En El Hotel Bertram (4 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: En El Hotel Bertram
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—¡Perfecto! —exclamó Mrs. Carpenter—. Será muy bonito, ¿no te parece, Elvira?

—Precioso —replicó la muchacha inexpresiva.

—Después iríamos a cenar. ¿Qué tal el Savoy?

Se escucharon nuevas exclamaciones por parte de Mrs. Carpenter. El coronel Luscombe espió de reojo a Elvira y se animó un poco. Le pareció que Elvira estaba complacida, aunque muy dispuesta a no manifestar otra cosa que una cortés aprobación delante de Mrs. Carpenter. «No la culpo», pensó.

—Quizá quiera usted ver ahora las habitaciones —añadió el coronel, dirigiéndose a Mrs. Carpenter—. Comprobar si todo está en orden y si son de su agrado.

—No me cabe duda de que serán preciosas.

—Si hay cualquier cosa que no les guste, pediré que se las cambien. Aquí me conocen bastante bien.

Miss Gorringe, siempre tan amable, les dijo cuáles eran sus habitaciones. La veintiocho y veintinueve con el cuarto de baño compartido en el segundo piso.

—Voy a la habitación y me dedicaré a deshacer las maletas —anunció Mrs. Carpenter—. Te dejo, Elvira, para que charles un rato tranquilamente con el coronel Luscombe.

Tacto, pensó el hombre. Quizás un poco obvio, pero se verían libres de la presencia de la buena señora durante un rato, aunque no tenía muy claro de qué podría charlar con Elvira. Una muchacha muy bien educada, pero él no estaba habituado a tratar con jovencitas. Su esposa había muerto al dar a luz, y el bebé, un niño, había sido criado por la familia de su esposa, mientras que una hermana mayor se había hecho cargo de la casa. Su hijo, después de casarse, se había ido a vivir a Kenia. Tenía tres nietos de once, cinco y dos años y medio, y en la última visita los había entretenido hablando de fútbol y viajes espaciales, trenes eléctricos y jugando a caballito, respectivamente. ¡Fácil! Pero las jovencitas...

Le preguntó a Elvira si quería beber algo. Estaba a punto de proponer una limonada, cerveza de jengibre o alguna gaseosa, pero Elvira se le adelantó.

—Muchas gracias. Me apetece un vermut con ginebra.

El coronel Luscombe la observó con una leve incertidumbre. No sabía que las jóvenes de... (¿cuántos años tenía: dieciséis, diecisiete?), bebieran vermut con ginebra.

Pero se tranquilizó a sí mismo diciéndose que Elvira conocía perfectamente la vida social. Pidió una copa de vermut con ginebra y un jerez seco.

—¿Qué tal Italia?

—Muy interesante, gracias.

—¿Y el alojamiento? ¿Estabas en la casa de la condesa No-sé-cuantos? ¿Demasiado siniestro?

—Una señora bastante estricta, pero tampoco era para tanto.

Luscombe la miró sin estar muy seguro de si la respuesta no había sido un poco ambigua. Con un leve tartamudeo, pero de una manera mucho más natural que antes, comentó:

—Mucho me temo que no nos conocemos todo lo bien que sería de desear, teniendo en cuenta que soy tu tutor además de tu padrino. Me resulta difícil, quiero decir que es difícil, para un hombre que es perro viejo, saber lo que quiere una muchacha o, por lo menos, lo que debería tener. Colegios o lo que en mis tiempos llamaban escuelas de señoritas. Pero, supongo que ahora todo es mucho más serio. ¿Carreras, verdad? ¿Trabajo? ¿Cosas así? Tendremos que hablar de todo eso en algún momento. ¿Hay algo en particular que te gustaría hacer?

—Creo que asistir a algún curso de secretariado —respondió Elisa sin ningún entusiasmo.

—Ah. ¿Quieres ser secretaria?

—No es que me entusiasme.

—Bueno, entonces...

—Sólo respondo a lo que me preguntaste.

El coronel Luscombe tuvo la extraña sensación de que lo habían puesto en su sitio.

—En cuanto a esos primos míos, los Melford, ¿crees que te gustará vivir con ellos? Si no estás de acuerdo, dímelo.

—Creo que sí. Nancy me cae muy bien y la prima Mildred es un encanto.

—Entonces, ¿está todo bien?

—Creo que sí por ahora.

El tutor no supo qué responder. Mientras se lo pensaba, Elvira le formuló una pregunta simple y directa:

—¿Dispongo de algún dinero?

Una vez más, Luscombe se tomó su tiempo para responder. Observó a la joven con expresión pensativa.

—Sí, tienes muchísimo dinero. Quiero decir que lo tendrás cuando cumplas los veintiún años.

—¿Quién lo tiene ahora?

—Está colocado en un fideicomiso. —Luscombe sonrió—. Cada año se retira una cantidad de los intereses para pagar tu manutención y los gastos de escolaridad.

—¿Tú eres el administrador?

—Uno de ellos. Somos tres.

—¿Qué pasa si me muero?

—Vamos, Elvira, no te vas a morir. ¡Vaya tontería!

—Espero que no, pero nunca se sabe, ¿no es así? La semana pasada se estrelló un avión y murieron todos los pasajeros.

—Eso es algo que no te pasará a ti —afirmó Luscombe.

—No lo puedes garantizar. Sólo me preguntaba quién recibiría mi dinero si me muero.

—No tengo ni la más remota idea —señaló el coronel un tanto irritado—. ¿Por qué lo preguntas?

—Podría ser interesante —respondió la muchacha pensativa—. Me preguntaba si alguien se beneficiaría asesinándome.

—¡Por todos los diablos, Elvira, ésta conversación no tiene el menor sentido! No entiendo por qué piensas en esas cosas.

—Son cosas que te pasan por la cabeza. Una quiere saber cuáles son los hechos en la realidad.

—¿No estarás pensando en la Mafia o algo así?

—No, de ninguna manera. Eso sería ridículo. ¿Quién recibiría mi dinero si me caso?

—Supongo que tu marido, pero en realidad...

—¿Estás seguro de lo que dices? —le interrumpió la joven.

—No, no lo estoy. Todo depende de las disposiciones del fideicomiso. Tú no estás casada, así que ¿por qué te preocupa?

Elvira no respondió. Parecía sumida en sus pensamientos. Por fin salió de su ensimismamiento y planteó otra pregunta:

—¿Ves de cuando en cuando a mi madre?

—Algunas veces. No muy a menudo.

—¿Dónde está ahora?

—Creo que en el extranjero.

—¿Dónde en el extranjero?

—Francia, Portugal. La verdad es que no lo sé.

—¿Alguna vez quiere verme?

La mirada inocente de la muchacha se cruzó con la del hombre. El coronel se quedó sin respuesta. ¿Había llegado el momento de la verdad, de desviar el tema o de mentir sin reparos? ¿Qué se le podía responder a una muchacha que hacía una pregunta tan sencilla, cuando la respuesta era extraordinariamente compleja?

—No lo sé —contestó con un tono triste.

La joven continuó observándole con una expresión grave. La incomodidad de Luscombe aumentaba por momentos. Estaba embrollando las cosas cada vez más. Era lógico y natural que la muchacha lo quisiera saber, como cualquier otra joven en su situación.

—No debes creer... quiero decir que resulta difícil de explicar... Tu madre es... bueno, no es como las demás... —Se interrumpió al ver que Elvira asentía vigorosamente.

—Lo sé —señaló la muchacha—. Siempre leo todo lo que publican los periódicos. Es alguien un tanto especial, ¿verdad? Una persona realmente extraordinaria.

—Sí —admitió el coronel—. Ésa es la expresión exacta. Una persona realmente extraordinaria. —Hizo una pausa muy breve—. Pero una persona extraordinaria... —volvió a interrumpirse—... muy a menudo no es la persona más adecuada para tener como madre. Puedes creerme porque es la pura verdad.

—No te gusta mucho decir la verdad, ¿no es así? Sin embargo, creo que lo que acabas de decir es cierto.

Permanecieron callados durante unos instantes mirando la gran puerta de cristal y latón que comunicaba con el mundo exterior.

De pronto los batientes se abrieron violentamente, con una violencia muy poco habitual en el hotel Bertram's, y entró un joven que se dirigió en línea recta hacia el mostrador de recepción. Vestía una chaqueta de cuero negro. Su vitalidad era tal que, de inmediato, el vestíbulo del Bertram’s tomó el aspecto de un museo. Las personas se convirtieron en polvorientas reliquias del pasado. El joven se inclinó hacia miss Gorringe.

—¿Lady Sedgwick se aloja aquí?

Esta vez, la cordial sonrisa de bienvenida no apareció en el rostro de miss Gorringe. Su mirada adquirió la dureza del pedernal.

—Sí —respondió. A continuación, con una mala voluntad evidente, extendió la mano para coger el teléfono—. ¿Desea usted que llame a su habitación?

—No. Sólo quiero dejarle una nota.

Sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y lo dejó sobre el mostrador de caoba.

—Sólo quería asegurarme de que no me había equivocado de hotel.

En su voz se había reflejado un ligero tono de incredulidad. Miró un segundo a su alrededor y después se volvió hacia la entrada. Su mirada se paseó indiferente por las personas sentadas en el vestíbulo. Cuando su mirada se posó por un segundo en Luscombe y Elvira, el coronel se sintió invadido por un súbito e injustificado enojo. «Maldita sea», se dijo. «Elvira es una joven muy bonita. En mi juventud, me habría fijado en una chica bonita, sobre todo entre tantos fósiles». Sin embargo, el joven no parecía estar interesado en una chica bonita. Se volvió una vez más hacia el mostrador y preguntó, elevando un poco la voz como si quisiera llamar la atención de miss Gorringe:

—¿Cuál es el número de teléfono? ¿El 1129?

—No —respondió la recepcionista—. Es el 3925.

—¿Regent?

—No. Mayfair.

El joven asintió. Luego cruzó rápidamente el vestíbulo y abandonó el hotel, abriendo las puertas con la misma violencia que antes.

Todos los presentes parecieron respirar aliviados, aunque tardaron unos segundos en reanudar las conversaciones.

—Bien —exclamó el coronel Luscombe como si le costara encontrar las palabras adecuadas—. ¡Hay que ver! Estos jóvenes de hoy en día.

Elvira le sonrió.

—Lo reconociste, ¿verdad? —preguntó—. ¿Sabes quién es? —Su voz mostraba un leve tono de asombrado respeto. Se lo dijo—. Ladislaus Malinowski.

—Ah, ese tipo. —El nombre le sonaba vagamente familiar—. El piloto de coches de carreras.

—Sí. Fue campeón mundial dos años consecutivos. Tuvo un accidente gravísimo hará cosa de un año. Se rompió no sé cuantas cosas. Pero creo que ya está corriendo otra vez. —Elvira alzó la cabeza atenta a un ruido en la calle—. Ése es el coche que conduce.

El rugido de un motor se oyó en el vestíbulo del Bertram's. El coronel Luscombe comprendió que Ladislaus Malinowski era uno de los héroes de Elvira. «Por lo menos —se dijo—, es mejor que uno de esos cantantes pop o cualquiera de esos Beatles melenudos o como quiera que se llamen». Luscombe estaba bastante chapado a la antigua en sus opiniones sobre los jóvenes.

La puerta se abrió una vez más. Elvira y el coronel Luscombe miraron expectantes, pero el Bertram's había recuperado la normalidad. La persona que entró no era más que un anciano clérigo con todo el pelo blanco. Permaneció unos instantes junto a la puerta, mirando a su alrededor con la expresión ligeramente sorprendida de alguien que no acaba de entender dónde está o por qué ha venido. Esto no era nada nuevo para el canónigo Pennyfather. Lo mismo le sucedía en los trenes cuando no recordaba de dónde venía, adonde se dirigía, ni porqué. Era una sensación que experimentaba mientras caminaba por una calle, o cuando estaba sentado en algún comité. Le había ocurrido también en el púlpito de la catedral cuando no sabía si ya había dado el sermón o se preparaba para darlo.

—Creo que conozco a ese tipo —comentó Luscombe, mirándole con atención—. ¿Cómo se llama? Se aloja aquí con bastante frecuencia. ¿Abercrombie? ¿Archidiácono Abercrombie? No, no es Abercrombie, aunque se le parece bastante.

Elvira le echó una mirada al padre Pennyfather. Comparado con el piloto de carreras, era un personaje carente de todo interés y atractivo. No sentía el menor interés por los eclesiásticos en general, aunque durante su estancia en Roma había manifestado una ligera admiración por los cardenales, a quienes consideraba como personajes bastante pintorescos.

El rostro del padre Pennyfather mostró una expresión más tranquila. El anciano asintió varias veces. Había reconocido el lugar. Se encontraba en el Bertram’s donde pasaría la noche camino de... ¿por cierto, camino de dónde? ¿Chadminster? No, no, acababa de llegar de Chadminster. Se dirigía a... por supuesto, al congreso de Lucerna. Avanzó complacido hacia la recepción donde miss Gorringe le hizo objeto de una calurosa bienvenida.

—Me alegra muchísimo verle, padre Pennyfather. Tiene usted un aspecto excelente.

—Muchas gracias, muchas gracias. La semana pasada estuve muy resfriado, pero ahora ya estoy recuperado del todo. Tiene una habitación reservada a mi nombre. Le mandé una carta reservándola.

—Desde luego, padre, recibimos su carta —le tranquilizó miss Gorringe—. Le tenemos reservada la número 19, la misma que ocupó la última vez.

—Gracias. Quiero la habitación para cuatro días. En realidad, me voy a Lucerna y estaré ausente una noche, pero quiero que me reserve la habitación. Dejaré aquí casi todas mis cosas y sólo me llevaré una bolsa de viaje a Suiza. Supongo que no habrá ningún inconveniente, ¿verdad?

La recepcionista le tranquilizó una vez más.

—Todo está en orden. Lo explicó usted claramente en su carta.

Quizás otras personas no hubieran utilizado la palabra «claramente» sino «extensamente» porque Pennyfather había llenado varias cuartillas.

Pennyfather, disipadas sus preocupaciones, exhaló un suspiro de alivio. Un botones se hizo cargo de su equipaje y le acompañó hasta la habitación número 19.

Mientras tanto, en la habitación número 28, Mrs. Carpenter se había quitado la corona de violetas y se dedicaba a meter su camisón cuidadosamente plegado debajo de la almohada. Alzó la cabeza cuando entró Elvira.

—Ah, ya estás aquí, querida. ¿Quieres que te ayude con las maletas?

—No, muchas gracias —respondió Elvira cortésmente—. Creo que sólo sacaré lo imprescindible.

—¿Cuál de los dormitorios prefieres? El baño es compartido. Les dije que dejaran tus maletas en la 29, que es la más alejada. Me pareció que esta habitación es un poco ruidosa.

—Es muy amable de tu parte —comentó la joven, con su habitual voz inexpresiva.

—¿Estás segura de que no necesitas de mi ayuda?

—No, gracias, ya me las arreglaré. Creo que tomaré un baño.

—Sí, creo que es una magnífica idea. ¿Quieres bañarte tú primero? Prefiero acomodar todas mis cosas antes de bañarme.

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