Martha, en aquel momento, parece que no tenía conocimiento de lo que sospechaban muchos corresponsales: que Boris no era simplemente el primer secretario de la embajada, sino más bien un agente operativo de la inteligencia soviética, el NKVD, precursor del KGB.
EL «PROBLEMA JUDIO»
Como embajador, el principal punto de contacto de Dodd con el gobierno nazi era el ministro de Exteriores, Neurath. Espoleado por el incidente de Kaltenborn, Dodd consiguió que Neurath le recibiera la mañana del jueves 14 de septiembre de 1933, para presentar una protesta formal no sólo contra ese episodio, sino también contra los muchos otros ataques a norteamericanos y la aparente falta de interés del régimen para llevar a los perpetradores ante la justicia.
La conversación tuvo lugar en el despacho de Neurath, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en la Wilhelmstrasse.
Empezó de una manera bastante amistosa,
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con una discusión sobre asuntos económicos, pero la atmósfera se fue poniendo tensa poco a poco, a medida que Dodd mencionaba el asunto de las «brutalidades de las SA» y revisaba una docena de incidentes con Neurath. El más reciente había ocurrido el 31 de agosto en Berlín, el incidente de Samuel Bossard, en el cual Bossard fue atacado por miembros de las Juventudes Hitlerianas al no realizar el saludo hitleriano. Una semana antes otro norteamericano, Harold Dahlquist, fue golpeado por un miembro de las Tropas de Asalto por no pararse a mirar un desfile de las SA. En general, la frecuencia de tales ataques había disminuido si se comparaba con la primavera anterior, pero seguían ocurriendo incidentes a un ritmo regular, uno o dos por mes. Dodd advirtió a Neurath que los artículos aparecidos en la prensa sobre estos ataques habían causado un daño importante a la reputación de Alemania en Norteamérica, y observó que tal cosa había ocurrido a pesar de sus esfuerzos por acallar las impresiones negativas de los corresponsales norteamericanos. «Debería decirle que la embajada ha conseguido evitar que se informase de hechos poco importantes en diversas ocasiones, y también ha advertido a los reporteros de que no exagerasen sus comentarios», le dijo a Neurath.
Y le reveló entonces que en una ocasión su coche fue detenido y registrado, aparentemente por un oficial de las SA, pero que él había evitado que se diese publicidad a aquel hecho «para evitar discusiones que, como usted sabe, habrían sido inevitables».
Neurath le dio las gracias y dijo que era consciente de los esfuerzos de Dodd para templar la cobertura que hacía la prensa de la violencia de las Tropas de Asalto, incluyendo el incidente que habían presenciado Martha y Bill hijo en Núremberg. Le dijo que le estaba muy agradecido.
Dodd volvió al episodio de Kaltenborn. Le dijo a Neurath que la reacción en Estados Unidos podía haber sido mucho peor si Kaltenborn mismo se hubiese sentido inclinado a darle publicidad. «Sin embargo, fue lo bastante generoso para pedirnos que no permitiéramos que trascendiera el episodio, y ambos, el señor Messersmith y yo, rogamos a la prensa norteamericana que no mencionase este hecho», dijo Dodd. «Pero se acabó sabiendo, y le hizo un daño incalculable a Alemania.»
Neurath, aunque era conocido por no dejarse afectar en público, se iba mostrando más alterado cada vez, una novedad que valía la pena consignar, como hizo Dodd en un memorándum «estrictamente confidencial» que compuso aquel mismo día. Neurath aseguró que conocía personalmente a Kaltenborn y que condenaba el ataque, que consideraba brutal y sin justificación alguna.
Dodd le observaba. Neurath parecía sincero, pero últimamente el ministro de Exteriores había mostrado una cierta inclinación a estar de acuerdo con todo y no hacer nada.
Dodd le advirtió de que si continuaban los ataques y los atacantes seguían evitando el castigo, Estados Unidos se vería obligado realmente a «hacer público un comunicado que dañaría enormemente la consideración de Alemania en todo el mundo».
La cara de Neurath se puso mucho más roja aún.
Dodd continuó, como si estuviese aleccionando a un alumno díscolo: «No entiendo por qué sus funcionarios permiten una conducta semejante, ni por qué son incapaces de ver que ésta es una de las cosas más graves que afectan a nuestras relaciones».
Neurath aseguró que durante la semana anterior había tocado el tema directamente con Göring y Hitler. Ambos, dijo, le habían asegurado que usarían toda su influencia para impedir posteriores ataques. Neurath juraba hacer lo mismo.
Dodd insistió, aventurándose en un territorio más peligroso aún, si cabe: el «problema» judío, tal y como Dodd y Neurath lo calificaron.
Neurath le preguntó a Dodd si Estados Unidos «no tenía un problema judío» propio.
—Bueno, claro, ya sabe —contestó Dodd— que en Estados Unidos hemos tenido dificultades con algunos judíos que se han apoderado demasiado de determinados estamentos de la vida intelectual y comercial.
Añadió que algunos de sus colegas en Washington le habían comentado, de manera confidencial, que «apreciaban las dificultades de los alemanes a este respecto, pero que no estaban de acuerdo en absoluto con la forma de solucionar el problema, que tan a menudo caía en la crueldad».
Dodd habló de su encuentro con Fritz Haber, el químico.
—Sí —afirmó Neurath—, conozco a Haber, y reconozco que es uno de los mejores químicos de toda Europa.
Neurath estuvo de acuerdo en que el trato de Alemania a los judíos era equivocado, y dijo que su ministerio buscaba un enfoque mucho más humano. Afirmó que veía señales de cambio. Justo aquella misma semana, dijo, había asistido a las carreras en Baden-Baden, y tres judíos importantes se habían sentado con él en las gradas junto con algunos dirigentes del gobierno, «y no hubo expresiones de enemistad».
Dodd dijo:
—No puede esperar que la opinión mundial de su conducta se modere mientras líderes eminentes como Hitler y Goebbels anuncian desde todas las tribunas, como por ejemplo en Núremberg, que todos los judíos deben ser borrados de la faz de la tierra.
Dodd se levantó para irse. Se volvió a Neurath.
—¿Habrá guerra?
Neurath enrojeció de nuevo.
—¡Nunca!
Ya en la puerta, Dodd dijo:
—Debe usted darse cuenta de que Alemania quedaría arruinada por otra guerra.
Dodd salió del edificio «un poco preocupado por haber sido tan sincero y tan crítico».
* * *
Al día siguiente mismo, el cónsul norteamericano en Stuttgart, Alemania, envió un comunicado «estrictamente confidencial» a Berlín en el cual informaba que la empresa Mauser, en su jurisdicción, había aumentado enormemente su producción de armas. El cónsul decía: «No se puede tener ya la menor duda de que en Alemania se planea una preparación a gran escala para una nueva agresión contra otros países».
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Poco después, el mismo cónsul informaba de que la policía alemana había empezado a vigilar estrechamente las autopistas, deteniendo de forma habitual a los viajeros y sometiéndoles a ellos, sus coches y su equipaje a registros detallados.
En una notable ocasión,
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el gobierno ordenó que se detuviera todo el tráfico de la nación entre el mediodía y las 12.40, para que batallones de policías pudieran registrar todos los trenes, camiones y coches en tránsito. La explicación oficial, según se citaba en los periódicos alemanes, era que la policía buscaba armas, propaganda extranjera y pruebas de resistencia comunista. Los cínicos berlineses adoptaron una teoría distinta que entonces circulaba: lo que la policía esperaba encontrar y confiscar, realmente, eran los ejemplares de periódicos suizos y austríacos que aseguraban que el propio Hitler podía tener antepasados judíos.
UNA PETICION SECRETA
Los ataques contra norteamericanos, sus protestas, la impredecibilidad de Hitler y sus ayudantes, la necesidad de pisar con mucha delicadeza ante una conducta oficial que en cualquier otro lugar podía implicar pasar un tiempo en la cárcel, todo eso agotaba a Dodd. Se sentía agobiado por fuertes dolores de cabeza y problemas estomacales. En una carta a un amigo suyo describía su cargo de embajador como «ese asunto tan desagradable y difícil».
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Y además de todo esto se encontraban los problemas cotidianos con los que tienen que lidiar hasta los embajadores.
A mediados de septiembre los Dodd notaron que en el cuarto piso de su casa en Tiergartenstrasse, supuestamente ocupada sólo por Panofsky y su madre, se oía muchísimo ruido. Sin avisar por anticipado a Dodd llegó un equipo de carpinteros que cada día, a partir de las siete de la mañana, empezaban a martillear, aserrar y organizar un gran estrépito, y esto continuó así durante dos semanas. El 18 de septiembre Panofsky escribió una breve nota a Dodd: «Por la presente le informo de que a principios del mes próximo mi mujer y mis hijos volverán a Berlín de su estancia en el campo. Estoy convencido de que la comodidad de Su Excelencia y de la señora Dodd no se verá afectada, ya que mi aspiración es hacer que su estancia en mi casa sea lo más agradable posible».
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Panofsky trasladó a su mujer y sus hijos al cuarto piso, junto con varios criados.
Dodd estaba horrorizado. Escribió una carta a Panofsky, que luego obviamente corrigió mucho, tachando y modificando todas las frases, consciente de que aquel asunto era algo más que un tema rutinario entre el propietario y el arrendatario. Panofsky trasladaba a su familia de vuelta a Berlín porque la presencia de Dodd les daba seguridad. El primer borrador de Dodd insinuaba que quizá él tuviese que trasladar ahora a su propia familia y censuraba a Panofsky por no haber revelado sus planes en julio. De haberlo hecho, escribía Dodd, «no nos encontraríamos en una situación tan embarazosa».
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El borrador final de Dodd era mucho más suave. «Nos alegra mucho saber que usted se va a reunir con su familia», decía, en alemán. «Nuestra única preocupación es que sus hijos no podrán usar su propio hogar tan libremente como les gustaría. Nosotros compramos nuestra casa de Chicago para que nuestros hijos experimentaran las ventajas del aire libre. Me entristecería mucho tener la sensación de que podríamos entorpecer la libertad y el movimiento de sus hijos, al que tienen derecho. Si hubiésemos sabido cuáles eran sus planes en julio, no nos encontraríamos ahora en este aprieto.»
Los Dodd, como los inquilinos de los que se abusa en cualquier lugar del mundo, al principio decidieron tener paciencia y esperar que el nuevo estruendo que organizaban niños y criados fuera cediendo.
Pero no fue así. El ruido de idas y venidas y la aparición de niños pequeños causó algunos momentos incómodos, especialmente cuando los Dodd recibían a diplomáticos y dirigentes de alto nivel del Reich, estos últimos ya predispuestos a menospreciar las frugales costumbres de Dodd (sus trajes sencillos, ir andando al trabajo, el viejo Chevrolet). Y ahora, la llegada inesperada de una familia entera de judíos.
«Había demasiado ruido y molestias, especialmente dado que los deberes de mi cargo requerían frecuentes recepciones», escribió Dodd en un memorándum. «Creo que cualquiera habría dicho que era un acto de mala fe.»
Dodd consultó a un abogado.
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Los problemas con su casero y las crecientes exigencias de su cargo hacían que cada vez fuese más difícil para Dodd encontrar tiempo para trabajar en su
Viejo Sur
. Sólo era capaz de escribir en breves intervalos de tiempo por la tarde y los fines de semana. Tenía que hacer muchos esfuerzos para adquirir libros y documentos que hubiese sido muy sencillo localizar en Estados Unidos.
Sin embargo, lo que más pesaba en su ánimo era la irracionalidad del mundo en el que ahora se encontraba. Hasta cierto punto, era prisionero de su propia educación. Como historiador, había llegado a contemplar el mundo como producto de unas fuerzas históricas, y de las decisiones de personas más o menos racionales, y esperaba que los hombres que le rodeaban se comportasen de una manera civilizada y coherente. Pero el gobierno de Hitler no era ni civilizado ni coherente, y la nación iba dando bandazos de una situación inexplicable a otra.
Hasta el lenguaje usado por Hitler y los oficiales del partido estaba extrañamente invertido. El término «fanático» se convirtió en algo positivo. De repente, tenía la connotación que el filólogo Victor Klemperer, judío residente en Berlín, describía como «una mezcla feliz de valor y devoción ferviente».
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Los periódicos controlados por los nazis informaban de una interminable sucesión de «votos fanáticos» y «declaraciones fanáticas» y «creencias fanáticas», todo ello cosas buenas. Se describía a Göring como «un amante fanático de los animales».
Fanatischer Tierfreund
.
Ciertas palabras muy antiguas estaban adquiriendo un nuevo uso oscuramente robusto, como averiguó Klemperer.
Übermensch
: superhombre.
Untermensch
: subhumano, queriendo decir «judío». También surgían palabras totalmente nuevas, entre ellas
Strafexpedition
, «expedición punitiva», el término que aplicaban las Tropas de Asalto para sus incursiones en barrios judíos y comunistas.
Klemperer detectó una cierta «histeria del lenguaje» en la nueva avalancha de decretos, alarmas e intimidaciones («¡esa perpetua amenaza con la pena de muerte!») y en extraños e inexplicables episodios de excesos paranoicos, como el reciente registro nacional. En todo ello Klemperer veía un esfuerzo deliberado por generar un suspense diario, «copiado del cine y las novelas de misterio americanas», que ayudaba a mantener a raya a la gente. También creía que era una manifestación de inseguridad de los que estaban en el poder. A finales de julio de 1933, Klemperer vio un noticiario cinematográfico en el que Hitler, con los puños apretados y la cara contraída, chillaba: «¡El 30 de enero ellos [aquí Klemperer pensaba que se refería a los judíos] se rieron de mí, y yo les borraré esa sonrisa de la cara!». A Klemperer le sorprendía mucho el hecho de que aunque Hitler intentaba transmitir omnipotencia, en realidad parecía que era presa de una rabia feroz e incontrolada, que paradójicamente tenía el efecto de invalidar sus bravatas de que el nuevo Reich duraría mil años y de que todos sus enemigos serían aniquilados. Klemperer se preguntaba: ¿habla uno con una rabia semejante «si está seguro de esa duración y de esa aniquilación»?