—Te acuerdas de que tengo ocho años y no siete, ¿no? —preguntó, pues cuando era más pequeño siempre quería ser quien pulsara los botones en los ascensores—. Aun así, supongo que tiene que apretarlo alguien.
—B —dijo la madre.
Noah apretó el botón de la planta B, las puertas se cerraron y el ascensor bajó lentamente entre montones de chirridos y silbidos.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—A un sitio que está muy bien —contestó su madre.
Cuando las puertas volvieron a abrirse, recorrieron otro pasillo, y la señora Barleywater abrió una puerta que daba a un vestuario desierto.
—Entra y ponte el bañador —indicó—. Yo me cambiaré ahí al lado. ¡Bueno, espabila! Nos encontraremos aquí fuera dentro de cinco minutos exactos.
Noah asintió con la cabeza, hizo lo que le decían, y cinco minutos después los dos recorrían otro pasillo. Por fin, su madre se detuvo ante una puerta y se volvió muy sonriente.
—Siento que no hayamos podido ir a la playa este año, pero no quería que te lo perdieras por mi culpa.
—¿Por tu culpa? ¿Qué quieres decir?
En lugar de contestar, ella se limitó a abrir la puerta con una llave que le habían dado, y entraron en la zona de la piscina. Noah había estado antes en piscinas, pero nunca en una como aquélla. Para empezar, no había nadie, lo que sorprendía bastante en un hotel de esa clase. Las piscinas solían estar llenas de hombres mayores que chapoteaban como ballenas al nadar, o de niños asustados que daban nerviosos saltitos en la parte baja, por temor a dejar de hacer pie y que el suelo desapareciera. No obstante, sólo estaban ellos dos.
Pero si aquello le pareció poco corriente, no fue nada comparado con el aspecto que tenía la piscina. Habían traído montones de arena para formar dunas, y aunque no recordaba ni por asomo a una playa, era probablemente lo más cercano que podía encontrarse en una piscina. Noah se quedó pasmado y miró maravillado a su madre.
—De acuerdo, no es una playa real —admitió ella—, pero tenemos el sitio sólo para nosotros y podemos fingir que estamos en la playa, ¿no? Otras vacaciones juntos en la playa. Saquémosles el mayor partido, ¿de acuerdo?
—Muy bien —dijo Noah—, siempre podemos volver a casa de la tía Joan la próxima Pascua, ¿no? O incluso este verano.
La señora Barleywater iba a contestar, pero pareció tardar en encontrar las palabras. Tragó saliva y apartó la mirada, y entonces se inclinó y abrazó a Noah tan fuerte que él pensó que se había vuelto loca.
—¿Qué pasa? —preguntó con nerviosismo, apartándose de ella—. ¿Por qué estás tan rara?
—¿Yo? ¿Rara? —repuso la madre aclarándose la garganta, y le volvió la espalda—. No sé de qué me hablas. Y ahora, ¿qué te parece si nadamos un poco? —añadió acercándose al borde de la piscina—. Te echo una carrera hasta el otro lado.
En cuanto lo hubo dicho, se zambulleron y llegaron al otro lado casi a la vez, pero estuvieron finalmente de acuerdo en que ella había llegado primera por los pelos, aunque fue la única carrera que ganó en toda la tarde, pues Noah era muy buen nadador y ella parecía cansarse con facilidad. Hicieron castillos de arena, nadaron más, y justo en el momento adecuado, un joven trabajador del hotel, al que no pareció impresionarle lo que estaba pasando allí, les llevo sándwiches y refrescos.
—¿Y bien? —preguntó la madre mientras espolvoreaba el sándwich con unos granos de arena, para que se pareciera aún más a cuando estaban en la playa—. ¿Lo estás pasando bien?
Noah se apresuró a asentir con la cabeza y la miró con una sonrisa radiante. Se preguntó si ella padecería alguna clase de alergia al cloro, pues tenía los ojos muy rojos, como si hubiese llorado mientras estaba en el agua. Iba a decirle que debería llevar gafas protectoras, pero tenía la boca tan llena de sándwich de huevo que no habría podido pronunciar las palabras sin escupírselo encima, y unos instantes después se le había olvidado.
—Tenemos que sacarles el máximo partido a los días como éste —dijo ella con tono de complicidad, tratando de atraerlo de nuevo hacia sí.
Pero esta vez Noah se apartó porque su madre tenía el bañador mojado, y se zambulló para nadar un poco más. Le gustaba la nueva forma de ser de su madre, aquellas excursiones inesperadas. Casi parecía una persona distinta.
—Vaya, he oído muchas cosas en mi vida —comentó el viejo bajando el formón unos instantes—, pero nunca de una madre que hiciera una playa en una piscina. ¡Eso es algo extraordinario!
—Ya le decía yo que era una caja de sorpresas.
—Sí, me lo has dicho. Pero supongo que eso me hace preguntarme por qué huyes de ella.
Noah reflexionó un momento.
—Bueno, voy a recorrer mundo y a tener grandes aventuras —explicó—. No creo que necesite seguir yendo al colegio, ¿no cree? Soy muy listo. De hecho, soy el séptimo más inteligente de mi clase.
—¿Y cuántos sois en tu clase?
—Treinta —contestó Noah, muy satisfecho de sí mismo.
—Vaya, supongo que no está mal —repuso el hombre en voz baja—. Pero incluso los aventureros necesitan una educación. E incluso a los grandes aventureros les gusta volver a casa de vez en cuando.
—Bueno, quizá lo haga algún día —admitió Noah, pensándolo mejor—. Cuando sea mayor, quiero decir. Y cuando haya hecho fortuna. —Se levantó para acercarse a la repisa de la chimenea, tomar un retrato y mirarlo; luego preguntó—: ¿Es su padre?
—Es un dibujo que hice de él cuando era niño. Lo tengo ahí para no olvidarme de su aspecto.
—¿Se parece mucho a como era?
—No, en realidad no. Pero creo que hace justicia a la expresión de sus ojos. La verdad es que no lo necesito. Siento que está aquí constantemente.
Noah frunció el entrecejo.
—¿Aquí? ¿En la juguetería?
—No físicamente, por supuesto. Pero todo lo que hay aquí me recuerda a él de un modo u otro. Él forma parte de este sitio. Me hace feliz recordar que es así.
Noah dejó el retrato sin pronunciar palabra, y cuando alzó la vista se encontró contemplando su propia imagen en un espejo. Al menos le pareció que era su reflejo, pero al cabo de unos instantes la cara empezó a cambiar. Se volvió un poco más larga, luego más ancha y después más atractiva; entonces comenzó a tener la sombra de una barba, como si no se hubiese afeitado, y luego la barba desapareció. Unos instantes después llevaba gafas y se lo veía muy guapo. A continuación se vio menos guapo y con arrugas en la frente. Luego los ojos parecieron más húmedos y llevaba bigote y lucía una calva incipiente. Y por fin el rostro que le devolvía la mirada desde el espejo sonrió un instante antes de disolverse para verse reemplazado por su cara de ocho años, que lo miró con asombro.
—Increíble —exclamó Noah.
—¿Qué? —quiso saber el viejo alzando la vista.
—El espejo. Primero era yo, luego era yo un poco mayor, después un hombre y luego un viejo. ¿Es alguna clase de juego?
—No, no es un juego —explicó el anciano, acercándose para contemplar su propio reflejo, que no cambió: continuó siendo un anciano; entonces, hablándole al espejo, añadió—: Basta ya, Charles. Vas a asustar al niño.
Cuando el hombre se apartó, Noah observó una vez más su imagen, expectante, pero no pasó nada. Sólo era su cara, la cara del Noah Barleywater de siempre: nada especial, nada espantoso, nada interesante que destacar.
—Todavía no me has dicho por qué te fuiste —insistió el anciano volviendo a sentarse—. ¿Te maltrataban tus padres?
—¡No! —se apresuró a decir Noah, ruborizándose—. No tiene nada que ver con eso.
—Entonces me temo que no lo entiendo. Después de todo, cuando yo dejé a mi padre fue porque quería ser un gran corredor y, bueno, digamos que el tiempo corrió conmigo. Pero ¿y tú? No eres un corredor, ¿verdad?
—Bueno, sé correr —contestó Noah algo envarado—. Gané la medalla de bronce en los quinientos metros durante la jornada de deportes de mi colegio, en mayo.
—¿La de bronce, dices? ¿El tercer puesto?
—El tercer puesto está bien, creo yo. ¡Éramos treinta! No hay nada vergonzoso en quedar tercero.
—Por supuesto que no —repuso el viejo—. Sólo que es un puesto al que no estoy acostumbrado.
—Bueno —dijo Noah, y apartó la mirada, no muy seguro de si quería contárselo todo al anciano o sentarse en un rincón y ocultar la cara entre las manos—. Mis padres nunca han sido malos conmigo —añadió, tratando de controlar el doloroso sentimiento que recorría su cuerpo y buscaba una salida—. No me ha gustado que dijera eso.
—Entonces te pido disculpas por haberlo dicho —contestó el anciano, y se sentó en un taburete de tres patas que apareció detrás de él justo a tiempo para que no cayera redondo al suelo. Volvió a empuñar el formón y continuó trabajando en su nueva marioneta.
—No pasa nada —dijo Noah.
Alzó la vista y sonrió un poco, y luego exhaló un profundo suspiro. Se miraron a los ojos unos instantes, fijamente, antes de que Noah apartara la vista y volviera a abrir el cofre del artesano. Hurgó en el interior y sacó otra marioneta. Era de un joven apuesto y de aspecto algo nervioso que llevaba una corona dorada en la cabeza.
—¿Quién es?
—Un tipo al que conocí una vez —contestó el viejo—. Un príncipe, ¿puedes creerlo? De otro país. Fue hace mucho tiempo, por supuesto. Cuando era niño.
—¿Y su padre le hizo una marioneta? ¿Eran amigos?
—Oh, no. Mi padre nunca se relacionó con esa clase de gente. En realidad, no volvió a salir del pueblo desde el día que llegamos aquí.
—Entonces, ¿por qué hizo una marioneta suya? —preguntó Noah tirando del cordel del príncipe; los ojos se movieron hacia arriba, como si examinara el cielo.
—Porque yo lo conocí. Es una parte importante de mi historia. Fue después de que la junta comarcal me nombrara el corredor más rápido en ochenta y cuatro kilómetros a la redonda y me hiciera muy famoso. Me invitaron a abandonar el pueblo y demostrar mis aptitudes en otro sitio; fue la primera vez, y acepté, prometiendo que volvería pronto.
—¿Y volvió?
—Sí —contestó el anciano asintiendo con la cabeza—. Sí, en esa ocasión mantuve mi promesa.
La noticia de mis éxitos como corredor empezó a difundirse en los pueblecitos vecinos, luego en las ciudades pequeñas que miraban por encima del hombro a los pueblos, y después en las grandes ciudades que se burlaban con desprecio de las pequeñas.
Una tarde, cuando volví del colegio a la juguetería, encontré a mi padre sentado al mostrador, pintando las ventanillas de una locomotora que llevaba varios días tallando.
—Ah —dijo con una gran sonrisa al verme entrar—. Por fin has llegado. Empezaba a preocuparme por ti.
—Lo siento, papá —respondí, consultando la hora—. Hoy he tardado más que de costumbre en correr hasta casa. Casi tres minutos.
—Bueno, el colegio está a más de seis kilómetros de distancia —repuso mi padre—, así que en realidad no deberías sentirte insatisfecho.
—Pero suelo hacerlo en poco más de dos minutos —dije; y empecé a correr sin moverme del sitio, tan rápido que el suelo gritó y me rogó que parase—. Tendré que entrenar más duro.
—Ya entrenas bastante duro —opinó mi padre, y tendió una mano a través del mostrador para alcanzar un sobre grande de color crema—. Tengo una sorpresa para ti. Te ha llegado una carta esta mañana.
Me acerqué y tomé la carta. No había recibido correo en toda mi vida, de modo que me hizo una ilusión tremenda.
—¿Quién me escribirá? —pregunté, mirando a mi padre con cara de asombro.
—Ábrela y lo descubrirás.
Observé el sobre unos instantes, sopesándolo con cautela, antes de rasgarlo con cuidado, sin dañar el sello, y sacar la única hoja que contenía. La leí para mí y luego en voz alta.
Querido señor: Sus muy graciosas majestades el rey y la reina le ordenan que comparezca ante ellos el domingo 13 de octubre a fin de demostrarles las grandes dotes de corredor que le han dado celebridad en todo el país. Por favor, llegue puntualmente al palacio a las 10 de la mañana del día 13 y pregunte por mí en recepción. Atentamente, Sir Carstairs Carstairs Secretario privado de Sus Majestades
—¡Los reyes! —exclamé mirando perplejo a mi padre—. No puedo creer que sepan siquiera quién soy. Tendré que aceptar su invitación, por supuesto.
—Pero tienes colegio… No puedes perder el ritmo en tus estudios sólo por correr un poco.
—Faltaré a clase sólo un par de días. No se darán ni cuenta de mi ausencia.
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó papá en voz baja y llena de tristeza—. Volverás conmigo, ¿no?
—Pues claro que sí. No voy a dejarte solo.
—¿Me lo prometes?
—Sí, por supuesto —respondí, sonriéndole pero sin pensar apenas si lo decía en serio o no.
Así pues, la tarde del 12 de octubre corrí los ciento cincuenta kilómetros que había hasta el puerto y subí a bordo de un barco que zarpaba en dirección al palacio, y a primera hora de la mañana siguiente me hallaba en el patio de palacio, listo con mi ropa de deporte, cuando los reyes salieron a dar su paseo diario. Tras ellos trotaba un joven poco mayor que yo, de reluciente cabello rubio y con una corona de oro, que estiraba el cuello para mirar al cielo.
—¿Eres tú el chico del que se dice que es un corredor portentoso? —me preguntó la reina, acercándose a la cara unos anteojos que le colgaban de una cadenilla al cuello, y me miró de arriba abajo como si no supiera si darme o no su aprobación.
—Así es, majestad —contesté—. Puedo correr más rápido que cualquier niño de mi edad.
—Yo soy el rey —anunció el soberano—. Y éste es nuestro hijo, el príncipe. Será rey algún día, por supuesto, pero no antes de mi muerte. Confía en que ese día no llegue nunca, ¿no es así, hijo mío?
—¿Qué dices, padre? —preguntó el príncipe, apartando la vista del cielo unos instantes para fijarla en el rey.
—Digo que confías en que ese día no llegue nunca —repitió el rey alzando la voz.
—¿Qué día, padre? —El príncipe no se enteraba de nada.
—Oh, por el amor de…
—A nuestro hijo le falta concentración —intervino la reina, interrumpiendo a su esposo y mirándome—. Ahora mismo es una gran decepción para nosotros, motivo por el cual se mantiene vivo al rey mediante métodos extraordinarios. El príncipe simplemente no está listo para ser rey.
—Es verdad —repuso el muchacho, encogiéndose de hombros y mirándome a su vez—. No lo estoy.