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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

En el nombre del cerdo (30 page)

BOOK: En el nombre del cerdo
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—No..., le agradezco la conversación.

—Bien, entonces le diré que si sólo existieran los malos y los normales simplemente el 95 por ciento de la población viviría esclavizada por los primeros, eso sería todo. Sabrá usted que el hombre común es perfectamente capaz de adaptarse a la esclavitud, igual que es capaz de adaptarse al clima adverso, a las epidemias o a la pobreza, y después de todo no resultaría tan enojoso mantener a cuerpo de rey a tan sólo un cinco por ciento de la población, ¿no le parece?, tocaría a muy poco esfuerzo
per capita
...

—Es posible. Pero si los normales pueden soportar a los malos, con más facilidad podrían soportar a los buenos, y ni siquiera les haría falta vivir esclavizados. ¿No dice eso algo en favor de los buenos?

—De ninguna manera, joven. Ustedes los buenos están tan obcecados en su papel de salvadores de almas que, si de pronto desaparecieran todos los malos, tomarían al peor cinco por ciento de los normales y los convertirían en sus nuevos enemigos. En cualquier grupo en el que integre usted a un hombre bueno siempre encontrará a alguien contra quien enarbolar la bandera de la bondad. Al malo le hace feliz esclavizar al prójimo, pero el bueno tiende con la misma intensidad a reprimirlo, lo cual es al menos tan desesperante como lo otro —trago al coñac con sifón para celebrar el razonamiento—. ¿Sabe usted algo de magnetismo?

—No mucho... Pero si no es preguntar demasiado, ¿es usted bueno, malo o normal?

—Yo soy un viejo bebedor y lujurioso, como Maupassant... ¿Sabía usted que el muy libertino presumía de poder completar diez cópulas en una noche? Yo nunca llegué a tanto, para qué nos vamos a engañar, pero tuve mis momentos... En fin, respondiendo a su pregunta, pertenezco al grupo de los normales: vivo y dejo vivir. Así que soy razonablemente feliz aquí, lo único que me pesa es que a mis años quizá nunca más volveré a hacer el monstruo de dos espaldas. Mi mujer me dejó hace años, ya no puedo resultarle atractivo a ninguna otra que no esté completamente loca y, en cuanto a las de pago, simplemente no me las puedo permitir. Así que sólo me queda beber y jugar a los cinco contra el calvo.

Desde una concurrida mesa del fondo en la que varios adolescentes discuten, se alza la voz de un joven con el pelo azul:

—Hey, Betoven, ¿verdad que un coche pesa menos cuando va muy rápido?

El viejo se vuelve hacia la voz:

—¿Tú eres tonto, o qué te pasa? El peso es el producto de la masa por la aceleración de la gravedad, ¿me quieres explicar qué tiene que ver con eso la velocidad del coche? —vuelve a hablarle a P, de nuevo con voz templada—: Como ve no son muy listos, aunque la verdad es que prefiero tratar con ellos que con los de mi edad...

—En el caso de un automóvil en movimiento ¿no deberían considerarse las cargas aerodinámicas, que bien pueden resultar negativas...?

—Madre de Dios, sólo faltaría confundirlos con cargas aerodinámicas negativas..., a estos les viene justo para leer y escribir... En cualquier caso ya veo que va a ser usted un buen interlocutor. Me llamo Blas, bancario jubilado y autodidacta en todo lo demás, pero estos mocosos a medio alfabetizar me llaman Betoven. Es un chiste de aldeanos, Ludwig
Blas
Beethoven... Figúrese usted, un Beethoven con bigote... Aquí todo el mundo tiene mote, ya se dará usted cuenta, y frecuentemente más largo que su nombre verdadero.

—Yo me llamo Pedro. Bueno, de momento...

—Ah, muy apropiado, Pedro el Grande...: «Llevó ceñida al pecho la banda de todas las virtudes», creo que fue Dante el que le dedicó el elogio. Dígame, ¿le gusta a usted andar con maricones?

—Pues..., no especialmente.

—Lástima, de lo contrario habría quien le diera trabajo enseguida, el pueblo dispone de un pequeño
lobby
homosexual muy solidario. Pero a cambio hará buenas migas con la Susi, ella también pertenece al cinco por ciento de los buenos, aunque con los años ha aprendido a no meterse en líos. Ya le contaré algún día... De todas maneras, permítame reiterar mi consejo, a menos que lo ande buscando la mafia calabresa, más le valdría marcharse de aquí en el autocar de la mañana... Eeeeh, ¿cree usted que podría pedirle a la Susi ese güisqui que me ha ofrecido usted antes?, si se lo pido yo no me lo servirá.

* * *

Media tarde, P entra en el bar del Consorcio Ganadero a por tabaco. El local está en penumbra, adormecido entre las horas de la comida y la cena. Dos mesas ocupadas por viejos jugando al dominó; nadie en la barra, la puerta del almacén abierta al fondo del local.

P se acoda a esperar mirando en escorzo la pantalla de televisor que cuelga del techo. El volumen está anulado, pero le llama la atención la imagen, parecen las torres gemelas del World Trade Center en Manhattan. Da unos pasos para situarse de frente a la pantalla: las torres humean, en plano continuo, fijo, el doble prisma de las torres humea sin fin y debajo han puesto un aviso absurdo: DIRECTO NUEVA YORK, apenas legible por la mala calidad de la imagen. P busca el periódico nacional sobre la barra y lee los titulares de portada. Nada sobre Nueva York. Sin embargo las torres humean en la pantalla. ¿Un incendio doble?

Sale del almacén Caperucita Encinta y le dice «hola».

—Hola... Oye, qué es eso de la tele, ¿ha pasado algo en Nueva York?

—Sí, dos aviones que se han estrellado contra las torres esas. Llevan un buen rato así. La gente se ha tirado por las ventanas para no abrasarse vivos.

—¿Dos aviones?, ¿dos? —gesto con dos dedos.

—Dos. Y otro ha caído en el Pentágono. Y dicen que van a estrellarse cuatro o cinco más, debe de ser una especie de guerra. ¿Qué te pongo?

P titubea, por un momento no se acuerda de lo que ha venido a buscar. Ha llegado el diluvio, la hecatombe, el gran ataque alienígena.

Se oyen pasos subiendo la escalera y tanto P como Caperucita se vuelven hacia el ruido. La puerta de cristal se abre y aparece el Rito con sus pantalones ceñidos de cuero sintético y el cabello azabache formándole un enorme maremoto sobre la frente. Cruza exageradamente los pies al caminar; se viene hacia la barra y mira a P: «Huy, el forastero», murmura para sí mismo; luego sonríe enseñando un diente mellado y dice «Hola, forastero». P saluda; el otro se va para la barra, entra en ella, le da dos besos a Caperucita y le habla: «¿Has visto lo de esa pobre gente?, te lo juro que no he podido dormir ni la siesta». Luego mira otra vez a P, se queda inmóvil con una mano en el pecho, parpadea y dice «Qué te pongo, forastero». P contesta que sólo quiere cambio para tabaco. «Pues yo te doy cambio enseguida, faltaría más». Toma el billete de cinco euros, abre la caja registradora,
cling,
busca monedas, suspira mirando a Caperucita, «Oy, que me gustan los hombres guapos...». Caperucita sonríe alternando la mirada con P: parece querer indicar que no debe sentirse incómodo, que es sólo una broma sin mala intención. El Rito vuelve a llevarse una mano al pecho: «Uf, qué sofoco me ha dao». «Venga, Rito, que te veo muy revolucionado esta tarde», dice Caperucita poniéndose en movimiento. P acepta las bromas con la mejor sonrisa que le sale, «Gracias..., Rito», dice al recibir de su mano el cambio, «Un placer, forastero», contesta el otro mostrando su incisivo partido.

P sale del Consorcio alterado. El Pub ya debe de estar abierto pero allí no hay televisor. En el hostal estará apagado, y en el bar de los soportales seguramente la Susi tendrá sintonizada la telenovela de la cadena nacional. P no tiene aparato de radio, ni teléfono, ni acceso a Internet. Pasando ante la iglesia se para un momento junto a la cabina. Si funcionara sería capaz de recordar el número del Instituto en Manhattan, y es buena hora para llamar, once de la mañana en la Costa Este. Eso suponiendo que las líneas no estuvieran colapsadas. Y suponiendo también que el llamar al Instituto tuviera alguna justificación racional. Todo ello si la cabina funcionara...

Un relámpago enciende la cara del Horlá; dos segundos después truena enérgicamente. P se apresura camino del pub, antes de que la lluvia lo sorprenda. Quizá la pija del pub sabe qué está pasando en el mundo.

* * *

Noche. Bar de los soportales. Betoven bebiendo coñac con sifón. Entra P.

—¡Hombre!, cuánto bueno. Mi amigo Pedro el Grande, estaba a punto de pedir un güisqui a su salud. Hay que celebrar que ha resistido una semana entera en el Horlá, mucho más de lo que aguanta la mayoría. Hace un momento hablábamos de eso con la Heidi. ¿Ya conoce a la Heidi, supongo, la rubia alta, de ojos azules?

—Me parece que me la encontré el otro día limpiando cristales. Y la verdad es que no fue muy amable conmigo.

—Era la Heidi, sin duda, aunque la falta de amabilidad no es precisamente su peor defecto. En realidad es noruega, pero Suiza hace frontera alfabética con Suecia, que a su vez hace frontera geográfica con Noruega, así que en el imaginario popular el nombre de un personaje suizo bien puede adjudicársele a una sueca, aunque en realidad sea noruega. En fin, el caso es que nuestra Heidi se plantó aquí un buen día, como usted, pero ella sólo hablaba inglés y noruego. Hace unos veinticinco años de eso, se dice que es la forastera más antigua del lugar. La última me parece que es la pija del Pub, llegó el año pasado, si no recuerdo mal.

—También la conocí el otro día. Y no parece estar muy a gusto en el pueblo...

—Bah, le pasa lo que a Madame Bovary, que quería a la vez morirse y marcharse a vivir a París... Ésta oscila entre lo uno y lo otro según su disponibilidad de cocaína. Pero otro día hablamos de ella, hoy prefiero contarle que nuestra Heidi noruega mantiene la interesante teoría de que es usted policía y que está aquí por lo del matadero. Eso coincide con su inexplicable interés por trabajar allí, desde luego, pero yo manejo otra hipótesis acerca de usted. Ya se la contaré un día de estos.

P bebe cerveza antes de hablar.

—¿Y pasa algo en el matadero para que tengan que enviar a policías secretos?

—Muchas cosas, pero sobre todo una. Salió en los periódicos, aunque desde luego no lo contaban todo. Resumiendo: una mañana encontraron a una mujer despiezada como un cerdo, hace cosa de seis meses. Figúrese... Incluso enviaron a un mandamás de la capital, un comisario principal que taladraba con la mirada, precisamente estuvo aquí tomando un café y tuve ocasión de charlar con él. Y durante días anduvieron también por aquí una pareja de policías de paisano, haciéndole preguntas a todo el mundo..., un tal Berganza, de la Provincial, con su ayudante... Pero aquí nadie cuenta nada que no sea obvio, ni siquiera yo, repare en que todo lo que le explico podría usted saberlo de mil otras maneras... Incluso lo de la afición a la cocaína de Madame Bovary, verá como no tardará en preguntarle a usted si puede invitarla a una raya.

En fin..., caso de que la Heidi tenga razón usted no me lo dirá, naturalmente, pero tampoco tengo nada que temer de la policía, soy un simple dipsómano jubilado, eso es todo... Por cierto, ¿sabe que en el Horlá nunca hubo policía, ni guardia civil, ni destacamento del ejército? Claro que de vez en cuando sube la patrulla del valle, pero yo creo que es sólo por ver si todavía no nos hemos devorado los unos a los otros. Entran en coche por la calle Mayor, dan la vuelta delante de la iglesia y se van. Y en invierno, con la niebla y hielo en la carretera, pueden pasar meses sin que aparezcan; de hecho ni siquiera pisan el pueblo cuando alguien se tira desde el Horlá, les basta con ir a recogerlo 1.000 metros más abajo, en la hayeda. —Trago al coñac con sifón.

—¿Tanta gente se suicida tirándose del Horlá?

—Desde que yo vivo aquí van siete, juzgue usted mismo. La última era vecina mía, precisamente trabajaba en el Pub antes que Madame Bovary; una muchacha muy agradable... Pero otros vienen de lejos para matarse justamente aquí. Por lo visto a la gente no le basta con conectar una manguera al tubo de escape y respirar monóxido de carbono, prefieren algo más espectacular, una especie de minuto final de gloria. Desde luego si yo me viera obligado a suicidarme me decidiría por la manguera en el escape... Aparte de ser un método indoloro puede ser muy cómodo si uno alquila para la ocasión un Bentley con mueble bar; como una vez usado no hay que pagarlo... Claro que el que no sabe encontrarle placer a la vida probablemente tampoco sabe encontrárselo a la muerte, supongo que un suicida
bon vivant
resultaría una suerte de contrasentido, ¿no le parece? La cuestión es que ni siquiera los suicidas entran en el pueblo: siguen por la carretera, rodean el Horlá y saltan. A veces con coche y todo, aquello de abajo parece un desguace. Así que vivimos en una pequeña isla de olvido, que es a lo que yo venía a referirme: una laguna del sistema..., o una charca más bien. Ver el telediario aquí es lo mismo que ver una serie de ciencia ficción, ya se dará usted cuenta si resiste lo suficiente. Bueno, ya ha visto el caso que le han hecho a lo de Nueva York... El otro día el cafre del Boing decía que también en el valle se incendió un hotel y no lo sacaron tantas veces por televisión. Y eso que el Boing estudia... —Coñac.

—Bueno, Nueva York queda un poco lejos...

—Pues sí, bien mirado la Historia nunca llega aquí del todo, y lo que llega viene siempre con retraso. Excepto para los forasteros, que curiosamente quedan detenidos exactamente en el momento de su llegada. Aunque eso también tiene una excepción: la Susi, no sé cómo se las arregla para parecer una mujer de su tiempo... Pero por ejemplo la Heidi está congelada en algún lugar de los años 70, en cuanto se emborracha empieza a hablar de Marcuse, de revistas universitarias impregnadas de LSD y de un viaje que hizo a California con su primer novio, un noruego guapísimo y riquísimo, según cuenta. También dice que nunca en su vida ha usado un condón ni piensa hacerlo, según ella el sida es una patraña de la sociedad de consumo reaccionaria... Por cierto, me ha dicho otra cosa de usted, lo digo por si le interesa. Dice que no le importaría echarle un polvo. La verdad es que tiene usted buena planta, si yo tuviera su planta otro gallo me cantaría, aunque para serle sincero no estoy seguro de si recomendarle el asunto de la jodienda con la Heidi. —Coñac.

—¿Por? No es que sea mi tipo, pero nunca se sabe...

—Bueno, San Martín se la llevó una vez a su casa y siempre dice que todavía le duele la polla, así mismo lo dice, y debe de ser verdad porque cuando se acuerda se lleva la mano a la bragueta y se le pone cara de aprensión. San Martín es el matarife del matadero, así que ya se imaginará de qué le viene el mote: «A cada cerdo...».

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