¿Son todos los americanos castos? Todos, por ley. Y de noche los hombres tienen siempre su espada junto al muslo, por lo que pueda pasar. (En el mi lecho en las noches busqué al que ama mi alma.)
Entonces, ¿qué me dice del asiento trasero del coche aparcado en una curva de la carretera? Sí, pero sin montes de mirra. Ni collados de incienso.
Vamos, Salomón, ten un poco de sentido común, anda, no te metas en líos. Hazte socio de un club. Búscate una pandilla.
Todo está escrito. Hay catorce hojas y seis copias de cada una. Sobrevuelan el continente como pájaros de mal agüero, y anidarán en los archivos, exiliándome para siempre de la tranquilidad. Cualquiera que tenga influencias puede entrar a hurtadillas y saber lo que dije cuando estuve en apuros, tras diez horas de interrogatorio. La verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad, con Poncio Pilatos apoyado en el respaldo de mi silla, con treinta millones de fans de cine gritándome consejos maliciosos, y el amor, oh el amor, hambriento en el Ford bajo el sol del desierto, cegándome e hiriéndome y desgarrándome.
¿No está usted convencido, señor inspector? ¿Usted no cree en el amor?
Sonrió con una sonrisa llena de sobreentendidos. ¿El amor? ¿Se cree usted que me chupo el dedo? No necesito sus explicaciones.
¿Pero es que todos los americanos son vírgenes, y fieles luego para toda la vida? Y en las fiestas, señor inspector, habrá usted oído hablar de lo que pasa en las fiestas...
No necesito sus explicaciones, dijo, no soy ningún niño.
¿Pero y usted, señor inspector, y usted?
No tengo autoridad, dijo, yo soy un mandado, cumplo mi deber y punto.
Pero a que le preocupa la justicia, señor inspector, de lo contrario no estaría usted donde está.
Yo no hago las leyes, contestó, no es cosa mía,
yo
no tengo autoridad. Sonrió, pero su sonrisa le dio miedo y se alejó de mí. Él y un hombre con los labios finos leyeron las cartas que nos habíamos escrito.
Son sólo cartas literarias, dije, sobre cosas que a los dos nos gustaban.
¿Pero usted es comunista?, me preguntó.
No.
¿Pero ha participado en actividades comunistas?
No.
¿Tiene usted amigos comunistas?
No más que de otra clase.
Se arrepintió de su sonrisa, y para compensar, se mostró más severo. Al hombre de los labios finos, el aura de nuestro deseo satisfecho le ponía lívido de rabia. Al anochecer había ido a avisar al hotel.
Los dos policías que nos habían detenido y nos habían traído a la ciudad cruzando el desierto estaban sentados uno junto al otro en un banco, como dos colegiales, peinaditos, obedientes y con las uñas limpias, a punto de volver a sus tranquilos hogares, con esposa y cena caliente, mientras nosotros rodábamos de la confusión a la tragedia porque en la frontera de Arizona les había dado ese capricho.
Somos padres de familia, dijeron. Todo eso del amor, no somos partidarios.
¿Pero qué es lo importante en la vida entonces? ¿Para qué vive uno?
Me miraron por encima del hombro. El de los labios finos apartó los ojos y apuntó en su informe: Ha intentado seducir a nuestros hombres.
Pueden decirse adiós, dijo el inspector que había sonreído, pero que con sus conjeturas había separado nuestras bocas. (Debajo de tu lengua encuentro leche y miel.) A ver si todo esto les sirve de escarmiento, dijo.
Cuando lloré, cuando por fin lloré en voz alta, mostraron su satisfacción, los cinco, y se frotaron las manos. Misión cumplida al fin, tras dos días de trabajo.
Paloma mía, mi amor, que ellos no han conseguido profanar, ve a la cabina de teléfono con Diógenes y marca un número que alguien entienda. El impuesto sobre la renta fue lo que acabó con Al Capone. ¿De qué se trata ahora?
Su mirada, su mirada perdida, en la ciudad del desierto, cuando cruzaba la calle solo, con los hombros caídos, mientras a mí se me llevaban en el coche celular... No puede ser, no puede ser, pensé. Por demasiado amor, sólo por demasiado amor.
¿Quién está a nuestro favor, si esos están tan fieramente en contra? Todos nuestros deseos eran privados, no aspirábamos a otro ámbito que el formado por nosotros dos. ¿Podíamos corromper a los jóvenes mirándonos a los ojos? ¿Huirían en masa de las oficinas? ¿Se hundiría la Bolsa?
Ustedes les provocaron, afirmó el señor Wurtle. Se han portado como un par de estúpidos. Todo esto se podía haber evitado. Les tendrían que haber dado coba, seguirles la corriente. No tendrían que haber hablado tanto.
Pero me hicieron jurar...
Simple formalidad.
Pero sacaron a colación la naturaleza de la Verdad...
¿Qué es la verdad?, replicó el señor Wurtle. La policía no está para historias.
Y así pues, de camino a Canadá bajo el sol de otoño, la idea de volver al redil me hace desfallecer, pues aunque estoy coronada y ungida de amor y he obtenido todo lo que le pedía a la vida, ¿qué soy, al entrar en casa de mis padres, sino una hija pródiga como tantas otras? Veo sus caras; nunca seré capaz de contemplarlas sin pasión. Miran por la ventana con ojos exhaustos por el miedo, el perpetuo miedo a ver llegar fantasmas prematuros, que cruzando la llanura intentan volver al redil.
Y yo, que llevo el mundo en el bolsillo, no puedo ofrecerles nada para aliviar su decepción o recompensar su optimismo, sino sólo mendigar una vez más el ternero engordado que ya tantas otras veces degollaron, siempre en vano. Con sus propias esperanzas, con su arrepentimiento, la imaginación de los padres construye para los hijos andamios, que los hijos dejan casi siempre de lado, desbordando el marco y creciendo de través, como árboles doblegados por un viento fatal con el que los padres no habían contado.
Pero el oro viejo de los árboles de octubre, los cedros enanos, los horizontes, los helados barrancos con sus ramas de sauce, me embriagan y confirman mi convicción en lo que he hecho, me reclaman como una madre indiscutible diciendo tanto si quieres, cariño, como si no, tanto si quieres como si no. Los peñascos se alzan para corroborarlo, pues Babilonia cayó y ellos permanecen: han sido moldeados, pero nunca conquistados, por el tiempo, que brota de la eternidad. Quienes ven ese paisaje cada mañana cuando abren las cortinas, ¿cómo podrían negarme compasión? Como el gigante Anteo, cuando me arrojan contra la tierra reboto, recargada de esperanza. Amarillas o escarlata, todas las hojas ondean, animándome, como una oriflama, y las pardas, que yacen en el suelo, dan testimonio a millares de la sencillez de la verdad.
El amor puede pues cegar los ojos de mis padres y hacerles olvidar lo que esperan de mí; o puede ser que de mi apuro brote la elocuencia y que les ablande la verdad: no es imposible que la comprensión ilumine a los oficinistas que bajan por la calle Sparks, deshaciendo entuertos que se remontan a la época de Wolfe; ni puede descartarse que en el café Honey Dew alguien me dirija una mirada amable cuando entro.
Si no pido perdón a nadie por pecados que me niego a considerar tales, ¿por qué lloro entonces al volver a casa, cruzando un paisaje que amo con amor de amante? Desde mucho antes de la hora prevista para mi llegada, esas caras con sus plegarias como heridas espían por la ventana, acartonadas de ansiedad, pero dispuestas a acogerme con amor. El sonido de sus pasos, deteniéndose una y otra vez ante la chimenea, proclama todo el dolor del planeta.
¡Oh Absalón, Absalón, déjate ablandar por la piedad!
Procedente de California, donde es tan fácil olvidar los lamentos, el noviembre que se acerca me azota con la pasión del año moribundo. Y tras la codicia que endurece parte del rostro norteamericano y lo convierte en piedra, se me antoja que es amabilidad, benevolencia, lo que se asoma a mirarme por las ventanillas de los trenes. Sin duda el mozo de estación que me lleva las maletas ha extraído, de sus privaciones materiales, una enseñanza de orden espiritual. Sin duda el aceptar un papel mediocre confiere dignidad.
En las descoloridas casas de madera percibo reminiscencias de la pasión de los pioneros, de la tenacidad de los hombres de Estado de los primeros tiempos, moderados, pero con carácter: hombres capaces de citar a Shakespeare mientras hablaban de política bajo los olmos. Ningún neón inmenso ha usurpado su verdadera historia, secundaria pero memorable. Tampoco la sangre de los primeros colonos, derramada en riñas y heroísmo, ha sido aún embotellada por una cocacola cualquiera para venderla en frascos de tradición a diez centavos.
Los rostros, las casas descoloridas, el aire del otoño, todo son buenos augurios para el pródigo.
Pero apoyada contra la ventanilla del tren, borracha de la esperanza que rezuma siempre lo que no ha empezado, recuerdo mis regresos anteriores. Conserva esa visión, me digo, apretando la frente contra los cristales: los rostros
son
amables: la gente
es
reservada; los pájaros se juntan en bandadas para emigrar, presagio de un cambio fatal; recuerda, cuando agraviados se te cierren los ojos al percibir los celos de los que se han quedado en casa, que no se trata de un pintoresquismo accidental: es una espera sin conciencia de sí misma, como la de un niño no nacido, el decorado en el que se desarrollará la historia.
Recuerda que aunque la embriaguez inicial desaparece, sin embargo esas cosas, en ese momento, te conmovieron hasta hacerte llorar, y convirtieron una simple mirada por la ventanilla del vagón restaurante en una plenitud insoportable.
Sentada en la silla giratoria del despacho de mi padre, con su escritorio masivamente simbólico entre nosotros, comprendí que jamás podría defenderme. No tenía otra defensa que dos sílabas, que no me atrevía a pronunciar, de tanto como las habían manchado los cantantes de jazz y los predicadores hipócritas y Dorothy Dix.
«¿Amor? Qué disparate», decía mi madre. «Lo que cuenta es la lealtad y la decencia y el saber comportarse.» Pero los ojos se le asomaban a la cara como un par de bárbaros medievales, aferrándose a la vida, que menguaba sin aportarles el reposo.
Pero de mi padre había esperado más. Él tenía la facultad de exponer sus ideas como las pruebas en un proceso. Pero si sentía acercarse la emoción sonreía dolorosamente y esperaba, meciéndose en su silla giratoria, a que se hubiera alejado. «¿No será que estás un poquitín obsesionada con todo este asunto?»
Y entonces desfilaba ante mis ojos la entera procesión de los incrédulos: los matones de la policía y sus sobreentendidos repugnantes, las insinuaciones del señor Wurtle y cómo nos provocaba —«¿Así que según usted, eso que llaman Amor existe?»—, las bienintencionadas matronas que desde su amurallada vida sermonean: «Piénsalo bien y te darás cuenta de que si rompes un matrimonio, a la larga te arrepentirás», «Cuando comprendiste lo que iba a pasar, lo que tenías que haber hecho era poner tierra por medio», y todos esos batallones de ciegos con sus pancartas, proclamando el veredicto público: «Si necesita dinero, ¿por qué no consigue un trabajo?», «¿Qué sabe del Amor el que, cuando su país está en apuros, lo abandona?».
Dios querido, qué acogedoras parecen las cataratas de Chaudiere heladas bajo el cielo de diciembre comparadas con esos rostros inflexibles. Hasta la nieve ampara mejor a la próxima generación, que duerme. Ellos, que invocan un amor más elevado, ¿qué esconden bajo el interminable frío de su mirada? No arrullan retoño alguno de humanidad bajo su máscara, pues no es ninguna máscara.
Soy el duende verde de las leyendas, que llama a las puertas de las casas pidiendo pan para saber quiénes son buenas personas. Pero todos están necesitados, y ninguno es bondadoso. «Yo estoy ahorrando para la Cruz Roja. ¿Y usted, cuál es su contribución al esfuerzo de guerra, si se puede saber?»
Ve a la guerra, hermanito, contribuye a que se derrame más y mejor sangre, para que las conciencias blandas tengan la oportunidad de enjugarla. Lleva la cabeza rapada como un presidiario y se divierte con juegos sanguinarios. «No conozco a ese tío, pero para mí que es un sinvergüenza.»
¿Sabíais que once mil caras idénticas a la de Cristo están enflaqueciendo en la cárcel? No tenían dinero, no tenían pistolas, no llevaban raya en los pantalones. El policía está cada día más gordo y rivaliza con los nuevos tanques. Obstruye la puerta del pequeño café. Al verle, una pareja derrama la leche en la barra, recordando lo que hicieron anoche bajo el puente. Pero el policía está ciego. Sólo golpea cuando oye un ruido fuerte. Hay otros, en cambio, con ojos como halcones furtivos, que rondan las calles buscando una cara en la que un beso ilegal pudiera estar formándose.
No, no hay defensa para el amor, y las lágrimas no harán sino aumentar el delito. Sé razonable. Sé como todo el mundo. Eres una chica lista. Eres inteligente. Muévete, haz algo con tu vida.
De modo que no habrá exequias. Eso que iba a conquistar el mundo, y después del mundo, la muerte, no se mencionará siquiera. Ni uno solo de todos esos mártires clavados en cada árbol del hemisferio oeste interesará al redactor jefe. Todo lo más, en la página de pasatiempos, como relleno, un suelto sobre los obligados a morir. La mantequilla sube diez centavos. El ser humano baja.
Recuerda la víspera de Año Nuevo en Ottawa, la ciudad hosca bajo la nieve, y tú con anginas que partían en dos tus deseos para el nuevo año.
Mi madre dijo: ¡No, no quiero saber nada más de ti!, cuando le alargué la mano para decirle adiós; y mi padre me pidió por teléfono: Dinos por dónde andas, seco y fatigado; y tú dijiste, con tu garganta magullada: No me hagáis gritar porque escupo flema.
Vosotros
me hicisteis la mayor injusticia.
¿Adónde íbamos pues? A cualquier sitio donde pudiéramos estar juntos y solos. Semejante deseo ofende a cualquiera que tenga menos que amor en el bolsillo. Además, es hora de ponerse uniformes, no camisones. No sirve de nada preguntarles cómo podría ser útil yo, que sin ti sería un peso muerto, un cadáver: cuando un juez te interroga, tienes que tantear buscando las respuestas que espera de ti. La sencilla palabra Amor ofende con su desnudez. Dejó de ser cómoda cuando el camello más caro se quedó atascado en el ojo de la aguja.
Cuando me marché de Ottawa me pregunté: ¿A quién voy a decir adiós?, y no se me ocurría nadie. Algunos me saludan con sonrisas sinceras, pero pasan años de mi ausencia sin que se den cuenta,
y
mi conversación les parece protesta.