brillante creación del mundo. Pero puesto que los dioses eran poderosos, tenían que haber creado también la oscuridad. ¡Eran poderosos, muy poderosos! Tenían que haber creado la oscuridad antes que el mundo. Sólo que los hutu no veían ningún sentido en la creación de la oscuridad antes que la claridad. Por eso, según decían los sabios, la oscuridad dio a luz a los dioses, con lo cual se hizo ella misma sagrada, lo más supremo y divino, algo preferible a la luz desde cualquier punto de vista.

Wagner tuvo la sensación de estar siendo testigo realmente del
big bang.
O'Connor había hablado a una velocidad vertiginosa. Surgieron primero las frases, luego las historias.

—No está nada mal —dijo ella—. ¿Te lo acabas de inventar?

—Y en efecto —continuó O'Connor, sin responder a la pregunta de Wagner—, la oscuridad entreteje la historia humana a modo de destino: cobramos conciencia de nosotros mismos cuando nos falta la luz; la vida concluye en habitaciones crepusculares, en cabanas enmohecidas, presas de la ceguera y el delirio; los asesinos encuentran a sus víctimas lejos de los caminos iluminados; los corazones se rompen, se detienen o son robados allí donde el sol se oculta.

—Guau. ¡Eso ya pasa de castaño oscuro!

—Te toca a ti. —¡No puedo hacerlo!

—Tonterías. Cualquiera puede hacerlo. ¡No te detengas, Kika; es una carrera de relevos! ¡Sigue, sigue!

Ella tomó aire a duras penas.

—Está bien, eh… Pues… ¡Bien, noble Liam! En lo oscuro, Romeo sale presuroso en busca de Julieta; Orfeo busca a su Eurídice, y la bestia enamorada se aproxima a la bella Isabel. En la penumbra, Macbeth asesina a Duncan y Judith decapita a Holofernes. Las tinieblas son el atuendo del Judas que huye… predominan en la mente de Yago, ese hombre que no conoce la luz de la generosidad. En el negro informe se estremece Gea mientras da a luz, y en él se oculta la naturaleza de las parcas que tejen…

—¿Las parcas?

—¡Oye, eso no es justo!

—No dejes que nada te detenga —dijo O'Connor, riendo con ironía.

Wagner rió. Se metió entre un grupo de ramas que caían desde una gran altura formando una cúpula natural. El árbol debía de tener una edad considerable. O'Connor la siguió.

—Es hermoso esto —dijo ella en voz baja.

—Una catedral —asintió O'Connor—; para desposar al miedo con la esperanza. Ante la luz de la razón nos quedamos petrificados; sin embargo, el abismo nos atrae, y desde las oscuras profundidades del inconsciente llega hasta nosotros la lujuria.

Wagner se dio la vuelta hacia él. El juego comenzaba a gustarle.

—A menudo las fuerzas de las sombras nos dicen verdades —afirmó ella—, nos tientan con minucias, para luego engañarnos en lo grave y trascendente, y arrastrarnos al más profundo abismo.

—¡Rayos! —se le escapó a O'Connor.

—Bueno, es de
Macbeth.

—El viejo escocés. Me encanta Escocia. ¡Me encanta tu forma de ser!

O'Connor se acercó a ella y colocó sus labios a muy pocos centímetros de los de Kika. Wagner se separó de él, arrojó los zapatos y avanzó hasta el centro de la cúpula natural. Sus dedos acariciaron la superficie rugosa del tronco.

—¿Escocia? —dijo ella—. Pensaba que eras irlandés. ¿No tienes las ideas claras?

—Tengo tantas que puedo regalarlas.

—Eres un inmoral.

O'Connor rió por lo bajo.

—¿Y tú qué eres, la condesa descalza?

—¿No íbamos a pensar en lo que haríamos con Paddy?

—íbamos a pensarlo. Eso lo recuerdo.

—Para eso vinimos hasta aquí.

O'Connor negó con la cabeza.

—No. La vida no es lineal. Las circunstancias nos han arrastrado hasta este momento. Lo único que importa es este instante único, Kika. Reconocer el objetivo. Recuerda la regla.

—No pensar.

—¡No pensar! ¡No reflexionar!

Kika se apoyó contra el tronco con ambos brazos extendidos.

—Quizá lo de Paddy sea más importante que este… juego.

Él se le acercó.

—Las parcas —dijo él—, tejen los hilos de la vida, ¿no era así? Eso también implica que la última de ellas corta ese hilo. Ése es el juego. Si no comprendemos la vida como un juego, la perdemos. ¿Te gustaría perder esta noche? —¿Es que podemos perder?

—No lo sé. —O'Connor estaba de pie frente a ella, y de nuevo lo embargaba la sensación de tener su misma estatura. Sus ojos resplandecían en la oscuridad. Durante un momento, pareció ponerse serio y reflexivo. Luego sonrió irónicamente—. Decídete, Salomé. Besar a san Juan Bautista requiere una noche sin Luna. Lo que está prohibido debe suceder ahora, de lo contrario no sucederá nunca.

Sus manos acariciaron el rostro y el cuello de Kika, se deslizaron suavemente por sus senos.

—Entonces ven, amado, hijo de la noche —dijo ella en un susurro—. Te amaré y te sostendré hasta que el gallo cante por última vez. Y cuando el sol queme tu piel viva, reconocerás, príncipe de las tinieblas, quién ha ganado este juego.

«Esto se pone cada vez mejor —pensó ella—. De Macbeth a Drácula. ¿Qué vendrá después?»

El rostro de O'Connor estaba tan cerca del de ella que casi podía percibir su aliento. Kika entornó los labios. La punta de la lengua de O'Connor comenzó a rodear la de ella, penetraba en su boca, salía de nuevo.

—En este juego pierde quien se resista a la tentación. —¿Y el vencedor? ¿Qué obtiene el vencedor?

—El instante.

O'Connor comenzó a desabotonarle la blusa. Kika sintió sus manos sobre su piel cuando le subió el sujetador. Los pulgares de él comenzaron a girar en torno a sus pezones.

«No deberíamos estar haciendo esto —pensó Kika en un débil asomo de pánico—. Luego las lamentaciones serán terribles. O'Connor vive sobre un escenario, y él lo sabe. No va a cambiar. No podré conseguir que cambie. No tenemos la más mínima oportunidad.»

¿Acaso esos pensamientos formaban también parte del juego?

Kika echó la cabeza hacia atrás y lo miró.

—¿Por qué no eres más bajito que yo? —le preguntó, jadeante—. Todos los hombres son más bajitos; tú también. ¿Por qué me parece ahora que eres más alto?

—Es un farol.

—¿Y eres más grande en todo?

O'Connor sonrió.

Ella lo tomó por los hombros y le dio una última oportunidad a la razón para que interrumpiera el juego en ese momento. Pero entonces lo atrajo hacia ella. Sus dedos se aferraron a la solapa de su chaqueta, que terminó sobre el césped, seguida de la corbata. Los botones saltaron de su camisa cuando ella se la abrió de un tirón, mientras, al mismo tiempo, oía rasgarse las costuras de su blusa. O'Connor tenía la piel lisa, con muy poco vello, los pectorales esculpidos. Su torso y sus brazos parecían los de una escultura. Nada dejaba entrever la desmesura en la que vivía; la circunstancia de que tuviera que llenar sus venas con alcohol para poder existir. O'Connor profirió un sonido sordo y prolongado, como el ronroneo de un gato. Sin esfuerzo alguno, la elevó por los aires. Ella lo rodeó con sus piernas y dejó que su lengua se deslizara por la punta de sus senos, que sus manos se introdujeran debajo de la falda y agarraran sus bragas. Luego volvió a erguirse sobre sus propios pies; las bragas y la falda cayeron al suelo; y de repente se vio a sí misma en su desnudez, se vio en los ojos de él y se estremeció.

—Dios mío —susurró él—. Qué hermosa eres.

O'Connor se arrodilló ante ella, como si tuviera intención de adorarla. Sus manos cayeron, pero su mirada era como miles de caricias.

El cuerpo de Kika despedía llamaradas, mientras ella se derretía.

—Loco Sweeny —exclamó él—. Poderoso Finn, venerable Pooka; vosotros, poderes de Erin, sagrado Brendan, ayudadme. ¡Ayudadme!

Con firmeza, la tomó por las nalgas y hundió su rostro en el triángulo dorado situado entre sus muslos.

KUHN

Algo rechinó.

Un ruido atroz. Kuhn sospechaba que se trataba de algo relacionado con la suspensión del volante, pero puesto que era solamente un ruido entre otras tres docenas, todos grandes y misteriosos, no volvió a ocuparse del asunto.

Pisó el acelerador y pasó traqueteando a lo largo del Ring. A Kuhn le encantaba su coche. Era posiblemente la chatarra más antigua de todos los tiempos, pero no la más lenta. No obstante, daba gracias al señor por su consideración. Hasta ese momento no había tenido que atravesar ninguna zona difícil. Por lo general, bastaba un riel de tranvía para poner de manifiesto la ausencia de toda comodidad y de amortiguadores útiles, así como para propinar un fuerte golpe a la columna vertebral de Kuhn. En la tartana del editor no se conducía, se cabalgaba. Cualquier piedra o rama pequeña bastaba para sacudir su cuerpo con violencia. Las elevaciones de la calle, que obligaban a los coches a disminuir la velocidad a veinte, eran como golpes a su integridad física. Cualquier ortopeda hubiera puesto el coche en la lista negra.

Pero vender aquella cafetera o enviarla al desguace cortaría el último vínculo con aquellos días anteriores al momento en el que los sueños de Kuhn alcanzaron la fecha de caducidad. En ese caso, también tendría que sacrificar las pegatinas. Apenas conseguiría desprenderlas de aquella chatarra, a la que el pasado se adhería con más fuerza que a él mismo. Las antiguas pegatinas contra la instalación de la central nuclear; el emblema de Woodstock, todas esas cosas se perderían para siempre. La reivindicación de un pasado digno estaría perdida.

En el cassete sonaba
In-A-Gadda-Da-Vida,
de Iron Butterfly. Kuhn encendió la luz interior del coche, echó un vistazo al mapa de la ciudad que cubría todo el asiento del copiloto y se dio cuenta de que casi había llegado; entonces dobló a la derecha en el último instante.

Por allí se debía de subir hasta la calle del Volksgarten, que luego, en algún momento, cambiaría de nombre y se llamaría RolandstraBe. Eso decía el mapa. Tenía el ánimo por los suelos.

Kuhn detestaba Colonia. Le parecía que no podía compararse a Hamburgo en ningún sentido. Allí, cuando uno salía de la estación central de ferrocarriles, lo primero que se encontraba era el impresionante cartel con letras inmensas anunciando «La puerta del mundo». Si uno se bajaba del tren de alta velocidad en Colonia y salía del edificio de la estación por la entrada principal, lo que se ofrecía a la vista era un cartel, con tipografía de la posguerra, que anunciaba las
Rievkooche
[12]
, situado encima de un chiringuito lleno de chinches y con olor a grasa. El hecho de que justo al lado se elevaran al cielo, como grandes estalagmitas, las torres de la catedral, causaba una impresión mucho más blasfema. Ni siquiera eran capaces de presentar como era debido el emblema de su ciudad. En resumidas cuentas, podía decirse que los colonenses no tenían estilo, y su dialecto poseía la misma clase que una salchicha barata.

Pero si había algo por lo que Kuhn detestaba Colonia era por la amplia sonrisa irónica con la que uno por fin veía confirmado lo que nadie había querido creer hasta entonces, salvo los habitantes de Renania: que Colonia era el ombligo del mundo, el corpus galileico alrededor del cual giraba todo. Ni una sola palabra sobre la discrepancia entre la apariencia y el punto de vista propio. En ese momento, Colonia era la capital secreta de Europa, se había embolsado la paz —una paz por la que los colonenses no habían hecho nada—, y por esa razón se comportaban con una jovialidad que a uno le parecía otra cosa. Ni siquiera los jefes de Estado estaban seguros ante esa ruidosa camaradería con la que se los aceptaba, como si fuesen compañeros de juerga, para luego, al volver la espalda, continuar ocupándose de sus asuntos sin dejarse impresionar en absoluto.

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