Read En la arena estelar Online

Authors: Isaac Asimov

En la arena estelar (21 page)

BOOK: En la arena estelar
9.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Artemisa estaba sentada en una de las literas inferiores de la cabina. Tenía que doblarse en una posición muy incómoda a fin de evitar que el armazón de la litera superior se le clavase en la primera vértebra torácica, pero eso poco le importaba en aquel momento.

Deslizaba casi automáticamente la palma de las manos a lo largo de su vestido, y se sentía muy cansada, muy ajada, y muy sucia.

Estaba cansada de frotarse las manos y la cara con trapos sucios, cansada de llevar la misma ropa desde hacía una semana, hasta de un cabello que a aquellas horas parecía burdo y lacio.

Y luego, de repente, estuvo a punto de levantarse, de volverse súbitamente; no quería verle; no le miraría.

Pero era Gillbret. Se dejó caer de nuevo sobre su asiento.

—Hola, tío Gil.

Gillbret se sentó frente a ella. Por un momento su cara mostró ansiedad, pero pronto comenzó a arrugarse con una sonrisa.

—También a mí una semana en esta nave me parece muy poco divertida. Esperaba que tú me podrías alegrar un poco.

—Mira, tío Gillbret —respondió la chica—, no empieces con psicologías... Si crees que vas a hacer que me sienta responsable de ti, te equivocas. Es mucho más probable que te dé un puñetazo.

—Si te va a aliviar en algo...

—Te lo advierto de nuevo; si te empeñas, te lo doy, y si me dices que «te sientes mejor ahora», te lo vuelvo a dar.

—En todo caso, es evidente que te has peleado con Biron. ¿Por qué?

—No veo que sea necesario discutirlo; déjame en paz. —Hizo una pausa y añadió—: Cree que mi padre hizo lo que el autarca dice que hizo. Le odio por creerlo.

—¿A tu padre?

—¡No! ¡A ese estúpido, infantil y melifluo idiota!

—Biron, probablemente. Bien, le odias. Entre el odio que te hace estar sentada aquí de esta manera y lo que a mi cabeza de solterón le parece algo así como un ridículo exceso de amor, poca diferencia hay.

—Tío Gil —dijo la chica—, ¿podría realmente haberlo hecho?

—¿Biron? ¿Hecho qué?

—¡No! Mi padre. ¿Podría mi padre haberlo hecho? ¿Podría haber informado en contra del ranchero? Gillbret pareció pensativo y muy serio.

—No lo sé. —Miró de reojo a la chica—. La verdad es que entregó a Biron a los tyrannios.

—Porque sabía que se trataba de una trampa —respondió ella con vehemencia—. Y lo era. Este horrible autarca intentaba que lo fuese. Los tyrannios sabían quién era Biron, y se lo enviaron a mi padre a propósito. Él hizo lo único que podía hacer. Eso debería ser evidente para cualquiera.

—Incluso si lo aceptamos así —le volvió a dirigir aquella mirada de reojo—, lo cierto es que trató de persuadirte a un matrimonio poco divertido. Si Hinrik era capaz de hacer aquello...

—Tampoco podía hacer otra cosa —le interrumpió la chica.

—Querida, si es que vas a excusar todos los actos de sumisión a los tyrannios, como algo que no tenía más remedio que hacer, entonces, ¿cómo sabes que no tuvo que insinuarles algo sobre el ranchero?

—Porque no lo hubiese hecho. No conoces a mi padre tan bien como yo. Odia a los tyrannios. De veras; me consta. No se esforzaría en ayudarles. Admito que les teme y que no se atreve a oponerse a ellos abiertamente, pero si pudiese evitarlo de un modo u otro, no les ayudaría nunca.

—¿Y cómo sabes que no pudo haberlo evitado?

La muchacha movió violentamente la cabeza, de modo que su cabello se desparramó por delante, ocultando sus ojos. Y también ocultó algunas lágrimas.

Gillbret la contempló un momento, luego extendió los brazos, en un gesto de impotencia, y se fue.

El remolque fue unido al «Implacable» por medio de un estrecho pasillo unido a la escotilla de emergencia de la parte trasera de la nave. Su tamaño era varias docenas de veces superior al de la nave tyrannia, casi ridículamente grande.

El autarca se unió a Biron para la inspección final.

—¿Encuentra que falta algo? —preguntó.

—No; creo que estaremos cómodos.

—Bien, a propósito, Rizzet me ha dicho que la señorita Artemisa no está bien, o, por lo menos, que no tiene buena cara. Si necesitase atención médica, sería quizá prudente que la enviasen a mi nave.

—Está perfectamente —dijo Biron con sequedad.

—Si usted lo dice... ¿Estará a punto de partir dentro de doce horas?

—Dentro de un par de horas, si lo desea.

Biron avanzó a través del pasillo de conexión (tuvo que agacharse un poco) y entró en el «Implacable».

—Artemisa —dijo, cuidando de que su tono de voz pareciese tranquilo y uniforme—, tienes una cabina privada allí detrás; no te molestaré. Me quedaré aquí la mayor parte del tiempo.

—No me molestas, ranchero —replicó la muchacha con frialdad—. Me tiene sin cuidado donde estés.

Las naves partieron, y al final de un solo salto se encontraron al borde de la Nebulosa. Esperaron algunas horas mientras se efectuaban los cálculos finales a bordo de la nave de Jonti. En el interior de la Nebulosa la navegación se haría casi a ciegas.

Biron contemplaba malhumorado la placa visora. No se veía nada. La mitad de la esfera celestial estaba ocupada por una negrura que no se veía mitigada ni por la más mínima chispa de luz. Por vez primera, Biron se percató de lo acogedoras y amistosas que eran las estrellas, de cómo llenaban el espacio.

—Es algo así como dejarse caer en un agujero del espacio —susurró a Gillbret.

Y saltaron, nuevamente, hacia el interior de la Nebulosa.

Casi simultáneamente, Simok Aratap, comisario del Gran Khan, al frente de diez cruceros armados, escuchó a su piloto y ordenó:

—No importa; sígalos.

Y a menos de un año luz del punto en el cual el «Implacable» había entrado en la Nebulosa, diez naves tyrannias hicieron lo mismo.

16.- ¡Perros!

Simok Aratap se encontraba algo incómodo en su uniforme. Los uniformes tyrannios estaban hechos de tejidos bastante burdos y no caían más que medianamente bien. No era propio de soldados quejarse de esos inconvenientes. A decir verdad, formaba parte de la tradición militar tyrannia que un poco de incomodidad en el soldado era bueno para la disciplina.

Pero Aratap pudo adoptar la decisión de rebelarse contra aquella tradición, hasta el punto de decir, malhumorado:

—Este estrecho cuello irrita mi cogote.

El comandante Andros, cuyo cuello estaba igualmente apretado, y al que nadie recordaba haber visto jamás sin el uniforme militar, dijo:

—Cuando esté solo, puede abrírselo, de acuerdo con las ordenanzas. Pero delante de los oficiales o de los hombres, cualquier desviación de las ordenanzas tendría una influencia perturbadora.

Aratap arrugó la nariz. Era el segundo cambio inducido por el carácter casi militar de la expedición. Además de haber sido forzado a llevar uniforme, había tenido que escuchar a un ayudante militar cada vez más seguro de sí mismo. Aquello había empezado incluso antes de salir de Rhodia.

—Comisario, necesitaremos diez naves —le dijo Andros sin rodeos.

Aratap levantó la mirada, francamente molesto. En aquel momento se estaba preparando para seguir al joven Widemos en una sola nave. Dejó a un lado las cápsulas en las que estaba preparando su informe para la oficina colonial del Khan, las cuales debían ser transmitidas en el caso desafortunado de que no regresase de la expedición.

—¿Diez naves, comandante?

—Sí, señor; no puede ser menos.

—¿Por qué?

—Debo mantener una seguridad razonable. Ese joven va a algún lado. Usted dice que existe una conspiración importante. Probablemente ambos hechos se relacionan.

—¿Y bien?

—En consecuencia tenemos que estar preparados para una conspiración de tal magnitud que se nos pueda enfrentar con una sola nave.

—O con diez, o con cien. ¿Dónde termina la seguridad?

—Es necesario tomar una decisión, y en casos de acción militar el responsable soy yo. Sugiero diez naves.

Aratap enarcó las cejas. Sus lentes de contacto resplandecieron extrañamente a la luz de la pared. Los militares pensaban. Teóricamente, en tiempos de paz, los civiles eran quienes decidían, pero también en eso era difícil dejar de lado la tradición militar.

—Lo tendré en cuenta —dijo Aratap con prudencia.

—Gracias. Si no decide usted aceptar mis recomendaciones, y si mis sugerencias no tienen el carácter de tales, le aseguro que está usted en su derecho. No obstante, en tal caso no me quedaría más remedio que presentar mi dimisión.

Los talones del comandante entrechocaron secamente, si bien tal deferencia ceremoniosa tenía poco valor, y Aratap lo sabía. Tenía que salvar en lo posible la situación.

—No es mi intención obstaculizarle en ninguna decisión que tome sobre cuestiones puramente militares, comandante. Me gustaría saber si se mostraría usted tan acomodaticio con mis decisiones en cuestiones de importancia puramente política.

—¿De qué cuestiones se trata?

—Hay el problema de Hinrik. Ayer usted se opuso a mi propuesta de que nos acompañase.

—Lo considero innecesario —dijo secamente el comandante—. La presencia de extranjeros sería mala para la moral de nuestras fuerzas de acción.

Aratap emitió un débil suspiro, casi inaudible. Y, sin embargo, el comandante Andros era, a su manera, un hombre competente. No serviría de nada expresar impaciencia.

—También en eso estoy de acuerdo con usted —dijo Aratap—. No hago sino rogarle que considere los aspectos políticos de la situación. Como ya sabe, la ejecución del viejo ranchero de Widemos fue políticamente desagradable. Por muy necesaria que fuese, hace que sea conveniente evitar que se nos atribuya la muerte del hijo. Por lo que al pueblo de Rhodia se refiere, el joven Widemos ha raptado a la hija del director y, dicho sea de paso, la muchacha es un miembro popular de los Hinriads, que ha recibido mucha publicidad. Sería muy adecuado, y perfectamente comprensible, que el director dirigiese la expedición punitiva.

»Sería una acción sensacional, muy satisfactoria para el patriotismo rhodiano. Naturalmente, pediría asistencia a los tyrannios, y la recibiría, pero a eso se le daría poca importancia. Sería fácil, y necesario, establecer esta expedición en la mente popular como una expedición rhodiana. Si se descubre el mecanismo interno de la conspiración, sería obra de los rhodianos. Si se ejecutaba al joven ranchero de Widemos, y por lo que se refiere a los otros reinos, sería una ejecución rhodiana.

—A pesar de eso —apuntó el comandante—, sería un mal precedente permitir que naves de Rhodia acompañen una expedición militar tyrannia. En una batalla nos estorbarían. Y en ese caso, la cuestión es de orden militar.

—No le he dicho, mi querido comandante, que Hinrik mande una nave. Sin duda, le conoce usted lo bastante para no creerle capaz de mandar, ni de desearlo siquiera. Irá con nosotros, y no habrá ningún otro rhodiano a bordo.

—En tal caso, comisario, retiro mi objeción —dijo el comandante.

La armada tyrannia había mantenido su posición a dos años luz de Lingane durante la mayor parte de una semana, y la situación se iba haciendo cada vez más inestable.

El comandante Andros proponía un inmediato desembarco en Lingane. Dijo:

—El autarca de Lingane se ha esforzado mucho en hacernos creer que es un amigo del Khan, pero no me fío de estos hombres que viajan por el extranjero; adquieren ideas perturbadoras. Y es raro que en cuanto ha regresado el joven Widemos haya ido a su encuentro.

—No ha tratado de ocultar ni sus viajes ni sus retornos, comandante. Y no sabemos si Widemos ha ido precisamente a su encuentro. Está manteniendo una órbita alrededor de Lingane. ¿Por qué no aterriza?

—¿Y por qué se mantiene en una órbita? Preguntémonos lo que hace, y no lo que no hace.

—Puedo sugerir algo que encaja en los hechos.

—Me alegrará saberlo.

Aratap metió un dedo en el cuello del uniforme, y trató inútilmente de ensancharlo.

—Puesto que el joven está desesperado —dijo—, cabe suponer que está esperando algo o a alguien. Sería ridículo suponer que después de haberse dirigido a Lingane por una ruta tan directa y rápida, un solo salto, por cierto, esté esperando por simple indecisión. Digo, pues, que está esperando que se le una un amigo, o varios amigos. Con este refuerzo, seguirá hacia otro lugar. El hecho de que no desembarque directamente en Lingane parece indicar que no considera que tal acción sea prudente. Y eso, a su vez, indica que Lingane en general, y el autarca en particular, no están relacionados con la conspiración, si bien algunos linganios puedan estarlo individualmente.

—No siempre se puede confiar en que la solución obvia sea la correcta.

—Mi querido comandante; esta solución no es solamente obvia, sino que se ajusta a la estructura de los hechos lógicos.

—Quizá sea así. Pero a pesar de todo, si no ocurre nada en el plazo de veinticuatro horas, no me quedará otra alternativa que ordenar un avance hacia Lingane.

Aratap miró con gesto de disgusto la puerta a través de la cual había salido el comandante. Resultaba perturbador tener que controlar al mismo tiempo no sólo a los inquietos pueblos conquistados sino también a los conquistadores cortos de vista. Veinticuatro horas. Quizás ocurriese algo; de lo contrario, tendría que encontrar alguna manera de detener a Andros.

Sonó la señal de la puerta, y Aratap levantó la mirada con irritación. ¿Sería Andros de nuevo? No, no era él. En el marco de la puerta apareció la alta e inclinada forma de Hinrik de Rhodia, y tras él un atisbo del guarda que siempre le acompañaba a bordo. Teóricamente, Hinrik tenía completa libertad de movimientos, y era probable que él así lo creyese, puesto que nunca prestó atención al guarda.

Hinrik esbozó una turbia sonrisa.

—Espero que no le moleste, comisario.

—En absoluto. Siéntese, director.

Aratap permaneció de pie, pero Hinrik pareció no darse cuenta de ello.

—Tengo algo importante que discutir con usted —dijo Hinrik. Se detuvo, y parte de su ansiedad se desvaneció de su mirada. Añadió en un tono diferente—: ¡Qué grande y hermosa es esta nave!

—Gracias, director.

Aratap sonrió fríamente. Las otras nueve naves de escolta eran típicamente pequeñas, pero la nave insignia en que se encontraban era un modelo mucho mayor, adaptado de los diseños de la extinguida armada de Rhodia. El hecho de que cada vez se añadían más naves como aquélla a la armada tyrannia, era quizá la primera señal del reblandecimiento progresivo del espíritu militar tyrannio. La unidad de combate era todavía el pequeño crucero de dos o tres hombres, pero, cada vez más, los militares de alto rango encontraban buenas razones para requerir grandes naves para sus cuarteles generales.

BOOK: En la arena estelar
9.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Dinosaur Chronicles by Erhardt, Joseph
Arc Light by Eric Harry
The Unknown Knowns by Jeffrey Rotter
Black Maps by Jauss, David
Hero by Night by Sara Jane Stone
The Guild of Assassins by Anna Kashina
Horizon by Christie Rich
Possession by C. J. Archer