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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

En el nombre del cerdo (3 page)

BOOK: En el nombre del cerdo
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—De todas maneras puede que tras la autopsia aparezcan más señales —añade Prades—. Fracturas, traumatismos... En cualquier caso, ningún golpe fue mortal porque pasó por aquí viva, de eso estoy seguro. Lo que no sabemos es si pasó por los corrales de ahí detrás o si la hicieron entrar directo a la cadena del matadero.

—«Línea de sacrificio» según el propietario —dice Berganza—. Se nota que sabe de literatura...

Los tres de cabeza, siempre seguidos de Varela, avanzan unos metros.

—Segunda Parada —continúa Berganza—. ¿Ve la manguera?, los cerdos suben por esta rampa... Generalmente se resisten a avanzar... Nosotros aún no lo notamos, pero para un cerdo esto atufa a sangre; saben que los van a matar: chillan, se niegan a caminar... Según el matarife a algunos les dan espasmos nerviosos y se pueden morir de un ataque de estrés en mitad del pasillo. Los que siguen aguantando sobre sus patas avanzan por aquí... Lo normal es que el recepcionista ande entre ellos empujándolos a patadas, o dándoles con una vara...

—¿Las marcas en las nalgas? —pregunta el comisario, mirando al forense. El interpelado afirma con la cabeza.

—Bueno —continúa Berganza—, aquí les dan un primer manguerazo para lavarlos un poco. Agua fría, naturalmente, y sin champú acondicionador: un buen chorro a presión para quitarles el barro y a correr hasta la cámara de gas... Maldita sea: me parece que no voy a poder volver a comerme una chuleta de cerdo sin acordarme de esta pasarela. ¿Sabe usted que los cerdos son más inteligentes que los perros?

—Bueno, siempre puedes comer chuletas de perro —dice Prades antes de volverse hacia el comisario—: En realidad no creo que la ducha fría sea para lavarlos sino sobre todo para provocar la vasoconstricción periférica. Eso favorece el desangrado.

—Pues eso —dice Berganza—: aquí los vasoconstriñen a manguerazo limpio y después entran en la cámara de gas. «Cámara de insensibilización», según el propietario.

—¿Qué gas? —pregunta el comisario.

Responde el forense:

—Lo habitual es una mezcla de anhídrido carbónico al setenta por ciento y oxígeno al treinta. Parece que es mejor solución que la electronarcosis: más rápido, también facilita el desangrado, y además propicia menos fracturas y hemorragias capilares en los animales.

—¿Y cómo actúa en una persona la dosis de inhalación calculada para insensibilizar a un cerdo? —pregunta el comisario.

—A peso supongo que un humano saldría de ahí bastante más narcotizado que un puerco... Según el matarife, un cerdo blanco pesa unos ciento cincuenta kilos al llegar al matadero, y el cadáver que hemos... recopilado parece corresponder a una mujer obesa de alrededor de ciento diez, por tanto algo menos que un cerdo corriente. Pero no estamos muy seguros de si se usó la mezcla habitual de gas. Es posible variarla manualmente según el tamaño y la raza de los ejemplares, y de hecho nos hemos encontrado las espitas cerradas.

—Bien —Berganza retoma su papel de cicerone—, por esta cinta transportadora salen de la cámara —agarra un lazo de soga que cuelga de una guía—. Aquí suele haber un tipo que les liga las patas con esto..., las dos patas juntas. Entonces la cadena se mueve, la guía sube —va señalando para orientar la mirada del comisario—, y el bicho queda colgado boca abajo hacia donde el matarife lo espera para degollarlo. Para «esangrarlo» según el propietario.

—Es evidente que el cadáver fue colgado —dice Prades—, ya le he mencionado las marcas en los tobillos. La muerte se produjo en algún momento después de eso. Al parecer el matarife produce una incisión profunda en la papada del animal para alcanzar los grandes vasos sanguíneos poco antes de su llegada al corazón. Eso es compatible con lo que he encontrado, así que provisionalmente podemos suponer que así fue.

Berganza ha avanzado de nuevo unos pasos y anuncia el siguiente punto de interés:

—Aquí es donde se aposta el rey Arturo con su
Excalibur.
Fssst: les pega el tajo y ya entramos en lo que se llama «pasillo de esangrado», que es donde terminan de morirse los bichos; ¿ve?, van colgando y la guía los hace avanzar lentamente. Por todo el pasillo salen duchas de agua fría, como en un túnel de lavado, eso también ayuda a que se desangren más rápido, ¿es así, Prades? Luego la sangre se recoge en unas canaletas y va a una caldera de cocción donde coagula...

—Espero encontrar sangre humana en los cien kilos de morcilla que tenemos en la caldera —dice Prades, caminando entre el comisario y Varela, que avanza siempre el último, en silencio—. A mí me basta con una muestra homogénea para el laboratorio, no sé qué va a decidir hacer la jueza con todo lo demás...

Berganza señala ahora una especie de bañera metálica con una tapa hermética:

—Esto de aquí es la cámara de escaldado. —Según el gerente se somete al animal a un baño de agua a sesenta y cinco grados centígrados —Prades se ha detenido junto al comisario a dos pasos del artefacto; Varela se para también tras ellos—. Es una temperatura suficiente para ablandar el pelo y facilitar la depilación, pero no tanta como para que se desprendan las pezuñas. En el caso de un humano la mayor parte de las uñas saltan —se saca las manos de los bolsillos y hace gesto de uñas saltándole de los dedos—, supongo que si las buscáramos las encontraríamos en ese caldo de ahí dentro, pero no le aconsejo que se acerque, huele a diablos.

Varela no huele a nada nuevo, pero da un paso atrás. Berganza sigue siempre a la cabeza, avanzando hasta cada nueva parada:

—Aquí está el salón de belleza —algo hace que se acuerde otra vez de su pendiente y tenga que comprobar con la mano que sigue en su sitio—. Este cacharro se llama «flageladora en seco»: no me pregunte cómo funciona porque no he querido saberlo. Después viene una chamuscadora con quemadores de gas propano, y a la salida, si el cliente tiene el pelo rebelde, se le termina de socarrar a mano con un soplete. Aquello de allá es la «flageladora de agua», que tampoco sé cómo funciona pero suena a máquina de soltar manguerazos a mala idea.

—No creo que nuestro cadáver haya pasado por el proceso completo —dice Prades, de nuevo detenido a la derecha del comisario—. Al parecer cada raza de cerdo requiere un proceso de depilado distinto, más o menos severo. En el cuerpo recopilado no hay rastro de pelo o dermis superficial, pero las capas más profundas de la piel han resistido bien, así que...

—Y ya sólo queda el destripe antes de entrar en la sala de corte —dice Berganza, que ya espera a los demás junto a unas puertas con ojos de buey que interrumpen el largo corredor por el que han llegado—. «Evisceración», según el propietario. Aquí vuelven a colgar a los bichos en esta especie de trapecios, pero esta vez con las patas separadas para que los operarios puedan trabajar mejor.

—Naturalmente lo primero que se retira son los intestinos —dice Prades, haciendo gesto de intestinos saliendo de su propia tripa—, es importante que no se rompan para no contaminar la carne. Después se extrae el estómago y lo último el aparato urinario y genital —no se señala nada pero hace gesto de rebañar un yogur con la cucharilla—. Los despojos se analizan para asegurarse de que el cerdo está sano, y del resto del mondongo se separa lo comestible de lo no comestible: una parte pasa directamente a las cámaras de refrigeración y el resto se envía a una planta de aprovechamiento de subproductos. Lo si guiente ya es cortar la espina dorsal en dos mitades con una sierra mecánica, decapitar al animal, y ya entramos en la sala de despiece.

—¿Quiere verla, o vamos directamente a las cámaras? —pregunta Berganza, señalando con el pulgar las puertas con ojo de buey—. En realidad no hay nada ahí que nos interese demasiado.

—Vamos directo a las cámaras —responde el comisario. Berganza pasa por un pequeño vericueto que sortea la sala de corte, cerrada en el centro de la nave. Detrás va el comisario con la manos a la espalda, luego Prades con las manos en los bolsillos y, siempre por último, Varela, con los brazos cruzados y una palma abierta cubriéndole el embozo. En ese orden van llegando a la sección de empaquetado, una sala grande, punteada de pilares de hormigón pintados de blanco. Berganza sigue gesticulando como un guía de museo:

—Aquí es donde los empleados reúnen y empaquetan los pedidos que reciben de las carnicerías. Un pedido puede estar formado por una o varias partes de uno o varios cerdos, ¿me explico? Puede constar, por ejemplo, de cuatro lomos, una careta y, no sé..., ocho kilos de costillas. Y los empleados tienen que recorrer las tres cámaras frigoríficas en busca de las distintas piezas. —Señala tres grandes puertas de acero inoxidable en un lateral. A Prades—: ¿Entras tú...?

Prades se pone unos guantes de látex que ha sacado de una caja que le abulta el bolsillo de la americana y acciona la apertura de la primera cámara:

—Aquí hace frío, esto se mantiene a dos o tres grados sobre cero..., podemos echar un vistazo rápido y salir, si no convendría ir a los vestuarios a por unos anoraks de la empresa. Antes nos hemos pasado dos horas revolviendo carne con la jueza y el fotógrafo y hemos salido medio congelados, incluso con el anorak.

La luz en el interior de la nevera es mortecina, parte de una única bombilla desnuda que cuelga en el centro del techo. Prades y el comisario son los únicos en entrar, Berganza se queda en el quicio tocándose la oreja y Varela un poco más atrás, atisbando.

—Bueno, en total tenemos treinta y seis despieces diferenciados —explica Prades—, doce en esta nevera, diez en la siguiente, ocho en la otra y seis sueltos que veremos al final. Vamos a ver..., aquí tenemos tripería y visceras. —Mueve un carro y tira de una pesada bandeja encajada en guías laterales—. El hígado que buscamos está en el tercer cajón, me ha costado un poco distinguirlo... ¿Sabía usted que en la Edad Media se estudiaba anatomía humana diseccionando cerdos? Se parecen bastante a nosotros... Todo está en su sitio, pero he ido metiendo en bolsas los órganos difíciles de diferenciar para no tener que revolverlo todo otra vez cuando nos lo llevemos... No sé si le interesa inspeccionar algo en concreto... Allí están los intestinos, en el carro de al lado el estómago, por aquí tenemos el páncreas, las glándulas salivares parótidas..., el cerebro está en ese carro de ahí, el corazón también por allí al fondo... No le aconsejo que se entretenga con los pulmones, al fotógrafo se le ha descompuesto el estómago... Ésta ha sido desde luego la cámara que nos ha llevado más tiempo. Está todo perfectamente separado y ordenado, pero mire esto —abre un cajón y mete la mano enguantada en busca de la bolsa correspondiente—: ¿sabe usted lo que me ha costado desanudar los nueve metros de intestino delgado?

—Prefiero no imaginármelo —dice el comisario—. Creo que podemos darlo por visto.

Salen de la primera cámara y entran en la siguiente. En ésta se almacenan pies, orejas, cintas de lomo, solomillos, presas de aleta, carrilladas, violines, secretos... Prades abre un cajón y saca un largo pedazo de carne roja.

—¿Había visto alguna vez una lengua humana cortada a la altura de la laringe? Tiene muchas más papilas gustativas que la de un cerdo, nunca se me había ocurrido pensarlo. Aquí están los lomos, bastante más pequeños que los ordinarios, y..., en fin, costillas, panceta, filetes... Según dice el matarife el despiece de machos y hembras puede ser distinto; una puerca bien cebada da lugar a solomillos de mejor calidad, por ejemplo. Eso implica que a veces se elija a un ejemplar en concreto para algún pedido especial, pero en general se va despiezando según las necesidades del día, sin preocuparse mucho del sexo del animal. En el caso que nos ocupa, una parte del cuerpo abierto en canal ha seguido un proceso de corte y la otra simétrica otro distinto. Como puede suponer eso me ha complicado más aún el trabajo de identificar el cadáver completo... ¿Vamos a la última?

Salen de la segunda y entran en la tercera cámara. Berganza y Varela los siguen siempre de quicio en quicio y escuchan la conversación desde allí.

—Bueno, aquí tenemos jamones y paletillas —dice Prades—. Esto ha sido fácil. Aquí están las piezas que nos interesan, mucho más largas que las corrientes, desde luego. Las piernas han sido separadas del hemitronco en dos cortes —señala haciendo girar a conveniencia la pierna derecha que cuelga de un gancho—: uno por la línea que pasa entre los glúteos, y otra por una perpendicular a la dirección dorsal, tangente al ilion. Se ha retirado también parte de la carne de las zonas de inserción, vulva, esfínter anal y demás, y también el manto superficial de grasa de esta parte, con lo que quedan a la vista las capas musculares de la cadera. Sin embargo, se aprecia aquí uno de los desgarros de los que le hablaba —Prades resigue con el índice enguantado—, ¿ve este costurón lateral?, casi une la vagina con el ano, en la otra pieza se aprecian mejor aún... ¿Ve también lo que le decía de la obesidad de la sujeto?, fíjese qué cúmulos adiposos en el muslo. —Da una sonora palmada al trozo de carne—. La sangre retenida en las venas femoral y safena se ha eliminado presionando la pieza, al parecer es el procedimiento habitual... Como ve, los pies están en su sitio, con la única uña que resistió al escaldado. —Se mueve unos metros y manipula otra pieza más pequeña y difícil de identificar como brazo humano—. En cambio en el caso de las extremidades anteriores se han cercenado las manos; eso se hace también a veces con los cerdos, cuando se prevé destinar la paletilla a la fabricación de embutidos. En fin..., notará usted que faltan algunos pedazos importantes. Uno es el rabo, desde luego, pero no lo hemos encontrado por ninguna parte. —Prades sonríe para señalar su propio chiste—. Y lo demás lo tenemos empaquetado en un mostrador de ahí afuera. ¿Vamos a ello y terminamos? Llevo desde las cinco de la mañana a base de cafés, no veo el momento de salir de estos congeladores y comer algo caliente.

Los cuatro se alejan de las cámaras y dan la vuelta a un largo mostrador de acero montado bajo unos paneles verticales. Varela, por un capricho de la trayectoria del grupo, va ahora caminando delante, curioseando en los papeles sujetos a los paneles con pequeños imanes. Parecen hojas de pedido: «Cárnicas Mantilla», «El Asador», «Charcutería Hernández»... El mostrador es en realidad una isla que rodea los paneles metálicos, muy bien iluminado bajo una linea de fluorescentes. Pasando al otro lado, Varela se detiene ante una bandeja honda de plástico azul, precintada con un plástico transparente ajustable. Se acerca, distingue algunos pedazos de carne rosada, pero le llama la atención sobre todo un papel que destaca en el centro, visible bajo el
film
de plástico. Tiene escrito un breve texto a rotulador, en impersonales mayúsculas de palo. No suena a nombre de carnicería, desde luego. Vuelve a mirar la carne que hay alrededor y, al enfocar bien la mirada, tiene el tiempo justo de girar sobre sí mismo y usar el puño hecho un cucurucho para contener la bilis que su estómago le envía garganta arriba.

BOOK: En el nombre del cerdo
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